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"Las Leyes de Indias crearon (en el papel) la ilusión
de que la América Española era una: el Derecho, la
Religión, la Monarquía, eran una. Uno, también,
el idioma castellano. (En la América portuguesa, existía
la misma ficción legal; sólo variaba la lengua metropolitana).
Esa ilusión persistió, y aún persiste, en la
imaginación de historiadores de la Hispanidad. Nunca fue
real. Porque América Española, o Hispánica,
o Ibérica (si se quiere incluir al Brasil), o Latina (para
seguir la moda imperial impuesta por los asesores de Napoleón
III), nunca fue, ni es, una unidad. Lo que caracteriza a esta América
es la pluralidad de lenguas y culturas, el diálogo -no siempre
audible- entre grupos rivales y hasta enemigos, diálogo que
constituye, para bien y para mal, lo que se ha intentado definir
como cultura latinoamericana. Sin embargo, en el período
colonial, la ilusión de una unidad era aún más
fuerte que hoy cuando se habla (con qué facilidad) del Tercer
Mundo. Al desembarcar, tanto los españoles como los portugueses
eran portadores de aquellos elementos de unidad que están
por encima de cualquier proyecto imperial: una lengua (o casi: la
diferencia entre el español y el portugués es mínima),
una religión, una idea imperial. Nacida oficialmente el 12
de octubre de 1492, América hispánica parecía
firmemente atada por esa triple fundación cultural. La realidad
era, fue, es, otra.
La conquista de México y Perú, las hazañas
de los Bandeirantes en el Brasil, establecieron la dominación
hispánica o ibérica, pero no borraron del todo las
culturas prehispánicas. Junto al español y al portugués,
sobrevivieron al náhuatl, el quechua y el aymara, el tupí-guaraní:
lenguas que se hablan hasta hoy. Aplastadas por la religión
oficial, quemados sus libros que hablaban con figuras, abatidos
sus "ídolos", arrasadas sus pirámides, las
religiones prehispánicas no murieron. Conservaron sus rasgos
básicos, o (por un proceso conocido de sincretismo) se injertaron
en las religiones del conquistador. El aporte africano, la rapacidad
pirática de los holandeses, franceses e ingleses, aumentó
la Babel de lenguas y costumbres, y convirtió la pretensión
de una unidad cultural ibérica en irrisión. El Carnaval
asumió y resumió todo. Debajo de la pátina
de Virreinatos y Capitanías, los pigmentos nativos construían
otro mapa cultural.
El Nuevo Mundo de Colón y Vespucci fue, en realidad, un
mundo viejo, visto como nuevo y romantizado por los lectores de
Marco Polo y de las novelas de caballerías. Pero la historia
que leyeron Las Casas y los jesuitas era otra: una supervivencia
tenaz de las culturas prehispánicas, una voz que no podía
ser callada y proliferaba en historias (la del Inca Garcilaso),
en crónicas (la de Guamán Poma), o en el atroz relato
de la Conquista que los informantes de Sahagún registraron
para siempre. El Nuevo Mundo fue un Mundo Nuevo sólo para
los conquistadores.
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Contra la versión ufanista y hasta imperial de las historias
de América que han propuesto los historiadores oficiales,
tanto en las metrópolis como en las colonias, es posible
proponer una versión que escuche el diálogo de las
culturas: un diálogo que no fue siempre audible en los años
que van de 1492 a 1820. Porque las metrópolis se ingeniaron
para que circulase solamente la versión oficial. Así
fomentaron a Gonzalo Fernández de Oviedo y a Hernán
Cortés, a Alonso de Ercilla y a López de Gómara,
pero silenciaron la Historia de las Indias de Las Casas,
no permitieron que circulase en América el Inca Garcilaso,
guardaron a buen recaudo la Carta sobre el descubrimiento del Brasil,
de Pero Vaz de Caminha, y extraviaron en una Biblioteca de Copenhague
la magnífica denuncia de Guamán Poma. Estos libros,
sin los cuales es imposible comprender la época colonial,
no son contemporáneos de los lectores de su época:
son nuestros contemporáneos.
Una lectura distinta del período es lo que se propone aquí.
Una lectura que tiene en cuenta el proceso diacrónico, pero
lo corrige con la visión sincrónica de hoy. Que sitúa
a los autores en el diálogo de su tiempo, pero no deja de
marcar si esta determinada voz (los informantes de Sahagún,
por ejemplo) era o no audible entonces. La comprobación de
que la Historia no es una entelequia que planea por encima de las
culturas, sino un texto que todos escribimos, y (por lo tanto) desescribimos,
es la convicción que genera esta antología. A través
de la contradicción, del permanente borrarse y reinscribirse
el mismo texto de este diálogo, es posible captar en su realidad
móvil, ambigua, siempre re-leída, esa cultura colonial
que solía ser presentada como armoniosa sucesión de
generaciones, de obras, de períodos. No hay, no hubo, armonía.
La obra magna de Las Casas no fue leída hasta 1875; Guamán
Poma sólo fue editado en 1936; Gregorio de Matos tuvo su
primera edición completa en 1969. ¿A qué seguir?
La historia y la crónica, y hasta la literatura de la colonia,
están siendo escritas ahora mismo.
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Los autores y temas aquí seleccionados pretenden ofrecer
un itinerario del diálogo. No son el diálogo mismo
porque, para que lo fueran, el libro debería ser tres o cuatro
veces más extenso y complejo. Pero, a través de 35
selecciones básicas se ha querido mostrar no sólo
la complejidad y pluralidad del diálogo, sino su relevancia
para el día de hoy. Las raíces de lo maravilloso americano
(un atributo del discurso de América y no de su realidad,
como ha demostrado la profesora Irlemar Chiampi) están en
ese apetito de maravilla con que llegan los descubridores y conquistadores.
Apetito que se refuerza por la visión mágica del cosmos
que tienen las culturas indígenas. Y que reforzarán,
a su vez, los esclavos africanos, divididos por sus dueños
y unificados por sus mitos, sus leyendas, sus religiones. La América
que hoy ha sido descrita por Miguel Angel Asturias y Pablo Neruda,
por Alejo Carpentier y Octavio Paz, por Gabriel García Márquez
y Ernesto Cardenal, por João Guimãraes Rosa y João
Cabral de Melo Neto, tiene sus laberínticas raíces
en estos libros de crónica y magia, de historia y leyenda,
de biografía y hagiografía.
Realidad y ficción, todo es uno en este largo diálogo
en que sobran los malentendidos -Colón trae traductores de
lenguas asiáticas consigo: Atahualpa rechaza la Biblia que
le ofrecen porque no le habla con dibujos; el padre Gaspar de Carvajal
pierde un ojo en un encuentro con las Amazonas- y son escasos los
interlocutores que realmente escuchan, anotan y aprenden. Para un
observador como Ulrico Schmidel, que intuye que el "vestido"
de los indígenas es la pintura que cuidadosa y artísticamente
se aplican a sus cuerpos, ¿cuántos hay que se escandalizan
o quedan fascinados por su "desnudez"? En muchos momentos,
este diálogo de culturas es un diálogo de sordos:
cómico, irritante, paradójico. A nosotros nos toca
convertirlo en verdadero diálogo."
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