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"De Racine a Jean-Louis Barrault"
En Escritura, Montevideo, nº 3, marzo de 1948
p. 51-64.
I. Teatralidad de Racine
Haberse familiarizado con la voz de Racine, haber sentido
-una vez por todas- su intensidad, su profundidad, es haber aprendido
una nueva forma de la felicidad, haber descubierto algo exquisito
y espléndido, haber dilatado las radiantes fronteras del
arte.
Lytton Strachey (Books and Characters, 1922).
Después de la veneración clásica, después
de la desvalorización romántica, después de
la incomprensión naturalista, Racine alcanza hoy su más
pura gloria. Los mejores espíritus de la intelectualidad
europea de nuestro siglo no han cesado de reactualizar a Racine;
y junto a la voz de un André Gide o un Charles Du Bos, de
un Marcel Proust o un Paul Valéry, de un François
Mauriac o un Thierry Maulnier, se ha escuchado el testimonio de
admiración y gratitud proveniente del extranjero. Por Racine
han escrito un T. S. Eliot, un Lytton Strachey, un Karl Vossler,
un Leo Spitzer, un Benedetto Croce, un Waldo Frank, para citar algunos
ilustres. En muchos casos el placer y la admiración se doblan
de fervor. Gide se exalta hasta escribir en su Journal (oct. 1933):
"He amado los versos de Racine por sobre toda producción
literaria. Admiro a Shakespeare enormemente; pero expe-rimento frente
a Racine una emoción que jamás me da Shakespeare:
la de la perfección". Incluso, llega a apuntar,
el juicio trasmutado en interjección: "¡Qué
versos! ¡Qué serie de versos! ¿Hubo jamás,
en alguna lengua humana, nada más hermoso?" (febrero
1934). Y Eliot, en términos más sobrios pero no menos
rendidos, habla de la aptitud para gozar de Corneille y de Racine:
"No quiero decir meramente conocer sus tragedias, ni siquiera
saber declamar sus versos; quiero decir el inmediato deleite de
su poesía. Es ésta una expe-riencia que puede llegarnos
tarde en la vida, o tal vez nunca; pero si nos llega -hablo sólo
desde el punto de vista anglosajón-, es una iluminación".
Y Strachey piensa que la amistad de Racine enriquece al hombre con
una nueva forma de la felicidad.
Y sin embargo, algunos de los que más hondamente sienten
la magia del verso de Racine o gozan su inmaculada perfección
niegan la teatralidad de sus obras, se resisten a ver en ellas algo
más que la mano de un poeta, así sea uno de los mayores
del mundo. La teatralidad de Racine no puede ser negada a priori.
Racine no fue un poeta que coqueteó con la escena o un humanista
atento sólo a la puntual reproducción de las fórmulas
trágicas de la antigüedad. Fue un dramaturgo que no
sólo escribió sus obras para la escena, sino que las
realizó sobre la escena, que dirigió sus ensayos,
que formó su compañía y su público.
(A uno de sus actores, Baron, dijo un día Racine durante
un ensayo: "Os he hecho venir para daros instrucciones,
no para recibirlas"). Y hasta los testimonios que comunican
su manera de componer, revelan ese sentido de la acción,
de la solidez y complejidad de la trama, que es la garantía
de la teatralidad. Su hijo Louis cuenta en las Mémoires
sur la vie de Jean Racine: "Cuando iniciaba una tragedia, disponía
cada acto en prosa. Cuando había ligado todas las escenas
entre sí, decía: Mi tragedia está hecha, considerando
el resto en nada". Para Racine la pieza estaba hecha después
que había trazado su complejísima arquitectura. Y
era tan impar su facilidad para componer versos, que esa parte del
trabajo le parecía secundaria, pese al rigor con que él
mismo luego versificaba o atendía a los severos consejos
de su amigo Boileau.
Porque esa facilidad mágica, esa capacidad de ser profundo
y perfecto, utilizando siempre un lenguaje limitado y (en parte)
convencional, reproduciendo en el habla de sus personajes las formas
más llanas del coloquio, iba unida a una maestría
y a un seguro sentido poético que impedía todo desfallecimiento,
que prodigaba la felicidad. Y es tan abrumadora la sensación
de facilidad y perfección que se desprenden de sus versos
que el crítico tiende naturalmente a sobreestimar la labor
lírica sobre la exacta arquitectura de las piezas, sobre
su intensa teatralidad.
La fórmula dramática de Racine es bien conocida.
Ella le permite sujetarse a la regla de las tres unidades; o mejor:
le permite valerse de las tres unidades pare acentuar su impacto.
Le permite desatar desde el primer verso todo el furor pasional
de sus personajes sobre el estremecido auditor. Le permite agilitar
la acción, sin dejar un solo blanco en la representación,
un solo instante de descuido o inocencia. Ya se sabe: Racine toma
el conflicto un momento antes de su brutal desenlace y en cinco
actos henchidos de furor, lo provoca y recoge las cenizas ardientes
aún de sus agonistas. Se ha observado con razón que
con los incidentes de una pieza de Racine otros autores (un Shakespeare,
un Víctor Hugo) sólo podrían escribir el último
acto de una tragedia. Y Vossler (Jean Racine, 1926) ha confirmado
este aserto: "Los dramas de Racine no consisten, en verdad,
más que en actos finales, en agonías y ejecuciones
de sentencias, ya mucho antes pronunciadas". Es cierto.
Pero la maestría de Racine se evidencia al desarrollar en
cinco actos la acción que aquellos pródigos derrocharían
en una escena. En el prefacio de Bérénice defendió
el poeta, con visible orgullo, su sobriedad: "Algunos piensan
que esta simplicidad es señal de escasa invención.
No piensan que por el contrario toda invención consiste en
hacer algo de nada, y que los numerosos incidentes han sido siempre
el refugio de aquellos poetas que no sentían en su genio
ni bastante abundancia ni bastante fuerza para atraer durante cinco
actos a sus espectadores con una acción simple, sostenida
por la violencia de las pasiones, por la belleza de los sentimientos
y por la elegancia de la expresión".
¿Es posible ignorar todo esto? Hay quienes no advierten
la acción en las piezas de Racine. Esperan, sin duda, tumultos
en escena o despliegues espectaculares o violencias físicas.
(En el mismo prefacio de Bérénice advertía
Racine sutilmente: "No es necesario que haya sangre y muertos
en una tragedia"). Todo el teatro de Racine está
cargado, sin embargo, de acción, violenta e intensa. Y cada
palabra, cada gesto de los personajes, son acción. Vossler
lo ha dicho inmejorablemente: "¿Qué importa
que su acción destructora sólo tenga lugar en palabras,
sin que brillen los puñales, se crucen las espadas, o se
compongan venenos, si casi cada una de esas palabras es un puñal,
una espada y una copa de veneno?" La confusión de
algunos proviene, quizá, de que esa acción es interna,
de que Racine desprecia el movimiento puramente superficial y ahonda
en el corazón de sus personajes, en cuyo centro se desata
el conflicto. Y es en la pasión que ellos sufren, y que -lúcidos
enajenados- comentan implacablemente, es en sus pasiones encontradas,
donde se ubica la más intensa y desgarrada acción
del teatro occidental. Frente al estallido pasional con que se cierra
Phèdre -más trágica en la furia que
devora a sus personajes que en los cadáveres que documentan
esa furia-, ¡qué vacío de acción, de
verdadera acción, parece el último acto de Hamlet
con su azarosa cosecha de muertos!
Y la incomprensión de algunos críticos se agrava
porque esa agonía de las criaturas racinianas es ofrecida
en los más puros versos de la lírica francesa; porque
sus condenados personajes jamás deponen ni su decoro verbal
ni la nobleza de sus gestos. Phèdre aborda a su hijastro
Hippolyte (por quien arde de deseo) con aquellos magistrales versos
que tanto hacían soñar al adolescente Marcel:
On dit qu'un prompt depart vous éloigne de nous,
Seigneur. . .
(II, 5, versos 584-85).
Sí. Phèdre no pierde la línea, y muere consumida
doblemente por su culpa y por mortal veneno, sin abandonar el ritmo
poético:
Dejà jusqu'à mon coeur le venin parvenu
Dans ce coeur expirant jette un froid inconnu;
Dejà je ne vois plus qu'à travers un nuage
Et le ciel et l'époux que ma présence outrage;
Et la mort, à mes yeux dérobant la clarté,
Rend au jour, qu'ils souillaient, toute sa pureté.
(V, 7, versos 1639-44).
Y esta contención, este mágico equilibrio de pasión
y pureza, irritó a los románticos que prefirieron
hacer declamar a sus muertos, entre atroces ayes, interminables
discursos cargados de ripios y lugares comunes, hinchados y verbosos,
tan imposibles (al fin) como la lucidez de Phèdre, pero menos
valiosos.
La raíz de esta conducta estética de Racine está
no sólo en su natural sobriedad y pudor, en el íntimo
clasicismo de su espíritu, sino en la realidad social sobre
la que descansa su obra, como lo señalara magistralmente
Gundolf en su estudio sobre Kleist (1922). "La sociedad",
dice el ilustre crítico alemán, "es para el
teatro de Racime y de Molière lo que era el mito y el mundo
de los dioses y del destino para el teatro de Sófocles y
de Aristófanes, es decir, la potencia última y determinante,
el amplísimo horizonte sobre el cual se destacaban todas
las potencias vitales y anímicas del hombre". Y
antes Gundolf había indicado que así como los personajes
antiguos eran víctimas o juego de los dioses o del destino,
en el teatro de Molière y de Racine, los personajes, sin
autonomía, dependen del juicio de la sociedad, quien se encarga
de sancionar su índole cómica o su estirpe trágica.
(Vossler aporta este testimonio de Gundolf en el capítulo
III de su hermoso libro.) Pretender ignorar esta realidad histórica
de la que parte Racine es incapacitarse para juzgarlo, es practicar
una forma absurda del anacronismo.
Pero eso no es todo. Hay que comprender, además, que Racine
es un hombre dividido. En una composición poética
de sus postrimerías, cantaba el trágico, evocando
a San Pablo (Romanos, VII, 18-25):
Mon Dieu, quelle guerre cruelle!
Je trouve deux hommes en moi:
L'un veut que plein d'amour pour toi
Mon coeur te soi toujours fidèle
L'autre à tes volontés rebelle
Me révolte contre ta loi.
Hélas! En guerre avec moi-même.
Où pourrai-je trouver la paix?
Je veux, et n'accomplis jamais.
Je veux, mais ô misère extrême!
Je ne fais pas le bien que j'aime,
Et je fais le mal que je hais.
Esta dualidad que Racine en cada tragedia superaba con su arte,
es la raíz de sus intensas crisis espirituales, de su adhesión
cordial a la severa doctrina jansenista y su pasión sensual
por la escena, de su vacilación entre el mundo y el claustro,
de su intenso combate por lograr una síntesis entre la creación
dramática y las convicciones religiosas, -síntesis
que Phèdre ambiciona y (en cierta medida) realiza.
Esta dualidad alcanza, también, a la esencia misma del arte
raciniano. Racine (nadie lo duda) es el poeta del clasicismo francés.
Pero en él alentaba un poeta barroco, contenido aunque poderoso:
un barroco espiritualizado, trascendido, hasta ofrecerse en pura
llama. Y este barroquismo último es el que iluminaba tan
intensamente sus creaciones dramáticas y desgarraba su alma.
(La fusión de barroquismo y clasicismo en el arte de Racine
ha sido indicada por Leo Spitzer en la obra colectiva: Introducción
a la estilística romance, Buenos Aires, 1942. El artículo
de Spitzer se titula: La interpretación lingüística
de las obras literarias y la nota sobre Phèdre
está en las páginas 135-143).
II. Mise en scène de Phèdre
On sait bien que les comédies ne sont faites que pour
être jouées.
Molière.
En una página de su ensayo sobre Racine escribe Karl
Vossler: "El teatro de Racine no precisa, ni mucho menos,
de la representación para producir su efecto total".
(V. pág. 129 de la traducción española, 1946).
Lo que es, estrictamente, inexacto. Porque Racine (como Molière)
no creó sus piezas para la lectura sino para la escena. Y
una obra dramática así preparada sólo logra
su total realidad (es decir: sólo produce su efecto total)
al ser vivida en escena, al adquirir esa dimensión espacio-temporal
que le da, que sólo le puede dar, la representación.
Racine concibió sus tragedias para ser representadas. El
mismo se encargó de hacerlas representar. Lo que indudablemente
quiso decir Vossler fue que las piezas de Racine producen un efecto
casi total a la lectura. Y ello se debe (como ya se apuntó)
a la perfección literaria de su texto, a su magia poética.
Una prueba más -concluyente- de que una pieza de Racine
sólo logra su total realidad en la representación,
la ofrece esta cuidadísima, esta minuciosa mise en scène
de Phèdre que en 1946 publicara Jean Louis Barrault
y que pretexta esta nota. Leyendo con atención el volumen
(publicado en París por las Editions du Seuil) se aprecia
la obra de Racine bajo una nueva luz y se adquiere más nítida
conciencia de su dimensión escénica, que la mayoría
de los críticos literarios olvida acentuar. Porque el trabajo
de Barrault consiste (nada menos) en la minuciosa comunicación
de cada detalle de una representación ideal, desde los efectos
de luz o el concertado desplazamiento de los actores, hasta el tono
de voz con que debe emitirse cada sílaba, hasta el gesto
que subraya o atenúa cada alejandrino. Barrault analiza la
obra como escenógrafo, como director de escena, como actor.
Y los conocidos y aprendidos y estudiados versos de Phèdre
cobran nueva, a veces insospechada, intención en sus manos,
así como reverdecen en sus páginas todos los problemas
que han ido contaminando el ilustre texto durante casi tres siglos.
Para recrear Phèdre, para reinventar la Phèdre
que estrenara Jean Racine el viernes 1º de enero de 1677, Barrault
sólo poseía 1654 alejandrinos y una indicación
escénica. En efecto, Racine (a diferencia de nuestros verbosos
contemporáneos G. B. Shaw o E. 0'Neill) sólo acotó
una vez el texto. Junto al verso 157 escribió: (Elle s'assit).
Barrault debió agotar la bibliografía francesa sobre
Racine para enriquecer esa sobriedad. En la primera parte de su
libro (Documentation) examina y discute distintos testimonios
sobre Racine como metteur en scène y como dramaturgo. De
esos testimonies surge la seguridad de que Racine provocó
en la escena francesa una reforma en el arte de declamar. Su hijo
Louis escribe: "Los partidarios de Corneille atribuían
el éxito de las piezas de su rival al juego de los actores,
a quienes él (Racine) comunicaba en sus lecciones
el gran talento que poseía para la declamación".
Y también cuenta Louis: "El rey (Louis XIV)
le oía leer con gusto, apreciando en él la extraordinaria
facultad de hacer hablar por sí la belleza de la obra leída".
Incluso se ha llegado a afirmar que Racine anotaba musicalmente
cada papel, palabra por palabra. La reforma del poeta tendía
a devolver a la hinchada y pomposa declamación de la época
(que Molière satirizara en l'Impromptu de Versailles,
1663) un sentido más noble y elegante, más natural,
aunque no depusiera una fundamental cualidad rítmica. Sus
esfuerzos en este sentido pudieron resumirse así: "Obligado
a acomodarse a la costumbre de cantar que habían contraído
los comediantes, se tomaba el trabajo de anotar los papeles estudiando
los tonos que se acercaban más a los sentimientos que había
querido pintar. Así les enseñaba sin cesar que no
hay declamación sin naturalidad y que en el alma del comediante
está el hogar de su talento". Pero, como bien señala
Barrault ese mismo esfuerzo de Racine hoy debe cumplirse en sentido
contrario, ya que se ha llegado a perder toda noción de nobleza
y elegancia y se ha caído en un opaco prosaísmo o
(lo que es quizá peor) en una mecánica declamación
escolar. En una nota de su Journal (1/II/1902) y después
de asistir a una representación de Andromaque, había
anticipado Gide ese juicio de Barrault: "El gran error de
los actores, hoy, al representar Racine, es tratar de hacer triunfar
la naturalidad, allí donde debía triunfar el arte".
Consciente de esto, Barrault se pregunta si Racine ahora "¿no
se pondría a anotar musicalmente los versos, pero esta vez
para alejarse de ese naturalismo vulgar, para alejarse de la prosa
y para acercarse al canto?" A esa empresa dedica Barrault,
en ausencia de Racine, sus mejores fuerzas. (V., en particular,
el admirable estudio del alejandrino.)
Para la reconstrucción del decorado, Barrault sólo
disponía de dos líneas en una memoria del Hôtel
de Bourgogne, que rezan literalmente: Phèdre. Thèâtre
est un palais vouté. Une chaisse pour commancer. La silla
(por otra parte) ya estaba prevista por Racine al indicar que Phèdre
se sienta. Para la reconstrucción del palacio abovedado Barrault
no encontró ningún testimonio aprovechable y optó
por diseñar (con Jean Hugo), una galería, suerte de
encrucijada o lugar geométrico de los caminos de Phèdre,
Hippolyte, Aricie y Thésée. Dicho palacio puede ser
(indica Barrault) en mármol claro. Una ilustración
-entre las páginas 36 y 37 del volumen- permite apreciar
el escenario que coincide con el que trajeron al Plata Marie Bell
y Maurice Escande. Pero si los anales del teatro o las ediciones
originales de la obra no facilitan indicaciones escénicas,
el texto de Racine, penetrantemente analizado, ofrece abundantes
sugestiones. No se olvide que Rambert había definido con
justeza el arte de Racine como "un arte algo velado que
no dice todo, pero que deja en cambio adivinar tanto. En nada es
más rico que en enfoques indicados a los lectores atentos".
Esa lectura atenta, sorprendentemente lúcida, fue cumplida
por Barrault en forma ejemplar. Examinaré algunas de sus
conclusiones.
Ante todo, Barrault no cree que Phèdre sea un monólogo
para un solo personaje, un poema más que una obra de teatro,
como piensa Thierry Maulnier (Racine, 1936). Barrault reacciona
decididamente contra quienes niegan la teatralidad de la obra y
destacan su concentración en el personaje de Phèdre
como vicio característico (lo que podría llamarse:
unidad de personaje). La cuestión es examinada en este libro
de todos los ángulos posibles.
Desde un análisis minucioso de la pieza, proseguido a lo
largo de cada acto, hasta unas reflexiones sobre el título
original (se publicó en 1677 como Phèdre &
Hippolyte, tragédie par M. Racine), -todo sirve a Barrault
para probar que no es un concierto para mujer sino una sinfonía
para orquesta de actores. Esta reacción es saludable y de
gran eficacia, como lo prueba la aceptación unánime
que mereciera por parte de sus críticos este aspecto del
libro de Barrault. En efecto, aquí se muestra la compleja
elaboración de Hippolyte, Aricie, none, Thésée,
y cómo sus figuras intervienen principalmente en la obra,
cómo sus pasiones se oponen y complementan la pasión
de Phèdre. Y el análisis del carácter de la
firme y hábil Aricie o del puro y desdichado Hippolyte resulta
ampliamente convincente. No tan convincente, en cambio, es su reivindicación
de Thésée. Queda siempre algo inmaduro y áspero
en la concepción dramática de este personaje. Apenas
asomado a escena (III, 4) Racine le obliga a asistir a la fuga desesperada
de Phèdre que se sustrae a su presencia, al ambiguo y balbuceante
discurso de Hippolyte y a la torpe acusación de none
(IV, 1). Y el héroe que se presenta feliz, reintegrado al
hogar como esposo y padre, sufre en breve lapso tan violenta transformación,
desatados sus celos, ultrajada su dignidad, que rompe brutalmente
la fugaz imagen primera. Ese
Ah! qu'est-ce que j'entends?
con que se abre el acto cuarto "enorme grito, muy largo
y espantoso" según acota Barrault, destruye el equilibrio
del personaje, lo vuelca en otra (inesperada) máscara de
horror y cólera. Y antes de terminarse la obra Thésée
sufrirá una segunda transformación: descubierto el
engaño tramado por none con el asentimiento febril
de Phèdre, el héroe se convierte al culto del inocente
Hippolyte y desdeña brutalmente el cadáver de Phèdre.
Thésée es en realidad la víctima de esa tensión
violenta y vertiginosa que recorre el teatro de Racine. (Henri Cottez,
en Fontaine, 54, 1946, ha defendido extensamente la interpretación
que ofrece Racine del héroe ateniense.) Y en lo que se refiere
a los confidentes (desde la nocturna none hasta la ingenua
Ismène) Barrault señala con sagacidad que ellos son
más el doble de sus amos que individualidades aparte, y que
sus caracteres se hallan a veces ligados a los de aquellos por una
relación simbólica. Este enfoque de la tragedia modifica
sensiblemente su interpretación. Ya no se trata de hacer
valer únicamente el papel de Phèdre; peor aún:
ya no se trata de hacer valer únicamente la pasión
de Phèdre. Se trata de representar la obra como una pieza
compleja, en que cada actor crea su papel en estrecho acuerdo con
los otros y es el conjunto lo que vale, lo que tiene sentido.
Fuertemente vinculada a esta interpretación está
otra que indica Barrault: Phèdre debe considerarse
como una sinfonía. Al final del libro se estudia detenidamente
su ritmo y se distinguen cuatro movimientos (el tercero abarca los
actos tres y cuatro, que según Barrault debe representarse
sin intervalo). Pero a lo largo de la obra ya había indicado
Barrault la composición de cada "movimiento", desde
la aparición de un tema, hasta sus sucesivas metamorfosis,
sus choques con otros temas, su subordinación a la idea central.
Tampoco había omitido señalar Barrault ninguna simetría,
ningún detalle de la composición rítmica. Este
penetrante análisis enriquece el texto y descubre a cada
paso su perfecta, su equilibrada estructura, de evidente trazado
geométrico. (Mírese, por ejemplo, la estricta composición
del acto primero: Hippolyte urgido por Théramène confiesa
su amor por Aricie; Phèdre urgida por none confiesa
su amor por Hippolyte. La simetría o el contraste puede buscarse
hasta en el detalle de cada escena). Para Barrault Phèdre
es pura geometría. Por primera vez lo insinúa en la
página 38. Más adelante, en la 60, transcribe como
epígrafe de un capítulo, una frase del prefacio que
Racine escribiera para su Mithridate: "No se pueden tomar
demasiadas precauciones para no poner sobre la escena nada que no
sea muy necesario". Y en la página 67 ya dice directamente
Barrault: "La acción de Phèdre es una
pura figura geométrica". Luego no se cansa de señalar
ejemplos de esa pura geometría, perfecta siempre, jamás
repetida.
Es claro que Barrault no podía dejar de tocar uno de los
temas más transitados por los críticos: el carácter
de Phèdre y la naturaleza de su crimen. Racine fue el primero
en plantear el tema. En su prefacio de 1677 escribe: "Phèdre
no es completamente culpable, ni completamente inocente; está
comprometida, por su destino y por la cólera de los Dioses,
en una pasión ilegítima, de la cual es la primera
en horrorizarse. Ella se esfuerza en dominarla, prefiere dejarse
morir que declarársela a alguien; y cuando es forzada a descubrirla,
habla con una confusión que demuestra bien que su crimen
es antes un castigo de los Dioses que un movimiento de su voluntad".
Desde las primeras páginas Barrault examina las soluciones
propuestas y a su vez ofrece un retrato de Phèdre que va
profundizando y retocando a medida que avanza el comentario. Frente
a las distintas interpretaciones del personaje, que ora acentúan
el horror de su crimen, ora descubren un alma esencialmente cristiana,
extraviada por la pasión, Barrault insiste en la complejidad
de Phèdre, que desborda milagrosamente las tipificaciones
críticas, que preserva, en definitiva, su misterio. Y no
olvida señalar, siempre que es necesario, la ambigüedad
del personaje, como (por ejemplo) en la escena 6ª del acto
IV, cuando la protagonista advierte el crimen al que la condujo
la influencia de none, sin dejar por eso de lamentar la frustración
de su amor. Dice entonces la torturada Phèdre:
Hélas! du crime affreux dont la honte me suit
Jamais mon triste coeur n'a recueilli le fruit.
Y comenta irónicamente Barrault: "¡La muy
cristiana y virtuosa y cándida Phèdre nos parece de
todos modos poco arrepentida!, sea dicho al pasar".
Se puede discrepar de algunas opiniones de Barrault; se puede negar
la estricta validez de su interpretación sinfónica
o la excesiva minucia al acotar los gestos o el tono de voz; pero
es innegable que su penetrante y, en cierto sentido, exhaustivo
examen constituye uno de los aporte más valiosos para el
mejor conocimiento del texto de Racine.
III. El metteur en scène
Pero aquellos que, sobre una escena, están encargados
de hacer vivir la tragedia no son ni jueces, ni testigos, ni críticos,
sino servidores y, en caso de necesidad, abogados. Su tarea es
la de "servir" y si es necesario la de "litigar
por". Deben para ello "incorporarse" a la obra;
deben "desposarla".
Jean-Louis Barrault
No quisiera cerrar esta nota sin indicar algunas ideas centrales
de Barrault sobre la mise e scène. Muchos enfoques ya han
sido comunicados. Ahora quiero citar un texto capital que Barrault
titula El ensayo y la representación. Lo reproduzco
en su integridad. Se halla en las páginas 40 a 42 del libro
y dice así:
"Representar es saber dirigir su aliento, su voz y su "cuerpo-de-la-cabeza-a-los-pies"
de una manera determinada.
"Saber algo es haber olvidado ese algo y haberlo encontrado
en sí. Es un conocimiento "digerido". Por el
estudio se profundiza la cosa, se la conoce, luego se la olvida;
al fin, se la encuentra en sí mismo. Desde ese momento,
se la sabe.
"Interpretar un papel es ser capaz de "tocarse"
a sí mismo como a un instrumento; es ser capaz de saber
"tocarse" a sí mismo como un instrumento, es
decir, sin pensar en ello. Es una suerte de ciencia espontánea.
"En el oficio de actor; hay pues dos suertes de actividad
absolutamente opuestas:
"La actividad de los ensayos.
"La actividad de la representación.
"Durante los ensayos se deben resolver todos los problemas.
"En la representación, todo problema debe estar resuelto.
"La representación es un acontecimiento. Es el momento
esencialmente poético; el momento en que se produce la
cristalización, la síntesis; el momento en que,
gracias a la última gota aportada por la presencia del
público, el precipitado químico aparece. La representación
es un acto de amor: uno da, uno se da, se intercambia y se comulga.
"El ensayo corresponde al período creador. Es para
el actor el momento específicamente artístico. Se
esboza, se borra, se insiste, se imagina; la inspiración
os ilumina, la transpiración os sostiene; las sorpresas,
el asombro, las brumas, la inquietud, los descubrimientos, la
alegría, las decepciones, la desesperación, en una
palabra: toda la serie de los terrores de la creación artística,
surgen, se oponen y rivalizan, bajo la lucecilla "enclenque"
de las lámparas del ensayo. Es el tiempo de la ordenación,
de la disciplina, y de la construcción.
"Un papel está fijado cuando se le puede interpretar
"en frío".
"Hay el "trac" (miedo) del ensayo que es distinto
del "trac" de la representación. El trac del
ensayo se emparienta a la angustia, al vértigo, al aturdimiento.
Es negro y opaco. El trac de la representación es comparable
a la bola emocionada que os sofoca y os hace estallar el pecho,
cuando os dirigís a una cita de amor. Es incandescente,
fosforescente.
"El estado de espíritu que se tiene en la representación
es pues absolutamente contrario al estado de espíritu
que se tiene en el ensayo. Todo lo que, en la representación,
es libre, espontáneo, improvisado; hecho de impulsos...,
"anarquista", es el fruto distendido de la elaboración
disciplinada del ensayo.
"Hay actores que, muy sabios en el arte del ensayo, desaparecen
durante la representación; son buenos enamorados pero malos
amantes. Otros que, trabajadores reacios, se descubren ante el
público; son buenos amantes, ¿pero están
verdaderamente enamorados? Otros en fin que para evitar el esfuerzo
del ensayo pretenden que para representar, "les hace falta
el público"; son los haraganes.
"Es por eso que se acostumbra decir: tal actor "gana"
o "pierde" frente al público.
"Las sorpresas de la representación son imprevisibles,
como las del amor. No se puede dar ningún consejo a un
actor "enfermo de representación". La representación
es específicamente un acto de generosidad, es el arte del
don de sí mismo. Todo lo que se puede hacer por un actor
que se prepara a la representación, es alentarlo y ponerlo
en el clima más favorable para su florecimiento, es decir,
a su concentración en la distensión.
"La representación es un acto de alegría, un
acto de alegría ... en el esfuerzo. En el momento de la
representación, ese acto de alegría en el esfuerzo
iguala al de la competencia deportiva que, éste también,
está hecho de concentración, de distensión,
de esfuerzo y de alegría.
"Es casi una performance (en inglés, por otra parte,
la representación se dice: performance).
"El actor es pues un atleta afectivo.
"Llega a serlo a fuerza de entrenamiento, de trabajo, de
ensayos, a fuerza de voluntad. El arte del actor es el arte
mismo de la voluntad. ¡A menos que intervenga la gracia
que da el genio! ¡Y aún el genio no vive sin voluntad!
¡Pero éste es otro asunto!
"No se puede, por lo tanto, hacer recomendaciones al actor
más que en el momento del ensayo.
"Está, pues, bien entendido que las cuestiones
técnicas que vienen a continuación, surgen únicamente
durante un ensayo y no el momento de la representación
en la cual, ya lo hemos dicho, hay que dejar al actor la más
completa libertad".
Esta concepción de Barrault justifica su minuciosa (y para
algunos exasperante) anotación de cada hemistiquio, de cada
movimiento, de cada acento, del texto. Muchos críticos juzgaron
coercitiva esta anotación, sin atender a las palabras que
acabo de transcribir, sin comprender que con ella Barrault pretende
comunicar fielmente su representación de Phèdre.
Da la anotación de cada movimiento tal como lo concibe, tal
como se lo representa idealmente.
Pero el intérprete futuro puede no aceptar que a tal palabra
corresponda tal acento o que a tal ritmo tal gesto. Con su comentario
Barrault se opone por muy buenas razones a la improvisación
irresponsable.
También ofrece el libro abundantes notas que prefiguran
un tratado del arte escénico que algún día
redactará Barrault. Bajo el modesto título de Revision
de quelques problèmes analiza el gran actor francés
el alejandrino, el recitado, la voz y el gesto. Es imposible pretender
comentar aquí cada una de estas páginas henchidas
de pensamiento y magistral experiencia."
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