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"Alex Guiness : el versátil"
En Film, publicación de Cine Universitario, nº
6
agosto 1952, pp. 12-17
Tres personajes
"Pocos aficionados recordarán ahora la atildada figura
que facilitaba a Pip (John Mills) su iniciación londinense
en Grandes Ilusiones (Great Expectations, David Lean,
1947) . El personaje había sido descrito por Dickens como
un joven pálido, con una cierta fabricada languidez, y la
composición cinematográfica del desconocido actor
reproducía las ilustraciones con que Cruikshank había
estereotipado los personajes del novelista.
Más resistente al olvido del espectador tal vez haya sido
el azorado periodista que en Suerte loca (A Run for Your
Money, Charles Frend, 1949) debía recibir y acompañar
a los mineros galeses en su jornada londinense y que, en cambio,
los perdía de vista a cada rato. Un actor maduro aprovechaba
este pequeño papel para componer la cómica figura
de un hombre obligado por los azares del periodismo a cubrir una
nota de actualidad cuando su verdadera especialidad es la jardinería.
Memorable era, sin duda, la composición de Disraeli que
jerarquizaba un film convencional como El diablillo y la reina
(The Mudlark, Jean Negulesco, 1950). Un viejo actor parecía
tener allí la oportunidad de dar un personaje histórico,
rico en matices. En uno de los discursos más largos que hayan
registrado nunca cámara y micrófonos, ese veterano
ponía en evidencia su autoridad histriónica, su refinada
dicción y su arte insuperable de la ironía.
Estos tres personajes -el joven Pocket, el maduro periodista, el
viejo político- fueron creados en un intervalo de cuatro
años, por el mismo actor: Alec Guinness, nacido en Marylebone
(Londres) en 1914. Si Guinness hubiera compuesto únicamente
esos tres personajes habría dado prueba concluyente de su
versatilidad. Pero su carrera (teatral, cinematográfica)
tiene mejores, más increíbles ejemplos.
Dos o tres Hamlets
Guinness estudió teatro con Fay Compton, en cursos nocturnos,
mientras trabajaba de día para ganarse el pan. Durante años
vivió precariamente de dinero prestado y sandwiches. En 1933
consiguió un contrato con John Gielgud -uno de los grandes
del teatro inglés-. Su primer papel (en Hamlet) fue
insignificante, pero marcaba el comienzo de una carrera teatral.
Allí conoció a Merula Salaman, actriz con la que se
casó. Sucesivas actuaciones -en Noah, en Richard
II, en Romeo and Juliet, en The Merchant of Venice-
le valieron algunos elogios de la crítica y la atención
de Laurence Olivier que lo incorporó al remozado Old Vic,
equivalente inglés de la Comédie Française.
Junto a Ralph Richardson y al mismo Olivier, Guinness tuvo pocas
oportunidades de primer plano, pero las pocas que tuvo las aprovechó.
Como Fool, en un King Lear en que Olivier tenía el
papel protagónico, fue calificado de "casi perfecto";
como De Guiche en un Cyrano de Bergerac pareció "una
notable proeza". En 1939 Guinness protagonizó un Hamlet
con ropas modernas que no despertó demasiada atención
(salvo los paraguas en el sombrío entierro de Ofelia) pero
que familiarizó al actor con el personaje. Otros papeles
lo fueron preparando para el triunfo.
En 1947 -el mismo año en que David Lean lo presentaba en
Grandes ilusiones- le llegó la gran oportunidad. El
Old Vic le dio el papel protagónico en Richard
II de Shakespeare. La crítica inglesa usó el ditirambo.
Un cronista (del Daily Herald) definió con precisión
su arte: "Economía admirable... ni un toque ni un
tono parecen erróneos". Al año siguiente,
Guinness confirmó su calidad en el Menenius Agrippa de
Coriolanus, una de las piezas más enigmáticas
de Shakeaspeare.
Le estaba reservado, sin embargo, un triunfo internacional en una
obra de autor moderno. El Festival de Edinburgh de 1949 estrenó,
entre otras cosas, The Cocktail Party, tercer drama en verso
de T. S. Eliot. El papel de Sir Henry Harcourt-Reilly, el psicoanalista
que mueve los títeres en la pieza, le fue encomendadas a
Alec Guinness. En ese difícil papel, el joven actor demostró
una especial autoridad. El triunfo de la pieza motivó su
traslado a Broadway, previo a su estreno en Londres. Del otro lado
del Atlántico, Guinness compartió con Eliot los honores
que crítica y público dispensaron a la obra.
Un nuevo Hamlet
Como culminación de esta carrera teatral Guinness preparó
durante dos años un "nuevo" Hamlet que se
estrenó en Londres durante el Festival de Gran Bretaña
(1951), Guinness había renunciado a la estampita romántica
(el pálido príncipe rubio que vaga entre sombras y
nieblas) y se había concentrado en expresar la lucidez intelectual
de un alma que opera sobre un carácter limitado por frustraciones
e inhibiciones; la inteligencia pura que trata de moldear (o iluminar,
al menos) las contradicciones de una existencia agónica.
Su Hamlet parecía pensar antes de recitar; hundirse en el
caos interior y emerger con el limpio movimiento de universo cargado
de sentidos:
O that this too too solid flesh would melt
(Oh, si esta carne demasiado sólida se derritiera)
Su Hamlet no era un recitador apasionado como el de Olivier en
el discutido film. Por eso, parte de la crítica le reprochó
decir el verso como prosa, lo que en cierto sentido era verdad,
pero la poesía quedaba rescatada por la conmovedora esencia
de un espíritu que busca y cavila, por el contenido estremecimiento
del desvelo.
Desde el comienzo cundió el malentendido. Guinness se había
dejado una barbita para señalar su apartamiento de la imagen
romántica convencional y para ser fiel a la letra de Shakespeare.
Muchos creyeron que lo hacía para seguir la interpretación
crítica de Salvador de Madariaga; de ahí dedujeron,
que seguía también al fecundo escritor español
en suponer las relaciones carnales de Hamlet y Ofelia. Molestado
por estos errores, Guinness se afeitó la barba pero el equívoco
subsistió.
Si hubo alguna injusticia en el rechazo que el público y
la crítica ofrecieron a la interpretación antiacadémica
de Guinness, no la hubo en cambio con respecto a la producción,
una de las más mediocres que se hayan visto en Inglaterra.
(Los responsables eran el mismo Guinness y Frank Hauser). Al efecto
desastroso del conjunto cooperaron también un elenco dirigido
sin brío y los decorados y vestuarios de Mariano Andreu,
vacilante compromiso entre el mundo isabelino de Shakespeare y un
siglo dieciocho de baraja española que por capricho interpoló
el artista.
El violín de Ingres
Pese a este ruidoso fracaso la crítica considera hoy a Guinness
la promesa más firme de la escena británica. Su nombre
se menciona siempre después del sólido triunvirato
-Sir Ralph Richardson, Sir Laurence Olivier, John Gielgud-. Aunque
Michel Redgrave podría disputarle ese distinguido cuarto
puesto, no cabe duda de que Guinness lo llena con holgura. Pero
esa pasión por el teatro, demostrada en el largo esfuerzo
y en la permanente inquietud, en el fracaso y en el éxito,
no han impedido a Guinness la ambición de labrarse una carrera
en el cine. Tal vez pueda creerse que el cine sea su violín
de Ingres, aunque no faltarán los que sostengan que otros
motivos de más peso (o libras) justifican esa doble carrera.
Lo cierto es que Guinness junto a su actividad teatral, y en un
plano más modesto, ha desarrollado una actividad cinematográfica
en que su experiencia en la composición dramática
y el arte de la caracterización teatral le han permitido
imponer una versatilidad ya famosa.
Después del petimetre de Grandes ilusiones, Guinness
filmó con el mismo equipo otra novela de Dickens: Oliver
Twist. Le estaba reservado el papel de Fagin, el horrible judió
que adiestra a los niños vagabundos en el arte del robo.
Su aspecto físico reproducía una vez más la
concepción romántica de Cruikshank: la gran nariz
ganchuda, los ojos saltones y afiebrados, la barba sucia, el aspecto
siniestro. Tan expresiva resultó que en Estados Unidos organizaciones
prohebreas protestaron por lo que creían era un ataque racial,
y la película estuvo detenida por este motivo hasta 1951.
(También Dickens tuvo que luchar contra esta misma interpretación
y debió revisar algunos pasajes considerados injuriosos).
A la concepción dickensiana habría agregado Guinness
un toque homosexual, apenas indicado, que redondeaba el retrato
de ese canalla rodeado de muchachos.
Los ochos sentenciados
Pero la gran prueba de la versatilidad de Alec Guinness resultó
ser el film de Roberto Hamer Los ocho sentenciados (Kind
Kearts and Coronets, 1949). Guinness debió componer allí
ocho personajes distintos, los ocho D'Ascoyne que un pariente lejano
(Dennis Price) va eliminando sucesivamente para heredar el título
y vengar así una afrenta familiar. No todos los personajes
que debe interpretar Guinness tienen la misma sustancia. Algunos
están apenas esquematizados: hay una delirante sufragista
que no pronuncia una sola frase pero reparte paraguazos, provoca
motines y acaba huyendo en un globo en el que perece gracias a una
flecha certeramente disparada por su pariente; hay un general que
mata de aburrimiento a sus invitados en un típico club londinense
y que al contar por enésima vez alguna célebre campaña
desaparece en una nube de humo provocada por el contacto de su cuchillo
con una lata de caviar, previamente cargada de un explosivo por
su diligente asesino; hay un Don Juan que boga hacia la muerte en
brazos de una muchacha que acaba de conquistar en un romántico
week-end. El más rico de todos los sentenciados es
el canónigo, ya chocho, que recibe a su asesino (disfrazado
de clérigo) y charla y charla gárrulamente hasta que
éste lo hace callar con una copa envenenada. A cada uno de
estos personajes -fugaces o importantes, triviales o sustanciosos-
presta Guinness un sentido impecable del matiz, una multiplicidad
cómica incesante, que le permite ser cada uno de ellos sin
repetirse, en constante invención.
El film es, por otra parte, una obra maestra del humor británico.
El disparatado argumento, que escribieron Robert Hamer y John Dighton
sobre una novela de Roy Horniman, da pie al mismo Hamer para componer
rápidamente, en una serie de cuadros hábilmente montados,
una cumplida sátira de la Inglaterra victoriana. Cada intento
de eliminar a uno de los sentenciados se resuelve en una legítima
carcajada. El film tiene un comentario del mismo asesino que subraya
la ironía de las situaciones, doblando la eficacia cómica
de la imagen con la de la palabra. Así, por ejemplo, cuando
el bote que le lleva al Don Juan con su chica se pierde en una cascada
en la que habrán de ahogarse, el pulido asesino comenta:
Lo lamenté por la chica aunque encontré algún
alivio en la reflexión de que ella ya había sufrido
un destino peor que la muerte durante el fin de semana. O cuando
el general utiliza la lata de caviar para sus explicaciones estratégica
y grita: Fuego mientras la hace explotar. O cuando, después
de haber consumado en un bosque el asesinato del último heredero,
el asesino sale corriendo en dirección al castillo gritando
a voz en cuello: Socorro, Socorro. El mismo título
original del film que se apoya en una cita (cursi) de Tennyson sugiere
la sátira a la mentalidad victoriana con su juego de palabras
sobre corazones nobles y coronas nobiliarias.
Todo el film revela esa inventiva que no reside sólo en
el libreto, sino que se apoya en una buena adecuación de
imagen y texto. De su equívoco tema se desprende una perfecta
caricatura de algunos rasgos permanentes del carácter inglés.
En este sentido el film continúa y perfecciona un camino
iniciado por Alfred Hitchcock en su mezcla de melodrama criminal
y comedia de costumbres que produjo El hombre que sabía
demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1935), 39 Escalones
(Thirty-nine Steps, 1935), y La dama desaparece (The
Lady Vanishes, 1938). Pero a esa consagrada fórmula agrega
Hamer una escritura más sofisticada, un buen gusto impecable
para sugerir en caricatura el ambiente y las costumbres de un mundo.
Es cierto que el film no llega a redondear completamente su asunto
(hacia el final se pierde en una historia de amores adulterinos)
pero el brillante libreto y la (casi siempre) inspirada dirección
conducen la historia hacia un exitoso término. Al efecto
general se agrega la buena interpretación de Dennis Price
y de la deliciosa Joan Greenwood. Por su parte, el virtuosismo de
Alec Guinness constituye una generosa contribución a esta
dinámica empresa.
Dos aventuras fantásticas
Durante el Festival de Gran Bretaña se estrenaron dos comedias
de ribetes fantásticos en que Guinness tiene el papel protagónico:
en The Lavender Hill Mad (La pandilla de Lavender Hill,
Charles Chrichton, 1951) y The Man in the White Suit (El
hombre del traje blanco, Alexander Alexander Mackendrick, 1951).
Ambas fueron producidas por Michael Balcon para Ealing Studios.
En The Lavender Hill Mab, Guinness se presenta como un virtuoso
y envejecido empleado de banco cuya secreta ambición consiste
en robarlo. Toda su vida ha ensayado un procedimiento pero no ha
podido llevarlo a cabo por no encontrar los cómplices necesarios.
Conoce casualmente a Sterling Holloway, fantástico fabricante
de souvenirs turísticos. (Uno de ellos: la Tour Eiffel en
miniatura que venden en la auténtica Tour Eiffel). Se asocia
con él y por medios nada ortodoxos consiguen otros dos cómplices
y fundan la pandilla de Lavender Hill. El argumento (de T. E. B.
Clarke) no desperdicia ninguna oportunidad jocosa. Pensado y escrito
en forma cinematográfica, facilita al director un libreto
de constante invención. Guinness compone sólidamente
su empleado de aspecto ratonil que sólo revela su enorme
ambición en pequeños gestos. Un instante memorable
ocurre cuando acaba de detallar el plan del robo y ante una objeción
de uno de los compinches afirma su criterio. El otro le dice: Okay,
Ud. es el jefe. Guinness contesta automáticamente: Sí,
hasta que comprende las implicaciones de la frase, se echa hacia
atrás y permite que suba a su rostro inexpresivo un gesto
de orgullo. Los ojos se iluminan y dice: sí, es cierto,
lo soy.
En The Man in White Suit, Guinness es un joven inventor
que después de jocosas peripecias acaba por fabricar un género
que no se ensucia y es indestructible. El libreto (de Roger Mac
Dougall) no facilita esta vez un material tan excelente, pero Guinness
aprovecha cada oportunidad para mostrar su fe de empecinado, su
iluminada mirada de fanático. La escena más importante
lo muestra perseguido por todos, acorralado en un callejón
y su traje hecho pedazos y ensuciado. Sandry Mackendrick (que también
dirigió Dicha para todos o Whisky Galore, 1950)
muestra una fina sensibilidad en el manejo de esa inesperada situación.
El último film de Guinness es The Card, con Glynis
Johns, sobre una novela de Arnold Bennett.
Discusión
A la admiración que naturalmente produce la versatilidad
de Alec Guinness sucede casi siempre, alguna desconfianza. Algunos
piensan si no se deberá a engaño. Otros se preguntan
si esta capacidad camaleónica no significará, en definitiva,
un arte de la caracterización superficial. No parece necesario
acudir al ejemplo, tan distinto, de Lon Chaney ("el hombre
de las mil caras") para ridiculizar el error de los que así
piensan. Aunque a veces use Guinness inevitables pelucas y postizos,
su arte es sobre todo psicológico. Lo que cambia es la actitud
íntima del personaje, no su aspecto externo. Esto se pude
apreciar bien si se comparan dos personajes de Los ochos sentenciados:
el atildado Don Juan y el descuidado fotógrafo. Físicamente
difieren tan sólo en un bigotito y en el cuidado que uno
pone en su ropa y en la nonchalance del otro, pero psicológicamente
son dos tipos opuestos. El Don Juan es un dominador que se muestra
obsesionado por la conquista que tiene entre manos. El fotógrafo
es un marido tiranizado por una mujer timorata (Valerie Hobson,
muy mal) que se evade de la realidad por su afición a la
fotografía y a la bebida que toma a escondidas. Guinness
detalla ambos personajes marcando sutilmente sus diferencias, su
posición ante el mundo, hasta su dicción. También
puede resultar elocuente la comparación entre el joven inventor
de The Man in the White Suit y el ratón-empleado de
The Lavender Hill Mob. La diferencia física es pequeña:
el empleado usa lentes, tiene el pelo pegado al cráneo y
se viste con el uniforme de los bancarios ingleses (pantalón
fantasía, saco negro, sombrero bombín); el inventor
es descuidado en su aspecto, tiene el pelo revuelto y la ropa parece
prestada. Pero la gran diferencia está en la mirada: apagada
e insignificante en uno, alucinada o distraída en el otro.
Y esa diferencia de mirada es signo de dos espíritus completamente
distintos.
Esta misma capacidad de transformarse ha sido cuestionada reciente
por Harold Robson al comentar Under the Sycamore Tree, la
pieza teatral de Sam Spewack en la que Guinness tiene varios papeles.
El crítico del Sunday Times ha expresado así
su punto de vista: ¿Esta versatilidad de Alec Guinness
es un mérito o un handicap? Todo depende de lo buen actor
que sea. La teoría que sostienen los aficionados generalmente
indica que el mejor actor es el que puede tomar el mayor número
de impenetrables disfraces. Esa es, aclaro, la teoría. Pero
en la práctica los actores a los que el público es
más devoto son los que, como Irving, y según se dice
con desaliento, parecen siempre el mismo. En esto, creo, la práctica
del público tiene razón. Todo gran artista en cualquier
esfera, excepto en el teatro, es siempre el mismo. Keats siempre
escribe como Keats y no como Pope: Tiziano pinta como Tiziano y
no como Picasso. No comprendo por qué en el teatro, y sólo
es el teatro, deba considerarse como el más alto mérito
ser un camaleón. El verdadero artista, seguramente, no es
el hombre que puede imitar a un mayor número de otros hombres,
sino el que tiene más cosas propias que decir.
Parece evidente que Mr. Hobson plantea mal el problema. No es posible
asimilar totalmente el arte histrión a las demás artes
puramente creadoras. El actor (y esto lo vio bien Diderot) crea
transformándose, dejando de ser él para ser otro.
De aquí que parezcan irrelevantes los ejemplos de Keats o
de Tiziano. Tampoco parece cierto que al cambiar de personaje el
actor no tenga nada propio que decir. A través de sus distintos
avatares Guinness expresa un arte de la composición, un sentido
perfecto del matiz, una dicción refinada e irónica,
que se impone a la diversidad de caracteres sin estropearlos y que
puede considerarse, legítimamente, como su aporte personal.
Quizás el planteo exacto de la situación se logre
si se opone un actor que siempre tuerce cada personaje hasta convertirlo
en una expresión de su yo absorbente (Ralph Richardson en
la escena inglesa, Jean-Louis Barrault en la francesa) a otro como
Guinness en que predomina la subordinación a cada personaje
particular. En el fondo, el problema se reduce a aquella posición
tan estudiada por los psicólogos entre almas unitarias y
almas proteicas. A este grupo de espíritus pertenece indudablemente
Alec Guinness . Para bien o para mal, parece difícil decidirlo
ahora: Guinness es joven todavía y tiene una gran carrera
por delante."
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