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"América / utopía: García
Calderón, el discípulo favorito de Rodó"
En Cuadernos Hispanoamericanos,
nº 417, marzo 1985
p. 166-172
I. La fortuna de García Calderón
"A la muerte de José Enrique Rodó en 1917, pocos
lectores latinoamericanos podrían dudar de que su magisterio
continental no quedase bien custodiado en manos de escritores más
jóvenes, como Francisco García Calderón del
Perú; Pedro Henríquez Ureña, de la República
Dominicana; Alfonso Reyes, de México. De todos ellos, por
la calidad de su producción, por la resonancia europea de
su personalidad, por el espaldarazo que había significado
el prólogo del maestro uruguayo a una de sus obras (De
Litteris, 1904), el más destacado era entonces Francisco
García Calderón. Cualquier profecía de ese
año de 1917 sobre la posteridad de éste último
debía ser inevitablemente optimista. No era difícil
prever que el discípulo (por el ámbito más
internacional en que actuaba) lograría llegar a superar la
fama del maestro.
Una sangrienta revolución en uno de los países más
atrasados y marginales de la Europa de entonces (la Rusia de los
Zares), así como el colapso total de la Belle Epoque en la
carnicería de Verdún, liquidaría para siempre
las ilusiones de magisterio de García Calderón y convertiría
el Arielismo de su maestro en pieza de museo. La muerte de Rodó
en 1917 evitó que él supiera que el armonioso mundo
utópico con que había soñado en voz alta en
Ariel, habría de ser arrasado por las crudas realidades
de la época actual. Menos dichoso. Francisco García
Calderón se sobrevivió hasta 1955, tratando de administrar
(y hasta de enriquecer) una herencia que había dejado de
tener vigencia.
Cuando le llegó al fin la muerte, muy pocas voces se levantaron
para celebrar a aquel heredero de un mundo de elegante utopismo.
Creo haber sido de los pocos que dediqué un trabajo al balance
de su obra y de una personalidad ya para entonces completamente
olvidada (1). Uno de sus libros principales, Las democracias
latinas de América, publicado originariamente en francés
(1912), no sería traducido en español hasta 1979;
el otro, La creación de un continente (1915), tardaría
sesenta y seis años en ser reeditado (2). Tantos años
de olvido parecen suficiente lápida.
El Ariel, de Rodó, en cambio, continuó reeditándose
y ha conseguido sobrevivir al entusiasmo indiscriminado de los arielistas,
a la crítica dogmática de los marxistas, al desgaste
pedagógico. Incluso ha sobrevivido a la ignorancia de Roberto
Fernández Retamar en su panfletario Calibán (1970),
libro escrito para poner al día el Ariel pero sin
el mínimo conocimiento directo del texto de Rodó y
de su contexto continental (3). A diferencia de su maestro, García
Calderón fue barrido por el huracán de la Modernidad.
Me pregunto: ¿cuántos de los lectores han leído
realmente su obra? ¿Cuántos sólo conocen los
fragmentos que interesados comentaristas han escogido para soslayarlo
o para elogiarlo sin análisis? En esta hora de balance, me
gustaría repasar brevemente con ustedes algunos aspectos
centrales del magisterio de García Calderón, a la
luz de su entronque con el Arielismo y con lo que podría
llamarse la visión utópica de América.
II. García Calderón y el Arielismo
En un prólogo de 1927, Gabriela Mistral llamó a Francisco
García Calderón, "heredero efectivo y quizás
único del uruguayo" Rodó. Años más
tarde, en 1944, Luis Alberto Sánchez lo califica de "legatario
de Rodó". Ambos juicios apuntan a esa condición
de discípulo que -en el mejor y más original sentido
rodoniano de la palabra- supo ser García Calderón:
un discípulo que desarrolló y perfeccionó aspectos
que el maestro sólo había apuntado; un discípulo
que cumplió con el brindis de Gorgias, en la parábola
de Rodó: "¡Por quien me venza, con honor, en
vosotros!" (Motivos de Proteo, 1909, CXXVII).
Este discípulo sólo lo fue en lo intelectual. Nunca
conoció personalmente al maestro uruguayo; se formó
en otras tierras de América y pronto fijó su morada
en Europa, desde donde participó (como avanzada, como guía,
como divulgador) del movimiento literario hispanoamericano que se
llamó Modernismo. Pero fue de los que con más finura
recogieron ciertos elementos perdurables de la enseñanza
de Rodó: la visión de una América intelectual
y una; el rigor crítico en la faena literaria y en el estilo;
la cultura como herencia que urge conquistar para poderla así
preservar y transmitir.
Pero si García Calderón no conoció personalmente
a Rodó, sí mantuvo con él una correspondencia
que queda documentada en el Archivo Rodó de la Biblioteca
Nacional, Montevideo; correspondencia que tuvo ocasión de
publicar precisamente en 1955, con motivo de la muerte del discípulo
(4). De acuerdo con esa documentación, las relaciones entre
ambos parecen iniciarse con una carta de García Calderón,
escrita hacia 1905, en que le pide a Rodó un prólogo
para su libro, en preparación, De Litteris. Aunque
Rodó era sólo doce años mayor que García
Calderón, la fama de su Ariel ya lo había proyectado
por todo el ámbito de la lengua, desde la primera edición
del dichoso libro en 1900. Rodó aceptó el encargo
y escribió el prólogo que figura en la primera edición
(de 1904), del libro de García Calderón y que también
puede leerse en el libro del maestro, El Mirador de Próspero
(1915). Si allí Rodó elogiaba al discípulo
y lo situaba justamente en el grupo de escritores americanos que
revelaban un espíritu de serenidad y pensamiento, su elogio
no hacía sino retribuir el que había recibido del
escritor peruano en el texto mismo de la obra que prologaba. En
efecto, De Litteris contiene un ensayo de García Calderón,
"una nueva manera de crítica", que al examinar
los volúmenes publicados por Rodó bajo el título
común de La Vida Nueva (el tercero es Ariel),
subrayaba la amplitud de espíritu del escritor uruguayo,
y examinaba su estética, su visión filosófica
y el peso continental de su palabra americana. En su conclusión,
García Calderón reconocía el magisterio de
Rodó, al que llamaba "verdadero guía de espíritus".
A partir de este doble y mutuo reconocimiento, las relaciones epistolares
de ambos habrían de continuar espaciadamente hasta la muerte
del maestro uruguayo. No es necesario ni posible examinar aquí
las alternativas de esa relación. Bastará indicar
que Rodó mantuvo un interés constante en la obra de
García Calderón; se ocupó activamente de ponerlo
en contacto con otros escritores amigos (como lo documentan cartas
a Miguel de Unamuno, a Pedro Henríquez Ureña, a Hugo
D. Barbagelata), y no olvidó nunca de mencionarlo en su prédica
literaria y hasta periodística. Así, por ejemplo,
en el prólogo que escribió para la segunda edición
de Idola Fori, de Carlos Arturo Torres (1910), menciona una
obra de García Calderón, a la que caracteriza como
"trabajo digno de su firme y cultivado talento".
En otra ocasión, aprovecha una reseña muy crítica
de la apresurada antología hispanoamericana Manuel Ugarte
(1906), para señalar entre otras omisiones la injustificada
de García Calderón, "que empieza por donde
otros honrosamente concluyen".
Por su parte, el discípulo no dejó de ocuparse de
la obra del maestro pero tomando algunas veces una distancia crítica
que lo singulariza.
Así, por ejemplo, en Profesores de idealismo (1910),
recoge una Memoria presentada al Congreso de Filosofía de
Heidelberg (septiembre 1908), sobre el tema, "Las corrientes
filosóficas en la América latina", en que
saluda a Rodó como "joven pensador, brillante defensor
del idealismo y del latinismo en nuestra América".
También se refiere al maestro en Les démocraties
latines de l'Amérique y en La creación de un
continente, ya citados.
En este último volumen le dedica varias páginas del
libro segundo, "El americanismo" Hasta cierto punto,
este análisis completa y refina lo que ya había escrito
sobre el maestro uruguayo. Pero también amplía la
perspectiva de modo que sea posible ver hasta qué punto el
discípulo se distancia e independiza. El punto central es
el examen del juicio que merece a Rodó la democracia norteamericana
y su efecto sobre los latinoamericanos: ese afán de imitación
que Rodó había criticado bajo el nombre de "Nordomanía".
Conviene transcribir un párrafo central del estudio de García
Calderón:
Oponiendo a la utilitaria democracia sajona el ideal
latino, [Rodó] ha hecho comprender a las nuevas generaciones
americanas la dirección necesaria de su esfuerzo. Parece
su enseñanza prematura en naciones donde rodea a la capital,
estrecho núcleo de civilización, una vasta zona semibárbara.
¿Cómo fundar la verdadera democracia, la libre selección
de las capacidades, cuando domina el caciquismo y se perpetúan
sobre la multitud analfabeta, antiguas tiranías feudales?
Rodó aconseja el ocio clásico en repúblicas
amenazadas por una abundante burocracia, el reposo consagrado a
la alta cultura cuando la tierra solicita todos los esfuerzos y
de la conquista de la riqueza nace un brillante materialismo. Su
misma campaña liberal, enemiga del estrecho dogmatismo, parece
extraña en estas naciones abrumadas por una doble herencia
católica y jacobina. Aunque no corresponda al presente estado
de estas democracias la noble doctrina de Ariel, ella señala
la dirección futura a pueblos enriquecidos y poblados de
inmigrantes. De la misma manera, en los discursos de Fichte, halló
la Alemania anarquizada las firmes líneas del renacimiento,
el evangelio de la unidad y del patriotismo (págs. 255-57).
Valdrá la pena glosar un momento la larga cita. En primer
lugar, todo el párrafo está destinado a matizar sutilmente
su discrepancia con la visión que ofrece Rodó en su
Ariel. A diferencia de su maestro, García Calderón
registra la incongruencia de recomendar el ocio clásico
a naciones en formación; de proponer una democracia aristocrática
en medio de la barbarie y el caciquismo; de predicar liberalismo
en tierras de fanatismo. Pero si apunta con lucidez y discreción
las discrepancias (y esto en boca de un discípulo no sólo
es honesto, sino que es singular), también indica la dimensión
exacta en que debe estudiarse el discurso de Rodó: como utopía.
Aunque García Calderón no usa la palabra, ella está
implícita al referirse a la "dirección necesaria
de su esfuerzo" que el discurso propone a las nuevas generaciones,
especialmente a aquella parte de América poblada de habitantes
enriquecidos por el "brillante materialismo" y
por el aporte de inmigrantes europeos. Para esa parte del mundo
americano, el mensaje de Rodó sólo podía referirse
al futuro. Era, en una palabra, utópico. Como vio acertadamente
García Calderón, se trataba de una utopía sólo
viable en las tierras del Plata, casi despobladas de indios y enriquecida
por el aporte de los europeos recién llegados. La vieja tesis
de Sarmiento (Civilización o Barbarie) podía leerse
con transparencia en estas palabras. Pero a ella agregaba García
Calderón su conocimiento directo del mundo andino, un mundo
en que el indio seguía siendo (y lo es hasta hoy) un problema
sin resolver.
III. La utopía americanista
El huracán que desató la Revolución Rusa de
1917 habría de destruir la base de esas utopías idealistas
con que soñaron los hombres de la Belle Epoque. La fortuna
de Rodó fue haber muerto en ese año; la fatalidad
de García Calderón fue sobrevivirse hasta 1955. El
paso del tiempo hizo cada vez más obsoleta su prédica,
y no sólo en la América que él llamó,
orgullosamente, latina. En Europa, nuevos maestros y nuevas corrientes
ideológicas liquidaron ese largo crepúsculo del 1900
en que tanto Rodó como García Calderón habían
encontrado su alimento intelectual. Incluso su latinismo pasó
a significar otra cosa. Cuando ellos hablaban de América
Latina pensaban en términos de cultura y veían a nuestro
continente como heredero de una tradición que tenía
sus raíces en la Europa mediterránea. Pero el neocolonialismo
y la emergencia de los Estados Unidos como poder hegemónico
de Occidente habría de postular una imagen de América
Latina como lo opuesto a la América Sajona: la tierra de
los dictadores, del fanatismo político y religioso, sería
enfrentada a la tierra de la libertad política y religiosa.
Estos y otros piadosos clisés harían olvidar
que el término "América Latina" marcó
originariamente el reconocimiento de una tradición cultural
europea. Con la segunda guerra mundial, nuestra América se
vería más separada aún de Europa y derivaría,
política y culturalmente, hacia el Tercer Mundo, con África
y Asia como compañeros de infortunio y (también) de
esperanza (5).
Estos cambios, a los que asistió sin mayor comprensión
García Calderón, tal vez habrían sido inexplicables
para Rodó. El discípulo intentó adaptarse,
es cierto. Comprendió, por ejemplo, que el patriarca de la
democracia uruguaya, José Batlle y Ordóñez,
era (a pesar de su excesivo presidencialismo) una fuerza de futuro.
Rodó, que había padecido en la lucha parlamentaria
los terribles efectos de la democracia "dirigida"
de Batlle y sus correligionarios, jamás habría aceptado
este punto de vista. También García Calderón
llegó a distinguir entre Marx, el teórico destructor
(como él lo llamó) y Lenin, "el realizador
violento", según él mismo escribe. Rodó
apenas había conocido el socialismo y el anarquismo en sus
versiones rioplatenses, y tal vez se fue a la tumba sin haber oído
el nombre de Lenin. Del mismo modo, García Calderón
consiguió distinguir entre los partidarios del craso utilitarismo
(contra los que había escrito Rodó buena parte de
Ariel) de aquellas fuerzas que en las nuevas democracias
querían el desarrollo y la puesta al día de las viejas
estructuras. Si bien denunció a las rapaces plutocracias,
García Calderón sabía que el futuro de América
no podía deberse sólo a la superación idealista
del modelo norteamericano. El quería (como ha dicho bien
Jorge Basadre) "una burguesía moderna, progresista,
ilustrada" (6).
En lo que se refiere a los Estados Unidos, García Calderón
habrá de matizar su impresión "arielista"
después de una visita de 1909 en que llegará a definir
a Nueva York como una "metrópoli que va abandonando
a Calibán o haciéndolo trabajar todos los días
en favor del espíritu". Un concepto semejante habría
sido totalmente ajeno a Rodó que, por otra parte, nunca visitó
los Estados Unidos y que en sus últimos años dudó
incluso que las democracias latinoamericanas llegasen algún
día a realizar la utopía del arielismo.
Lo que nunca abandonó García Calderón de las
enseñanzas formativas de Ariel fue la creencia en
una superioridad intelectual, un aristocratismo que definió
de manera completa en uno de sus textos más personales: el
ensayo-conferencia de 1947 sobre su amigo y condiscípulo,
José de la Riva Agüero (7).
Allí afirma:
Recordemos contra los niveladores apresurados, que
las democracias griegas creyeron siempre en la excelencia de las
estirpes nobles. Los aristoi eran también los agathoi,
los buenos, y a veces iba a ellos el privilegio de la hermosura.
Eran también los Kalooi, los hermosos (pág.
22).
Un eco del famoso capítulo de Ariel sobre las relaciones
entre lo bello y lo bueno parece escucharse aquí. Sí,
a pesar de las discrepancias sutiles y de las experiencias tan distintas,
en el centro de sus respectivos mensajes, García Calderón
y Rodó estaban de acuerdo. Ambos escribieron para una élite
que parecía destinada a dirigir la América Latina
del inmediato futuro, y que la orientaría hacia una utopía
idealista en que las culturas mediterráneas encontrarían
en el Nuevo Mundo su refugio final. En la lectura simbolista de
Rodó, América sería la isla de Próspero
(8). Ese sueño no ha cesado de soñarse del todo. Habrán
cambiado los símbolos; habrán cambiado las consignas,
e incluso habrán cambiado los modelos. Ahora parece favorecerse
más a Calibán, nombre que en algún momento
de pesimismo asumió Rodó como seudónimo político
(O. C. 173). Pero a pesar de los cambios, en América
la lucha sigue desarrollándose sin pausa, como lo demuestra
la trágica contienda que desgarra actualmente la América
Central.
El otro aspecto del arielismo que sigue vigente es su claro énfasis
antinorteamericano. Aunque tanto Rodó como García
Calderón veían la oposición Estados Unidos
/ América Latina sobre todo en el terreno cultural o filosófico,
había en ambos un incipiente reconocimiento de la explotación
económica a que nuestra América era sometida. A pesar
de su idealismo, Rodó llegó a escribir en artículos
periodísticos de Montevideo su rechazo de las intervenciones
militares de Estados Unidos en la América Central y el Caribe.
A pesar de su ingenuo desarrollismo, García Calderón
no quería que América Latina fuese sólo una
sucursal de los Estados Unidos. La vigencia del arielismo desde
este punto de vista, es indiscutible.
Con una retórica que hoy nos parece obsoleta, con una desatención
a los problemas económicos que es fatal para enjuiciar a
la realidad, con un optimismo algo forzado, estos arielistas no
equivocaron, sin embargo, uno de los aspectos fundamentales del
americanismo: la noción de una diferencia. Es decir:
la necesidad de ver y discutir y proyectar la América Latina
del futuro como algo esencialmente diferente de la América
del Norte. En esto, y sólo en esto, siguen siendo nuestros
contemporáneos."
EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL
Department of Spanish
Yale University
NEW HAVEN, Conn 06520 (USA)
1 Véase "Las relaciones de Rodó
y Francisco García Calderón", en Número,
Montevideo, abril-septiembre 1955, págs. 255-262.
2 Las dos obras mencionadas de GARCÍA CALDERÓN
han sido reeditadas por la biblioteca Ayacucho (Caracas, 1979),
con prólogo de Luis Alberto Sánchez. En este trabajo,
las citas de ambas obras corresponden a esta edición.
3 Para un comentario de la utilización de
Ariel por ROBERTO FERNANDEZ RETAMAR, véase mi artículo,
"The Metamorphoses of Calibán", en Diacritics
(Ithaca, otoño 1977, págs. 78-85).
4 En 1957 fue incorporada a la edición de
Obras Completas, de RODÓ, que preparé para
Aguilar, de Madrid. (Hay reedición de 1967.)
5 Véase sobre este punto, mi trabajo, "The
Integration of Latino American Cultures", en las actas
del VIII Congreso de la Asociación Internacional de Literatura
Comparada (Budapest, Akadémiai Kiadó).
6 Véase este juicio en la edición Ayacucho,
pág. 552.
7 Véase el folleto, José de la Riva
Agüero. Recuerdos (Lima, 1949, 30 págs.)
8 Véase mi trabajo, "Darío
and Rodó: Two Versions of the Symbolist Dream in Spanish
American Letters", en The Symbolist Movement in the
literature of European languages, edición a cargo de
Anna Balakian (Budapest, Akadémiai Kiadó, 1982, págs.
669-677).
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