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"Cine y teatro: planteo de un problema"
En co-autoría con Julio L. Moreno
En Film, publicación de Cine Universitario, Montevideo,
nº 10
diciembre 1952, pp. 25-31
"¿Hacia el super teatro?
- Eso no es cine. Es puro teatro.
Con semejantes repetidos decretos muchos despachan algunas de las
más provocativas creaciones del cine de estos últimos
años. Impacientes por reducir el cine a lo figurativo (al
cine abstracto, poético o, simplemente, puro) o al documental
más o menos realista, incómodos ante toda obra que
cuente una historia o que desarrolle una situación dramática,
rechazan desde ya y para siempre cualquier intento de vincular al
cine con algunas de las artes de la literatura y principalmente
con el teatro.
Sin embargo, un mero repaso a la producción más significativa
de estos últimos diez años permite advertir la importante
proporción de obras dramáticas, transcriptas directamente
de un original teatral o de la adaptación al teatro de un
original narrativo. En esta ambigua zona del teatro filmado o del
cine teatral se sitúan algunas de las mayores producciones
de estos últimos diez años. En muchos casos han sido
creadas por hombres que desembocaban en ese terreno trayendo una
vasta experiencia cinematográfica, de la que no renegaban
al someterse a las condiciones del nuevo género. Así,
por ejemplo, al proponerse Wyler la filmación de una pieza
de Lillian Hellman (The Little Foxes, La loba, 1941) aprovechaba
la oportunidad para experimentar en una nueva técnica cinematográfica
y conseguía sustituir, en las escenas más dramáticas
y gracias a la profundidad de campo, el montaje en cuadros por el
montaje dentro del cuadro.
No fue éste el único caso. Después de Citizen
Kane (El ciudadano, 1941), después de The Magnificent
Ambersons (Soberbia, 1942), después de The Stranger
(El extraño, 1946) y The Lady from Shangai (La dama
de Shanghai, 1947), Orson Welles filma Macbeth (1948) y Othello
(1952); después de Le Diable au Corps (El diablo y
la dama, 1946) Claude Autant-Lara adapta con Jean Aurenche y Pierre
Bost un vaudeville de Georges Feydeau, Occupe-toi d'Amélie
(1949). Mientras estos creadores cinematográficos se entregaban
al teatro filmado, el cine era ocupado por hombres de teatro que,
como Laurence Olivier, ensayaban una más vasta mise-en-scene
de Shakespeare (Henry V, 1944; Hamlet, 1948) o que,
como Elia Kazan, aportaban al cine su rica experiencia de directores
de teatro.
La discusión que suscitó el Hamlet de Olivier
es ejemplar de la perplejidad que la obra de éstos y otros
innovadores ha producido en los medios cinematográficos tradicionales.
Los artepuristas lo rechazaron en nombre de algunos postulados o
intocables de estética fílmica. (Uno, extremista,
llegó a demostrar su invalidez al no ajustarse a los principios
expuestos por Eisenstein en The Film Sense; olvidaba que
tampoco Iván el Terrible, 1945, los tenía en
cuenta.) Otros, menos teóricos, aceptaron el film como un
híbrido feliz; un imaginativo llegó a hablar de un
triángulo equilátero entre cine, teatro y literatura.
(Pero muchos incondicionales de Shakespeare denunciaron la herejía
y estuvieron dispuestos a rechazar cualquier cohabitación
entre teatro y cine.) Algún veloz teorizador francés
exaltó la versión como una nueva fórmula, el
super teatro, no demorando en sostener que el cine salvará
al teatro (sin aclarar bien de qué) y considerando muy elogiable
el intento.
Cada nueva experiencia de teatro filmado y se multiplican
en forma creciente vuelve a plantear el problema, despierta
controversias, provoca escisiones. Ninguna de las teorías
hasta ahora adelantadas parece totalmente satisfactoria; ninguna
parece alzarse por encima de la consideración de uno o varios
casos particulares. Ninguna parece querer reconocer que es bueno
que haya de todo en la viña del Señor matizando,
adecuadamente es claro, esta liberalidad. Y sin embargo, ninguna
discusión podrá parecer provechosa si no empieza por
reconocer, en primer término, la validez del problema, para
sostener de inmediato la necesidad de un examen de estas obras tan
dispares a la luz de una concepción general que reconozca
al teatro y al cine como modos diversos del espectáculo dramático.
Buenas y malas intenciones
La idea de llevar el teatro al cine no es nueva. Nació con
el cine cuando éste era aún mudo. Sarah Bernhardt
sacrificó su voz para dejar grabado en celuloide el imposible
perfil de sus heroínas; Eleonora Duse y la Réjane
oficiaron también el inútil sacrificio. Lo que entonces
fue sólo mecánico registro parece hoy arqueología.
A partir del cine sonoro el problema tiene otra significación.
Ya no se trata sólo de registrar algunas sombras de lo que
fueron actrices o creaciones teatrales; se trata de reconstruirlas,
dramáticamente, en el nuevo medio. Las pérdidas obvias
que el proceso acarreaba (la tercera dimensión evaporada,
la "presencia" del actor muy disminuída) parecieron
seguramente pequeñas frente a las evidentes ventajas de una
mayor flexibilidad del marco espacio-temporal, de una intimidad
mayor con la fisonomía del actor.
Muchos autores y empresarios, muchos actores teatrales, vieron
en el cine el vehículo para aumentar su fama, para difundir
su obra, para vender al público de provincia (y del mundo
entero) la pieza que sólo podía verse en París,
en el West End de Londres, en Broadway. Esto explica casi todo el
teatro filmado de la cuarta década del siglo, el brusco salto
de Pagnol del teatro al cine, algunos Shakespeares ambiciosos y
estirados. Pero explica también, ya en la quinta década
y aun ahora, la existencia de The Little Foxes, de Macbeth,
de Fröken Julie, en las que ya no es posible hablar
de transcripción mecánica sino de adaptación
y, a veces, de recreación.
No se agotan con éstas las motivaciones que subyacen este
auge del teatro filmado. Junto al interés venal y a la vanidad
están el prestigio del teatro como medio expresivo, los grandes
nombres de la literatura dramática, entre los que el más
tentador es el de Shakespeare. De Esquilo a Jean Anouilh, de Racine
a Ibsen, la literatura dramática parece ofrecer al cine un
arsenal de intrigas y de libretos, aparentemente preparados para
cualquier transcripción más o menos audaz. Y todavía
hay quienes llegan al teatro filmado, seducidos por las posibilidades
teatrales del nuevo género, o, aun, para intentar un desarrollo
del estilo teatral que éste parece estar reclamando por su
misma lógica interna.
Estas diferentes motivaciones, estos distintos puntos de partida,
suponen distintas concepciones del teatro filmado y resultados distintos.
Habría que decir: distintos géneros. No se puede colocar
en el mismo plano una obra que como Les parents terribles
(Cocteau) transcribe sin alteraciones un texto escrito para el teatro
y otra que como Occupe-toi d'Amélie (Autant-Lara)
empieza por desmontarlo en todas sus articulaciones. No responden
a una misma orientación quienes emprenden la (aventurada)
adaptación de Shakespeare que quienes transcriben un material
ya influído por la estética del cine como puede ser
A Streetcar Named Desire de Tennessee Williams o Death
of a Salesman de Arthur Miller.
Hay que hablar de géneros o, si se prefiere, de categorías.
Toda discusión del problema del teatro filmado o del cine
teatral debe empezar por delimitar, así sea a grandes rasgos,
algunas de esas categorías.
A propósito de Shakespeare
No es extraño que el cine haya pensado en adaptar a Shakespeare
cuando el teatro contemporáneo también suele hacerlo.
Shakespeare creó sus obras para un escenario que carecía
de escenografía; en que los papeles femeninos eran interpretados
por muchachos; en que el actor aparecía aislado sobre un
tablado que penetraba en la sala y lo instalaba en medio del público.
Su poesía dramática debió alzar inexistentes
decorados, hacer funcionar no inventados reflectores, jugar con
combinaciones plásticas inéditas. En su teatro la
palabra tuvo (tiene) la suma del poder creador. Cuando se pone a
Shakespeare en la escena se le recrea: se doblan con decorados o
luces las indicaciones explícitas de sus versos; se visten
sus palabras de adornos a veces superfluos; se le adapta, en fin.
Un respeto paralizador, una legítima sospecha de que el
grueso público del cine no respondería, demoraron
la inmediata traslación de Shakespeare al cine sonoro. Y
los mismos pomposos intentos de la Warner Bros. (Midsummer Night's
Dream, Sueño de una noche de verano, 1935) y de la M.G.M.
(Romeo and Juliet, 1936) no sirvieron para tranquilizar a
los entendidos.
Recién con el Henry V de Laurence Olivier es posible
hablar de un intento de recrear una obra de Shakespeare en el cine
sin desvirtuar su espíritu. Antes que a Olivier, Henry
V había planteado un problema de adaptación al
propio Shakespeare. Se trataba de poner en escena una crónica
histórica, llena de acción y de batallas; épica
y no drama. Pero Shakespeare no intentó disimular las limitaciones
de los medios a su alcance, sino que comenzó por subrayarlos.
Utilizó un Coro (descendiente directo del recitador épico)
que denunciaba la pobreza del medio teatral, que narraba los hechos
imposibles de mostrar en escena y que acicateaba con sus versos
la imaginación del espectador. Con esta jerarquización
de la palabra, lo que era limitación y pobreza de su teatro
acabó por constituirse en verdadera riqueza, en su fortuna
esencial.
Al llevar la pieza a la pantalla, Olivier se encontró con
que los términos del problema se habían invertido:
los medios a su alcance excedían ampliamente las necesidades
del tema. ¿Cómo respetar, entonces, el carácter
de la pieza, su verdadero sentido, al trasladarla a un medio en
el cual los convencionalismos teatrales habrían de resultar
inexplicables? La solución elegida por Olivier es tan franca
como la de Shakespeare: en vez de disimular el problema empieza
por subrayarlo. Lo que él lleva al cine no es Henry V
sino una representación isabelina de Henry V. La obra
aparece en su film como una ficción de segundo grado, contenida
dentro de una ficción más amplia que sitúa
la pieza frente a la realidad del público y el teatro de
la época. Con ello, Olivier justificaba el mantenimiento
de todos los convencionalismos que la pieza necesitaba para alcanzar
al espectador isabelino, y al mismo tiempo obtenía los medios
de superarlos, poniendo los recursos del cine al servicio del espíritu
de Shakespeare.
El resultado fue (debió ser) un producto híbrido.
Al principio, la cámara se limitaba a registrar la reconstrucción
realista de una representación teatral en el Globe Theatre
de Londres. Pero la provocación a la fantasía del
espectador que contenían los discursos del Coro daba pretexto
a una lenta transformación de los escenarios, que se volvían
cada vez más reales. La batalla de Agincourt climax
dramático de la pieza se libraba en plena naturaleza;
el film no era ya el registro de una representación teatral,
sino su versión transfigurada a través de la imaginación
del espectador isabelino. De allí en adelante, el proceso
se iba invirtiendo lentamente. El cine dejaba su lugar al teatro
y regresaba a la función secundaria de registro.
Un libretista
Con la adaptación de Hamlet (lo que él mismo
llamó "un ensayo sobre Hamlet") Olivier
dio un paso mucho más audaz. La forma general de la obra
sufre en sus manos y en las de su colaborador Alan Dent una simplificación
que es por un lado estilización y por otro empobrecimiento.
Ante todo, hubo que resolver las ambigüedades del protagonista;
para ello se suprimieron muchos pasajes, logrando un carácter
más firme, pero más superficial, que el propuesto
por Shakespeare. No se agregó nada nuevo a la obra, pero
se hicieron cortes, se cambiaron de lugar unas cuantas escenas y
se alteró el sentido de más de un pasaje.
El brillante color de Henry V se sustituye aquí por
el blanco y negro. Se busca lograr por medios visuales una nueva
unidad formal que concentre y aglutine la acción dramática.
Mediante la profundidad de foco y una escenografía monocorde,
el movimiento de la cámara va construyendo una sólida
unidad espacio-temporal, a través de un desarrollo ininterrumpido
en que el principio y el fin se oponen y equivalen simétricamente.
El escenario resulta una enorme caja de resonancia para las voces,
que los micrófonos recogen hasta en sus más imperceptibles
matices. La plástica se subordina a la palabra, a su realidad
sensual en la voz de los actores.
No se agotan con esto las conversiones que operó Olivier.
Cuando la palabra parecía sólo poesía y no
drama, procede a un verdadero doblaje visual. Los raccontos
(Ofelia contando a su padre la patética visita de Hamlet,
el ataque de los piratas, la muerte de Ofelia) fueron dados así
con variada felicidad. Los monólogos fueron también
ilustrados, aunque pareció más convincente la simple
ilustración dramática del primero que los símbolos,
a veces triviales, del famoso To be or not to be. Cuando
la pieza pareció justificar una secuencia de acción
como en la escena del duelo final Olivier agotó
los recursos del cine.
Si la obra no alcanza la unidad perfecta que Olivier había
concebido, ello quizá se deba a un resto (inevitable) de
convenciones teatrales y a una (también inevitable) cuota
de aprendizaje que el realizador debió pagar. Más
de una vez la cuidadosa estructura vacilaba, la desigualdad del
elenco y sus resabios teatrales disolvían la armonía,
la unidad era rota por una nota de mal gusto ocasional. Fue un Hamlet
que no era ya teatro, aunque no llegaba a ser completamente cine;
que no era de Shakespeare sin ser tampoco de Olivier.
Más audaz, más genial tal vez, fue Welles con Macbeth.
También aquí la pieza fue descompuesta en sus elementos
y luego reconstruída según una estructura distinta;
también aquí se prefirió una sola línea
de interpretación del protagonista (la barbarie homicida)
a la matizada y ambigua que Shakespeare dibujó. Pero la recreación
cinematográfica fue mucho más feliz. Toda la concepción
plástica y dinámica estaba comentando entre líneas
los versos de Shakespeare. El film era irrespetuoso de algunos elementos
de la obra original, ofrecía un mal elenco, abrumaba al espectador
con desplantes innecesarios; pero era una creación íntegramente
concebida para el cine. Y aunque trataba a Shakespeare como a cualquier
libretista contemporáneo, indicaba al mismo tiempo un camino
para la filmación del teatro poético: la recreación,
la recomposición total, y no el compromiso.
Tanto las versiones mediocremente fieles como estas concepciones
más audaces han debido afrontar un difícil conflicto
de lealtades: ¿Cómo ser fiel a la esencia del cine
sin traicionar lo que hay en Shakespeare de literatura, de pura
poesía verbal, y sin desvirtuar la esencial teatralidad de
su obra? Desde el punto de vista de Shakespeare no hay solución:
se necesitaría otro Shakespeare para dar sus obras en el
nuevo medio. Desde el punto de vista del cine el problema es distinto.
Junto al registro más o menos inspirado de algunas piezas
shakespereanas es posible concebir algunas películas que
a partir de Shakespeare consigan una pura expresión cinematográfica.
En este sentido parecen estar dirigidos los esfuerzos de Orson Welles.
Realismo teatral
Las dificultades que ofrecía Shakespeare (y con él
todo el teatro poético) parecen desaparecer si se considera
el realismo teatral del siglo pasado que se prolonga hasta estos
días. Si en efecto, este teatro tiende principalmente a la
representación minuciosa de la realidad, el cine es su mejor
vehículo, su más fiel aliado. En este sentido, nada
es más ilustrativo que el ejemplo de Pagnol. El cine se le
presenta a Pagnol, primariamente, como un medio de aumentar su público,
de difundir sus creaciones en un ámbito más extenso.
Hacia 1934, trasladó al cine su trilogía marsellesa:
Fanny, Marius, César. El resultado es, desde un punto
de vista cinematográfico, poco más que teatro en lata,
aunque no puede desdeñarse la excelencia de un elenco que
incluía a Raimu, a Charpin, a Pierre Fresnay. Lo paradójico
es que estos films sin ningún mérito cinematográfico
fueron los que pusieron a Pagnol en la verdadera pista de su costumbrismo
neorrealista. A través de las escasas escenas en que Pagnol
debió sacar fuera del estudio sus cámaras, se fue
filtrando en sus films una veta neorrealista que había de
culminar en trabajos ya alejados de lo teatral: Joffroi (1934),
Regain (Retoño, 1937), La femme du boulanger
(La mujer del panadero, 1938) y La fille du puisatier (La
hija del pocero, 1940).
El ejemplo de Pagnol no es único. Casi todo el teatro filmado
de estos últimos veinte años deriva de la vertiente
realista. Muchos de estos films han pretendido ocultar su origen
teatral multiplicando los escenarios, interpolando exteriores, buscando
ya que no la difícil acción, la agitación y
el movimiento. Entre tanto producto así adulterado, se han
deslizado algunas producciones que no han temido incurrir en el
calificativo de teatrales. La más ilustre de todas quizá
sea The Little Foxes. Aunque la adaptación de Daniel
Mandell y Lillian Hellman no preservó intacta la estructura
teatral, la labor del director Wyler consistió en acentuar
hasta el máximo la dramaticidad de las situaciones, sacrificando
cualquier consideración de orden cinematográfico a
su concepción de la pieza como estructura dramática.
Wyler comprendió que lo que importaba conservar no era tal
o cual línea de diálogo, tal o cual discurso, sino
la tensión en que se desarrolla el conflicto, la oposición
de los personajes, y la revelación de un mensaje por la dialéctica
de sus relaciones. De ahí que pusiera por encima de todo
la concentración dramática. Orientado hacia la creación
de un drama cinematográfico, Wyler llegaba a su formulación
por el camino más desesperado: el del teatro. La magnitud
de su hazaña no pudo ser asimilada en su momento. Y sólo
pareció evidente cuando otros films suyos (particularmente
The Best Years of Our Lives, Lo mejor de nuestra vida, 1946,
y The Heiress, La heredera, 1949) la popularizaron.
Wyler no tuvo imitadores inmediatos. Recién en 1946 aparece
una concepción semejante de la adaptación aunque
más desesperada cuando Jean Cocteau traslada al cine
casi literalmente su pieza teatral Les parents terribles.
Cocteau ha señalado posteriormente que su propósito
fue el de poner el cine al servicio de lo teatral, subrayando con
ello el carácter ambivalente de su obra. Es cierto que al
filmarla no modificó para nada el texto, que vertió
directamente el conflicto ya llevado a escena; es cierto que su
labor como cinematografista se redujo a acechar de cerca el juego
de los actores, a perseguirlos con el lente magnificador de la cámara,
a convertir en primeros planos cada una de las réplicas de
un diálogo copioso; es cierto que no amplió la obra
y que por el contrario la concentró, que no mostró
ningún exterior, que logró que el escenario actuara
sobre los personajes, ahogándolos poco a poco. Pero nunca
la obra fue más teatral que al explotar algunos recursos
que el cine le facilitaba, particularmente en lo que se refiere
a la presencia opresiva del ambiente, a la velocidad y concentración
del tiempo cinematográfico, a la cercanía del rostro
del actor. Les parents terribles es un ejemplo de cómo
salvaguardar la teatralidad de una pieza y de cómo aumentarla
gracias a recursos típicamente cinematográficos.
El expresionismo
Una categoría distinta es la de las piezas que usan técnicas
derivadas del expresionismo teatral. El problema aquí resulta
más complejo por tratarse de obras concebidas para un teatro
que es coetáneo del cinematógrafo y que supone un
conocimiento de su estética. Esto lo ha señalado muy
bien Laslo Benedek al comentar algunos aspectos de Death of a
Salesman, pieza de Arthur Miller cuya versión cinematográfica
él mismo ha dirigido. La pieza escribe
tomaba en préstamo con entera libertad la técnica
cinematográfica. La razón, me parece, es obvia. El
mismo proceso de la evocación, de la fantasía, del
soñar despierto o aún de la imaginación es
esencialmente similar al del film. Tiene en común el movimiento
vívido, las rápidas transiciones, el "fundido",
algunas veces la vaguedad de las imágenes fuera de foco,
otras la precisión de los primeros planos.
Aquí se puntualiza algo que es esencial a la pieza de Miller
pero que es válido para todo el teatro expresionista: el
autor trabaja con la imaginación, a la que guía por
procedimientos que disuelven las convenciones espacio-temporales
del teatro realista. Para apelar a la imaginación, el teatro
expresionista se vale de recursos de estirpe cinematográfica
pero los desarrolla con tal audacia que vuelven al cine como recién
inventados.
Esto parece evidente si se analiza, así sea parcialmente,
Fröken Julie (La señorita Julia, 1950). La pieza
fue concebida por Strindberg antes de que existiera el cine. Por
su distorsión del naturalismo finisecular anuncia ya el expresionismo.
Alf Sjöberg la llevó al teatro utilizando toda la experiencia
del expresionismo teatral y cuando la filmó recreó
su estructura en términos cinematográficos, tomando
en préstamo al teatro (y en particular a Death of a Salesman)
el recurso de hacer coexistir en un mismo espacio más de
un tiempo. Lo que en Strindberg era relato, discurso, resulta en
la versión cinematográfica acción vivida en
distintos tiempos y en el mismo escenario. Es claro que Sjöberg
no limitó a esta innovación su aporte cinematográfico.
Toda la obra fue trasladada al lenguaje del cine. Pero lo que importa
subrayar es este préstamo del cine al teatro que ahora vuelve
al cine.
Al filmar Death of a Salesman Laslo Benedek no podía
desaprovechar la innovación. Él mismo se ha encargado
de subrayar la enorme concentración dramática que
se logra por esta coexistencia de tiempos y espacios. Nunca pensé
escribe que esta obra pudiese ser encarada en
un estilo "naturalista". Es completamente real y profundamente
verdadera pero su naturaleza toda la terrible concentración
de su historia, la retórica de su escritura es únicamente
aceptable en un estilo "teatral". De ahí que
su función como director haya sido la de preservar este estilo
teatral. Su tarea aparecía simplificada porque lo que era
específicamente teatral en Miller era un elemento que podía
darse fácilmente en términos de cine, un elemento
que el propio Miller había concebido en términos visuales.
Y así, aunque la pieza pueda haber impresionado a muchos
como cinematográfica, y el film haya parecido a otros muy
teatral, lo cierto es que su estructura (o su estilo, para usar
la palabra de Benedek) es ambivalente. Lo que no pasaba en Shakespeare.
Algunos creadores
Las tres instancias apuntadas Shakespeare y el teatro poético,
el teatro realista, el expresionismo no consiguen agotar las
categorías posibles. Apenas si permiten advertir la complejidad
del problema que se pretende englobar en la escueta fórmula:
teatro filmado.
Habría que tener en cuenta aún una cuarta categoría
posible: el teatro cinematográfico. Es decir, las obras esencialmente
teatrales que han sido escritas para el cine.
El ejemplo más obvio parece proporcionarlo la producción
entera de Joseph L. Mankiewicz y en particular su tan discutida
All About Eve (La malvada, 1950). Hay en sus películas
una concepción teatral del conflicto dramático, una
solución del mismo en que el diálogo y el juego de
los actores predominan sobre todo otro elemento más cinematográfico.
Mucho más ilustrativo es el caso de Iván el Terrible,
concebida por Eisenstein (como se ha indicado) según la estructura
de una tragedia. Con esta obra el gran director coronaba no sólo
sus experimentos cinematográficos sino una labor paralela
y no menos fecunda de director escénico. Después de
la concepción épico plástica de Alejandro
Nevsky esta morosa tragedia pareció desconcertante. No
faltó quien la calificara de ópera, aludiendo con
ello a su síntesis de elementos dramáticos, visuales
y musicales. Pero lo que la obra realmente revela es una necesidad
de trasladar al cine los elementos más hieráticos
y directos de la tragedia, la imposición de un ritmo y un
estilo que parecen extracinematográficos. No puede pensarse
en una improvisación de Eisenstein. Seguramente su decisión
de hacer de Iván una tragedia estuvo orientada por
la naturaleza misma de su enfoque del personaje y de la época.
De todos modos, lo que interesa señalar es la nueva luz que
arroja esta obra sobre las relaciones entre la creación cinematográfica
y el teatro.
Final provisorio
El ejemplo de Orson Welles empecinado en glosar a Shakespeare;
el de Wyler en busca de una dramaturgia cinematográfica;
el de Cocteau transcribiendo en una escritura más tensa,
más concentrada, sus propias piezas; el de Sjöberg aprovechando
recursos del expresionismo teatral en sus realizaciones cinematográficas;
el de Olivier ensayando una mise-en-scene más amplia
y generosa; el de Eisenstein escribiendo una tragedia para el cinematógrafo,
parecen ejemplos bastante elocuentes del hecho de que no hay una
forma del teatro filmado; de que es imposible desechar el teatro
filmado en nombre de un dogma absoluto sobre qué es cine
y qué no lo es. El cine no se agota en el espectáculo
visual ni en el registro de la naturaleza, ni en la exposición
de un conflicto ni en la crónica de un proceso. El cine es
todo eso y mucho más. Es capaz de reconocer una inagotable
variedad de géneros; es capaz del registro mecánico
y de la creación original.
El planteo del problema del teatro filmado debe ser otro. Habrá
que empezar por examinar los fundamentos técnicos de ambas
artes; habrá que empezar por el análisis de sus distintos
recursos, de sus limitaciones, de sus posibilidades. Sólo
así podrá llegarse a determinar un estilo de lo teatral
y un estilo de lo cinematográfico. Sólo entonces se
podrán (quizá) dictar excomuniones, emitir decretos,
instaurar el ostracismo. Hasta entonces, el fenómeno de la
popularidad creciente del teatro filmado deberá requerir
la mayor atención, el más minucioso comentario.
Bibliografía
Es sumamente extensa. Para la presente nota se consultó
un artículo de Henry Raynor sobre Shakespeare filmed
en Sight and Sound (Londres, julio-setiembre 1952). En la
misma revista (octubre-diciembre 1952) constan las declaraciones
de Laslo Benedek sobre Death of a Salesman. Sobre la concepción
de Iván el Terrible de Eisenstein puede verse Film
8."
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