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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"El estilo de William Wyler"
En Film, publicación de Cine Universitario
Montevideo, nº 3, mayo 1952, p. 9-17

 

Un artesano

Si se examina la carrera cinematográfica de William Wyler a partir de 1936 y de su casi constante asociación con el productor Samuel Goldwyn, un hecho parece evidente: la sostenida calidad de su producción, a través de títulos memorables: Infamia (These Three, 1936), Hijo y rival (Come and Get It, co-dirección con Howard Hawks, 1936), Fuego otoñal (Dodsworth, 1936), Callejón sin salida (Dead End, 1937), Jezabel la tempestuosa (Jezebel, 1938), Cumbres borrascosas (Withering Heights, 1939), La Carta (The Letter, 1940), El caballero del desierto (The Westerner, 1940), La loba (The Little Foxes, 1941), Rosa de abolengo (Mrs. Miniver, 1942), Lo mejor de nuestra vida (The Best Years of our Lives, 1946), La heredera (The Heiress, 1949). De esos doce films, cuatro fueron producidos por Wyler, y los restantes por Goldwyn.

No es posible determinar exactamente el grado de su colaboración con Goldwyn, ni saber hasta qué punto intervenía Wyler, en la elección de obras y técnicos. Pero un hecho parece sintomático: la mejor producción de Goldwyn coincide con la mejor producción de Wyler. Haya o no sido el inspirador de esa política de calidad que luego Goldwyn abandonó por la de taquilla, lo cierto es que trabajando con Goldwyn logró Wyler un grado de libertad y de responsabilidad en la filmación que no hubiera alcanzado de estar sometido a la rutina de la industria hollywoodense. Su separación de Goldwyn se produjo después de Lo mejor de nuestra vida, y coincidió con la fundación (junto a Frank Capra, George Stevens y Samuel Briskin) de la empresa productora Liberty Films, luego frustrada. Desde La heredera Wyler trabaja como director-productor, exclusivamente. Por otra parte, los films que ha dirigido para Goldwyn y los films que ha producido por sí mismo aparecen vinculados por algo más que por estar orientados a un público adulto, y plantear problemas de autenticidad dramática y estar basados en obras de calidad literaria indiscutible. Sus films aparecen vinculados por un estilo de composición.

Para muchos, el estilo de Wyler es únicamente la suma que arroja la producción hollywoodense en su mejor expresión. La parte que le correspondería sería la de experto artesano que ensambla los esfuerzos de talentos puestos a su servicio por un productor de visión. Un examen superficial de las fichas técnicas de sus films parece confirmar ese enfoque. Wyler aparece asociado a libretistas como Lilian Hellman, Sidney Howard, Robert Sherwood, Howard Koch, John Huston, Ben Hecht y Charles MacArthur, en la filmación de clásicos de la novela (Cumbres borrascosas, La heredera) o en importantes dramas y novelas contemporáneos (Callejón sin salida, La carta, La loba, Fuego otoñal). Su colaborador casi permanente en la fotografía es Gregg Toland; otras veces, lo asisten Rudolph Maté (excelente en Fuego otoñal) o Tony Gaudio o Joseph Ruttenberg (a quien premió la Academia por Rosa de abolengo). Los films de Wyler cuentan con los mejores diseñadores y modistos, las más cotizadas estrellas, los mejores compositores (Aaron Copland en La heredera); de aquí que parezcan ser únicamente un producto acabado, perfecto, de la industria hollywoodense y que Wyler quede relegado al papel de hábil orquestador.

En apoyo de este enfoque podrían citarse algunos testimonios de técnicos que han trabajado con él. Así, por ejemplo, Gregg Toland no ha vacilado en señalar la libertad que le concedía Wyler (Willy me dejaba bastante solo. Mientras él ensayaba, yo trataba de encontrar un método de filmación. Generalmente le gustaba). Howard Koch, que escribió el libreto de La carta, señaló cierta vez su firme lealtad para el verdadero sentido de cada historia que está filmando. Y la misma actitud personal de Wyler, lejos del divismo que un día ostentaron un Vidor o un Von Sternberg o un Capra, y lejos también de la peculiaridad de un Chaplin o un Orson Welles, parece confirmar ese enfoque de un competente artesano, muy consciente de sus propios límites. Esta misma sobriedad publicitaria ha permitido que algún veloz teorizador francés, que leyó mal ciertas declaraciones suyas, erigiera una imagen que lo mostraba impersonal y desinteresado del sentido de los films que creaba. Por otra parte, la circunstancia (aparentemente sospechosa) de que sus films fueran éxitos de boletería parecía acentuar este enfoque del buen artesano que fabrica el producto honesto, bien terminado y bien vendido.

 

Un estilo

Y, sin embargo, un film de Wyler es una creación absolutamente identificable, una creación cuya unidad de concepción y realización se impone inmediatamente, cuya vinculación –de enfoque y estilo– con su obra precedente y subsiguiente es fácil de trazar. Sí, es cierto, Wyler aparece a veces subordinado a la orientación o al arte de sus colaboradores; pero ésa es la condición inevitable de toda creación colectiva, de todo trabajo de equipo. Lo que importa determinar es el alcance de esa subordinación, la naturaleza de esa creación. Un examen más atento de las declaraciones citadas arriba, y de otras complementarias, permiten calificar adecuadamente ese trabajo colectivo. Wyler concedía a Toland una gran libertad, pero una libertad subordinada a las necesidades dramáticas de la obra, a la concepción que Wyler posee del drama cinematográfico. El mismo Toland ha contado cómo seis semanas antes de comenzar a rodarse La loba, discutió con Wyler cada una de las tomas utilizando una maquette desmontable de los escenarios; también discutieron la necesidad de armonizar los colores de decorados y trajes; acordaron que el maquillaje de la protagonista (Bette Davis) fuera completamente blanco, para indicar mejor su carácter de mujer que lucha contra la edad y trata de inmovilizar su belleza pasada. El mismo Wyler ha definido con precisión los límites de su colaboración con Toland; al referirse al pan-focus, que permite la profundidad de campo, señala: Este estilo particular de fotografía que ha usado Gregg Toland en los seis films que hicimos juntos ha sido de enorme valor para mi labor de director. Gracias a él he podido armar escenas en profundidad, manteniendo dos o más personas en el cuadro al mismo tiempo y eliminando la necesidad de alternar los planos de una y otra. Esto aumenta la fluencia y continuidad, intensifica las relaciones dramáticas, somete mejor la atención del espectador y también, es claro, favorece una composición más provocativa al agregar la ilusión de una tercera dimensión, la profundidad, a las dos de la pantalla.

También ayudan a comprender la naturaleza de sus relaciones con el libretista las declaraciones de Howard Koch. Después del párrafo aparte citado, dice Koch: En el período de preparación, el nunca le indica al libretista qué debe escribir –tiene demasiado respeto por el proceso creador– pero es incansable en empujar al escritor hacia una más amplia comprensión de la historia que tiene que contar. Ya en el set Wyler enriquece más aún la acción que había sido preconcebida en el libreto por su minuciosa dedicación a cada detalle de la producción. Y como ejemplo de este aporte de Wyler al libreto cita Koch un recurso estilístico de La carta. Para expresar la obsesión del crimen cometido por la protagonista (Bette Davis), Koch utilizaba la luz de luna que evocaba el momento del crimen. Wyler hizo que esa luz atravesara unas persianas, dibujando a los pies de la culpable unas rejas premonitorias.

Podría encontrarse un ejemplo más de esa minuciosa colaboración de Wyler con los técnicos a su servicio en unas declaraciones de Harry Horner, que diseñó los decorados de La heredera. Wyler estableció no sólo la importancia del decorado para el estilo, visual y narrativo, del film, sino que le indicó en cada caso sus necesidades dramáticas. Una de sus precisiones es, en este sentido, sumamente reveladora. Horner cuenta que, como contrapeso contra todo exceso de caracterización, Wyler le pidió que al trazar el decorado de la casa (principal escenario del film) no revelara el secreto de la historia. Vale decir: que no se supiera de antemano, por la estructura sombría y sórdida, el tipo de drama que habría de desarrollarse. La casa, en suma, debía revelar la psicología de sus habitantes pero no su destino.

Podría extenderse indefinidamente este examen. Quizá baste, sin embargo, con lo ya indicado para demostrar el grado de intervención y la responsabilidad que caben a Wyler en la preparación y creación de sus films. En cuanto al éxito de boletería que los acompaña casi siempre, se debe recordar que es un éxito honesto. Se debe a su capacidad de contar historias de contenido humano evidente, a su arte de comunicar la emoción sin sensiblería, de dar situaciones complejas sin exceso de simplificaciones. Los films de Wyler son, además, la casi solitaria excepción en una industria que dirige su atención a una mentalidad pueril. No de balde el iconoclasta Joseph Malkiewicz (director-escritor de La malvada, All About Eve, 1950) señalaba a Lo mejor de nuestra vida como uno de los dos únicos films adultos que produjera Hollywood en una década. (El otro era Días sin huella, The Last Weekend, 1945, de Billy Wilder).

 

Objetividad

En uno de los artículos más largos que se han dedicado a Wyler, André Bazin ha sostenido la teoría de su impersonalidad. Para demostrarla se apoya Bazin en una análisis detenido de algunos films (principalmente: La loba y Lo mejor de nuestra vida) y en unas declaraciones del mismo Wyler. Este había dicho: I have always tried to direct my own pictures out of my own feelings, and out of my own approach to life, lo que puede traducirse así: He tratado siempre de dirigir mis películas de acuerdo con mis sentimientos y de acuerdo con mi enfoque de la vida. Pero Bazin leyó y tradujo mal estas palabras porque no advirtió que el out no significaba en este caso "fuera" sino que estaba articulado con el verbo to direct. Su versión dice pues: J'ai toujours essayé de diriger mes films sans tenir compte de mes sentiments et de ma propre conception de l'existence. Que es exactamente lo contrario de lo que Wyler dijo.

El error de Bazin es más grave de lo que parece. Guiado por esa confusión, creyó descubrir en el arte de Wyler los signos de una impersonalidad que casi se confunde con indiferencia; ayudado además por ese afán de teorizar que pervierte casi toda la crítica francesa, llegó Bazin a hablar de "profundidad de campo democrática" y otras fantasías. Su mayor error fue confundir impersonalidad con objetividad. Lo que caracteriza el estilo de Wyler es precisamente la objetividad.

Wyler impone su punto de vista y sus convicciones a los films que crea, pero lo hace en forma objetiva. Vale decir: prescinde de todo alardeo subjetivo o tendencioso, de todo desplante expresionista. Muestra los distintos enfoques del asunto, tratando de ser leal con todos, y sostiene el que le parece justo. Su habilidad consiste en confundir su punto de vista con el de la cámara, en orientar el espectador sin discursos, por la mera elección del enfoque. Quizá el mejor ejemplo de esa objetividad de Wyler lo proporcione una escena de Lo mejor de nuestra vida. Dana Andrews visita el cementerio de aviones, recorre las filas de lo que ahora es chatarra, sube a un avión desmantelado, se instala en la cabina del piloto y por un breve instante la emoción que ha despertado ese contacto le hace sentirse otra vez en el aire, entre el rugido de los motores y el estallido de las bombas. Un director corriente hubiera dado por medio de un flashback o de una alucinación visual o de un locutor esa experiencia del personaje. Wyler no. Fotografía las cosas como son: los motores sin hélice, la destrozada casilla del piloto, el actor profundamente ensimismado. Apenas la banda de sonido permite reconocer su alucinación, el ruido de los motores, el bombardeo. Al negarse a utilizar los recursos convencionales del lenguaje cinematográfico, Wyler ha dado la acción en forma doble: el espectador asiste objetivamente a la acción y simultáneamente, gracias a la banda de sonido, capta la experiencia del personaje.

Una observación complementaria. Esta escena ha sido creada enteramente por Wyler. El libretista Robert Sherwood se había limitado a indicarle: Tienes que hacer algo cinematográfico aquí. Ya sé exactamente, qué hay que decir, pero no hay que decirlo con palabras –hay que decirlo con la cámara–, y ése es tu oficio.

 

Profundidad de campo

La objetividad del estilo de Wyler parece más notable si se examina detenidamente uno de los recursos técnicos del cine sonoro que él ha contribuído a crear: la profundidad de campo. Toda su obra posterior a 1936 muestra sus experimentos y sus conquistas en perfeccionar las posibilidades dramáticas de este recurso. La profundidad ya aparece en Callejón sin salida (fotografiada por Toland). Los dos primeros actos de La carta (fotografía: Tony Gaudio) la utilizan. Pero es en La loba y en Lo mejor de nuestra vida (ambas de Toland) en que Wyler explota hasta el límite sus posibilidades dramáticas.

No es imposible demostrar que antes de Wyler ya había sido empleada; tampoco es imposible documentar los experimentos simultáneos de Toland con otros directores, principalmente con John Ford (Viñas de ira, The Grapes of Wrath, 1940) y con Orson Welles (El ciudadano, Citizen Kane, 1941). No le corresponde a Wyler la invención de una técnica sino su explotación, en forma concentrada y sistemática, para la exposición de un conflicto dramático. En el caso citado de Ford, la profundidad de campo es poco más que un pretexto para la composición de imágenes hermosas. Muy distinta es la utilización de Welles. Allí la profundidad de campo cumple una función dramática, pero su utilización aparece rígidamente subordinada a otra técnica (la narración en forma de puzzle) lo que no le permite desarrollar todas sus posibilidades.

En apariencia, la profundidad de campo es sólo un recurso técnico que facilita la ilusión de relieve en un plano, y su descubrimiento significó para el cine lo que la perspectiva para la pintura. En manos de Wyler, esta técnica se convirtió en un recurso expresivo que permitió desarrollar ampliamente su estilo dramático. La profundidad de campo le permitía (según él mismo ha declarado) una composición más estimulante; pero le facilitaba algo más: desarrollar una acción compleja con economía y concentración, sin cortes que distraen la atención, manteniendo varios personajes en el cuadro y permitiendo que se siga simultáneamente la acción y las consecuencias que ésta provoca; más aún: la profundidad de campo le permitía desarrollar varias acciones simultáneamente y sin perder nitidez expositiva. La técnica favorecía la creación de un estilo de exposición; la técnica se convertía en estilo.

Algunos ejemplos ilustrarán el punto.

La llegada de Fredric March en Lo mejor de nuestra vida, su encuentro sucesivo con su hija, su hijo y su mujer, se desarrolla sin cortes y en un corredor que comunica el hall del apartamento con la sala. No hay diálogo; la cámara casi no se mueve. Los tres encuentros quedan así fuertemente enlazados, cada uno con una intensidad particular, que va aumentando a medida que se acerca la culminación: el abrazo de los esposos. La máxima economía de tiempo y espacio ha servido para acrecer la intensidad emocional y para preservar la continuidad narrativa. El procedimiento resulta invisible por su sencillez y el resultado obtenido parece tanto más satisfactorio cuanto menos evidente.

La muerte de Herbert Marshall en La loba muestra el mismo recurso utilizado en forma mucho más dramática y compleja. La cámara enfoca en plano americano a Bette Davis, situada exactamente en el centro del cuadro. En primer plano está Marshall. Una violenta discusión le ha provocado un ataque al corazón; le pide a su esposa que le alcance el remedio. Ella permanece inmóvil. El debe levantarse para ir a buscarlo. Es casi un inválido. Se arrastra, sale dos veces del campo de la cámara que permanece inmóvil, como la protagonista. Se le ve al fin subir penosamente una escalera que atraviesa la escena al fondo, vacila y cae. En tanto que el rostro de Bette Davis parece crudamente iluminado (recuérdese el maquillaje absolutamente blanco) la figura de Marshall al fondo está deliberadamente fuera de foco. Con esta forma de narración se consiguen varias cosas. En primer lugar concentrar la atención en lo que importa: la actitud de Bette Davis ante la desesperada intentona de Marshall. La acción aparece vista simultáneamente de dos puntos de vista. Vemos a Bette Davis inmóvil, acechando sin volverse la muerte de Marshall; vemos y oímos a Mashall tratando de alcanzar el piso de arriba donde está el remedio. Para hacer sentir mejor la tortura de ella (que está de espaldas a la escalera y no puede ver) la imagen de Marshall queda en flou y el mismo espectador no está muy seguro de que cae, de que muere en fin. Incluso la forzada inmovilidad de la cámara, que puede exasperar al espectador; le permite sentir mejor la intolerable tortura de Bette Davis, obligada por su voluntad criminal a la inmovilidad. Su crimen es de omisión y Wyler consigue representarlo doblemente por la inmovilidad de la actriz (que el texto indicaba) y la de la cámara, que él agrega. Un solo cuadro permite pues una narración doble y compleja, de gran intensidad.

 

Tensión dramática

Al inmovilizar la cámara, al hacer jugar a los actores dentro de su campo profundo, entrando o saliendo, alejándose o acercándose según un desplazamiento muy calculado y que no excluye el movimiento de la misma cámara, Wyler consigue poner el acento en un elemento de enorme importancia: la tensión dramática. La cámara no recoge nada superfluo, no se distrae un segundo; su ojo se fija, escrutador, incansable, en una zona privilegiada del escenario en que ocurre lo importante, en que se desarrolla una acción que ha sido despojada de toda adiposidad y ha quedado reducida a sus elementos esenciales. El juego de los actores participa de esa intensidad; salen poco del campo de la cámara, están ellos mismos continuamente sometidos a su escrutinio y la unidad de actuación no se rompe ya que deben continuar representando aunque la cámara no los enfoque directamente.

Estos efectos de la profundidad de cámara parecen teatrales. La inmovilidad de la cámara, la importancia que se concede a la interpretación, la tensión dramática y la economía con que se resuelve cada escena, hacen pensar en el arte del dramaturgo y del director escénico. Es claro que el campo que limita el ojo de la cámara (el cuadro) es mucho más estrecho y profundo que el que proporciona el escenario teatral. La concentración es mayor, por lo tanto, y además debido a su profundidad es posible captar más de una acción en la misma ojeada, lo que en el teatro es imposible. Esta circunstancia ayuda a disipar el equívoco que pudiera plantearse: la técnica expositiva de Wyler parece teatral porque explota elementos dramáticos que también explota el teatro, pero su solución es nítidamente cinematográfica y sólo resulta alcanzable gracias al cine.

Hay, por otra parte, una distinción más: en el teatro, la palabra (el texto literario) es fundamental; a través de ella se revelan los personajes y se plantea el conflicto dramático. En el cine de Wyler es sólo un elemento complementario, una manera de aclarar el conflicto que aparece ya indicado por la elección de los planos y la disposición dramática dentro del cuadro. Es bastante revelador, por eso mismo, que se puedan citar ejemplos de intensidad dramática y de intolerable conflicto en la obra de Wyler en los que no interviene para nada (o interviene como elemento muy accesorio) la palabra. El juego de los actores y la elección de los planos que logra la cámara en profundidad son los elementos en que se apoya esa intensidad dramática, ese conflicto dicho en términos estrictamente cinematográficos. Más aún: aunque muchas películas de Wyler se basan en piezas de teatro (seis de las doce mencionadas son obras teatrales o adaptaciones teatrales de obras novelescas) lo que constituye su valor dramático no es su diálogo sino la manera cómo ese diálogo se inscribe en una narración cinematográfica que explota con elocuencia la imagen y el silencio. De aquí que deba concluirse que la técnica de Wyler no es teatral sino dramática. Vale decir: es acción y no meramente palabra en acción.

 

Exposición compleja

El análisis de Lo mejor de nuestra vida, cuyo tema es el regreso y la adaptación de tres soldados a la vida civil, permite demostrar que Wyler es capaz de mostrar más de una acción en el mismo cuadro. Posiblemente el mejor ejemplo sea la escena en que Fredric March le pide a Dana Andrews que rompa sus relaciones con su hija (Teresa Wright). La escena transcurre en el café en que ya habían pasado todos una noche de juerga. Después de la discusión del caso, Andrews se levanta para llamar por teléfono a Teresa Wright. Mientras tanto, March se acerca al piano en que Hoagy Carmichael está enseñando a Harold Russell a tocar con sus ganchos. El cuadro se compone de tal manera que en primer plano, a la derecha, están Carmichael, Russell y March (acodado en el piano y aparentemente atento al juego); al fondo a la izquierda, dentro de la cabina telefónica está Andrews. Dos o tres veces, March mira hacia la cabina, dirigiendo de esta manera la atención del espectador hacia la acción, en apariencia secundaria, de Andrews. Las dos acciones están nítidamente diferenciadas. Vemos y oímos a Carmichael y a Russell tocar el piano ante la sonrisa aprobadora de March; también vemos a Andrews hablar por teléfono (aunque no lo oímos, sabemos qué dice). La sutileza de la escena consiste en poner en primer plano y detallar cuidadosamente una acción secundaria y trivial, y pasar a último plano la más importante. Es claro que la acción del primer plano cumple otro propósito lateral: mostrar la adaptación de Russell a la vida cotidiana. Y, además, al poner en evidencia a March, concentra la atención del espectador en sus reacciones y subraya la importancia que para él tiene la llamada telefónica de Andrews.

Este estilo dramático tiene otro valor complementario. El film quiere ser fiel a la realidad cotidiana. Al presentar una decisión tan importante como la ruptura de dos enamorados, desde la cabina telefónica de un café, enfocada la acción desde lejos y sin que pueda oírse el previsible (y patético) diálogo, acentúa Wyler esa mezcla de trascendencia y trivialidad; de énfasis emocional y detalle vulgar, que tiene la realidad, al tiempo que plantea toda la compleja serie de acciones y reacciones desde fuera y sin (aparentemente) tomar partido.

Otro ejemplo del mismo film muestra a Wyler manejando simultáneamente dos acciones importantes. La escena final es la de la boda de Russell con Cathy O'Donnell. El padrino es Andrews; entre los invitados está Teresa Wright, a quien Andrews no ve desde la ruptura. El cuadro muestra en primer plano, a la izquierda, a Andrews; en plano americano, a la derecha, a los novios. En el centro del cuadro, al fondo está Myrna Loy, entre Teresa Wright y March. Mientras casan a los novios, Andrews desvía ligeramente la mirada hacia Teresa Wright y se miran. Quedan separadas, pues, nítidamente dos acciones: la boda, que concluye la historieta sentimental de Russell; el encuentro de Andrews-Wright, que precede a su reconciliación con la que se concluye su historia y el film. Como ha demostrado Bazin, es posible cortar el cuadro en dos mitades simétricas: a la derecha quedaría la boda y los invitados principales; a la izquierda, la pareja Andrews-Wright. Aquí, las dos acciones parecen igualmente importantes ya que ambas sirven para anudar los hilos de dos intrigas, pero en realidad hay una más importante que otra. La reconciliación tiene a su favor el elemento de sorpresa y novedad. En tanto que la boda era un acontecimiento previsto, la reconciliación se produce recién entonces, ante los ojos del espectador. Sin dejar que una acción entorpezca a la otra, Wyler consigue extraerles el máximo de intensidad y emoción al presentarlas simultáneamente y, de alguna manera, contrastarlas por la aproximación.

De esta utilización de la profundidad de campo para fines dramáticos y para la exposición compleja de acciones se deriva un tercer beneficio: el análisis dramático de las relaciones humanas. Al mostrar las acciones y sus efectos en un solo cuadro, al indicar sutilmente cómo reaccionan recíproca y simultáneamente sus personajes, Wyler consigue enseñarnos más sobre ellos que por medio del diálogo o por medio de aislados primeros planos. La misma posición que ocupan unos con respecto a otros en el campo de la cámara demuestra sus vinculaciones e ilustra sobre sus caracteres.

 

El ambiente

Queda por analizar un elemento más que interviene importantemente en la profundidad de campo: el ambiente. Uno de los efectos de la profundidad de campo es que los escenarios deben ser más completos, deben tener techo y estar proyectados en profundidad. La cámara capta simultáneamente los personajes y el decorado en que aparecen inscriptos. El diseñador de La heredera ha señalado oportunamente la importancia de los decorados para la iluminación de la psicología de los personajes. Para el Dr. Sloper (Ralph Richardson) la casa conservaba el recuerdo de su esposa; para Catherine (Olivia de Havilland) representaba un encierro, un lugar de tortura; para su pretendiente (Montgomery Clift) era una tentación tangible, cuya posesión deseaba más que la de Catherine. La profundidad de campo le permitía a Wyler situar cada personaje en el [...] y que los decorados asuman un papel tan importante en el juego dramático. Aquí, otra vez, la función de Wyler parece asimilarse con la del director teatral. Y otra vez también es posible, extremando el análisis, demostrar que el decorado no aparece usurpando un lugar meramente descriptivo y que por el contrario es utilizado en forma funcional, fundido a la acción, integrando la acción misma.

Esto no significa que ocasionalmente Wyler no utilice las panorámicas para describir, rápidamente, un ambiente o para hacer culminar una situación. Al comenzar La carta hay una larga panorámica nocturna que se inicia en la selva, recorre las cabañas sombrías y sórdidas de los nativos y concluye en la imagen de Bette Davis baleando a su amante a plena luz lunar. El contraste entre el ambiente pobre y sombrío de los nativos y la pulcra e iluminada casa de los blancos, entre el silencio del sueño y los estampidos del revólver, plantea sin necesidad de palabra alguna los términos extremos del ambiente en que ha de desarrollarse esta historia de crimen y superstición y venganza. Jezabel concluye con una panorámica en que se sigue a la carreta en que Bette Davis acompaña a Henry Fonda, enfermo de fiebre amarilla, al lazareto. Esta escena, de inconfundible tono épico, concluye un conflicto sentimental que el film había contado con minucia y detallado en todas sus implicaciones de ambiente (New Orleans hacia 1850). Otra panorámica sirve para exponer una fiesta en casa de David Niven y Merle Oberon (Cumbres borrascosas). El ambiente queda magistralmente indicado al mostrarse el baile de los niños en el vestíbulo y luego, contrastando, el baile de los mayores en la sala. Más tarde, mientras una dama toca Para Elisa en el piano, la cámara se pasea de un extremo a otro del salón captando el juego mudo de miradas y desplazamientos en que se teje la intriga sentimental de los cuatro protagonistas (los nombrados, Laurence Olivier y Geraldine Fitzgerald). Un último ejemplo de panorámica lo proporciona una de las obras en que la profundidad de campo aparece explotada más conscientemente: Lo mejor de nuestra vida. Al llegar al pueblo natal, los tres protagonistas (March, Andrews, Russell) toman un taxi, y de camino a sus respectivas casas, recorren las calles principales, observando la agitación de todos, reconociendo los cambios, comentando y riéndose. La cámara muestra así la vida del pueblo, pero gracias al espejito de retroceso del taxi, muestra también a los protagonistas, de modo que es posible, por la profundidad de campo, asistir simultáneamente al espectáculo que contemplan y a las reacciones que les provoca. Este ejemplo puede ser bastante elocuente como combinación de una técnica vieja, la panorámica, con una nueva o renovada, la profundidad de campo.

 

Simbolismo implícito

Ninguna escena de Wyler es completamente inexpresiva. Si ha escogido el procedimiento de la profundidad de campo es precisamente porque aumenta el poder dramático de la imagen, porque hace más compleja la exposición, porque permite la simultaneidad de puntos de vista. De aquí que sus imágenes aparezcan cargadas de sentido: de aquí que se tienda a descubrir en sus films un simbolismo implícito. La distribución de los actores en el cuadro, la iluminación y el maquillaje, los decorados y los trajes, todo contribuye a desnudar el significado de la acción. Algún crítico ha señalado la predilección de Wyler por incluir una escalera en el ambiente de sus conflictos dramáticos. Al distribuir a los actores, con prolija naturalidad, en distintos escalones, al enfocarlos de arriba o de abajo, se indica fácilmente la relación de uno con otro y la relación de ambos con el ambiente. En una escalera Wyler ubica escenas dramáticas culminantes: Marjorie Main encuentra e insulta a Humphrey Bogart (Callejón sin salida); Bette Davis ruega a Margaret Lindsay que le deje acompañar a Henry Fonda al lazareto (Jezabel); Merle Oberon revela a David Niven que Olivier se ha fugado con Geraldine Fitzgerald, y con su emoción traiciona su amor por él (Cumbres borrascosas); Olivia de Havilland sube airosa una escalera, mientras Montgomery Clift golpea inútilmente en la puerta de la calle (La heredera). Esta utilización de la escalera no obedece a un gusto o a un capricho de Wyler: la escalera cumple en cada uno de los casos citados una función dramática, y contribuye a iluminar el conflicto.

No es el único símbolo denunciable de su vasta producción. Ya se refirió Koch a la utilización de la luz lunar, a través de las persianas de La carta, y Toland, a su vez, indicó el simbolismo del maquillaje de Bette Davis en La loba. Puede agregarse, entre muchos, un ejemplo más, de Lo mejor de nuestra vida: la discusión entre March y Andrews en el café. La cámara enfoca a los dos simultáneamente. Están de perfil en el mismo cuadro, enfrentados simétricamente y cambiando sus réplicas. Es posible seguir al mismo tiempo los dos puntos de vista y el efecto que en uno causan las palabras del otro. Se obtiene así una economía y una intensidad mayores que en la alternancia de planos de un montaje convencional. Pero hay algo más: al presentar en un mismo cuadro a los dos opositores, Wyler parece querer acentuar su objetividad. A ambos se les concede en la escena la misma posibilidad de defender su posición, y el espectador lo siente así.

El simbolismo nunca pasa a primer plano en estos films; está implícito, se desprende naturalmente de la acción, y no aparece dicho con énfasis o sobreimpuesto a la misma. Es parte integrante de la acción dramática, es una manera de exponerla, de mostrar su íntimo significado.

 

Sentido de la obra

Un análisis del estilo de Wyler puede prescindir quizá de toda búsqueda de sentido en su obra, de toda formulación de un mensaje. Y, sin embargo, al repasar su estilo aparecen algunas indicaciones que apuntan no exclusivamente a la forma sino al lugar ideal en que forma y contenido se confunden, son inseparables. La preocupación por un estilo de intensidad dramática y expresividad narrativa indica las preferencias de Wyler por el conflicto de pasiones, por las relaciones humanas complejas, por la crónica en que personajes y ambientes forman un todo complejo y bien trabado. Los films de Wyler plantean conflictos de pasiones en un marco determinado de tiempo y espacio. Cada acción aparece referida minuciosamente a un carácter y a un ambiente, ya se trate de la tempestuosa Jezabel de New Orleans (1850), ya de los sórdidos Hubbard en el Sur de los Estados Unidos hacia el 1900 (La loba), ya de los tres soldados que en 1945 regresan a su pueblito natal (Lo mejor de nuestra vida). En esos marcos se desarrollan los conflictos humanos que siempre provocan las pasiones y la convivencia.

Hay, en esta serie de films, algo más que una tendencia por los libretos psicológicos sobre fondo social (como se ha dicho). Hay una toma de partido por determinados valores humanos, por la honradez y la sinceridad. Cuando la historia que cuenta Wyler es sórdida o trágica no hay discurso ni moralina, pero hay una condenación dramática de la sordidez o del crimen más elocuente por lo mismo que se expresa en conflicto de personajes y no en palabras.

En sus minuciosas exposiciones del crimen o el vicio no es posible descubrir ningún cinismo (como en Clouzot), ninguna ambigüedad (como en Welles). La concepción del mundo que revelan hasta sus films negros es lúcida y honesta. La maldad es mostrada en su horror y en su tortura. No se cree en el triunfo del bien por su sola fuerza, pero se le muestra junto al mal y se le defiende con la elocuencia de su calidad, de su emoción sin cursilería.

Algún crítico ha llegado a denunciar cierta tendencia sentimental de sus films. No faltan en ellos las muchachas tiernas y castigadas por el destino: Sylvia Sidney en Callejón sin salida, Geraldine Fitzgerald en Cumbres borrascosas, Doris Davenport en El caballero del desierto, Olivia de Havilland en La heredera, y Teresa Wright en La loba, Rosa de abolengo y Lo mejor de nuestra vida, han representado un tipo femenino cuya antípoda está en Bette Davis, arpía o criminal en Jezabel, La loba y La carta. Pero basta recordar la delicadeza con que Wyler introduce esas figuras femeninas, la sobriedad con que las hace actuar para comprender que toda sospecha de cursilería está de más. Hay, indudablemente, cierto sentimentalismo, pero la objetividad de su estilo dramático y la intensidad de su enfoque rescatan toda potencial sensiblería. Es claro que esa misma objetividad de su estilo ha conspirado, a veces, contra su propia obra. El ejemplo notable es Cumbres borrascosas, donde la novela de Emily Brontê requería una adaptación más alucinada, más demoníaca, que la que ejercía el libreto de Ben Hecht y Charles MacArthur, y la dirección pulida y sobria de Wyler. Hubo aquí un error de estilo, pero Wyler no lo repitió después.

 

Futuro

La objetividad parece ser la característica central del estilo de Wyler; la intensidad dramática y la complejidad expositiva sus notas dominantes; la fusión de personajes, conflicto y ambiente, el resultado natural de su obra. Con esos exigentes elementos ha compuesto Wyler una producción que figura entre las más importantes del cine contemporáneo y, para muchos, entre lo mejor de Hollywood. Sus dos próximos films continúan la línea de la obra anterior: son Detective Story, con Kirk Douglas, sobre una obra teatral de Sidney Kingsley, y Sister Carrie, con Laurence Olivier y Jennifer Jones, sobre la novela homónima de Theodore Dreiser. El anuncio de un tercer film en preparación, Roman Holiday, no aclara si también se basa en teatro o novela, pero se agrega como innovación, seguramente auspiciosa, la de que será suya la adaptación, no limitándose ya a su notable tarea de productor y director.


Bibliografía

El artículo de Gregg Toland puede verse en la Revue du Cinéma, nº 4 (enero 1947); el de Howard Koch en Sight and Sound nº 5 (julio 1950); el de Harry Horner en Hollywood Quarterly, vol. V, nº 1 (otoño 1950); el de William Wyler sobre Toland en Sequence nº 8 (verano 1949); el de André Bazin sobre Wyler en la Revue du Cinéma, nos. 10-11 (febrero y marzo 1948). Puede consultarse también, en Sequence nº 13 (1951) un excelente ensayo de Karel Reisz en que se denuncia el error de traducción de Bazin y se comenta juiciosamente la producción de Wyler. Son de menor interés una nota de Gaetano Toschi en Cinema (noviembre 25, 1948) y un artículo de André Bazin sobre la profundidad de campo en Cahiers du Cinéma nº 1 (abril 1951).

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
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