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"El estilo de William Wyler"
En Film, publicación de Cine Universitario
Montevideo, nº 3, mayo 1952, p. 9-17
Un artesano
Si se examina la carrera cinematográfica de William Wyler
a partir de 1936 y de su casi constante asociación con el
productor Samuel Goldwyn, un hecho parece evidente: la sostenida
calidad de su producción, a través de títulos
memorables: Infamia (These Three, 1936), Hijo y rival
(Come and Get It, co-dirección con Howard Hawks, 1936),
Fuego otoñal (Dodsworth, 1936), Callejón
sin salida (Dead End, 1937), Jezabel la tempestuosa (Jezebel,
1938), Cumbres borrascosas (Withering Heights, 1939), La Carta
(The Letter, 1940), El caballero del desierto (The Westerner,
1940), La loba (The Little Foxes, 1941), Rosa de abolengo
(Mrs. Miniver, 1942), Lo mejor de nuestra vida (The Best
Years of our Lives, 1946), La heredera (The Heiress, 1949).
De esos doce films, cuatro fueron producidos por Wyler, y los restantes
por Goldwyn.
No es posible determinar exactamente el grado de su colaboración
con Goldwyn, ni saber hasta qué punto intervenía Wyler,
en la elección de obras y técnicos. Pero un hecho
parece sintomático: la mejor producción de Goldwyn
coincide con la mejor producción de Wyler. Haya o no sido
el inspirador de esa política de calidad que luego Goldwyn
abandonó por la de taquilla, lo cierto es que trabajando
con Goldwyn logró Wyler un grado de libertad y de responsabilidad
en la filmación que no hubiera alcanzado de estar sometido
a la rutina de la industria hollywoodense. Su separación
de Goldwyn se produjo después de Lo mejor de nuestra vida,
y coincidió con la fundación (junto a Frank Capra,
George Stevens y Samuel Briskin) de la empresa productora Liberty
Films, luego frustrada. Desde La heredera Wyler trabaja como
director-productor, exclusivamente. Por otra parte, los films que
ha dirigido para Goldwyn y los films que ha producido por sí
mismo aparecen vinculados por algo más que por estar orientados
a un público adulto, y plantear problemas de autenticidad
dramática y estar basados en obras de calidad literaria indiscutible.
Sus films aparecen vinculados por un estilo de composición.
Para muchos, el estilo de Wyler es únicamente la suma que
arroja la producción hollywoodense en su mejor expresión.
La parte que le correspondería sería la de experto
artesano que ensambla los esfuerzos de talentos puestos a su servicio
por un productor de visión. Un examen superficial de las
fichas técnicas de sus films parece confirmar ese enfoque.
Wyler aparece asociado a libretistas como Lilian Hellman, Sidney
Howard, Robert Sherwood, Howard Koch, John Huston, Ben Hecht y Charles
MacArthur, en la filmación de clásicos de la novela
(Cumbres borrascosas, La heredera) o en importantes dramas
y novelas contemporáneos (Callejón sin salida,
La carta, La loba, Fuego otoñal). Su colaborador casi
permanente en la fotografía es Gregg Toland; otras veces,
lo asisten Rudolph Maté (excelente en Fuego otoñal)
o Tony Gaudio o Joseph Ruttenberg (a quien premió la Academia
por Rosa de abolengo). Los films de Wyler cuentan con los
mejores diseñadores y modistos, las más cotizadas
estrellas, los mejores compositores (Aaron Copland en La heredera);
de aquí que parezcan ser únicamente un producto acabado,
perfecto, de la industria hollywoodense y que Wyler quede relegado
al papel de hábil orquestador.
En apoyo de este enfoque podrían citarse algunos testimonios
de técnicos que han trabajado con él. Así,
por ejemplo, Gregg Toland no ha vacilado en señalar la libertad
que le concedía Wyler (Willy me dejaba
bastante solo. Mientras él ensayaba, yo trataba de encontrar
un método de filmación. Generalmente le gustaba).
Howard Koch, que escribió el libreto de La carta,
señaló cierta vez su firme
lealtad para el verdadero sentido de cada historia que está
filmando. Y la misma actitud personal de Wyler, lejos del
divismo que un día ostentaron un Vidor o un Von Sternberg
o un Capra, y lejos también de la peculiaridad de un Chaplin
o un Orson Welles, parece confirmar ese enfoque de un competente
artesano, muy consciente de sus propios límites. Esta misma
sobriedad publicitaria ha permitido que algún veloz teorizador
francés, que leyó mal ciertas declaraciones suyas,
erigiera una imagen que lo mostraba impersonal y desinteresado del
sentido de los films que creaba. Por otra parte, la circunstancia
(aparentemente sospechosa) de que sus films fueran éxitos
de boletería parecía acentuar este enfoque del buen
artesano que fabrica el producto honesto, bien terminado y bien
vendido.
Un estilo
Y, sin embargo, un film de Wyler es una creación absolutamente
identificable, una creación cuya unidad de concepción
y realización se impone inmediatamente, cuya vinculación
de enfoque y estilo con su obra precedente y subsiguiente
es fácil de trazar. Sí, es cierto, Wyler aparece a
veces subordinado a la orientación o al arte de sus colaboradores;
pero ésa es la condición inevitable de toda creación
colectiva, de todo trabajo de equipo. Lo que importa determinar
es el alcance de esa subordinación, la naturaleza de esa
creación. Un examen más atento de las declaraciones
citadas arriba, y de otras complementarias, permiten calificar adecuadamente
ese trabajo colectivo. Wyler concedía a Toland una gran libertad,
pero una libertad subordinada a las necesidades dramáticas
de la obra, a la concepción que Wyler posee del drama cinematográfico.
El mismo Toland ha contado cómo seis semanas antes de comenzar
a rodarse La loba, discutió con Wyler cada una de
las tomas utilizando una maquette desmontable de los escenarios;
también discutieron la necesidad de armonizar los colores
de decorados y trajes; acordaron que el maquillaje de la protagonista
(Bette Davis) fuera completamente blanco, para indicar mejor su
carácter de mujer que lucha contra la edad y trata de inmovilizar
su belleza pasada. El mismo Wyler ha definido con precisión
los límites de su colaboración con Toland; al referirse
al pan-focus, que permite la profundidad de campo, señala:
Este estilo particular de fotografía
que ha usado Gregg Toland en los seis films que hicimos juntos ha
sido de enorme valor para mi labor de director. Gracias a él
he podido armar escenas en profundidad, manteniendo dos o más
personas en el cuadro al mismo tiempo y eliminando la necesidad
de alternar los planos de una y otra. Esto aumenta la fluencia y
continuidad, intensifica las relaciones dramáticas, somete
mejor la atención del espectador y también, es claro,
favorece una composición más provocativa al agregar
la ilusión de una tercera dimensión, la profundidad,
a las dos de la pantalla.
También ayudan a comprender la naturaleza de sus relaciones
con el libretista las declaraciones de Howard Koch. Después
del párrafo aparte citado, dice Koch: En
el período de preparación, el nunca le indica al libretista
qué debe escribir tiene demasiado respeto por el proceso
creador pero es incansable en empujar al escritor hacia una
más amplia comprensión de la historia que tiene que
contar. Ya en el set Wyler enriquece más aún la acción
que había sido preconcebida en el libreto por su minuciosa
dedicación a cada detalle de la producción.
Y como ejemplo de este aporte de Wyler al libreto cita Koch un recurso
estilístico de La carta. Para expresar la obsesión
del crimen cometido por la protagonista (Bette Davis), Koch utilizaba
la luz de luna que evocaba el momento del crimen. Wyler hizo que
esa luz atravesara unas persianas, dibujando a los pies de la culpable
unas rejas premonitorias.
Podría encontrarse un ejemplo más de esa minuciosa
colaboración de Wyler con los técnicos a su servicio
en unas declaraciones de Harry Horner, que diseñó
los decorados de La heredera. Wyler estableció no
sólo la importancia del decorado para el estilo, visual y
narrativo, del film, sino que le indicó en cada caso sus
necesidades dramáticas. Una de sus precisiones es, en este
sentido, sumamente reveladora. Horner cuenta que, como contrapeso
contra todo exceso de caracterización, Wyler le pidió
que al trazar el decorado de la casa (principal escenario del film)
no revelara el secreto de la historia. Vale decir: que no se supiera
de antemano, por la estructura sombría y sórdida,
el tipo de drama que habría de desarrollarse. La casa, en
suma, debía revelar la psicología de sus habitantes
pero no su destino.
Podría extenderse indefinidamente este examen. Quizá
baste, sin embargo, con lo ya indicado para demostrar el grado de
intervención y la responsabilidad que caben a Wyler en la
preparación y creación de sus films. En cuanto al
éxito de boletería que los acompaña casi siempre,
se debe recordar que es un éxito honesto. Se debe a su capacidad
de contar historias de contenido humano evidente, a su arte de comunicar
la emoción sin sensiblería, de dar situaciones complejas
sin exceso de simplificaciones. Los films de Wyler son, además,
la casi solitaria excepción en una industria que dirige su
atención a una mentalidad pueril. No de balde el iconoclasta
Joseph Malkiewicz (director-escritor de La malvada, All About
Eve, 1950) señalaba a Lo mejor de nuestra vida como
uno de los dos únicos films adultos que produjera Hollywood
en una década. (El otro era Días sin huella,
The Last Weekend, 1945, de Billy Wilder).
Objetividad
En uno de los artículos más largos que se han dedicado
a Wyler, André Bazin ha sostenido la teoría de su
impersonalidad. Para demostrarla se apoya Bazin en una análisis
detenido de algunos films (principalmente: La loba y Lo
mejor de nuestra vida) y en unas declaraciones del mismo Wyler.
Este había dicho: I have always tried
to direct my own pictures out of my own feelings, and out of my
own approach to life, lo que puede traducirse así:
He tratado siempre de dirigir mis películas de acuerdo con
mis sentimientos y de acuerdo con mi enfoque de la vida.
Pero Bazin leyó y tradujo mal estas palabras porque no advirtió
que el out no significaba en este caso "fuera"
sino que estaba articulado con el verbo to direct. Su versión
dice pues: J'ai toujours essayé de
diriger mes films sans tenir compte de mes sentiments et de ma propre
conception de l'existence. Que es exactamente lo contrario
de lo que Wyler dijo.
El error de Bazin es más grave de lo que parece. Guiado
por esa confusión, creyó descubrir en el arte de Wyler
los signos de una impersonalidad que casi se confunde con indiferencia;
ayudado además por ese afán de teorizar que pervierte
casi toda la crítica francesa, llegó Bazin a hablar
de "profundidad de campo democrática" y otras fantasías.
Su mayor error fue confundir impersonalidad con objetividad. Lo
que caracteriza el estilo de Wyler es precisamente la objetividad.
Wyler impone su punto de vista y sus convicciones a los films que
crea, pero lo hace en forma objetiva. Vale decir: prescinde de todo
alardeo subjetivo o tendencioso, de todo desplante expresionista.
Muestra los distintos enfoques del asunto, tratando de ser leal
con todos, y sostiene el que le parece justo. Su habilidad consiste
en confundir su punto de vista con el de la cámara, en orientar
el espectador sin discursos, por la mera elección del enfoque.
Quizá el mejor ejemplo de esa objetividad de Wyler lo proporcione
una escena de Lo mejor de nuestra vida. Dana Andrews visita
el cementerio de aviones, recorre las filas de lo que ahora es chatarra,
sube a un avión desmantelado, se instala en la cabina del
piloto y por un breve instante la emoción que ha despertado
ese contacto le hace sentirse otra vez en el aire, entre el rugido
de los motores y el estallido de las bombas. Un director corriente
hubiera dado por medio de un flashback o de una alucinación
visual o de un locutor esa experiencia del personaje. Wyler no.
Fotografía las cosas como son: los motores sin hélice,
la destrozada casilla del piloto, el actor profundamente ensimismado.
Apenas la banda de sonido permite reconocer su alucinación,
el ruido de los motores, el bombardeo. Al negarse a utilizar los
recursos convencionales del lenguaje cinematográfico, Wyler
ha dado la acción en forma doble: el espectador asiste objetivamente
a la acción y simultáneamente, gracias a la banda
de sonido, capta la experiencia del personaje.
Una observación complementaria. Esta escena ha sido creada
enteramente por Wyler. El libretista Robert Sherwood se había
limitado a indicarle: Tienes que hacer algo
cinematográfico aquí. Ya sé exactamente, qué
hay que decir, pero no hay que decirlo con palabras hay que
decirlo con la cámara, y ése es tu oficio.
Profundidad de campo
La objetividad del estilo de Wyler parece más notable si
se examina detenidamente uno de los recursos técnicos del
cine sonoro que él ha contribuído a crear: la profundidad
de campo. Toda su obra posterior a 1936 muestra sus experimentos
y sus conquistas en perfeccionar las posibilidades dramáticas
de este recurso. La profundidad ya aparece en Callejón
sin salida (fotografiada por Toland). Los dos primeros actos
de La carta (fotografía: Tony Gaudio) la utilizan.
Pero es en La loba y en Lo mejor de nuestra vida (ambas
de Toland) en que Wyler explota hasta el límite sus posibilidades
dramáticas.
No es imposible demostrar que antes de Wyler ya había sido
empleada; tampoco es imposible documentar los experimentos simultáneos
de Toland con otros directores, principalmente con John Ford (Viñas
de ira, The Grapes of Wrath, 1940) y con Orson Welles (El
ciudadano, Citizen Kane, 1941). No le corresponde a Wyler la
invención de una técnica sino su explotación,
en forma concentrada y sistemática, para la exposición
de un conflicto dramático. En el caso citado de Ford, la
profundidad de campo es poco más que un pretexto para la
composición de imágenes hermosas. Muy distinta es
la utilización de Welles. Allí la profundidad de campo
cumple una función dramática, pero su utilización
aparece rígidamente subordinada a otra técnica (la
narración en forma de puzzle) lo que no le permite
desarrollar todas sus posibilidades.
En apariencia, la profundidad de campo es sólo un recurso
técnico que facilita la ilusión de relieve en un plano,
y su descubrimiento significó para el cine lo que la perspectiva
para la pintura. En manos de Wyler, esta técnica se convirtió
en un recurso expresivo que permitió desarrollar ampliamente
su estilo dramático. La profundidad de campo le permitía
(según él mismo ha declarado) una composición
más estimulante; pero le facilitaba algo más: desarrollar
una acción compleja con economía y concentración,
sin cortes que distraen la atención, manteniendo varios personajes
en el cuadro y permitiendo que se siga simultáneamente la
acción y las consecuencias que ésta provoca; más
aún: la profundidad de campo le permitía desarrollar
varias acciones simultáneamente y sin perder nitidez expositiva.
La técnica favorecía la creación de un estilo
de exposición; la técnica se convertía en estilo.
Algunos ejemplos ilustrarán el punto.
La llegada de Fredric March en Lo mejor de nuestra vida,
su encuentro sucesivo con su hija, su hijo y su mujer, se desarrolla
sin cortes y en un corredor que comunica el hall del apartamento
con la sala. No hay diálogo; la cámara casi no se
mueve. Los tres encuentros quedan así fuertemente enlazados,
cada uno con una intensidad particular, que va aumentando a medida
que se acerca la culminación: el abrazo de los esposos. La
máxima economía de tiempo y espacio ha servido para
acrecer la intensidad emocional y para preservar la continuidad
narrativa. El procedimiento resulta invisible por su sencillez y
el resultado obtenido parece tanto más satisfactorio cuanto
menos evidente.
La muerte de Herbert Marshall en La loba muestra el mismo
recurso utilizado en forma mucho más dramática y compleja.
La cámara enfoca en plano americano a Bette Davis, situada
exactamente en el centro del cuadro. En primer plano está
Marshall. Una violenta discusión le ha provocado un ataque
al corazón; le pide a su esposa que le alcance el remedio.
Ella permanece inmóvil. El debe levantarse para ir a buscarlo.
Es casi un inválido. Se arrastra, sale dos veces del campo
de la cámara que permanece inmóvil, como la protagonista.
Se le ve al fin subir penosamente una escalera que atraviesa la
escena al fondo, vacila y cae. En tanto que el rostro de Bette Davis
parece crudamente iluminado (recuérdese el maquillaje absolutamente
blanco) la figura de Marshall al fondo está deliberadamente
fuera de foco. Con esta forma de narración se consiguen varias
cosas. En primer lugar concentrar la atención en lo que importa:
la actitud de Bette Davis ante la desesperada intentona de Marshall.
La acción aparece vista simultáneamente de dos puntos
de vista. Vemos a Bette Davis inmóvil, acechando sin volverse
la muerte de Marshall; vemos y oímos a Mashall tratando de
alcanzar el piso de arriba donde está el remedio. Para hacer
sentir mejor la tortura de ella (que está de espaldas a la
escalera y no puede ver) la imagen de Marshall queda en flou
y el mismo espectador no está muy seguro de que cae, de que
muere en fin. Incluso la forzada inmovilidad de la cámara,
que puede exasperar al espectador; le permite sentir mejor la intolerable
tortura de Bette Davis, obligada por su voluntad criminal a la inmovilidad.
Su crimen es de omisión y Wyler consigue representarlo doblemente
por la inmovilidad de la actriz (que el texto indicaba) y la de
la cámara, que él agrega. Un solo cuadro permite pues
una narración doble y compleja, de gran intensidad.
Tensión dramática
Al inmovilizar la cámara, al hacer jugar a los actores dentro
de su campo profundo, entrando o saliendo, alejándose o acercándose
según un desplazamiento muy calculado y que no excluye el
movimiento de la misma cámara, Wyler consigue poner el acento
en un elemento de enorme importancia: la tensión dramática.
La cámara no recoge nada superfluo, no se distrae un segundo;
su ojo se fija, escrutador, incansable, en una zona privilegiada
del escenario en que ocurre lo importante, en que se desarrolla
una acción que ha sido despojada de toda adiposidad y ha
quedado reducida a sus elementos esenciales. El juego de los actores
participa de esa intensidad; salen poco del campo de la cámara,
están ellos mismos continuamente sometidos a su escrutinio
y la unidad de actuación no se rompe ya que deben continuar
representando aunque la cámara no los enfoque directamente.
Estos efectos de la profundidad de cámara parecen teatrales.
La inmovilidad de la cámara, la importancia que se concede
a la interpretación, la tensión dramática y
la economía con que se resuelve cada escena, hacen pensar
en el arte del dramaturgo y del director escénico. Es claro
que el campo que limita el ojo de la cámara (el cuadro) es
mucho más estrecho y profundo que el que proporciona el escenario
teatral. La concentración es mayor, por lo tanto, y además
debido a su profundidad es posible captar más de una acción
en la misma ojeada, lo que en el teatro es imposible. Esta circunstancia
ayuda a disipar el equívoco que pudiera plantearse: la técnica
expositiva de Wyler parece teatral porque explota elementos dramáticos
que también explota el teatro, pero su solución es
nítidamente cinematográfica y sólo resulta
alcanzable gracias al cine.
Hay, por otra parte, una distinción más: en el teatro,
la palabra (el texto literario) es fundamental; a través
de ella se revelan los personajes y se plantea el conflicto dramático.
En el cine de Wyler es sólo un elemento complementario, una
manera de aclarar el conflicto que aparece ya indicado por la elección
de los planos y la disposición dramática dentro del
cuadro. Es bastante revelador, por eso mismo, que se puedan citar
ejemplos de intensidad dramática y de intolerable conflicto
en la obra de Wyler en los que no interviene para nada (o interviene
como elemento muy accesorio) la palabra. El juego de los actores
y la elección de los planos que logra la cámara en
profundidad son los elementos en que se apoya esa intensidad dramática,
ese conflicto dicho en términos estrictamente cinematográficos.
Más aún: aunque muchas películas de Wyler se
basan en piezas de teatro (seis de las doce mencionadas son obras
teatrales o adaptaciones teatrales de obras novelescas) lo que constituye
su valor dramático no es su diálogo sino la manera
cómo ese diálogo se inscribe en una narración
cinematográfica que explota con elocuencia la imagen y el
silencio. De aquí que deba concluirse que la técnica
de Wyler no es teatral sino dramática. Vale decir: es acción
y no meramente palabra en acción.
Exposición compleja
El análisis de Lo mejor de nuestra vida, cuyo tema
es el regreso y la adaptación de tres soldados a la vida
civil, permite demostrar que Wyler es capaz de mostrar más
de una acción en el mismo cuadro. Posiblemente el mejor ejemplo
sea la escena en que Fredric March le pide a Dana Andrews que rompa
sus relaciones con su hija (Teresa Wright). La escena transcurre
en el café en que ya habían pasado todos una noche
de juerga. Después de la discusión del caso, Andrews
se levanta para llamar por teléfono a Teresa Wright. Mientras
tanto, March se acerca al piano en que Hoagy Carmichael está
enseñando a Harold Russell a tocar con sus ganchos. El cuadro
se compone de tal manera que en primer plano, a la derecha, están
Carmichael, Russell y March (acodado en el piano y aparentemente
atento al juego); al fondo a la izquierda, dentro de la cabina telefónica
está Andrews. Dos o tres veces, March mira hacia la cabina,
dirigiendo de esta manera la atención del espectador hacia
la acción, en apariencia secundaria, de Andrews. Las dos
acciones están nítidamente diferenciadas. Vemos y
oímos a Carmichael y a Russell tocar el piano ante la sonrisa
aprobadora de March; también vemos a Andrews hablar por teléfono
(aunque no lo oímos, sabemos qué dice). La sutileza
de la escena consiste en poner en primer plano y detallar cuidadosamente
una acción secundaria y trivial, y pasar a último
plano la más importante. Es claro que la acción del
primer plano cumple otro propósito lateral: mostrar la adaptación
de Russell a la vida cotidiana. Y, además, al poner en evidencia
a March, concentra la atención del espectador en sus reacciones
y subraya la importancia que para él tiene la llamada telefónica
de Andrews.
Este estilo dramático tiene otro valor complementario. El
film quiere ser fiel a la realidad cotidiana. Al presentar una decisión
tan importante como la ruptura de dos enamorados, desde la cabina
telefónica de un café, enfocada la acción desde
lejos y sin que pueda oírse el previsible (y patético)
diálogo, acentúa Wyler esa mezcla de trascendencia
y trivialidad; de énfasis emocional y detalle vulgar, que
tiene la realidad, al tiempo que plantea toda la compleja serie
de acciones y reacciones desde fuera y sin (aparentemente) tomar
partido.
Otro ejemplo del mismo film muestra a Wyler manejando simultáneamente
dos acciones importantes. La escena final es la de la boda de Russell
con Cathy O'Donnell. El padrino es Andrews; entre los invitados
está Teresa Wright, a quien Andrews no ve desde la ruptura.
El cuadro muestra en primer plano, a la izquierda, a Andrews; en
plano americano, a la derecha, a los novios. En el centro del cuadro,
al fondo está Myrna Loy, entre Teresa Wright y March. Mientras
casan a los novios, Andrews desvía ligeramente la mirada
hacia Teresa Wright y se miran. Quedan separadas, pues, nítidamente
dos acciones: la boda, que concluye la historieta sentimental de
Russell; el encuentro de Andrews-Wright, que precede a su reconciliación
con la que se concluye su historia y el film. Como ha demostrado
Bazin, es posible cortar el cuadro en dos mitades simétricas:
a la derecha quedaría la boda y los invitados principales;
a la izquierda, la pareja Andrews-Wright. Aquí, las dos acciones
parecen igualmente importantes ya que ambas sirven para anudar los
hilos de dos intrigas, pero en realidad hay una más importante
que otra. La reconciliación tiene a su favor el elemento
de sorpresa y novedad. En tanto que la boda era un acontecimiento
previsto, la reconciliación se produce recién entonces,
ante los ojos del espectador. Sin dejar que una acción entorpezca
a la otra, Wyler consigue extraerles el máximo de intensidad
y emoción al presentarlas simultáneamente y, de alguna
manera, contrastarlas por la aproximación.
De esta utilización de la profundidad de campo para fines
dramáticos y para la exposición compleja de acciones
se deriva un tercer beneficio: el análisis dramático
de las relaciones humanas. Al mostrar las acciones y sus efectos
en un solo cuadro, al indicar sutilmente cómo reaccionan
recíproca y simultáneamente sus personajes, Wyler
consigue enseñarnos más sobre ellos que por medio
del diálogo o por medio de aislados primeros planos. La misma
posición que ocupan unos con respecto a otros en el campo
de la cámara demuestra sus vinculaciones e ilustra sobre
sus caracteres.
El ambiente
Queda por analizar un elemento más que interviene importantemente
en la profundidad de campo: el ambiente. Uno de los efectos de la
profundidad de campo es que los escenarios deben ser más
completos, deben tener techo y estar proyectados en profundidad.
La cámara capta simultáneamente los personajes y el
decorado en que aparecen inscriptos. El diseñador de La
heredera ha señalado oportunamente la importancia de
los decorados para la iluminación de la psicología
de los personajes. Para el Dr. Sloper (Ralph Richardson) la casa
conservaba el recuerdo de su esposa; para Catherine (Olivia de Havilland)
representaba un encierro, un lugar de tortura; para su pretendiente
(Montgomery Clift) era una tentación tangible, cuya posesión
deseaba más que la de Catherine. La profundidad de campo
le permitía a Wyler situar cada personaje en el [...] y que
los decorados asuman un papel tan importante en el juego dramático.
Aquí, otra vez, la función de Wyler parece asimilarse
con la del director teatral. Y otra vez también es posible,
extremando el análisis, demostrar que el decorado no aparece
usurpando un lugar meramente descriptivo y que por el contrario
es utilizado en forma funcional, fundido a la acción, integrando
la acción misma.
Esto no significa que ocasionalmente Wyler no utilice las panorámicas
para describir, rápidamente, un ambiente o para hacer culminar
una situación. Al comenzar La carta hay una larga
panorámica nocturna que se inicia en la selva, recorre las
cabañas sombrías y sórdidas de los nativos
y concluye en la imagen de Bette Davis baleando a su amante a plena
luz lunar. El contraste entre el ambiente pobre y sombrío
de los nativos y la pulcra e iluminada casa de los blancos, entre
el silencio del sueño y los estampidos del revólver,
plantea sin necesidad de palabra alguna los términos extremos
del ambiente en que ha de desarrollarse esta historia de crimen
y superstición y venganza. Jezabel concluye con una
panorámica en que se sigue a la carreta en que Bette Davis
acompaña a Henry Fonda, enfermo de fiebre amarilla, al lazareto.
Esta escena, de inconfundible tono épico, concluye un conflicto
sentimental que el film había contado con minucia y detallado
en todas sus implicaciones de ambiente (New Orleans hacia 1850).
Otra panorámica sirve para exponer una fiesta en casa de
David Niven y Merle Oberon (Cumbres borrascosas). El ambiente
queda magistralmente indicado al mostrarse el baile de los niños
en el vestíbulo y luego, contrastando, el baile de los mayores
en la sala. Más tarde, mientras una dama toca Para Elisa
en el piano, la cámara se pasea de un extremo a otro del
salón captando el juego mudo de miradas y desplazamientos
en que se teje la intriga sentimental de los cuatro protagonistas
(los nombrados, Laurence Olivier y Geraldine Fitzgerald). Un último
ejemplo de panorámica lo proporciona una de las obras en
que la profundidad de campo aparece explotada más conscientemente:
Lo mejor de nuestra vida. Al llegar al pueblo natal, los
tres protagonistas (March, Andrews, Russell) toman un taxi, y de
camino a sus respectivas casas, recorren las calles principales,
observando la agitación de todos, reconociendo los cambios,
comentando y riéndose. La cámara muestra así
la vida del pueblo, pero gracias al espejito de retroceso del taxi,
muestra también a los protagonistas, de modo que es posible,
por la profundidad de campo, asistir simultáneamente al espectáculo
que contemplan y a las reacciones que les provoca. Este ejemplo
puede ser bastante elocuente como combinación de una técnica
vieja, la panorámica, con una nueva o renovada, la profundidad
de campo.
Simbolismo implícito
Ninguna escena de Wyler es completamente inexpresiva. Si ha escogido
el procedimiento de la profundidad de campo es precisamente porque
aumenta el poder dramático de la imagen, porque hace más
compleja la exposición, porque permite la simultaneidad de
puntos de vista. De aquí que sus imágenes aparezcan
cargadas de sentido: de aquí que se tienda a descubrir en
sus films un simbolismo implícito. La distribución
de los actores en el cuadro, la iluminación y el maquillaje,
los decorados y los trajes, todo contribuye a desnudar el significado
de la acción. Algún crítico ha señalado
la predilección de Wyler por incluir una escalera en el ambiente
de sus conflictos dramáticos. Al distribuir a los actores,
con prolija naturalidad, en distintos escalones, al enfocarlos de
arriba o de abajo, se indica fácilmente la relación
de uno con otro y la relación de ambos con el ambiente. En
una escalera Wyler ubica escenas dramáticas culminantes:
Marjorie Main encuentra e insulta a Humphrey Bogart (Callejón
sin salida); Bette Davis ruega a Margaret Lindsay que le deje
acompañar a Henry Fonda al lazareto (Jezabel); Merle
Oberon revela a David Niven que Olivier se ha fugado con Geraldine
Fitzgerald, y con su emoción traiciona su amor por él
(Cumbres borrascosas); Olivia de Havilland sube airosa una
escalera, mientras Montgomery Clift golpea inútilmente en
la puerta de la calle (La heredera). Esta utilización
de la escalera no obedece a un gusto o a un capricho de Wyler: la
escalera cumple en cada uno de los casos citados una función
dramática, y contribuye a iluminar el conflicto.
No es el único símbolo denunciable de su vasta producción.
Ya se refirió Koch a la utilización de la luz lunar,
a través de las persianas de La carta, y Toland, a
su vez, indicó el simbolismo del maquillaje de Bette Davis
en La loba. Puede agregarse, entre muchos, un ejemplo más,
de Lo mejor de nuestra vida: la discusión entre March
y Andrews en el café. La cámara enfoca a los dos simultáneamente.
Están de perfil en el mismo cuadro, enfrentados simétricamente
y cambiando sus réplicas. Es posible seguir al mismo tiempo
los dos puntos de vista y el efecto que en uno causan las palabras
del otro. Se obtiene así una economía y una intensidad
mayores que en la alternancia de planos de un montaje convencional.
Pero hay algo más: al presentar en un mismo cuadro a los
dos opositores, Wyler parece querer acentuar su objetividad. A ambos
se les concede en la escena la misma posibilidad de defender su
posición, y el espectador lo siente así.
El simbolismo nunca pasa a primer plano en estos films; está
implícito, se desprende naturalmente de la acción,
y no aparece dicho con énfasis o sobreimpuesto a la misma.
Es parte integrante de la acción dramática, es una
manera de exponerla, de mostrar su íntimo significado.
Sentido de la obra
Un análisis del estilo de Wyler puede prescindir quizá
de toda búsqueda de sentido en su obra, de toda formulación
de un mensaje. Y, sin embargo, al repasar su estilo aparecen algunas
indicaciones que apuntan no exclusivamente a la forma sino al lugar
ideal en que forma y contenido se confunden, son inseparables. La
preocupación por un estilo de intensidad dramática
y expresividad narrativa indica las preferencias de Wyler por el
conflicto de pasiones, por las relaciones humanas complejas, por
la crónica en que personajes y ambientes forman un todo complejo
y bien trabado. Los films de Wyler plantean conflictos de pasiones
en un marco determinado de tiempo y espacio. Cada acción
aparece referida minuciosamente a un carácter y a un ambiente,
ya se trate de la tempestuosa Jezabel de New Orleans (1850), ya
de los sórdidos Hubbard en el Sur de los Estados Unidos hacia
el 1900 (La loba), ya de los tres soldados que en 1945 regresan
a su pueblito natal (Lo mejor de nuestra vida). En esos marcos
se desarrollan los conflictos humanos que siempre provocan las pasiones
y la convivencia.
Hay, en esta serie de films, algo más que una tendencia
por los libretos psicológicos sobre fondo social (como se
ha dicho). Hay una toma de partido por determinados valores humanos,
por la honradez y la sinceridad. Cuando la historia que cuenta Wyler
es sórdida o trágica no hay discurso ni moralina,
pero hay una condenación dramática de la sordidez
o del crimen más elocuente por lo mismo que se expresa en
conflicto de personajes y no en palabras.
En sus minuciosas exposiciones del crimen o el vicio no es posible
descubrir ningún cinismo (como en Clouzot), ninguna ambigüedad
(como en Welles). La concepción del mundo que revelan hasta
sus films negros es lúcida y honesta. La maldad es mostrada
en su horror y en su tortura. No se cree en el triunfo del bien
por su sola fuerza, pero se le muestra junto al mal y se le defiende
con la elocuencia de su calidad, de su emoción sin cursilería.
Algún crítico ha llegado a denunciar cierta tendencia
sentimental de sus films. No faltan en ellos las muchachas tiernas
y castigadas por el destino: Sylvia Sidney en Callejón
sin salida, Geraldine Fitzgerald en Cumbres borrascosas,
Doris Davenport en El caballero del desierto, Olivia de Havilland
en La heredera, y Teresa Wright en La loba, Rosa de
abolengo y Lo mejor de nuestra vida, han representado un
tipo femenino cuya antípoda está en Bette Davis, arpía
o criminal en Jezabel, La loba y La carta.
Pero basta recordar la delicadeza con que Wyler introduce esas figuras
femeninas, la sobriedad con que las hace actuar para comprender
que toda sospecha de cursilería está de más.
Hay, indudablemente, cierto sentimentalismo, pero la objetividad
de su estilo dramático y la intensidad de su enfoque rescatan
toda potencial sensiblería. Es claro que esa misma objetividad
de su estilo ha conspirado, a veces, contra su propia obra. El ejemplo
notable es Cumbres borrascosas, donde la novela de Emily
Brontê requería una adaptación más alucinada,
más demoníaca, que la que ejercía el libreto
de Ben Hecht y Charles MacArthur, y la dirección pulida y
sobria de Wyler. Hubo aquí un error de estilo, pero Wyler
no lo repitió después.
Futuro
La objetividad parece ser la característica central del
estilo de Wyler; la intensidad dramática y la complejidad
expositiva sus notas dominantes; la fusión de personajes,
conflicto y ambiente, el resultado natural de su obra. Con esos
exigentes elementos ha compuesto Wyler una producción que
figura entre las más importantes del cine contemporáneo
y, para muchos, entre lo mejor de Hollywood. Sus dos próximos
films continúan la línea de la obra anterior: son
Detective Story, con Kirk Douglas, sobre una obra teatral
de Sidney Kingsley, y Sister Carrie, con Laurence Olivier
y Jennifer Jones, sobre la novela homónima de Theodore Dreiser.
El anuncio de un tercer film en preparación, Roman Holiday,
no aclara si también se basa en teatro o novela, pero se
agrega como innovación, seguramente auspiciosa, la de que
será suya la adaptación, no limitándose ya
a su notable tarea de productor y director.
Bibliografía
El artículo de Gregg Toland puede verse en
la Revue du Cinéma, nº 4 (enero 1947); el de
Howard Koch en Sight and Sound nº 5 (julio 1950); el
de Harry Horner en Hollywood Quarterly, vol. V, nº 1
(otoño 1950); el de William Wyler sobre Toland en Sequence
nº 8 (verano 1949); el de André Bazin sobre Wyler en
la Revue du Cinéma, nos. 10-11 (febrero y marzo 1948).
Puede consultarse también, en Sequence nº 13
(1951) un excelente ensayo de Karel Reisz en que se denuncia el
error de traducción de Bazin y se comenta juiciosamente la
producción de Wyler. Son de menor interés una nota
de Gaetano Toschi en Cinema (noviembre 25, 1948) y un artículo
de André Bazin sobre la profundidad de campo en Cahiers
du Cinéma nº 1 (abril 1951).
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