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"Conversación con Juan Carlos Onetti"
En Eco, Bogotá, v. 20, nº 119, marzo 1970,
p. 442-475.
"La fama ha terminado por dar
caza, al fin, a Juan Carlos Onetti. Nacido en 1909, autor de ocho
novelas y algunos libros de relatos y cuentos, Onetti no sobresale
los límites de su patria, el Uruguay, hasta bien entrada
la década del sesenta. Entonces, poco a poco, empiezan los
reconocimientos. Se le descubre y traduce en Francia, en Italia,
en los Estados Unidos. En la América Latina, críticos
y colegas leen, o releen, sus novelas y encuentran en ellas a un
maestro de la nueva narrativa. Recientemente, la colección
de sus cuentos y novelas cortas, hecha en Caracas por Monte Avila,
la colección de sus novelas, en México por Aguilar,
pone en ediciones accesibles e internacionales una producción
que circulaba escasamente. Todas estas señales de la fama
dejan, sin embargo, incambiado al escritor.
Hosco, amigo del silencio, de la meditación
y diálogo consigo mismo, accesible sólo en raros momentos,
Onetti no sólo ha creado un mundo novelesco sino que también
ha creado la imagen de un escritor taciturno para el que dos ya
son una multitud, y la soledad es suficiente compañía.
La verdad que esconde esa leyenda es más compleja. Onetti
es hombre de pocas pero muy sólidas amistades, es hombre
de largas pasiones amorosas, de comunicación en un nivel
muy hondo. Pero ese Onetti íntimo rara vez es accesible.
En agosto de 1969 tuve ocasión de pasar
una tarde, que se prolongó hasta la madrugada, en casa de
Onetti en Montevideo. Una frecuentación de más de
25 años había precedido esa conversación. Pero
entonces, y por primera vez, llevé un grabador para captar
no sólo las opiniones de Onetti sobre su propia obra, sino
su tono de voz. En la conversación que sigue, tanto Onetti
como yo hablamos en "uruguayo", es decir: en esa variante
del español que se usa en aquella zona del Plata. Hay muchas
palabras de jerga, o de lunfardo, pero las he dejado porque creo
que el tono de voz no se da sino a través de las palabras
mismas. Por otra parte, creo que el contexto las hace claras. Ellas
certifican una presencia que, en forma más elaborada pero
no menos conmovedora, se da también en su obra literaria.
Yale University
MOLLY BLOOM Y LA MELLIZA DEL CAFÉ METRO
ERM: Preferiría empezar preguntándote
por lo que estás escribiendo ahora.
JCO: Estoy haciendo una novela que va
a ser fatalmente muy larga. Es cierto que va a ser larga. Cada vez
que me pongo a escribirla se me ocurren cosas nuevas, o se imponen
nuevas cosas, y entonces así empieza lo que llega por ahora
a mil páginas. Eso tiene, indudablemente, una tarea de expurgación
posterior. Pero no me gusta mutilar la obra cuando la estoy escribiendo.
Por eso no sé lo que en definitiva va a salir.
ERM: ¿Cuál es el tema?
JCO: Mirá, el hombre, el hombre
que había huido de la ciudad maldita.
ERM: ¿De Santa María?
JCO: Sí, pero no pienso entrar
por ahora en lo de Santa María, porque detrás de Santa
María están exactamente cosas harto conocidas. No,
mirá: ese hombre se va de Santa María y se viene a
Montevideo. Es un poco como lo que me pasó a mí, cuando
volví de Buenos Aires a Montevideo, después de tantos
años.
ERM: ¿Y por qué volviste?
JCO: La verdad es que hice todo lo posible
por venirme a Montevideo, por razones económicas también.
Yo estaba viviendo en Buenos Aires, en la época de Perón,
y estaba escribiendo mucho, y lo que pasaba allí, políticamente,
no me tocaba para nada; quiero decir: yo no era argentino. No me
resultaba, hasta tenía el orgullo de pensar: esas cosas no
pasan en mi país, en el Uruguay. Un orgullo estúpido
pero yo sufría, sufría espiritualmente por estar allá.
Por eso me vine. Fue la vorágine de la vuelta, propuesta
en el orden de lo personal por viejos amigos que han sido amigos
de la juventud: Maneco Flores, Michellini, y Luis Batlle. Después
del triunfo de 1954, querían que me viniera a Montevideo.
A última hora decidí que lo haría: Venirme.
ERM: Y te viniste a trabajar en el Municipio,
primero en una Biblioteca Infantil (sic) y después en otra
dependencia. Y, además, te viniste para seguir escribiendo:
El astillero, Juntacadáveres, y esa nueva novela.
Pero decíme: ese hombre que se escapa de la ciudad maldita,
¿quién es? ¿Cuál de los personajes de
Santa María?
JCO: Es un personaje apenas esbozado en
El astillero, un tipo que no llega a Jefe de policía,
es jefe del destacamento de policías. Apenas tiene una escena
en la novela, cuando se ahoga uno de los socios de Larsen, Gálvez,
¿te acordás?, y que lo llevan a Larsen a la morgue
en seguida, del destacamento, para que lo identifique. Ahí
tienen los dos un diálogo amable, entre tira y macró...
Bueno, este hombre es el que dispara de allí. Bueno, dispara
porque tiene cierta libertad, porque él quiere ser otra cosa,
no eso que es allá. Y dispara hacia algo que podemos llamar
Montevideo. Puede ser que sea Montevideo.
ERM: ¿En la novela se identifica
como Montevideo?
JCO: Se reconoce que es Montevideo, se
puede declarar que es Montevideo. Lo que me pasa es que no quiero
seguir hablando de esto... Sabés, hay un consejo que anda
por ahí y es que no conviene contar el argumento de una novela
que estás escribiendo. Es una superstición: el que
cuenta el argumento, después no lo escribe más. Pero
esto no sé si ponerlo como superstición o como hecho.
Es lo que le pasa a Paco Espínola.
ERM: Estaba pensando justamente que Paco
se pasa contando sus cuentos sin escribirlos.
JCO: Tendría que escribirlos, aunque
me imagino que psíquicamente tendrá la sensación
de que cumplió, que ya escribió el cuento de tanto
contarlo.
ERM: Sí, creo que tenés
razón. Y, además, creo que hay que respetar siempre
la superstición de los autores, sea o no justificada. Pero
en vez de contarme el argumento me gustaría que me dijeses
a qué parte del ciclo de novelas tuyas, lo que se ha dado
en llamar la Saga de Santa María, pertenece esta nueva novela.
Es decir: cronológicamente, ¿dónde la ubicarías
tú?
JCO: Y creo que va a posteriori
de todo lo escrito hasta ahora. Sí, va realmente después.
Muy pocos personajes de las otras novelas están en ésta,
muy pocos.
ERM: En cierto sentido, llegaría
a completar un poco el ciclo ya conocido.
JCO: Sí, sí, y además
me sirve para contar muchas cosas que me ocurrieron cuando todavía
vivía en Montevideo, antes de irme a Buenos Aires; cosas
que me interesaron como tema literario. Como el personaje también
estuvo antes en Montevideo, puedo usar esas cosas. ¿No sé
si llegó a tus oídos la fabulosa historia de las mellizas?
ERM: No, no la conozco.
JCO: Es increíble.
ERM: ¿Por qué no me la contás?
JCO: Podría ser largo para contarla...
Bueno... Eran dos mellizas menores de edad. Andarían por
los 17 años. Las llamaban la melliza mayor y la melliza menor.
Había una discusión nunca aclarada entre ellas, porque
parece que el mellizo que nace primero es el mayor en realidad,
según la ciencia médica.
ERM: No, creo que es al revés.
Según la ciencia médica, el mayor es el que nace segundo.
Pero del punto de vista del derecho, se considera al que nace primero
como el mayor.
JCO: Mirá, no vamos a entrar en
discusiones. Ahora, las dos, muertas de hambre, evidentemente, se
dedicaban a la prostitución. Una prostitución muy
curiosa, porque la melliza mayor, a pesar de tener sólo 17
años, sabía manejarse, sabía cobrar. Ahora,
la otra, la melliza menor, la que me acuerdo que era rubia, esquelética,
facialmente parecida a Loretta Young... ¿no sé si
te acordás de Loretta Young?
ERM: ¿Y vos no te acordás
que soy crítico de cine?
JCO: Esa chica, se venía de un
lugar en las afueras de Montevideo llamado Punta de Rieles, donde
íbamos a veces por el camino Maldonado... Como te digo: la
mayor ejercía y cobraba. La otra, no cobraba ni un cobre.
La mayor se ponía furiosa, la retaba, la insultaba... La
pobrecita decía: ¿Y qué querés que haga?,
si cuando les digo que me paguen se ponen a reír.
ERM: Es un buen cuento.
JCO: ¿Cuento? Llamá a testigos.
ERM: Bueno, los mejores cuentos son los
de testigos.
JCO: Toda la barra del café Metro
te puede servir de testigo. Por esa época, yo iba mucho al
café Metro, porque ahí era el punto de reunión
de los amigos, allá por la media noche. Yo trabajaba, y vivía
en Reuter prácticamente. Te estoy hablando de cuando empezó
la guerra, allá por el año 39. Y Reuter estaba al
lado del café Metro.
ERM: Sí, que estaba en una esquina
de la Plaza Libertad, cerca de donde está ahora la administración
de El País.
JCO: Ahí mismo. Bueno, yo me pasaba
la noche en el café. Me acuerdo que una noche llegué
a encontrarme con la melliza, la menor. No lo vas a creer pero fatalmente
ella perdía el último ómnibus, o tranvía.
Entonces tenía que quedarse acá. Tampoco podía
ir a un hotel. La única solución era pasarse la noche
en una casa de citas. Me acuerdo que era imposible la relación,
muy extraña. Y siempre pasaba lo mismo. Ella se quedaba conmigo,
o me seguía por los cafés. Una noche, por ejemplo,
estábamos en un restaurante que quedaba cerca del Tupi Nambá,
te hablo del viejo, es claro, y yo estaba metido en una discusión
con uno de la barra del Metro. Era sobre Joyce. Yo lo estaba defendiendo,
y alguien dijo que el Ulises era un mamarracho.
ERM: ¿Habían tomado ellos
la precaución de leerlo por lo menos? Entonces no estaba
traducido en español.
JCO: Yo lo había leído en
inglés, con ayuda. Y también había leído
la traducción francesa que es bellísima Los otros
no sé. Creo que sí, pero no sé. Eso no importa.
Lo que te quiero contar no es eso. Me acuerdo que la melliza menor,
o sea mi amor, estaba limpiando los anteojos, que eran suyos, mientras
yo discutía con los otros. Entonces, de pronto, tiró
los anteojos y dijo: "Ustedes, se callan, imbéciles;
ustedes qué saben de Ulises, qué saben de Onetti"
Eso es amor, sabés.
ERM: Eso es amor, y además sentido
común, porque seguramente era bien claro que tú sabías
más que los otros de lo que estaban hablando.
JCO: No, no es eso. Aunque talvez yo lo
había leído entero.
ERM: Y habías entendido de qué
se trataba.
JCO: No sé si lo había entendido.
Pero había sentido el conjunto de la cosa y la extensión
viva que todos esos no veían.
ERM: Este período que estás
evocando ahora, y que es el período en que tú estabas
escribiendo El pozo y trabajando como secretario de redacción
en la recién fundada Marcha; todo este período
¿aparece reflejado de alguna manera en la novela que estás
haciendo?
JCO: Claro, este período montevideano
aparece cuando el hombre logra escapar de la ciudad maldita. Entonces
lo vive. Mejor dicho: no lo vive, lo tiene dentro, y así
aparecen una cantidad de peripecias que yo viví, o de las
que fui testigo.
ERM: ¿Se puede preguntar en qué
terminó la melliza que se parecía a Loretta Young,
o es una indiscreción la pregunta?
JCO: Desapareció. Yo conseguí
que una amiga le consiguiera un puesto no de sirvienta, sino más
bien de compañía. Mi amiga tenía una casa muy
grande, frente a la Caja de Jubilaciones. Le había explicado
toda la historia, cómo llegué al punto de querer casarme
con la melliza como única solución para ella, y única
solución para mi conciencia. Aquel sufrimiento permanente
de estar hasta las doce o la una, todos los días, estar perdiendo
siempre el último tranvía o el ómnibus... Bueno,
se había arreglado todo para que yo le pagara el sueldo a
mi amiga y ella se lo diera a la melliza, que no se enteraba de
nada. Pero hubo una entrevista y parecía que la melliza estaba
muy contenta. Después, cuando salimos a la calle, la melliza
me dijo: "Para mí, es un truco. Te vas a la gran puta.
Ya me di cuenta cómo te mira esa mujer..." Yo creí
que había solucionado una existencia, ¿te das cuenta?
Por lo menos, le había encontrado un motivo para que no anduviera
yirando.
ERM: Y a propósito de esta melliza,
hace tiempo que quería preguntarte una cosa. Aunque hay muchas
mujeres en tu obra, no hay ninguna novela cuyo personaje central
sea una mujer. ¿Por qué?
JCO: Es cierto. No hay ninguna novela
mía cuyo personaje central sea una mujer pero en La vida
breve hay eso que llaman un monólogo interior pero donde
están respetuosamente puestos todos los puntos y comas, en
que una mujer está hablando de un hombre. Ahí se muestra
a la mujer por dentro, desde el punto de vista de ella.
ERM: A eso voy. Lo que se te plantea allí
es precisamente el problema del narrador hombre que trata de mostrar
al personaje mujer por dentro. Muchos escritores lo pueden hacer.
Otros lo intentan y fracasan, como Quiroga en Historia de un
amor turbio. Otros ni siquiera se toman el trabajo.
JCO: Para mí el mejor ejemplo es
el de Joyce. El monólogo final del Ulises, de Marion
Bloom, yo no sé qué fuerza de autenticidad tiene pero
confío muchísimo en que la tiene. ¿Hasta dónde
un hombre entiende a una mujer? ¿Hasta dónde una mujer
entiende a un macho? Además, una mujer entiende a un hombre
de una manera muy objetiva, lo digo muy en el sentido de pasión,
aparte del amor. A un hombre le debería importar una mujer
exclusivamente del punto de vista subjetivo, es decir, de su propio
punto de vista de hombre. No hablo de las excepciones. Y eso creo
que es lo que se ve en mi obra.
ERM: Sí, y en tu cuento de la melliza
menor. Pero ya que mencionas Ulises por segunda vez, se me
ocurre: ¿Nunca discutiste con alguna mujer el monólogo
de Marion Bloom? Es decir: si a ella le parecía o no el verdadero
monólogo interior de una mujer.
JCO: No, eso no, pero llegué a
una cosa muy divertida con una niña de Buenos Aires que me
pidió que le regalara el Ulises traducido. Entonces
yo le dije: Te lo regalo si voz me lees las cuarenta páginas
del monólogo a solas y en voz alta. Y ella me dijo: Claro
que sí. Pero creo que no había pasado de las diez
primeras páginas cuando se acabó la historia literaria.
ERM: Querés decir, como dijo Dante
primero que vos, que aquel día no leyeron más.
JCO: La anécdota termina ahí.
ERM: Entonces sigo por otro lado. No sé
si viste la película que hicieron sobre el Ulises.
Casi lo único bueno, a mi juicio, es el monólogo de
Molly. Ahí se oye a la actriz recitar fragmentos del monólogo.
Sólo entonces las imágenes adquieren cierto sentido.
Cuando están sostenidas en la prosa de Joyce.
JCO: Es que el texto tiene poesía.
Porque si vas a mirar bien no es nada más que el monólogo
interior de una pobre vieja, una infeliz que se acuerda cuando era
joven, y mezcla todas esas cosas, el clavel o la rosa, con la menstruación
y con los hombres que tuvo, o la tuvieron. Sin embargo, el tipo
salva todo eso y le emboca el tono justo.
ERM: Sí, es un poco lo que le pasaba
a Swift cuando se acordaba que su Stella también iba al cuarto
de baño y no precisamente a lavarse los dientes. Pero nos
hemos ido muy lejos de esta novela que estás escribiendo
ahora, y la culpa es mía. Así que vuelvo a preguntarte.
Todo eso del período del café Metro y la melliza menor
y la lectura de Joyce, etc., representa la parte montevideana de
antes...
JCO: Sí. Después está
el retorno a Santa María. Ya está todo montado pero
no quiero entrar en detalles. Me limito a contarte que el individuo,
después de un período en que él se cree en
libertad, o se siente libre, en Montevideo, está haciendo
diversas cosas, pinta, dibuja, crea; ese individuo entonces se viene
desesperado a Santa María. No hay nada que hacerle: es la
fatalidad. El no puede volverse a Santa María. No tiene permiso,
o pasaporte, o lo que vos quieras. Entonces el empeño del
hombre es buscar por todos los medios, en usar de todas las posibilidades,
para el retorno a Santa María, Bueno, pero hasta ahí
te cuento, y nada más.
LOS DOS ASTILLEROS
ERM: Me gustaría hablar un poco
ahora del ciclo entero de tus novelas, de la Saga de Santa María,
en general... Y a propósito: ¿el nombre de Santa María,
de dónde lo sacaste?
JCO: No sé.
ERM: Buenos Aires fue bautizada como Santa
María del Buen Aire. ¿Será por eso?
JCO: El origen puede ser ese.
ERM: Sin embargo, Santa María no
es Buenos Aires porque no es una gran ciudad, y además los
personajes a veces van desde Buenos Aires a Santa María (como
en La vida breve) o regresan desde Santa María a Buenos
Aires (como en Para una tumba sin nombre). Así que
es otra ciudad. Es más bien un pueblo.
JCO: No sé por qué te tomás
tanto trabajo.
ERM: A mí se me ocurrió
decir una vez que Santa María era una ciudad compuesta, ya
que tiene toques de otras ciudades del Río de la Plata, de
Colonia en el Uruguay, por ejemplo, y tal vez de Rosario.
JCO: Talvez. Pero todo eso no me importa.
ERM: Bueno, dejemos la topografía
entonces. De todas maneras, mi pregunta inicial iba a otro lado.
Lo que me gustaría conversar contigo es sobre el ciclo entero:
Cómo empezó a formarse en tu cabeza, cómo surgió,
etc. Es decir: repasar las novelas principales no del punto de vista
del crítico, que eso ya se ha hecho y se sigue haciendo cada
vez más, sino desde tu punto de vista.
JCO: Desde mi punto de vista, no sé.
Son de esas cosas que pasan fatalmente. Para mí es inexplicable.
Se estaba formando dentro de mí sin que yo me diera cuenta.
Me acuerdo que estaba en Buenos Aires, viviendo en la calle Independencia
858, y un día que me iba a mi trabajo y mientras caminaba
por el corredor de mi apartamento, me cayó así, del
cielo, La vida breve. Y la vi. Me puse a escribirla desesperadamente.
ERM: ¿Eso era en qué año?
JCO: Sería dos años antes
de publicarla, por el 48. A tal punto vi el asunto, fue tan poco
deliberado, que no sé realmente por qué diablo fue
así. Pero ya estaba allí el final de Larsen como aspirante
al prostíbulo ideal, el prostíbulo perfecto de Santa
María. Sólo cien años después lo escribí
en Juntacadáveres.
ERM: ¿Eso fue lo primero que pensaste
o viste?
JCO: No, no. Fue una cosa de visión.
Yo veía la despedida de Larsen, el adiós de Larsen.
Te digo que fue como una cosa extraña, porque en el momento
de la visión, de ver esa extraña despedida de Larsen
con la policía al lado, yo no pensaba escribirlo. No pensaba
escribir entonces Juntacadáveres, y por consiguientes
no pensaba tampoco escribir El astillero. Llevar la explicación
por el lado del cine sería lo más comprensible: es
como una cosa que no sabés el sentido pero que te gustaría
filmarla, porque algún sentido tiene, ¿no? Lo mismo
me pasó, aunque en otro plano, con El astillero. Yo
estaba escribiendo Juntacadáveres y la llevaba más
que mediada, cuando de pronto, por unas de esas (uno puede tener
sus cosas detestables), hice una visita a un astillero que existía
en Buenos Aires. En realidad, eran dos: uno está en el Dock
Sur, y el otro está en la ciudad de Rosario.
ERM: Que es casualmente la ciudad donde
muere al fin Larsen.
JCO: Exacto. Yo conocía al astillero
del Dock Sur, y conocía a uno de los innumerables gerentes
del otro astillero, el del Rosario. Era empresa que había
ahecho el señor Du Petrie y que llegó a tal punto
que había una línea de ferrocarril exclusivamente
para el astillero de Rosario. Pero te quería hablar del otro
astillero, el del Dock Sur. La empresa estaba en quiebra. Allí
conocí al señor de Fleitas, un viejito duro, bien
vestido, muy convencido de que iban a ganar el pleito. Aunque luego
no se pudo cumplir con los compromisos y hubo que rematarlo todo.
Pero cuando lo conocí, estaba aguantando a los acreedores
y los embargos, muy convencido. Fui al astillero acompañado
de uno de los gerentes, uno de esos hombres que viven en el reino
de su propia ilusión.
ERM: Es decir, que en Du Petrie tenías
ya a Petrus, y en el señor de Fleitas tenías a alguno
de los empleados de tu astillero, el de la novela.
JCO: Sí, pero hay más. Misteriosamente
Du Petrie mantenía todo como si el astillero siguiera funcionando.
Todo estaba sellado por el juez, inmunizado por la justicia. No
se podía sacar ni poner nada. Pero él había
conseguido una llave y entraba. Tenía su oficina, una oficina
fabulosa, en plena calle Florida.
ERM: ¿En Rosario o en Buenos Aires?
JCO: No, en Buenos Aires. Todo esto que
te cuento pasó en Buenos Aires; el astillero de Rosario era
sólo parte de la empresa. Pero el valor sólo del terreno
del astillero era fabuloso. En la oficina de la calle Florida estaba
todo abandonado; una mugre, un polvo espantoso. Había una
de esas mesas de directorio, de madera de petiribí, una maravilla.
Me acuerdo que fui a verla por invitación de un nuevo socio
que conocí, uno de los gerentes. No te lo nombro porque es
el padre de un amigo, persona muy conocida. Ese hombre me invitó
un día a ir al astillero del Dock sur. Toda aquella riqueza
de material no sé si conseguí describirla bien en
El astillero, pero toda aquella riqueza tirada. Había
unos remos que estaban hechos con una madera que sólo en
la India se consigue. Los usaban para las canoas. Yo tuve uno varios
meses en mi departamento, después se lo regalé a uno
que remaba de veras. Y allí también había un
boliche que debe estar también en la novela. Me acuerdo que
era un galpón con techo de zinc, y en una de las vigas había
un letrero que decía textualmente: "Prohibido el porte
y el uso de armas." Genial. Fijate que todos los sábados
aquello era de a puñaladas y a tiros. Pero si ya ponés
"Prohibido el porte de armas", ¿para qué
vas a poner el uso también?
ERM: Es un poco como ciertos avisos que
se encuentran en los ascensores franceses y que advierten que no
se debe abrir la puerta del ascensor cuando éste está
en movimiento, y aclaran: "si hay puerta".
JCO: Como te decía: era cierto
el bailongo ese del porte de armas, como era cierto el astillero,
y los gerentes, y el dueño que se imaginaba que todo se iba
a arreglar. Desgraciadamente, nada de eso es una creación.
Todo estaba allí. Estaba pudriéndose, se estaba agujereando,
deshaciendo. A mí lo que me importaba de esa historia, era
la nueva visión y la nueva derrota. Por eso, aparece Larsen.
ERM: Era lo que te iba a decir. Todo estaba
inventado, el astillero, los gerentes, el dueño, pero no
estaba inventado Larsen. Y eso es precisamente lo que importa.
JCO: Claro, personalmente, la cosa para
mí era al revés. Porque para mí lo primero
era Larsen, y aquella visión que tuve y ya te conté.
Para mí, Larsen existe. Lo veo como un individuo que hace
un gesto cuya fuerza es notable porque no se puede creer en él.
No sé si me explico. El trata de fabricar su redención
por medio de una nueva esperanza. Después de haber fracasado
con el prostíbulo vuelve a Santa María a triunfar
en otra cosa. Entonces acepta el juego del astillero arruinado,
acepta el absurdo. Acepta el sueño de Petrus. No se puede
saber por qué Larsen es así en este período.
Y por qué tiene la ambición absurda de casarse con
el dueño de astillero...
ERM: Dirás, con la hija del dueño...
JCO: Y, había tantas obras sobre
temas homosexuales en el concurso de novelas de Primera Plana,
que me equivoco.
ERM: Te contagiaste.
JCO: No tanto. Bueno, Larsen quería
casarse con la hija de Petrus. Tampoco el casamiento era para formar
un hogar. Era más bien la realización de un status
económico. Aunque él sabe que el astillero es una
ruina que no tiene solución. Y la cosa se convierte, por
eso, en una cosa de status moral, espiritual, digamos. Pone
en juicio al juego mismo. Y todo termina sórdidamente: en
ese entrevero con la sirvienta de la hija, no con la hija misma,
con esa sirvienta achinada de provincia, que lo lleva a la casa
pero a las habitaciones del subsuelo, a las habitaciones de sirvienta,
con la foto de Carlitos Gardel y la Virgencita del Luján.
Es decir: que al final lo único que consigue Larsen es volver
a ser lo que era: el mismo Larsen de antes, el Larsen porteño
que fue.
ERM: El macró de ciudad,
que aparece en Tierra de nadie, en 1941.
JCO: Sí, se me apareció
allá, tenés razón.
ERM: Ahora, precisamente, siempre me ha
intrigado un poco el hecho de que Larsen, a lo largo de tu obra,
fuera creciendo de una manera que no hacía prever para nada
el Larsen de la primera aparición en 1941. Ni siquiera el
Larsen de La vida breve.
JCO: Lo que pasa es que para mí,
durante un tiempo, Larsen era sólo Larsen. No había
llegado a la categoría de Juntacadáveres. Es
decir: al principio era sólo un macró porteño,
un tipo que explotaba mujeres en el ambiente, y nada más.
Es un tipo convencional, mucho más despreciable, mucho más
en decadencia. Pero un día, así repentinamente, se
me ocurrió que este Larsen, este macró, tiene una
ambición: el prostíbulo perfecto, y se pone a juntar
mujeres (cadáveres, si querés) para realizar su sueño,
y se las lleva a Santa María...
ERM: Me estás contando Juntacadáveres.
JCO: Esa te la puedo contar. Ya la escribí.
Pero me preguntabas por la diferencia entre el Larsen del principio
y el Larsen (Juntacadáveres) de ahora. Está ahí:
un día sentí, porque lo sentí, que el individuo,
el tipo, el coso, como quieras, tiene su porcentaje de fe, y su
porcentaje de desinterés, o por lo menos un desinterés
inmediato. El individuo ese, Larsen, Junta Larsen, es un artista.
Claro que el concepto me salió muy entreverado.
ERM: No creo que esté nada entreverado.
Al contrario, y te puedo decir más. Creo que yo entreví
este concepto (aunque no aplicado a Larsen) cuando hice una crítica
bastante detallada de La vida breve en el año 1951.
Allí buscaba señalar los distintos planos de interpretación
de la novela y cuando llegaba al plano final, en que hay una interpretación
precisamente del artista como creador que es paralelo al otro creador,
a Dios, me pareció que estaba dando una clave importante
para descifrar toda su obra.
JCO: Si vos lo decís. Esas son
opiniones de crítico y tengo que respetarlas y callarme la
boca.
ERM: Sí, pero te callas la boca
riéndote.
JCO: Mirá, en lo que me corresponde
a mí como reporteado, te digo que sentí bruscamente
a Larsen como a un artista. Es decir: Larsen no iba exclusivamente
en busca de dinero como macró, cuando puso ese prostíbulo.
Sino que tenía un sueño del prostíbulo propio
y de la mujer perfecta para cada individuo. Era muy complicado,
demasiado complicado, entonces nunca pudo realizarlo del todo. Lo
que hizo fue una caricatura. Pero como el mundo está lleno
de fracasados...
ERM: Vuelvo un poco atrás. Uno
de los problemas que se le planteó al lector de tu obra cuando
ibas publicando cada uno de los volúmenes de la Saga de Santa
María por separado, es precisamente el problema que El
astillero se publicase antes que Juntacadáveres
(tres años antes, en el 1961), aunque la historia que cuenta
ocurre varios años después.
JCO: Creo que eso te lo expliqué
hace un rato.
ERM: Empezaste a explicarlo.
JCO: Bueno, te decía que yo llevaba
mediado Juntacadáveres, cuando tuve la visión
del derrumbamiento, de la decadencia de Larsen.
ERM: Entonces, ¿interrumpiste la
obra?
JCO: La interrumpí para escribir
El astillero, y sólo cuando terminé con ésta
volví a Juntacadáveres. Creo que eso le hizo
daño a esta novela. No sé, no la he vuelto a leer.
No he vuelto a leer nada mío, salvo cuando tengo que buscar
un dato para la novela que estoy escribiendo, si necesito alguna
documentación para no perderme.
ERM: ¿No tenés fichas, genealogías,
planos, nada?
JCO: No tengo nada. En un tiempo tenía
un plano de Santa María, pero como era más grande
que yo, entonces lo rompí.
ERM: A propósito de esto, tengo
la sensación (que no está documentada porque mis ejemplares
de tus libros están encajonados y fuera de consulta) de que
Larsen cambia de tamaño, y hasta de peso y de apariencia
física en las novelas.
JCO: No te entiendo.
ERM: Sí, a veces aparece más
gordito y chiquito, otras más flaco y espigado. Talvez sea
una impresión mía, subjetiva, influencia talvez del
estilo o tono de cada novela.
JCO: Puede ser. Aunque mi impresión
es que en Juntacadáveres todavía está
fuerte y poderoso, eso que llamamos pesado, pisando fuerte. En El
astillero está la desgracia, la decadencia de Larsen.
Ahora es claro: que acepto como un fracasado sólo al de El
astillero. Lo que pasa, se me ocurre, es que como terminé
de escribir Juntacadáveres después de El
astillero, la terminé de escribir sabiéndolo decadente,
ya lo sabía anciano y liquidado. Entonces sí, es posible
que dentro de Juntacadáveres, Larsen pierda peso.
ERM: Yo diría que si no pierde
peso literalmente, lo pierde en otro sentido. Hay una diferencia
de tono muy grande entre la primera parte de la novela, que es cómica,
y tiene un empuje irónico, satírico, y la segunda
parte en que se anuncia ya el tono fúnebre de El astillero.
Lo que pasa es que ese cambio se puede explicar no sólo por
el hecho de que la segunda parte fue escrita después de El
astillero, sino porque hay también un cambio en la situación
de la novela. El chiste del prostíbulo ya no es un chiste
al final. Entonces, el cambio se justifica no sólo por los
azares de la composición de ambos libros sino por el sentido
mismo de la obra.
JCO: No sé, yo no te puedo decir
si es por esos motivos, o por otros. Lo que sí te puedo decir
es que otros críticos han tenido otras opiniones.
ERM: ¿Qué querés
decir?
JCO: Han llegado a decir que en Juntacadáveres
los personajes se mueven de manera no explícita, que se termina
la novela sin saber cuál es el destino de ellos, etc.
ERM: Con esa objeción también
se podría atacar al Ulises. Leyéndolo no se
sabe qué va a pasar al día siguiente, el 17 de junio
de 1904. El argumento me parece idiota. Y además injusto,
porque lo más interesante de Juntacadáveres
es que es precisamente un libro que está abierto hacia otras
novelas tuyas. Porque se continúa no sólo en El
astillero, cerrando el destino de Larsen, sino en Para una
tumba sin nombre, siguiéndole la pista a Jorge Malabia,
y también en la novela que ahora estás escribiendo,
por lo que me contás. Pero lo que yo quería discutir
era otra cosa: para mí hay dos puntos de vista sobre Juntacadáveres.
Uno es precisamente del lector que sabe que forma parte de un ciclo
y que puede entender perfectamente que la novela continúa
su desarrollo narrativo en otras. Pero está, además,
el punto de vista del lector que no sabe o no le interesa esto y
que se concentra en lo que la novela sí cuenta: la historia
del prostíbulo, historia que tiene principio, medio y fin,
y que es muy pero muy clarita.
JCO: A ese lector no le importa más
que la novela. Y los otros, las personas que han seguido mi obra,
que me conocen desde hace años, saben que mañana,
a lo mejor, resucito un chivo enterrado donde se me ocurra, y donde
me dé la gana...
ERM: Y tenés todo el derecho del
mundo. Si enterraste al chivo en Para una tumba sin nombre,
podés desenterrarlo donde quieras. A eso iba. Yo te diría
más: El astillero se presta más a ese tipo
de crítica que tú citabas, y que obviamente te tienen
con la sangre en el ojo. Porque en esa novela los antecedentes de
Larsen resultan más bien misteriosos, y sin haber leído
Juntacadáveres, no se sabe de qué derrota se
quiere vengar Larsen. Los antecedentes del personaje son totalmente
desconocidos para el lector de esa única novela.
JCO: Claro, claro. Pero eso es lo que
yo quiero; que se pregunten: ¿Quién es Larsen? ¿Por
qué lo llaman Juntacadáveres? ¿Qué es
el astillero?
ERM: Sí, pero el lector que se
hace estas preguntas no tiene por qué pedir al autor que
se las conteste con la biografía del personaje. Hay otra
lectura posible de la novela, en que las respuestas a esas preguntas
(y no a la biografía de Larsen, o del fundador del Astillero,
o de quien sea) están en la novela misma, y son respuestas
de otro tipo: respuestas existenciales, digamos. Por eso, la obra
puede ser leída de dos maneras completas: como obra que forma
parte de un ciclo, y como obra completamente independiente. Desde
este punto de vista es tan legítimo decir que El astillero
no se puede entender si no conocés todas las obras del ciclo,
como decir que se puede entender perfectamente por sí sola.
Es más: me parece que se podría sostener sin dificultad
que El astillero ofrece un mundo cerrado, totalmente coherente
y completo en sí mismo.
JCO: Además de que el argumento
de que la obra no se entiende del todo o es incompleta, se puede
aplicar a muchas obras y muchos autores. En Balzac hay miles de
ejemplos de personajes que aparecen un momento en una obra y apenas
si uno tiene tiempo de conocerlos, y después resulta que
son protagonistas de otras novelas importantes. Y lo mismo te podría
decir de Faulkner. No hay obligación de que el autor tenga
que escribir una obra completa sobre cada personaje, una obra cerrada,
una obra perfecta.
ERM: También hay que tener en cuenta
que ese desarrollo de un personaje a través de varias novelas,
ofrece otro interés al lector: el ver el ciclo novelesco
con una gran perspectiva. Así, por ejemplo, cuando vos presentás
a Larsen a través de las varias novelas le das al lector
la oportunidad de ir descubriendo a un personaje y desde ángulos
a veces muy distintos. En Tierra de nadie, Larsen aparece
con sus caracteres así más sórdidos, pero a
través de todas las novelas, leyéndolas no en el orden
de publicación, sino en el de la historia misma, vemos que
el personaje empieza a espiritualizarse, a trascendentalizarse casi,
y en El astillero ya se le ve con una dimensión superior
a la que hubiera podido imaginarse al conocer al personaje en la
primer novela
JCO: Estoy totalmente de acuerdo. Rememorando
al Larsen de las primeras obras, hay que verlo como un personaje
totalmente cursi, un pobre desgraciado, un pobre diablo. Por el
ejercicio de la voluntad, que el tipo ejerce o contra la que surge,
se va espiritualizando. Es decir: en esos años en que el
tipo se pasa llevando los libros de contabilidad del Astillero es
para esconder que es, que ha sido, un cafisho, un explotador
de mujeres, toda su vida. Buenos, todo eso es para mí, al
menos. No sé qué puede pensar el lector, o un crítico.
Creo que es al crítico al que le toca en realidad discutir
el personaje desde el punto de vista del espiritualismo, o aún
del misticismo.
ERM: Siguiendo un poco por este camino,
te digo que al final lo veo casi como una figura de Cristo. No sé
si son palabras que te parecen demasiado fuertes.
JCO: No tanto, no.
ERM: No digamos un Cristo, así
entero sino un personaje con una parte de Cristo; una víctima
expiatoria, un chivo emisario. Es decir: hay toda una parte de la
tragedia final de Larsen en El astillero que muestra un sentido
profundo de la expiación, y no sólo la expiación
por los pecados propios. Al asumir Larsen la gerencia del Astillero,
asume la culpa entera de la empresa. Es decir: de todos.
JCO: Sí, eso puede ser, porque
hay un fondo cristiano mío. En el sentido de una cosa ideal
que está allí. No como una cosa deliberada, es claro.
ERM: Sí, no tenés nada de
Graham Greene, por suerte, ni tus novelas son "edificantes",
en este sentido, ni tampoco deliberadamente alegóricas, aunque
puedan leerse como alegorías.
JCO: No, no podría hacer eso, ni
aunque quisiera. ¿Conocés el chiste viejo del tipo
que le preguntaron qué mensaje tenía su novela? Les
contestó: Si necesita un mensaje use la Western Union. Es
decir: yo no puedo concebir a un individuo que se sienta a escribir
para transmitir un mensaje en una novela. Sí concibo, y lo
concibo porque yo mismo lo he hecho alguna vez, que uno se siente
a escribir algo semejante a un ensayo, o un artículo periodístico
para dar un mensaje. Pero en una novela, no. En la novela están
Tata Dios y Onetti, y nada más.
ERM: Volviendo a Larsen y a El astillero,
no sé si sabés que esta novela fue interpretada por
el crítico inglés David Gallagher, en el New York
Times, como una alegoría de la decadencia actual del
Uruguay. Como además la novela está dedicada a Luis
Batlle, talvez sería posible atar esas dos moscas por el
rabo y sacar algunas conclusiones. ¿Qué te parece?
JCO: Mirá, en primer lugar, Luis
Batlle era mi amigo y por eso le dediqué el libro. Como he
dedicado otros libros a otros amigos. Además, Batlle era
un gran hombre, una gran persona. Ahí tenés su retrato.
Miralo. Era como un niño. En cuanto a lo de si El astillero
es o no una alegoría, ya te dije que no me interesa ese tipo
de novela. No hay alegoría de ninguna decadencia. Hay una
decadencia real, la del astillero, la de Larsen.
ERM: De acuerdo, y además sé
que te enojaste mucho cuando el editor de la segunda edición
de El astillero suprimió por su cuenta la dedicatoria
a Luis Batlle. Pero yo iba a otra cosa. La lectura de Gallagher
es una lectura de crítico, y puede ser legítima. En
ese sentido, yo sugería ir más lejos y establecer
ese paralelo (no directo, sino alegórico) entre el esfuerzo
de Larsen por salvar el astillero y salvarse, y el de Luis Batlle
por salvar el Uruguay y la herencia del viejo Batlle, y su propia
carrera. Creo que es más linda esa interpretación,
aunque a ti no te guste.
JCO: No es que no me guste, entendeme.
Es que para mí Luis Batlle es un gran amigo, y Larsen es
un personaje imaginario que yo vi, completo, en un solo gesto definitorio,
un día de 1948. Ya te lo conté. Así que no
puedo ver la relación. Pero no importa.
EL LENGUAJE DE LA NUEVA NOVELA
ERM: Mirá, para agarrar las cosas
por otro lado, hay algo que hace siglos quería preguntarte
y es el problema de significación que plantea precisamente
una de tus novelas más importantes, La vida breve.
Allí tú partís de una narración de tipo
realista, muy en el estilo de tus novelas anteriores, El pozo,
Tierra de nadie, Para esta noche, pero de pronto el
personaje central, Brausen, se empieza a imaginar un mundo distinto
al real, que él llama Santa María, hasta que al final
de la novela se escapa de su mundo real para ir a vivir en el mundo
imaginario. Es decir: todo eso parece un poco Borges, o Bioy Casares.
JCO: Sí, pero las cosas son distintas.
En primer lugar, en todo el comienzo de la novela Brausen hace algo
muy corriente: se imagina a sí mismo en otra vida. Todo el
mundo que yo conozco practica, consciente o inconscientemente, lo
que se llama el "bovarismo" desde hace mucho tiempo. La
vida imaginada. Hay gente ahora, por ejemplo, que quisiera ser Leonardo
Favio, o ese animal que canta por la radio...
ERM: ¿Qué animal?
JCO: Ese, Palito Ortega. Te das cuenta
que lo que le pasa a Brausen al principio es lo que le pasa a todo
el mundo. Cuando empieza a imaginarse Santa María, y se pone
a componer mentalmente un folletón, o un guión de
cine, para ganarse la vida, para subsistir, lo único que
Brausen realmente quiere, el único deseo de él, es
salirse de su vida, ser otro. Ni siquiera busca ser otro mejor,
más importante, más rico, o más inteligente.
No: lo que él quiere es ser otro, simplemente. Como la Bovary.
ERM: Está bien. Eso explica el
punto de partida de la novela. Y además está bastante
claro en el libro mismo, porque Brausen empieza a vivir como cafisho
en el apartamento de al lado, así como la Bovary empieza
a tener amantes, como las heroínas de las novelas románticas.
Pero después, cuando Brausen se escapa de Buenos Aires (real)
y se va a dar a Santa María (imaginaria), ¿cómo
hacés para marcar la transición, cómo llevás
a Brausen hasta entrar en Santa María?
JCO: Bueno, Brausen simplemente se imagina
a Santa María. Creo que eso ya es bastante. Cuando él
se imaginó Santa María, cuando él descubrió
que era un mundo posible, ya pudo entrar. En fin, lo que yo te quería
decir es esto: el individuo ese, Brausen, no tiene ningún
tipo fijo de aspiración. Y de pronto se encuentra con el
milagro ese de que escribir es como ser Dios. Vos podés escribir
dos paginitas, por ejemplo, y empezar: "Juan López,
de Tacuarembó, se levantó a las seis de la mañana
un día del año 1964", y entonces si a vos se
te ocurre, digo si a Brausen se le ocurre, podía haber puesto
también Cuareim en vez de Tacuarembó y Pérez
en lugar de López, y 1920 en vez de 1964. Bueno, entonces
el pobre individuo ese, Brausen digo, puede tener la sensación
de ser como una espada, y la espada es la palabra de Dios. Y todo
lo que escribe es fácil y mentirosamente definitorio. O dicho
de una manera más simple: el individuo ese tiene un poder.
Tiene un poder de decir una palabra, poner un adjetivo, modificar
un destino. Eso le pasa a un pobre desgraciado como Brausen, hasta
que descubre su poder, y entonces lo usa para entrar él mismo
en su mundo imaginario.
ERM: Bueno, hay un problema estético
ahí, que tú estás tratando a tu manera pero
que a mí me gustaría tratar en forma un poco más
obvia. Es precisamente el problema del creador del personaje. Veamos
por partes. Lo que primero crea Brausen es otro personaje para vivirlo
él mismo. Se va a vivir con la Queca al apartamento de al
lado, y se convierte en macró, él que había
sido siempre hombre de una sola mujer, su legítima, y que
había vivido en el orden, y del buen lado de la ley. La segunda
etapa es la creación del mundo imaginario de Santa María,
con sus personajes bien definidos y con su historia propia. O sea:
la primera creación corresponde a lo que tú llamas
el "bovarismo" que todos tenemos en potencia y que la
Bovary, y Brausen, convierten en realidad. Pero la segunda etapa
implica una metamorfosis mucho más radical y que no todos
pueden realizar: es aquí que interviene la capacidad de creación
no ya de un personaje, una persona o máscara, sino
de un mundo. Aquí Brausen está actuando como creador
novelesco. Está actuando como Onetti, digamos. Y aquí
es donde aparece el parecido con Borges o Bioy, porque en ellos
también los personajes crean mundos imaginarios en los que
acaban por interpolase, como es el caso del asceta soñado
por otro en "Las ruinas circulares", o el protagonista
de La invención de Morel.
JCO: Bueno, vos sabés que no sos
el primero que ha establecido esta relación con Borges. Hay
un crítico un poco áspero, y a lo mejor lo conocés,
se llama Cotelo, que siempre que escribe sobre un libro del suscripto
lo califica de "solipsista", frase que también
siempre se aplica a Borges.
ERM: Me permitís una aclaración:
la vinculación entre La vida breve y la obra de Borges
la establecí por primera vez en un artículo de la
revista Número, en el año 1951. Creo que por
esa época, Cotelo leía a Micky Mouse.
JCO: ¿Sos tan viejo, che? En fin.
Como te decía: otros críticos han hablado del asunto,
y francamente lo de solipsista creo que es un disparate, porque
como dijo Darío, ¿quién que es no es solipsista?
Te das cuenta: lo del solipsismo es lo más viejo del mundo.
ERM: Sí, vos querés decir
que no podemos salirnos de nuestro yo, que esa es nuestra fatalidad,
aunque el viejito Berkeley quería decir otra cosa más
técnica con eso del solipsismo. Y Borges también.
Pero talvez lo que Cotelo quiere decir, si quiere decir algo, es
que por tu solipsismo (el tuyo, a tu manera) tú te acercas
a otro escritor solipsista, es decir, a Borges.
JCO: No sé. Lo que te puedo decir
a esta altura de la noche es que en un tiempo feliz y remoto, yo
opiné sobre los cuentos de Borges, con gran indignación
de tu amiga A. B., que parecían una traducción de
Bartleby, aquel cuento de Melville, ¿te acordás?
Eso produjo naturalmente una gran indignación. Ahora, a mí,
personalmente, me importa un corno de dónde haya sacado Borges
sus cuentos: si los ha sacado de Melville, o de Marx. A mí
lo que me importa es el talento literario de Borges. Y por eso,
cuando me hablan de él en relación con mi obra, yo
me pregunto: poné ahí una serie de cuentos de Borges,
y luego poné los relatos de ese individuo de la Saga de Santa
María, ¿cómo se llama?, y mirá qué
pasa. Vos como crítico, encontrame la comparancia.
ERM: Mirá, yo como crítico,
te diré que la "comparancia" sólo se puede
hacer en el plano de aceptar que los dos son escritores admirables.
JCO: Sí, está bien, eso
en el sobreentendido que sos mi amigo, pero como crítico,
¿qué dirías?
ERM: Ya te dije, no seas pesado: como
crítico hay que partir del gran talento de ambos, y después
empezar a ver cómo hace cada uno de ustedes, porque yo incluirá
también a Bioy Casares en la comparación, cómo
hace para contar, cómo maneja el lenguaje para hacerle transmitir
cosas profundas...
JCO: Ya apareció el lenguaje...
ERM: ¿Qué tiene de malo
que aparezca el lenguaje? Siempre se va a terminar en el lenguaje,
por donde empieza todo.
JCO: Mirá, lo que yo veo es terrorífico.
Terrorífico el mal que hace, por ejemplo, Cortázar,
o por ejemplo, Sarduy, o por ejemplo Rodríguez Monegal, así
por afincarse en el lenguaje como en la piedra angular de la novela.
Mirá, cuando estuve en Venezuela hace dos años me
dijeron que en una conferencia vos habías dicho allí
que el personaje de la novela del futuro iba a ser el lenguaje.
Y como me preguntaron si yo estaba de acuerdo o no con eso, les
contesté que no totalmente, que creía que la novela
del futuro debe tener como personaje al punto y coma. Claro, mi
contestación era un malentendido, o una broma.
ERM: No es siquiera una broma. Nunca dije
eso aunque sí dije, y anda escrito por ahí, que el
lenguaje es el tema de la nueva novela, y es su realidad única,
lo que es una cosa muy distinta. Lo que pasa siempre es que es más
fácil no entender lo que uno dice, aunque uno se tome el
trabajo de escribirlo y publicarlo.
JCO: De todas maneras, estoy de acuerdo
contigo, y con Cortázar y con Sarduy y tuti quanti,
que el medio de expresión del escritor es el lenguaje. Pero
el lenguaje es también el medio de expresión de un
tipo que está en el boliche y se pelea con otro, porque Peñarol
perdió con Nacional, o viceversa. Entonces, para mí,
el lenguaje no es una cosa exclusiva del escritor. Para volver a
citar a Borges, un día leí que había dicho
en algún lado que su mayor ambición literaria era
escribir una frase que pasara a ser de todos, que se convirtiera
en expresión anónima.
ERM: Eso se relaciona con lo que decía
Mallarmé, que el poeta tomaba el lenguaje de la tribu y le
daba una nueva expresión. Para volver a tu ejemplo de los
borrachos en el café. Es claro que ellos están usando
el lenguaje que es de todos. Pero la diferencia con el escritor,
es decir contigo, es que ellos lo usan para expresarse directamente,
en tanto que tú lo usas para crear un mundo análogo
al real, paralelo, pero otro.
JCO: Sí, pero el tipo que está
contando una historia, aunque sea una historia que le ha pasado
a él, usa también el lenguaje en un sentido creador.
El tipo que te dice: "Tuve que llevar al nene de urgencia al
hospital, le dieron inyecciones, luego lo llevé a casa, mejora,
ahora la patrona lo está atendiendo, mande otra vuelta de
grapa." Ese tipo está contando su historia con lenguaje
creador. ¿En qué momento, señor crítico
Monegal, en qué momento de su historia el lenguaje llega
a ser creador?
ERM: En el sentido en que estás
tú hablando, el lenguaje es siempre creador. El señor
que cuenta la historia del nene y del hospital y la patrona es un
creador en la medida en que está contando todo de acuerdo
con ciertos procedimientos narrativos, que corresponden en su mayoría
a la narración oral, aunque pueda haber elementos de narración
escrita. Esos procedimientos los aprendió desde su nacimiento:
en su casa, primero, luego en la escuela, más tarde leyendo
el diario, o yendo al cine, escuchando la radio, mirando la televisión,
conversando con sus amigos en el café, en la cama con su
mujer, etc. El está usando, sin saberlo conscientemente,
determinadas fórmulas, está usando la narración
en primera persona, el narrador como testigo o actor, está
usando el diálogo (como cuando dice: "mande otra vuelta
de grapa", al mozo), está usando imágenes, símiles
o metáforas, muchas de las cuales ya pertenecen al lenguaje
y sólo por medio del análisis se descubre su valor
simbólico. ¿Te das cuenta, entre paréntesis,
de que en la palabra "testigo" está la metáfora
de "testículo"? O sea, que el personaje de tu historia
(porque vos sos el narrador de esa historia, ¿de acuerdo?),
está usando el lenguaje en sentido creador. Aunque él
no lo sepa. Le pasa lo que a Monsieur Jourdain. Ahora, la diferencia
entre tu personaje y vos es que él está usando un
lenguaje ya creado por otros, más o menos estratificado,
que él sigue en sus líneas generales, sin aportar
casi nada nuevo. Y vos cuando lo hacés hablar a él,
no hacés lo mismo: hablas de "la patrona", en vez
de decir: "mi mujer", como vos dirías si estuvieras
contando la historia en tu propio nombre. De manera que ahí
está la diferencia. Cuando vos le hacés decir a él,
"la patrona", vos estás usando conscientemente
un recurso estilístico que él usa inconscientemente.
Por ahí pasa la línea divisoria. Por ahí empieza
la literatura.
JCO: Me atropellaste tan rápido
que me hiciste perder el hilo de lo que yo te quería decir.
Ahora me acuerdo. Lo que vos decís no explica a un escritor
como El Hachero, que escribe como hablan sus personajes. O como
Peloduro. Fijate que ellos usan el mismo lenguaje que yo...
ERM: No es cierto. Cuando se refiere uno
al lenguaje de un escritor, hay que distinguir entre el lenguaje
común, que es de todos, y el lenguaje de él. Los lingüistas
establece la diferencia entre lenguaje (de todos) y habla
(del escritor). Habría que establecer entonces una serie.
Tu personaje del boliche usa el lenguaje común de su clase
y su lugar; El Hachero, o Peloduro, o tú, cuando los imitas
como en esta anécdota del niño enfermo, usan el lenguaje
común, pero conscientemente, con una función levemente
(o fuertememte) paródica; Borges, o tú, cuando escribís
como Juan Carlos Onetti, usan una habla propia. De manera que si
hablamos del lenguaje en la nueva novela, tanto Cortázar,
como Sarduy, como yo, hablamos de todo eso que es la suma del habla
de cada uno de los escritores principales, lo que compone un "lenguaje"
de la novela latinoamericana de hoy. En ese sentido, tú no
sólo tenés un habla particular tuya como escritor,
sino que eres uno de los maestros del lenguaje de la nueva novela.
O sea que tenemos dos ideas complementarias pero distintas: la del
lenguaje como sistema total de un idioma, que corresponde analizar
a los lingüistas, y la del lenguaje como sistema particular
de un escritor, o de un género entero, que corresponde a
los críticos literarios.
JCO: Es muy complicado todo eso.
ERM: Al contrario: son las mismas cosas
de siempre pero dichas de una manera más precisa.
JCO: Puede ser, pero lo que yo quería
decirte era otra cosa. Hace pocos días, como vos sabés,
actué en Buenos Aires como jurado en el concurso de novela
Sudamericana-Primera Plana. Había una novela que, para mi
gusto atrasado, estaba admirablemente escrita pero era una cosa
así como la obra de Juan Montalvo, sólo que estos
no eran los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes,
sino que eran fragmentos que se le olvidaron a Cortázar.
Y estaban magníficamente escritos, así, con la misma
relación de Montalvo con Cervantes como la de este escritor
desconocido para mí, Néstor Sánchez, con Cortázar.
Era como un juego literario, igual al que se le había ocurrido
realizar a Montalvo. Y Sánchez lo hizo muy bien. Pero me
parece que en este caso Cortázar, por lo menos en Rayuela
(y estamos hablando de Rayuela, es claro), tenía una
línea más o menos confusa, o más o menos trampeada,
pero que era su línea, de él. Entonces ese otro chico,
¿qué hace? Escribe páginas que podría
haber escrito Cortázar, que están muy bien y todo,
pero la pregunta es ¿para qué?
ERM: La verdad es que me parece que sos
un poco injusto con Néstor Sánchez que en sus novelas
hace algo más que fragmentos de Cortázar. Incluso
creo que va más lejos que Cortázar, y que muchos otros,
en componer fragmentos propios. Lo que Néstor Sánchez
hace en Nosotros dos, y sobre todo en Siberia Blues,
tiene no sólo que ver con Cortázar sino con la música
del tango y, también, aunque parezca incoherente, con la
L'anée dernière à Marienbad. Él
compone secuencias verbales que se unen por medios no convencionales:
yuxtaposición y contraste de series que no tienen nada que
ver entre sí, brusco salto de una secuencia a otra, serialización
de las imágenes, efectos todos que son archiconocidos en
la música (hasta en la popular, como la del tango) y en el
cine. Pero lo que vos no decís me hace pensar que lo que
más te llama la atención en las novelas de Sánchez
es aquello en que se parecen a las de Cortázar, o a Rayuela.
Lo que es sólo un lado de la cuestión. En el caso
Cortázar hay algo muy distinto a lo que hace Néstor
Sánchez: él ofrece una novela que es una colección
de fragmentos y, a la vez, una novela entera. Porque si se leen
las dos primeras partes de Rayuela en el orden en que están
enumerados los capítulos, no hay tal discontinuidad ni fragmentación.
Es una novela bastante corriente, o por lo menos corriente desde
Proust, Joyce y Virginia Woolf. Sólo al leer la novela como
propone Cortázar en el tablero indicador, surge la discontinuidad
y el fragmentarismo, y la crítica de la novela dentro de
la novela misma. Lo de Sánchez es más radical. No
hay ningún pedagogo (Cortázar fue maestro, te acordás)
que le diga al lector en qué orden leer la novela, porque
no hay un orden sino el de la propia conciencia del lector, coautor
y cómplice al recomponer la novela en su propia cabeza. Pero
volviendo a lo del lenguaje (y disculpá la lata), yo creo
en realidad que se trata de una nueva formulación de algo
que es obvio y que los escritores han sabido desde siempre. Hasta
el punto que lo dan por sentado y ni se preocupan por ello. El lenguaje
es un medio. Son los críticos, y los autores con temperamento
de críticos, los que llaman ahora la atención sobre
el medio. Tú sos el mejor ejemplo de escritor que da por
sentado el lenguaje, y a partir de allí, crea un habla propia.
JCO: Discúlpame, pero discrepo.
Yo creo que ese tipo de novelística que Sánchez, y
antes Cortázar, representan, no nace de la raíz fundamental.
Por ejemplo, la anécdota esa que se estaba contando Brausen,
ese mundo que él va inventando poco a poco. Es decir: no
nace de una necesidad de decir cosas, sino de una cosa puramente
intelectual, lo cual a mí, que tengo 60 años de edad,
entonces por razones así seniles me resulta insoportable.
Yo sólo veo allí un juego intelectual.
ERM: No te refugies en eso de la senilidad,
porque recuerdo perfectamente una conversación que tuvimos
hace como 25 años con Martínez Moreno y en la que
planteabas las mismas objeciones, aunque entonces no era por cierto
sobre Cortázar o Néstor Sánchez. Me acuerdo
que nos acusaste a Martínez Moreno y a mí de ser "relojeros
mentales". Y unos años más tarde, en Buenos Aires,
conversando con Borges y conmigo también te diste el gusto
de bajarle la mano a Henry James, el "coso" ese, como
decías entonces. No es la senilidad lo que te hace decir
estas cosas. Es que a vos, la novela intelectual, o la novela que
se plantea temas y problemas intelectuales, simplemente no te interesa.
Por eso, pensás lo que pensás de Rayuela y
no te gusta Néstor Sánchez.
JCO: Si no hay amor para escribir la novela...
ERM: No me vengás con el amor,
como si vos no supieras de memoria lo que te estoy diciendo. Lo
que pasa es que me querés hacer hablar, querés que
la cosa tome un aire de polémica. Pero no te voy a dar el
gusto. ¿Y sabés por qué? Porque la novela rioplatense
a la que más me hace acordar Rayuela es nada menos
que La vida breve. Por eso creo que cuando pase el tiempo,
y las diferencias de lenguaje y de técnica que ahora parecen
tan notables se borren un poco, entonces se va a notar que son dos
novelas existencialmente muy semejantes. Es decir: en ambas el problema
central es la proyección de un individuo en otro, su doble
(como en el caso de Oliveira y Traveler) o su propia máscara
(como en la doble vida de Brausen). El tema común de las
dos novelas es la búsqueda desesperada de una identidad a
través del conflicto entre dos mundos. En el caso de Rayuela
esos dos mundos corresponden a una marcada diferencia geográfica;
en el tuyo, son mundos que están uno dentro de otro. Pero
hay muchas cosas más, incluso semejanzas de detalles, de
temas, hasta de rasgos de estilo. Lo que pasa es que el tema da
para un ensayo, no para un párrafo de conversación.
JCO: No sé, talvez tengas razón.
De todos modos, no tiene nada que ver con lo que yo pienso, o hago.
En el fondo, nunca entiendo a los críticos, ni me importa
entenderlos. Eso te lo digo con el mayor respeto.
ERM: ¿Respeto? Tu madrina.
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