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"Andrés Bello: los años olvidados"
En: Cuadernos del idioma, Año
2, nº 8, agosto 1967, p. 51-70.
"Nada más difícil de despejar que
un malentendido. Y sobre todo cuando éste tiene por origen
una polémica. Sin embargo, es esa actitud transitoria, que
difícilmente puede retratar al ser entero, la que los coetáneos,
y muchas veces la impaciente posteridad, se encargará de
recoger como única y totalizadora, como ejemplar de una esencia.
Para gran parte de la crítica hispanoamericana tradicional,
Andrés Bello aparece clasificado como poeta neoclásico
con todo lo que ello hoy implica: apego a la tradición retórica
y poética grecolatina, aceptación ciega de las tres
unidades dramáticas, sumisión a la autoridad indiscutida
de la Academia Española, aversión y desprecio por
el Romanticismo que empezaba a triunfar en América cuando
Bello despliega desde Chile su magisterio. Para demostrar su anacronismo
(un neoclásico en la América romántica de 1830
y tantos) se suelen invocar la polémica con José Joaquín
de Mora, en Santiago, 1831, o la más célebre con Domingo
Faustino Sarmiento, en 1842. En esta última, sobre todo,
el escritor argentino sostuvo demoledoramente la tesis de que el
pueblo era autoridad en materia de lengua, mientras el ilustre gramático
venezolano defendió los fueros académicos y el respeto
a las autoridades literarias.
Si no bastara esta polémica, habría
que invocar aquella otra no menos famosa y del mismo año
en que Sarmiento arremetió contra el concepto de romanticismo
que sustentaban los redactores de El Semanario, de Santiago,
discípulos de Bello en su mayoría. El escritor argentino
-uno de los más sabrosos polemistas que ha conocido América-
abrumó a sus contrincantes con una más desprejuiciada
concepción dialéctica y con su incontenible pujanza
verbal.
Aunque Bello tuvo limitada participación en la primera polémica
y ninguna en la segunda, fueron aparentemente sus ideas las que
utilizaron los adversarios de Sarmiento, fueron aparentemente sus
doctrinas las que combatió Sarmiento. De entonces data la
presentación de Bello no sólo como neoclásico
furibundo (se explica, tenía entonces 71 años, alegan
muchos) sino como adversario tenaz y obtuso del romanticismo, la
literatura de la gente joven.
Nadie fue en 1842 a leer los otros textos de Bello sobre el romanticismo,
algunos que datan de 1823; nadie consultó sus propias palabras
y no las deformaciones bien intencionadas de sus discípulos.
Nadie buscó las razones de su elusiva actitud en la primera
polémica (se atuvo, estrictamente, al problema filológico)
ni de su reticencia en la segunda. Para todos fue clara entonces
una cosa: Bello se presentaba simultáneamente como campeón
de los neoclásicos y enemigo de los románticos. Bello
era, en el batallador 1842 de los jóvenes románticos
de la América hispánica, un anacronismo. (El calificativo,
que prendió, es de Sarmiento aunque éste lo había
usado en otro sentido).
Semejante simplificación -quizá seductora por su
implícita simetría- fue divulgada por los interesados
y, en particular, por Domingo Faustino Sarmiento en sus deliciosos
Recuerdos de provincia (1850), publicados cuando Bello todavía
vivía. Pero más grave es la simplificación
propuesta por José Victorino Lastarria en sus Recuerdos
literarios (1878), que ven la luz a trece años de la
muerte de Bello y cuando el maestro no podía replicar. A
Lastarria le preocupaba mucho aparecer como abanderado chileno de
los románticos a pesar de los equívocos de su verdadera
posición, como se puede documentar examinando los textos
coetáneos. Aunque un discípulo de Bello, Miguel Luis
Amunátegui, intentó rectificar en su monumental biografía
del maestro esa simplificación interesada, su libro (de 1882)
no supo plantear polémicamente el tema y tuvo una divulgación
muy especializada. La imagen que quedó fue la ofrecida por
Sarmiento y Lastarria. De allí fue a parar a los historiadores
de la literatura hispanoamericana, demasiado atareados para leer
todo nuevamente, muy inclinados a aceptar una fórmula que
evite mayores análisis. La interpretación de Bello
como enemigo del romanticismo ha venido rodando y rodando, de un
manual literario a otro, copiando el nuevo historiador a su inmediato
predecesor, hasta convertirse en lugar común de la crítica.
El estudio de las polémicas del romanticismo que publicó
en 1927 el crítico chileno Armando Donoso bajo el título
de Sarmiento en el destierro es en buena parte responsable
de esta imagen. Desde otra vertiente, y por motivos antagónicos,
ha contribuido también a fortalecerla el ensayo de Miguel
Antonio Caro, publicado por vez primera en 1881, antes que saliera
la biografía de Amunáteguí. De allí
lo recoge y lo amplía (con sus propias fobias románticas)
don Marcelino Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía
hispanoamericana (1911-13). Son incontables los manuales que
perpetúan hasta hoy el error.
Por hermosa que parezca la imagen de Bello como obstinado neoclásico
y antirromántico, no hay más remedio que pronunciarla
falsa, Bello no fue enemigo del romanticismo. Es más: fue
de los primeros americanos que conoció el romanticismo, durante
su estancia en Inglaterra (1810-1829); fue de los primeros poetas
hispanoamericanos en acusar caracteres románticos, aunque
sin abandonar del todo la dicción neoclásica, como
lo demuestra un análisis menudo de sus Silvas y de
su poesía chilena anterior a 1842; fue de los primeros divulgadores
de las doctrinas románticas en Chile. El estudio detenido
de su evolución literaria, desde su formación en la
Caracas colonial de fines del siglo XVIII hasta su gloriosa ancianidad
en Chile, permite demostrar detalladamente estas afirmaciones. En
este trabajo (que forma parte de una obra extensa sobre el tema)
he preferido concentrarme en un período crucial y bastante
olvidado de la carrera literaria de Bello: esos años que
van desde 1831 a I841 y en que el maestro caraqueño, después
de eliminado Mora como rival en la orientación de la cultura
chilena, asume poco a poco un magisterio que dura una década
y que sólo será disputado por Sarmiento en 1842. Esos
años que la crítica suele desdeñar son los
que permiten ver mejor al Bello real, sin las deformaciones polémicas,
asentando fírme y lentamente los pilares de una cultura naciente.
Su actitud hacia el romanticismo en esa fecunda década carece
de toda urgencia estratégica y permite, por lo tanto, valorar
nítidamente la sazón de su juicio.
UN PERIODO DESDEÑADO
En los diez años que van de 1831 a 1841, Bello debe imponerse
como conductor de la cultura chilena, debe centralizar todos los
esfuerzos en sus manos, debe crear muchas cosas de la nada o de
las ruinas de otros proyectos ajenos (como los de Mora). Tiene ya
60 años y, sin embargo, está aún en plena madurez.
Su trabajo carece entonces de brillo y hasta parece complacerse
en la opacidad, pero es fermental. Bello debe hacerlo todo pero
sin que se note que lo hace todo y que lo lo hace casi solo. Hay
que evitar la ofensa de la susceptibilidad nacional (era, no se
olvide, caraqueño} y hay que evitar también la ofensa
a la susceptibilidad de los conservadores, resueltos a ver un jacobino
en todo hombre que no fuera pacato; y hay que evitar, en fin, las
susceptibilidades erizadísimas de la Iglesia que se oponía
a su misma inocente afición por el teatro. La lucha es sorda
y delicada. Que Bello haya podido llevarla a buen término,
soslayando el escándalo y la polémica, demuestra que
el tímido erudito de la época londinense, que el frío
y formal poeta de su período neoclásico, ya estaba
empezando a revelarse como hombre cabal, capaz de asumir la responsabilidad
del Gobierno (aunque fuera desde bastidores y como eminencia gris),
capaz de manejarse con tino y sutileza en una situación que
otros menos hábiles (Mora es un buen ejemplo) habían
hecho estallar en sus manos.
Es imposible en el espacio de unas páginas abarcar toda
la obra literaria y crítica de Bello en esa década
fermental. Me limitaré aquí a señalar aquellos
trabajos que tienen más vinculación con el tema de
sus relaciones con el romanticismo. Una de las realizaciones más
importantes de esa época es la fundación de un periódico,
El Araucano, cuyo primer número se publica en Santiago
el 17 de septiembre de 1830. En sus comienzos era hebdomadario pero
luego se convertirá en diario. Su primer director político
fue don Manuel José Gandarillas. Desde el comienzo, hasta
que se retira en 1853 para redactar el Código Civil,
Bello fue director de la sección extranjera y de la sección
de letras y ciencias. Desde esta tribuna pudo ejercer un magisterio
más amplio y fecundo que el que le permitía su actuación
docente.
Aunque su actividad en El Araucano es múltiple y abarca
(como en los tiempos de sus revistas londinenses, la Biblioteca
Americana y El Repertorio Americano) un horizonte verdaderamente
enciclopédico, conviene examinar tres o cuatro de los intereses
principales que manifiesta su obra a lo largo de los años,
y que sirven para preparar la verdadera introducción del
romanticismo en Chile.
Uno de los que se advierte desde los primeros números es
el interés por la difusión y circulación del
libro. En 1831 no se podía internar en Chile ninguna obra
sin permiso previo, de censores designados por la autoridad eclesiástica,
los que ajustaban sus procedimientos a las indicaciones del índice
expurgatorio. A través de su periódico, Bello va a
combatir algunas interdicciones, dándoles la necesaria publicidad,
y habrá de sentar la norma de una actitud moderada que si
bien no excluye por completo toda censura, por lo menos trata que
ésta sea ejercida en otro nivel que el religioso y por autoridades
de otra competencia que la eclesiástica. Hay un artículo
de él del 21 de abril de 1832, en que defiende la Delfina,
de Mme. de Staël y el Derecho de gentes, de Vattel,
señalando con toda sutileza que los motivos por los que estos
libros se han hecho acreedores de la prohibición no son de
índole religiosa o moral, sino política. Esos libros
difunden ideas contrarias al régimen monárquico de
gobierno, o abogan por los derechos del pueblo. La paradoja (que
Bello subraya con toda suavidad) es que ambas cosas están
sostenidas también por la constitución chilena. La
tesis de Bello es que la censura no es un mal en sí misma
y puede justíficarse si condena libros heréticos o
inmorales o impíos. Pero no se justifica si lo que custodia
es el interés de los tronos despóticos. Al defender
la obra de Mme. de Stael, Bello elogia la "pureza de sus
sentimientos morales" y hace referencia a otras novelas
de la misma escuela prerromántica o romántica (de
Richardson, de Scott) que demuestra su familiaridad con una literatura
que era todavía casi desconocida en la América hispánica.
La prédica de Bello (que aquí no puedo estudiar en
detalle tuvo un efecto saludable: no logró la abolición
de la censura porque ese no era su fin, pero consiguió que
una censura civil, compuesta por miembros designados por el Gobierno
sustituyera a la eclesiástica; que al criterio inquisitorial
de esta censura se suplantara uno más acordes con los tiempos.
Otro artículo posterior (del 10 de mayo de 1833) da un paso
más adelante y propone lisa y llanamente la abolición
de la censura. Este pensamiento resulta tanto más subversivo
si se piensa que en esa fecha Bello era uno de los censores designados
por el gobierno. Un artículo del 3 de octubre de 1834 abunda
en argumentos contra la ineficacia y hasta superficialidad de la
censura, que sólo afecta al comerciante honesto y no al contrabandista.
Pero este aspecto de su prédica no tuvo éxito. Sólo
en 1878, por decreto del 31 de julio, se suprimen las juntas de
censura en Chile. Ya hacía más de doce años
que había muerto Bello.
LA DEFENSA DEL TEATRO
El otro campo donde libró su batalla por la cultura chilena
fue el teatro. Aunque también en este terreno fue precedido
por el volcánico Mora, cabe considerar a Bello como el verdadero
fundador de la crítica teatral en esta nación. Su
afición tenía raíces lejanas. Desde muchacho
lo había atraído el teatro clásico español
y Calderón era uno de sus autores favoritos. En Caracas había
escrito, hacia 1804, un poema dramático, Venezuela consolada,
que aunque carece de todo valor documenta sus tempranas aficiones.
En Londres escribió en defensa del teatro español
del Siglo de Oro, contra los ataques de los más rigurosos
neoclásicos, y también intentó (aunque sin
llevarla a término) una adaptación de The Rivals,
de Sheridan, que se ha encontrado entre sus papeles póstumos.
Pero sólo en Chile tuvo ocasión de manifestar ampliamente
su vocación teatral. Es cierto que casi no había teatro
en 1831. Las escasas compañías que conseguían
sobrevivir a la indiferencia del público o (lo que es aún
peor) a su falta absoluta de discernimiento, se encontraban incapacitadas
de desarrollarse. No había ninguna escuela de arte dramático,
no había público, no había crítica.
Había, en cambio, una Iglesia celosa de la moral de sus feligreses
y convencida de que la escena era seminario de corrupción
moral. La fuerza del poder eclesiástico, con el que había
tenido que lidiar Bello en su campaña por la introducción
de libros, se hace sentir aún más fuerte en este terreno.
Una sistemática oposición destruye todo intento a
largo plazo. Las compañías se forman y deshacen, los
teatros se inauguran y escasamente pueden continuar viviendo. El
amor que sentía Bello por el teatro lo resuelve a organizar
una campaña desde El Araucano. Esa campaña
tiene varios frentes. En uno combatirá por la existencia
misma del teatro y de las representaciones dramáticas, estimulando
con su palabra generosa a los audaces y a los inspirados. En otro
campo, vecino y vinculado directamente al anterior, procurará
orientar el gusto de los mismos actores y del público hacia
la nueva literatura. Su labor será de apoyo y de crítica.
Deberá guiar a los que ofrecen y a los que reciben, y en
esta doble tarea no podrá descuidar un tercer frente: la
enconada oposición de la Iglesia y de los defensores de la
moral.
Un aspecto de esta actividad teatral de Bello que interesa directamente
a este trabajo es su actitud frente a la teoría neoclásica
de las tres unidades. Lenta pero seguramente, Bello intenta desviar
el gusto del espectador teatral (y también de los incipientes
creadores) hacía una nueva forma dramática que, sin
renunciar a algunas conquistas fundamentales de la escuela neoclásica,
rechace sus rigideces, su obsoleta ley de las tres unidades. Así,
en un artículo del 21 de junio de 1833, al comentar una representación
de Los treinta años o La vida de un jugador,
señala preciosamente Bello a qué ataques puede estar
expuesta una obra cuyo desarrollo traslada al espectador de Francia
a Baviera, eslabonando una serie de incidentes a lo largo de tres
décadas y sin otra relación entre sí que pertenecer
a la vida de un mismo personaje. Ninguna de las tres sacrosantas
unidades (lugar, tiempo, acción) aparecen respetadas en esta
obra, que también será discutida acremente en ocasión
de la segunda polémica del romanticismo. La ocasión
se prestaba para que Bello realizase en 1833 una declaración
de fe neoclásica. Véase, en cambio, lo que escribe
a quienes censuran la pieza: "Nosotros nos sentimos inclinados
a profesar principios más laxos. Mirando las reglas como
útiles avisos para facilitar el objeto del arte, que es el
placer de los espectadores, nos parece que si el autor acierta a
producir ese efecto sin ellas, se le debe perdonar las irregularidades.
Las reglas no son el fin del arte, sino los medios que él
emplea para obtenerlo. Su transgresión es culpable, si perjudica
a la excitación de aquellos afectos que forman el deleite
de las representaciones dramáticas, y que, bien dirigidos,
las hacen un agradable vehículo de los sentimientos morales.
Entonces no encadenan el ingenio, sino dirigen sus pasos, y le preservan
de peligrosos extravíos. Pero si es posible obtener iguales
resultados por otros medios (y éste es un hecho que todos
podemos juzgar), si el poeta, llevándonos por senderos nuevos,
mantiene en agradable movimiento la fantasía; si nos hace
creer en la realidad de los prestigios que nos pone delante, y nos
transporta con dulce violencia donde quiere, Modo me Thebis,
modo ponit Athenis, lejos de provocar la censura, privándose
del auxilio de las reglas, ¿no tendrá más bien
derecho a que se admire su feliz osadía?"
El artículo no concluye aquí. Bello insiste en su
enfoque, mostrando que su censura a las reglas consideradas como
intocables y su defensa de la libertad del arte (y de la crítica,
es claro) estaba fundada en la doctrina entonces más moderna,
aunque sin prurito alguno de novedad. "La regularidad de
la tragedia y comedía francesas -continúa- parece
ya a muchos monótona y fastidiosa. Se ha reconocido, aun
en París, la necesidad de variar los procederes del arte
dramático; las unidades han dejado de mirarse como preceptos
inviolables; y en el código de las leyes fundamentales del
teatro, sólo quedan aquéllas cuya necesidad para divertir
e interesar es indisputable, y pueden reducirse a una sola: la fiel
representación de las pasiones humanas y de sus consecuencias
naturales, hecha de modo que simpaticemos vivamente con ellas, y
enderezada a corregir los vicios y desterrar las ridiculeces que
turban y afean la sociedad."
No puede pedirse doctrina que mejor defienda la libertad del artista
dramático y que parezca menos dócil a los excesos
de la escuela neoclásica. Bello escribe esto en 1833, cuando
sólo hacía tres años que se había librado
en París la batalla de Hernani. Lo que no se encuentra
en .Bello (hombre que ha pasado los sesenta) es la agitación
polémica del romántico Hugo. Pero sí aparece
la sólida y buena doctrina de la escuela nueva, expresada
en los términos más razonables. De la novedad (para
Santiago, escandalosa) de su prédica, da fe la reacción
que provocó su artículo. Se arma inmediatamente de
una polémica con El Correo y Bello aprovecha la ocasión
para hacer un balance del teatro en Europa y mostrar las virtudes
y defectos de ambas escuelas en pugna. Algunas de sus consideraciones
son capitales para la correcta ubicación de su personalidad
literaria y de su obra creadora. La fecha de su respuesta es del
5 de julio de 1833.
"El mundo dramático -dice- está ahora
dividido en dos sectas: la clásica y la romántica.
Ambas, a la verdad, existen siglos hace; pero, en estos últimos
años, es cuando se han embanderizado bajo estos dos nombres
los poetas y los críticos, profesando abiertamente principios
opuestos. Como ambas se proponen un mismo modelo, que es la naturaleza,
y un mismo fin, que es el placer de los espectadores, es necesario
que, en una y otra, sean también idénticas muchas
de las reglas del drama. En una y otra, el lenguaje de los afectos
debe ser sencillo y enérgico; los caracteres bien sostenidos,
los lances verosímiles. En una y otra es menester que el
poeta de a cada edad, sexo y condición, a cada país
y a cada siglo, el colorido que le es propio. El alma humana es
siempre la misma de que debe sacar sus materiales; y a las nativas
inclinaciones y movimientos del corazón es menester que adapte
siempre sus obras, para que hagan en él una impresión
profunda y grata. Una gran parte de los preceptos de Aristóteles
y Horacio son, pues, de tan precisa observancia en la escuela clásica
como en la romántica; y no pueden menos de serlo, porque
son versiones y corolarios del principio de la fidelidad de la imitación,
y medios indispensables para agradar.
"Pero hay otras reglas que los críticos de la escuela
clásica miran como obligatorias, y los de la escuela romántica
como inútiles, o tal vez perniciosas. A este número,
pertenecen las tres unidades, y principalmente las de lugar y tiempo.
Sobre ésta rueda la cuestión en unos y otros; y a
éstas alude o, por mejor decir, se contrae clara y expresamente
la revista de nuestro número 145, que ha causado tanto escándalo
a un corresponsal de El Correo. Sólo el que sea completamente
extranjero a las discusiones literarias del día, puede atribuimos
una idea tan absurda, como la de querer dar por tierra con todas
las reglas, sin excepción, como si la poesía no fuese
un arte, y pudiese haber arte sin ellas.
"Si hubiéramos dicho en aquel artículo que
estas reglas son puramente convencionales, trabas que embarazan
inútilmente al poeta y le privan de una infinidad de recursos;
que los Corneilles y Racines no han obtenido con el auxilio de estas
reglas, sino a pesar de ellas, sus grandes sucesos dramáticos;
y que, por no salir del limitado recinto de un salón, y del
círculo estrecho de las veinticuatro horas, aun los Comedies
y Racines han caído a veces en incongruencias mostruosas,
no hubiéramos hecho más que repetir lo que han dicho
casi todos los críticos ingleses y alemanes y algunos franceses."
La visión de Bello en este artículo -que precede
en nueve años a las polémicas del romanticismo- revela
claramente una formación crítica marcada hondamente
por los dieciocho años largos de su estancia en Londres,
en pleno período de expansión del romanticismo británico.
El gusto natural que siempre manifestó por la literatura
dramática española de la "edad de oro (tan
desdeñosa de las reglas y verdadero antecedente de la libertad
que los románticos proclamarían) habría de
acendrarse en Bello, por el conocimiento directo de la dramaturgia
shakesperiana, otro de los grandes prototipos del romanticismo,
y por la lectura de la mejor crítica prerromántica
inglesa y alemana. Por eso, sin alcanzar nunca los excesos retóricos
y de mal gusto que ostenta Víctor Hugo en su célebre
prefacio de Cromwell (1828), puede llegar a sostener ya en
1833, una concepción del drama moderno que está bastante
cerca de la sustentada escandalosamente por el poeta francés.
Hay textos complementarios de los aquí invocados, en que
se critica "la excesiva severidad de las leyes dramáticas
y métricas que se impuso" Moratín (20 de
diciembre de 1833) o que se denuncia aquel "perpetuo martilleo
de una asonancia invariable en todo un acto", que "produce
una monotonía que fatiga al oído, y no permite al
poeta dar a sus obras el delicioso sainete que nace de la variedad
de metros y rimas, y que se hace sentir aun de los menos versados
en el arte". También señala Bello, que esa
invariabilidad no tiene su origen ni en los modelos clásicos
(griegos y latinos "pasaban frecuentemente de un verso a
otro en sus comedias y tragedias") ni en la antigua comedía
española (que "debe a esta sabrosa variedad uno de
sus principales atractivos").
Él mismo quiso contribuir a la creación de un futuro
teatro nacional chileno, para lo que no sólo estimuló
a los jóvenes (como Gabriel Real de Azúa, poeta hoy
muy olvidado) sino que también realizó algún
aporte. Es significativo que haya elegido para verter al castellano
una obra de quien era entonces el más importante de los dramaturgos
franceses del romanticismo: Alexandre Dumas. Aunque hay cierta confusión
con respecto a la fecha exacta en que se representó por primera
vez su traducción de Teresa (unos sostienen que fue
en 1837, en una representación de aficionados; otros dan
por segura la de 1839, en función de beneficio de la actriz
limeña Carmen Aguilar) es evidente que la obra fue traducida
y representada en Chile por lo menos tres años antes de las
polémicas del romanticismo. Insisto en este problema, porque
me parece importante determinar que Bello elige una obra romántica
para presentar en Santiago mucho antes de iniciarse la agitación
de los jóvenes argentinos:
La obra misma no es de las mejores de Dumas, y cae en situaciones
forzadas y melodramáticas muy típicas del teatro romántico.
Pero, sin duda, para el gusto de la época (e incluso para
Bello) habría de resultar una tragedia conmovedora e irresistible.
Por otra parte, tiene el interés adicional de que en uno
de los diálogos del acto primero se habla en términos
hiperbólicos de Byron; allí, el protagonista lo presenta
como una especie de ángel rebelde, proscrito del cielo, sobre
cuya frente el dedo de Dios había escrito: "Genio
y dolor" (Cito por la traducción de Bello, impresa
en Santiago, 1846). La admiración de Bello por Byron, que
es documentable en textos publicados ya en Inglaterra, 1827, no
es tan total como la de Dumas pero permite una buena dosis de entusiasmo,
como se verá luego. Esta traducción de Teresa dio
la señal para una serie de versiones románticas que
inundaron la escena de Santiago y aseguraron allí también
la fama de Dumas y sus colegas. En esta labor de difusión
del drama moderno, le cupo a Bello un puesto de adelantado. Como
periodista y crítico, estimuló a las compañías,
observó a los nóveles autores, dio consejos de declamación
a los actores, indicó normas de buen gusto al público
y fijó criterio de selección a los productores. Como
censor dramático y como consejero del gobierno, libró
enconada y paciente batalla contra las autoridades eclesiásticas.
En todos estos aspectos fue la figura más importante en esta
etapa de la historia del teatro chileno: la única perdona
que entonces tenía suficiente autoridad y competencia como
para ejercer una tarea tan vasta: la única que supo llevarla
a cabo preparando el terreno para las conquistas de la nueva generación.
LA FUNDACIÓN DE LA CRÍTICA
Paralelamente a esta campaña por un teatro chileno, Bello
realizó desde las columnas de El Araucano una tarea
de mayor proporción continental: la fundación de una
crítica literaria hispanoamericana. Los artículos
originales, las notas y las traducciones que insertó en el
público componen un verdadero curso de literatura, principalmente
contemporánea que al ser recogida (aunque sólo parcialmente)
en volumen asombraría a sus contemporáneos. Es imposible
recoger aquí todo lo que Bello realiza en este campo. Bastará
señalar que desde su fundación, El Araucano inserta
textos o juicios críticos sobre Mme. de Staël y sobre
Schiller, sobre Chateaubriand y Lamartine, sobre Víctor Hugo
y Tocqueville, sobre José María de Heredia (cuya poesía
prerromántica había sido Bello el primero en filiar
en la línea byroniana) y sobre Philarete Chasles, sobre Bretón
de los Herreros y sobre Martínez de la Rosa. Pero tal vez
la pieza más singular de las que escribe o traduce Bello
en El Araucano sea la versión parcial de un artículo
de E. Lytton Bulwer sobre Byron que publica en el No. 531, del 30
de octubre de 1840. Aunque Amunátegui habla de esta traducción,
y hasta la transcribe parcialmente de los borradores, la consideraba
inédita; su error ha sido repetido por estudiosos posteriores.
Sin embargo, tiene importancia precisar que fue publicada por Bello
un par de años antes. De que estallaran las polémicas
del romanticismo. El artículo del crítico inglés
encara a Byron como poeta dramático y lo estudia con simpatía,
aunque sin regatear alguna censura. En El Araucano se publicó
únicamente la primera parte del estudio original, hasta que
concluye el juicio sobre Marino Fallero, dejándose
sin traducir todo lo que se refiere a Los Dos Fóscari.
En la porción publicada, junto a grandes elogios hay algunas
reservas sobre varias obras del primer período de Byron,
las que le dieron tan veloz fama: Childe Harold, el Corsario,
Parisina. Como Bulwer, Bello orientaría sus preferencias
hacia el teatro, aunque más tarde llega a apreciar los méritos
impares del Don Juan, y hasta intentará una imitación.
El mismo Amunátegui apunta que "este ingenioso análisis
fue causa de que Bello releyera el drama de Byron [Marino Faliero],
y de que concibiera la idea de traducirlo libremente, y arreglado
al teatro español." No concluyó la tarea,
abrumadora seguramente por otras más urgentes aunque no más
importantes. Por las notables diferencias que con el texto original
presenta el fragmento rescatado de su papelería, parecí
indudable que Bello intentó una adaptación, o recreación,
como era su costumbre.
Más importantes aún que esta traducción del
artículo de Bulwer para fijar una orientación crítica,
son los trabajos originales que Bello publica en este período.
Uno de los más importantes es el comentario de las Leyendas
españolas que edita Mora en París, 1840, y en
cuyo prólogo el inquieto gaditano sienta su posición
frente a la polémica entre clásicos y románticos:
Mora censura allí a los fanáticos de ambos bandos
y sostiene la libertad del creador, por encima de reglas y doctrinas,
de escuelas o polémicas literarias. En su comentario, que
se publicó en El Araucano del 27 de noviembre de 1840,
Bello señala la originalidad de este tipo de composiciones
narrativas ("nos parece nuevo en castellano") y
establece al mismo tiempo su vinculación con el Beppo
y el Don Juan, de Byron. Su elogio es importante no sólo
porque revela que el resquemor dejado por la polémica con
Mora en 1831 se ha borrado del todo, sino porque indica las preferencias
del crítico caraqueño por un cierto tipo de poema
narrativo en que se une a la perfección métrica y
habilidad del verso, una adecuada mezcla de lo sublime y de lo cómico,
de lo familiar y de lo elevado. Ya en su exilio londinense se había
acercado Bello a este tipo de narración al traducir el Orlando
Innamorato, de Berni; ahora en Chile, acicateado sin duda por
el ejemplo de Mora y con el modelo insuperable de la nueva forma
de épica moderna que ofrece el Don Juan, Bello intentaría
componer una narración, El proscripto, que habría
de quedar lamentablemente inconclusa por motivos que aquí
no se pueden estudiar. Que el tema de la épica moderna le
preocupaba, se advierte en otro artículo, que dedica a La
Araucana, de Ercilla (5 de febrero de 1841) y en que señala
la imposibilidad de introducir hoy día la maquinaria de la
Jerusalén libertada. Elogia en cambio a Walter Scott y a
Byron por haber hecho sentir "el realce que el espíritu
de facción y de secta es capaz de dar a los caracteres morales,
y el profundo interés que las perturbaciones del equilibrio
social pueden derramar sobre la vida doméstica".
También se pronuncia en este artículo (verdaderamente
capital para situar su pensamiento crítico anterior a las
polémicas) sobre la lírica española de su tiempo.
Aunque elogia a los clásicos, y sobre todo a Garcilaso y
Luis de León, señala la decadencia de escuelas posteriores.
Su opinión es muy precisa: "... exceptuando los romances
líricos y algunas escenas de las comedias, son raros, desde
el siglo XVII en la poesía castellana, los pasajes que hablan
el idioma nativo del espíritu humano. [...] Corneille
y Pope pudieran ser representados con tal cual fidelidad en castellano;
pero ¿cómo traducir en esta lengua los más
bellos pasajes de las tragedias de Shakespeare, o de los poemas
de Byron?" No puede extrañar a nadie que este mismo
Bello elogie poco después desde El Araucano una edición
montevideana de Larra (15 de setiembre de 1841), de ese Larra que
un año después esgrimirá Sarmiento para ridiculizar
a los chilenos, o que dedique un artículo a comentar los
Romances históricos, del duque de Rivas (14 de enero
de 1842), en que se aplaude a este poeta y también, de paso,
a José Zorrilla; se aprovecha la oportunidad para censurar
al neoclásico Hermosilla; se destaca el Jocelyn, de
Lamartine; en una palabra, se defiende a la nueva escuela romántica
española.
Como una contraprueba de esta posición francamente favorable
a la estética romántica que va revelando Bello en
los meses que preceden al estallido de las polémicas, podría
invocarse el análisis del Juicio crítico de los
principales poetas españoles de la última era,
por José Gómez de Hermosilla, que publicó Salvá
en París, 1840, y al que Bello dedica cuatro artículos
de El Araucano (5 y 12 de noviembre, 3 de diciembre de 1841,
y 22 de abril de 1842). Hermosilla era uno de los defensores más
empecinados de la reacción neoclásica. Su crítica
de observación menuda y anquilosada, tenía aún
enorme influencia en los círculos conservadores de España
y de la América hispánica. Aunque en sus clases Bello
recomendaba el Arte de Hablar del crítico español,
no dejaba de oponer reparos a sus concepciones estéticas
y a sus juicios críticos. Pero es en los cuatro artículos
que le dedica ahora donde se ve mejor su discrepancia profunda con
el célebre retórico. En el primero de los artículos
se encuentra una definición que ya se ha hecho famosa: "En
literatura, los clásicos y los románticos tienen cierta
semejanza no lejana con lo que son en la política los legitímistas
y los liberales. Mientras para los primeros, es inapelable la autoridad
de doctrinas y prácticas que llevan el sello de la antigüedad,
y el dar un paso fuera de aquellos trillados senderos es rebelarse
contra los sanos principios, los segundos, (en su conato por emancipar
el ingenio de las trabas inútiles, y por lo mismo perniciosas,
confunden a veces la libertad con la más desenfrenada licencia.
La escuela clásica divide y separa los géneros con
el mismo cuidado que la secta legitimista las varias jerarquías
sociales: la gravedad aristocrática de su tragedia y su oda,
no consiente el más ligero roce de lo plebeyo, familiar o
doméstico. La escuela romántica, por el contrario,
hace gala de acercar y confundir las condiciones: lo cómico
y lo trágico se tocan, o más bien, se penetran íntimamente
en sus heterogéneos dramas: el interés de los espectadores
se reparte entre el bufón y el monarca, entre la prostituta
y la princesa; y el esplendor de las cortes contrasta con el sórdido
egoísmo de los sentimientos que encubre, y que se hace estudio
de poner a la vista con recargados colores. Pudiera llevarse mucho
más allá este paralelo; y acaso nos presentaría
afinidades y analogías curiosas. Pero lo más notable
es la natural alianza, del legitimismo literario con el político.
La poesía romántica es de alcurnia inglesa, como el
gobierno representativo, y el juicio por jurados. Sus irrupciones
han sido simultáneas con las de la democracia en los pueblos
del mediodía de Europa. Y los mismos escritores que han lidiado
contra el progreso en materias de legislación y gobierno,
han sustentado no pocas veces la lucha contra la nueva revolución
literaria, defendiendo a todo trance las antiguallas autorizadas
por el respeto supersticioso de nuestros mayores; los códigos
poéticos de Atenas y Roma, y de la Francia de Luis XIV. De
lo cual, tenemos una muestra en don José Gómez Hermosilla,
ultramonarquista en política, y ultraclásico en literatura".
La posición ecléctica de Bello, a igual distancia
de los excesos de ambas escuelas en pugna, resulta irrefutablemente
indicada en ese texto, uno de sus más luminosos. Por sí
solo basta para despejar todo el malentendido en cuanto a su verdadera
posición estética. Lo importante es que ha sido escrito
y publicado en vísperas de la polémica de 1842 en
la que su nombre aparecería indisolublemente unido al de
retóricos como Hermosilla en la argumentación apasionada
pero inexacta de Sarmiento. El texto citado tiene otro valor complementario:
demuestra que Bello ya conoce la doctrina dramática de Víctor
Hugo tal como aparece expuesta en el largo prefacio de Cromwell
(1826) y en el más incisivo de Hernani (1830).
Algunas frases de Bello así lo indican. La vinculación
entre la actitud polémica de clásicos y románticos
con la de legitimistas y liberales había sido adelantada
por Hugo, que en un lado escribe: "Il y a aujourd'hui l'ancien
régime littéraire comme rancien régime politique"
(Cromwell), y en otro insiste: "Le romantisme, tant
de fois mal definí n'est á tout prendre et c'est la
sa définítion réelle, si l'on ne l'envisage
que sous son cote militant, que le libéralisme en líttérature".
{Hernani). Sería fácil relevar otras semejanzas
ya que es evidente, por ejemplo, que al resumir los caracteres del
drama romántico Bello tiene en cuenta no sólo la práctica
sino la doctrina expuesta en los prefacios citados. Esta semejanza
parcial no debe hacer olvidar que Bello no adhiere a Hugo sin reservas.
Su actitud es la de quien conoce la doctrina pero no comparte ciegamente
sus excesos.
UNA COSECHA POÉTICA
La obra lírica que realiza Bello en este período,
aunque escasa y hasta algo indecisa, contribuye sin embargo a confirmar
esta nueva perspectiva de su juicio crítico. Son años
de producción reticente pero al mismo tiempo resultan fecundos
para el desarrollo interior de su poesía. Al asentarse sólidamente
su visión del conflicto que separa a clásicos y románticos,
al aceptar con mesura muchos de los postulados de la nueva escuela,
al recoger en buena medida la enseñanza de Byron y de Hugo,
Bello moldea hondamente su visión creadora y prepara la considerable
cosecha lírica de los años posteriores a 1842. De
la docena de poemas que escribe en esa larga década (el número
no es demasiado preciso) hay uno que tiene particular relieve para
este trabajo. Me refiero al Canto elegiaco que compone en
1841 con motivo del incendio de la iglesia de la Compañía
de Jesús en Santiago, ocurrido en la noche del 31 de mayo.
Un mes y medio más tarde aparecía un folleto anónimo
que contenía el canto. Todos sabían que el autor era
Bello.
Aunque sobreviven en el poema algunos procedimientos neoclásicos,
aunque no falte la prosopopeya (la torre de la iglesia cae envuelta
en llamas y en elocuentes palabras se despide de la patria y de
Santiago); aunque atraviesa la composición ese aliento patriótico
que es de cuño tan quintanesco, estas notas resultan al cabo
accidentales. Domina la obra en cambio la dicción romántica;
es romántica la imaginería que penetra sus versos
y los ilumina desde dentro. Ya en la primera parte, dedicada sobre
todo a la descripción del incendio y de su trabajo devorador,
inserta Bello la horrible imagen de un espíritu que parece
atizar el fuego y gozarse en él. En las partes III y IV,
superada ya la prosopopeya de la torre, resuena más claramente
la nueva voz. La visión de la luna asomada a las ruinas,
todavía encendidas por un último rescoldo, es introducida
por medio de un movimiento del verso en que la imagen y el ritmo
revelan un ejercicio romántico y en que la intuición
del poeta, atizada por la ocasión, reclama sus más
prestigiosas figuras a la imaginería romántica.
Entre la vasta rüina
tal vez despierta y se encumbra
llamarada repentina,
que fantástica relumbra,
y todo el templo ilumina.
Mas otra vez se adormece
y solamente la luna,
cuando entre nubes parece,
sobre el arco y la coluna
luminosa resplandece.
Y con pasmado estupor,
reciben nave y capilla
este tan nuevo esplendor,
lámpara sola que brilla
ante el Arca del Señor.
Y ya, si no es el graznido
de InFelice ave nocturna
que busca en vano su nido,
o del muro taciturna
algún lánguido gemido,
o las alertas vecinas,
o anunciadoras campanas
de las preces matutinas,
o la lluvia que profana
las venerables ruinas.
Y bate la alta muralla,
y los sacros pavimentos,
triste campo de batalla
de encontrados elementos;
todo duerme, todo calla.
A pesar de algún ripio que se le desliza entre los dedos
(el "pasmado estupor" del verso 151, por ejemplo) y a
pesar de que el tema de las ruinas tuvo también su auge en
la poesía neoclásica, ya predomina el movimiento de
la nueva poesía, de ritmos menos simétricos, de musicalidad
menos cortante, más blanda y asordinada. Si aquí la
sensibilidad parece más enternecida y la factura misma del
verso revela una dicción capaz de conmoverse más hondamente,
en la cuarta parte del poema esa sensibilidad y esa dicción
progresan hacia una mayor expresión romántica. Es
imposible seguir ahora paso a paso esa adecuación del poeta
a los nuevos ritmos, a la nueva dicción, a la nueva voz.
Si el poema parece hoy tan resonante de los ecos de la poesía
del sepulcro y de las horribles visiones fúnebres del goticismo
romántico, ¿qué impresión causó
en sus contemporáneos? Hay una crónica que preserva
para nosotros la primera fresca impresión de los lectores
de 1841. Fue publicada en El Mercurio, de Valparaíso,
el 15 de julio. Después de señalar que el autor del
poema es Bello y de elogiarlo en general, reconoce precisamente
esos rasgos románticos que hoy parecen tan importantes: "Mas
lo que es digno de notarse porque en ello muestra el desapego del
autor a las envejecidas máximas del clasicismo rutinario
y dogmático es la clase de metro que, para asunto tan grave
y melancólico, ha escogido, y que en tiempos atrás
sólo se usaba para la poesía ligera". El
articulista podría haber invocado aquí el precedente,
por tantos conceptos, oportunos, de Jorge Manrique en sus famosas
coplas. Pero no lo hace. Continúa su nota indicando, con
cita puntual de algunos versos, los numerosos pasajes que le parecen
destacables y resume su opinión con un elogio amplio. Lo
que da interés muy singular a este artículo (que por
otra parte no pretende ser un análisis crítico a fondo)
es la claridad con que ya reconoce en el canto, elegiaco la nueva
forma poética y la seguridad con que ubica a Bello entre
los que manifiestan desapego a las envejecidas máximas del
clasicismo. El mérito de esta observación queda realzado
al averiguarse que el autor del artículo es nada menos que
Domingo Faustino Sarmiento.
Por sí solo, este artículo bastaría para demostrar
hasta qué punto el impulso polémico arrastró
en 1842 a Sarmiento a ofrecer una imagen de Bello que él
mismo sabía falsa. Pero un análisis menudo de las
polémicas y de las contradicciones entre lo que .realmente
se dijo en ellas y lo que se recogió luego en los Recuerdos
de Sarmiento o de Lastarria, permitiría aún mayores
sorpresas. No es éste el lugar para hacerlo. Aquí
basta con detenerse en el mismo umbral de 1842. Todos los testimonios
que este trabajo ha invocado permiten demostrar que en las vísperas
mismas de la polémica Bello conocía perfectamente
a los más importantes autores del romanticismo europeo y
americano; que llevaba su interés por la nueva escuela hasta
repetir muchos de sus argumentos contra las viejas teorías
dramáticas o contra los retóricos hermosillescos;
que no vacilaba en aumentar con sus traducciones y adaptaciones
la fama de Alexandre Dumas o de lord Byron; que incluso en su obra
poética revelaba huellas muy claras de la influencia romántica.
Pero estos mismos testimonios demuestran que Bello no fue nunca
un fanático. En una lucha que entonces dividía el
mundo literario de Europa, Bello no tomaba partido por una sola
escuela. Como nombre auténticamente libre y maduro veía
los excesos de ambas. Por eso traducía Byron sin dejar de
venerar a Virgilio. Desde la altura de sus setenta años dominaba
un enorme panorama."
EMIR RODRÍGUEZ MONEGAL
PARÍS
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