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"La retórica de Quiroga"
En: Separata del Boletín de
Literatura Argentina de la Facultad de Filosofía y Humanidades.
Año 1, nº 2, 1966. 25 p.
"Yo sostuve, honorable tribunal,
la necesidad en arte de volver a la vida cada vez que transitoriamente
aquél pierde su concepto; toda vez que sobre la finísima
urdimbre de la emoción se han edificado aplastantes teorías.
Traté finalmente de probar que así como la vida no
es un juego cuando se tiene conciencia de ella, tampoco lo es la
expresión artística".
La publicación de Los desterrados (1926) marca el
apogeo de la carrera de Horacio Quiroga pero también señala
el comienzo de una declinación que no es sólo de su
arte (fresco aun a fines de esta década) sino de su propias
fuerzas vitales y de su cotización en el mercado bonaerense.
Es verdad que en torno de su figura taciturna siguen reuniéndose
otras ya consagradas así como nuevos valores; aún
es maestro para muchos. Para certificar esa posición, la
Editorial Babel organiza un homenaje preparado con gran tino publicitario
por Samuel Glusberg. Se exponen primeras ediciones de sus obras
y se edita un número especial de la revista Babel
(noviembre de 1926) en que se recogen comentarios y testimonios,
notas y recuerdos personales, crónicas bibliográficas
y estudios críticos. Allí colaboran Leopoldo Lugones,
Payró, Alberto Gerchunoff, Benito Lynch, Capdevila, Rafael
Alberto Arriefa, Alfosina Storni. Hay poemas de Juana de Ibarbourou
y Fernández Moreno; un largo trabajo de Ernesto Montenegro
(que ya había aparecido en inglés en el New York Times);
opiniones de Gálvez, Armando Donoso, Giusti, Arturo Marasso,
Juan Torrendell; humoradas de Félix Lima, Luis García
y Rodolfo Romero; caricaturas de Cao (muy cómica), de Centurión
(la imagen grave y meditabunda que ha predominado), de Norah Lange
(una cruza de ángel y rabino), de J. Hohmann (Robinson en
su taller); fotografías que detallan su metamorfosis desde
la época de la bohemia heroica del Consistorio del Gay Saber
(1900) hasta la serena pose de maestro. El ejemplar es hoy rareza
bibliográfica. Mirándose en el espejo de este número
de Babel Quiroga podía creer en una apoteosis.
Ya están en el aire, sin embargo, las señales de
un cambio. Hace algún tiempo que se está anunciando
una nueva generación cuya figura clave será Jorge
Luis Borges. En 1924 el movimiento se concentra en una publicación
de vanguardia que utiliza el mismo titulo de otra revista anterior,
de carácter político, para expresar simultáneamente
la doble inquietud por un pasado argentino útil y la apasionada
devoción a lo siempre actual. Dirigido sobre todo por Evar
Méndez, el nuevo Martín Fierro (1924/ 1927)
habría de convertirse en el órgano visible de la generación
emergente. Contemplada hoy con la perspectiva de los años,
la calidad de sus colaboradores resulta heterogénea, como
lo han reconocido hasta quienes participaron con todo fervor juvenil
en la empresa. Pero las virtudes estratégicas de la revista
fueron altas. Además de servir de vehículo a la producción
de los jóvenes, permitió revisar algunos valores literarios
del ambiente y exaltar las figuras más creadoras de la vanguardia
europea y americana. Sus colaboradores querían estar al día
y en ese afán llegaron a extremos que hoy resultan algo cómicos.
En el repaso de los valores locales utilizaron sobre todo la sátira
y la caricatura desde una terrible sección de Epitafios que
ponía en verso la benemérita cachada rioplatense.
Pero también se valieron del silencio más empecinado
como arma de combate. Así, mientras atacaban directamente
a Gálvez por su realismo de mal gusto, o a Lugones por su
oficialismo, también desvalorizaron sutilmente a narradores
como Payró, Quiroga y Lynch por el método de la omisión.
Aunque Martín Fierro se publicó en el lapso
en que Quiroga edita dos nuevos libros de cuentos (El desierto,
1924, Los desterrados, 1926) y en que la empresa española
Calpe difunde una importante antología de sus relatos (La
gallina degollada, 1925) es inútil buscar en la colección
de la revista la menor referencia a esos tres libros capitales.
Las únicas menciones de Quiroga que hay en los 45 números
de Martín Fierro son menores y de índole satírica.
Una vez (Nº 16, mayo 5, 1925) se le atribuye como próximo
libro, Dónde vas con el bulto apurado..., que se subtitularía,
"Cuentos del Otro Landrú". El epigrama no
es grave y se limita a jugar simultáneamente con su aspecto
físico y su difundida reputación de tombeur de
femmes. Otra vez (Nº 31, julio 8, 1926) se le atribuye
un apócrifa frase célebre: "El que escupe
en el suelo es un mal educado", en que también parece
esconderse sobre todo una alusión a sus modales algo bruscos
y sumarios. La tercera y última mención que he registrado
(N9 Í3, agosto 15, 1927) es un Epitafio que firma
Luis García:
Escribió cuentos dramáticos
Sumamente dolorosos
Como los quistes hidáticos.
Hizo hablar leones y osos
Caimanes y jabalíes.
La selva puso a sus piés
Hasta que un autor inglés
(Kipling) le puso al revés
Los puntos sobre las íes.
Este tipo de chiste no indica generalmente enemistad personal.
Los autores de esta sección de la revista eran capaces de
ir mucho más lejos y tampoco vacilaban en atacarse entre
si. Hay mas epitafios sobre o contra Borges (por ejemplo) que contra
cualquier enemigo del grupo. Lo que estas bromas implican es un
reconocimiento paradójico de la existencia de Quiroga. Hay
que lamentar, sin embargo, que este reconocimiento burlesco no estuviera
acompañado del estudio de su obra. Evidentemente, el grupo
de Martín Fierro no se interesaba por ella. Hay un
testimonio posterior que me interesa invocar ahora. Hace bastantes
años, en mi primer encuentro con Borges en 1945, le pregunté
qué pensaba de Quiroga. Su repuesta me trajo un eco del Epitafio
de Luis García: "Escribió los cuentos
que ya había escrito mejor Kipling", me dijo con
su habitual estilo epigramático. A pesar de mi admiración
por Borges sentí en ese momento la injusticia de su juicio
aunque no me animé a refutarlo. Tardaría algunos años
en darme cuenta de que la frase contiene más un juicio sobre
Borges que sobre Quiroga. Lo que ella realmente muestra es la actitud
del grupo martinfierrista que sólo veía lo externo
de la obra de Quiroga.
Este punto de vista reaparece en la nota con que la revista Sur
creyó necesario acompañar una página escrita
con motivo de la muerte de Quiroga. Allí se declara: "Un
criterio diferente del arte de escribir y el carácter general
de las preocupaciones que creemos imprescindibles para la nutrición
de ese arte nos separaban del excelente cuentista que acaba de morir
en Buenos Aires. Como testimonio de respeto a su memoria, en un
país donde sólo atreverse a tener ideas y expresarles
en términos de belleza implica un heroísmo, transcribimos
hoy las palabras pronunciadas por Ezequiel Martínez Estrada
frente al cuerpo de Horacio Quiroga". La reserva y hasta
la reticencia crítica de esta presentación son ejemplares.
No corresponde censurarlas porque expresan, lealmente, una discrepancia
de orden estético. Pero su valor como índice de una
actitud sí merece subrayarse. Son el mejor epitafio de la
literatura triunfante entonces: epitafio para Quiroga en febrero,
1937; epitafio para los que la escribieron.
Pero lo que me interesa explorar ahora no es esta vieja polémica
sino el efecto que tuvo en el creador misionero. No hay sentimiento
más oscuro de impotencia que el del escritor que descubre,
después de haber triunfado, que una nueva generación
marcha por otros rumbos. Durante un tiempo el sentimiento de vacío
y de fracaso es vergonzante; no se atreve a manifestarse ni en el
secreto de una anotación íntima, de una carta. Luego
empieza a asomar en alusiones laterales, en una búsqueda
(por lo general hipócrita para sí mismo) de motivos
y racionalizaciones que escamotean la verdad. Sólo al fin
se manifiesta e irrumpe en quejas. En Quiroga se puede seguir completo
ese proceso que lleva años y que coincide con una declinación
física que terminará paralizando las fuentes mismas
de la creación.
Es importante subrayarlo. Quiroga vivía en buena parte de
su pluma. El triunfo de una nueva promoción literaria cuyos
gustos iban a contrapelo de su arte y cuya prédica iba ganando
terreno día a día, era algo más que un motivo
de escozor literario. Era una seria amenaza. Porque si su público
llegase a cambiar y orientarse hacía otros autores, Quiroga
encontraría afectado su precarísimo equilibrio económico.
De ahí que al cabo se produzca en él una reacción
polémica. De joven supo pasar por alto muchos ataques a sus
libros; entonces había aprendido a aguantar a pie firme la
hostilidad y la burla. Pero ahora se trata de otra cosa. El escritor
que depende de la existencia de un mercado para sus cuentos está
obligado a defender su posición. Una serie de artículos
críticos, declaraciones y hasta decálogos, surgen
de su pluma. Quiroga se vuelca a la crítica para convertir
la reflexión sobre su arte en instrumento de defensa y ataque.
No es un crítico ni pretende serlo pero como necesita defenderse,
sale a discutir los fundamentos retóricos del cuento. A diferencia
de muchos que teorizan antes de crear algo que valga realmente la
pena, Quiroga sólo se pone a hacerlo cuando ya tiene tres
décadas de empecinada experiencia literaria a sus espaldas.
Lo que entonces dice, presionado por las circunstancias, tiene un
interés inmediato. Aunque leídos hoy, a más
de treinta años de distancia, algunos de sus textos tengan
además el mérito adicional de integrarse en una verdadera
retórica del cuento.
Hay que marcar por lo menos tres etapas, a veces coexistentes,
en esta inquisición que va de 1924 a 1930. La primera está
destinada a manifestar, al margen de toda polémica, su insatisfacción
con el mercado literario bonaerense de los años veinte. Dedicará
sendos artículos a señalar algunas de sus falacias
y denunciará prácticas negativas. Existe entonces
una industria del cuento que tiene su base en las revistas literarias
y en los suplementos dominicales de los periódicos de gran
circulación. El la conoce bien y la ha alimentado durante
años. En consejos orales a los jóvenes escritores
se ocupó siempre de alertarlos, de "hacernos buenos
luchadores en el gremio" según recordaba posteriormente
Enrique Amorim. En un artículo que titula La profesión
literaria (enero 6, 1928), Quiroga historia las condiciones
del trabajo intelectual en el Río de la Plata y señala
que sólo a partir de 1893 empezó a ser retribuido
regularmente; que los escritores más cotizados hacia 1895
eran Rubén Darío, Roberto J. Payró y Leopoldo
Lugones, que recibían (cuando algo recibían) alrededor
de quince pesos por un cuento o un poema; que más tarde los
escritores populares (un Martínez Zuviria) llegaban a percibir
en 1921 una renta anual de dieciocho o veinte mil pesos; que sólo
el popularísimo Manuel Gálvez o un Enrique Larreta
podían aspirar a tiradas de cuarenta mil ejemplares; que
un escritor famoso aunque no popular vendía apenas dos mil
ejemplares. La colaboración en diarios y revistas sigue normas
similares, según Quiroga: "Yo comencé a escribir
en 1901. En ese año La Alborada de Montevideo me pagó
tres pesos por una colaboración. Desde ese instante, pues,
he pretendido ganarme la vida escribiendo. Al año siguiente
y ya en Buenos Aires, El Gladiador me retribuía con
quince pesos un trabajo, para alcanzar con Caras y Caretas,
en 1906, a veinte pesos. SÍ no la edad de piedra, como Lugones,
Payró y Darío, yo alcancé a conocer la edad
de hierro de nuestra literatura. (...) Durante los veintiséis
años que corren desde 1901 hasta la fecha yo he ganado en
mi profesión doce mil cuatrocientos pesos. Esta cantidad
en tal plazo de tiempo corresponde a un pago o sueldo de treinta
y nueve pesos con setenta y cinco centavos por mes. (...) Vale decir
que si yo, escritor dorado de ciertas condiciones y de quien es
presumible creer que ha nacido para escribir, por constituir el
arte literario su notoria actividad mental, quiere decir entonces
que si yo debiera haberme ganado la vida exclusivamente con aquélla,
habría muerto a los siete días de iniciarme en mi
vocación, con las entrañas roídas. El arte
es, pues. un don del cielo; pero su profesión no lo es".
En un artículo anterior, mucho menos interesante del punto
de vista crítico, La bolsa de los valores literarios (enero
4, 1924), Quiroga se refirió en broma a la cotización
de los autores y al peligro de un crack de valores estéticos.
Lo que allí dice refleja ya una preocupación que por
esa fecha empieza a hacerse explícita: le parecía
advertir que sus producciones no eran solicitadas con el mismo ardor,
temía (se advierte) que el mercado ya estuviera saturado.
Pero no sólo preocupaciones de orden económico asaltan
su espíritu En otro artículo del mismo período
(La crisis del cuento nacional, marzo 11, 1928) discute con
toda lucidez las limitaciones de formato que pretenden imponer ahora
los directores de revistas y páginas literarias; se refiere,
sobre todo, a la exigencia de escribir novelas cortas. Desde el
punto de vista del mercado, la palabra novela resulta más
vendible. De ahí que entre 1917 y 1941 se haya podido registrar
en la Argentina la aparición de una cantidad de publicaciones
periódicas destinadas a difundir, en ediciones semanales,
quincenales o mensuales, cuadernillos que contenía una sola
"novela". Así pueden mencionarse: La
novela semanal (1917), La novela para todos (1918), La
novela de hoy (1918), La novela del día (1918),
La novela cordobesa (1919), La novela elegante (1919),
Novela nacional (1920), Novela de la juventud (1920),
La novela universitaria (1921), La novela femenina
(1921), La novela de bolsillo (1921), La novela argentina
(1921); La novela porteña (1922), Mi novela (1924),
La mejor novela (1928), La novela popular (1938),
Nuestra novela (1941). La popularidad de estas colecciones fue
enorme y dominó por completo el mercado hasta el punto de
que en el mismo período sólo se publicó una
colección dedicada a difundir cuentos; El cuento ilustrado
(1918) que dirigía precisamente Horacio Quiroga.
No es extraño que ante la invasión de "novelas",
Quiroga haya creído necesario analizar el problema del punto
de vista estético. Su trabajo no tiene pretensiones retóricas;
sin embargo se apoya en una experiencia literaria de tres décadas,
lo que le permite señalar con suficiente precisión
las diferencias básicas entre cuento, novela corta (o sea,
nouvelle, aunque él no usa esta expresión técnica)
y novela propiamente dicha. Es evidente que para Quiroga la felicidad
y el coraje de contar residen principalmente en el cuento corto,
el que está más cerca del prototipo oral de toda narración
literaria. Apoyado en la evocación de un cuenco de Tolstoi
va a definir las condiciones básicas del cuentista: sentir
con intensidad, atraer la atención y comunicar con energía
los sentimientos.
Para él, el cuento es "el vehículo exclusivo
de la intensidad; de ahí la necesidad de un estilo "sobrio
y conciso", con lo que se llega al "cuento corto, que
es el cuento de verdad". La definición se completa
con este comentario: "El cuentista nace y se hace. Son innatas
en él la energía y la brevedad de la expresión;
y adquiere con el transcurso del tiempo la habilidad para sacar
el mayor partido posible de ellas". También señala,
lo que es muy importante, que esa dimensión del cuento corto
perfecto no la puede alcanzar quien tenga temperamento de novelista;
en apoyo de su tesis, menciona el caso de Tolstoi, de Dostoyevski,
de Zola, de Conrad, ejemplos de grandes novelistas que fracasan
en el cuento corto. A estos nombres opone los de cuentistas (Bret
Harte, Maupassant, Chejov, Kipling) que no han conseguido expresar
más "en la media tinta de sus novelas que en el aguafuerte
de sus cuentos". A esta segunda lista cabría incorporar
su propio nombre. De allí pasa Quiroga a referirse a la diferencia
entre el cuentista y el novelista y llega a esta definición:
"El cuentista tiene la capacidad de sugerir más de
lo que dice. El novelista, para un efecto igual, requiere mucho
más espacio. Si no es del todo exacta la definición
de síntesis para la obra del cuentista, y de análisis
para la del novelista, nada mejor puede hallarse. La extensión
de 3.500 palabras, equivalentes a doce o quince páginas de
formato común, puede considerarse más que suficiente
para que un cuentista se desenvuelva en ellas holgadamente. Los
más fuertes relatos conocidos no pasan de esa extensión".
Afirmado esto, insinúa su objeción a quienes piden
que un cuento se dilate más allá de lo necesario:
"Y si no es posible poner límites a la concepción
de un cuento, ni juzgar de su eficacia por el número de sus
líneas, se puede, en cambio, exigir que un relato, evidente
y visiblemente concebido para ocupar breves páginas, no alcance
a una extensión triple de la que requiere su condición".
Luego de lo cual establece en forma más clara el origen de
sus objeciones: "Desde algunos años atrás
las publicaciones diarias y periódicas solicitan con empeño
altamente honroso novelas breves. No cuentos: novelas breves. La
razón de esta exigencia debe verse, no en el alto concepto
que del genero tengan las publicaciones, sino en la decorativa ostentación
de arte que se consigue ofreciendo dos, tres o cuatro novelas -la
palabra tiene un gran prestigio- en un solo ejemplar".
De esta consideración industrial, pasa Quiroga a una retórica:
"Pero la novela breve, desiderátum del arre narrativo,
cuando logra aunar a la intensidad del cuento, el 'acabado' de la
novela larga, es una cosa extremadamente difícil, y lograrla
una vez por año o una sola vez en la vida, colma ya con creces
las aspiraciones de un honrado autor. Y no es posible entonces que
semana tras semana podamos gozar de quince o veinte novelas breves
que merezcan el nombre de tales, fuera del título. En casi
todos los casos se trata de simples cuentos, eficacísimos
tal vez, de haber tenido breves páginas, pero fatigantes
al exceso por la extensión a que ha debido llevarlos el autor,
forzado por las exigencias del órgano en que escribe. En
un cuento diluido, como en un perfume muy licuado, no se percibe
ya la intensidad esencial que constituía su virtud y su encanto".
Es evidente que Quiroga resuella aquí por la herida. Lo
que dice importa sobre todo como expresión de una crisis
motivada en su arte por las exigencias del mercado literario. Por
eso el artículo remata con una breve evocación de
sus experiencias en Caras y Caretas, en la época en
que era secretario de redacción el temible Luis Pardo para
el que nunca un cuento era lo suficientemente conciso. El pasaje
es imponente. Interesa ahora subrayar su valor confesional: las
quejas de Quiroga son en buena parte una protesta personal contra
los gustos de un mercado literario en que el cuento corto (al revés
de lo que pasaba en la época de su iniciación bonaerense)
ya no tiene la misma acogida. Pero es posible registrar también
otra nota distinta y nueva en sus quejas. Aparece sobre todo en
los artículos que tienen que ver más directamente
con la existencia de una nueva estimativa literaria. Dos de ellos
trasmiten su preocupación, su pena y hasta su encone ante
un grupo literario que (como todos los nuevos) lo niega sin tomarse
el trabajo de leerlo siquiera. Su artículo sobre La retórica
del cuento (diciembre 21, 1928) evidencia ya un tono apologético
que falta por completo en el artículo que analice arriba.
En éste, Quiroga ataca seguro de su posición; en el
nuevo se pueden reconocer ya las primeras señales de una
inseguridad. Hay repetidas alusiones a su técnica envejecida.
Llega a referirse a "una nueva retórica"
y aclarar: "No soy el primero en expresar así los
flamantes cánones. No está en juego en ellos nuestra
vieja estética, sino una nueva nomenclatura". La
distinción es defensiva; también lo es una frase anterior
en que se refiere a la necesidad de una nueva "fórmula
eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada
que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas".
En la conclusión se reafirma en sus trece: "En cuanto
a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato,
creo sinceramente que es tarde ya para perderla. Pero haré
cuanto esté en mi para no hacerlo peor". La ironía
con que escribe y la insistencia caricaturesca de ciertos adjetivos
("flamantes cánones", "nuestra vieja
estética", "forma ya desusada",
"tan pobre éxito", "nuestras viejas
horas", "mi desventajosa manía"),
no disimulan sin embargo la radical preocupación. Pero si
el tono es sutilmente apologético, al mismo tiempo Quiroga
reafirma en la parte central del artículo su concepto del
cuento, como se verá luego. En otro artículo de esos
mismos años (Ante el tribunal, noviembre 11, 1930)
se advierte aún mejor la actitud apologética. Quiroga
se siente juzgado y condenado por una nueva promoción. Exagera
irónicamente su edad ("cuando yo era joven y no el
anciano decrépito de hoy", declara a los 52 años);
apunta que nada le han servido sus heridas en la lucha literaria,
"cuando batallé contra otro pasado y otros yerros
con saña igual a la que se ejerce hoy conmigo";
pero tampoco la nota plañidera es la única ya que
a su vez Quiroga devuelve golpe por golpe, ejerce la denuncia y
la ironía contra los jóvenes iconoclastas del ultraísmo.
Así insinúa a contrapelo que lo juzgan sin conocer
toda su obra ("no creo que el tribunal que ha de juzgarme
ignore totalmente mi obra. Algo de lo que he escrito debe haber
llegado a sus oídos"); se refiere a este juicio
como a una lotería "cuyas ganancias se han repartido
de antemano los jóvenes" y en lo que se le concederá
apenas un "minúsculo premio por aproximación";
denuncia al pasar la frivolidad de la empresa en que están
embarcados los nuevos ("este empeño en reemplazar
con humoradas mentales la carencia de gravidez emocional")
con lo que acusa recibo a la distancia de las burlas y epitafios
martinfierristas, y adelanta una falsa nota de desaliento ("Debo
abandonar todas las ilusiones que puse un día en mi labor"),
lo que le permite rematar el articulo con una irónica esperanza:
los jóvenes de hoy "dentro de otros treinta años
-acaso menos- deberán comparecer ante otro tribunal que juzgue
de sus muchos yerros". La previsión de Quiroga se
cumplió a los veinticinco años justos. El grupo de
revisionistas que bauticé con el nombre de parricidas en
un libro de 1956, se ha encargado ya de proceder a una demolición
sangrienta de muchos de los valores que en 1930 parecían
nuevos. La profecía se cumplió. Aunque cabe suponer
que sí Quiroga hubiera podido leer muchos de los ataques
parricidas habría encontrado en ellos la misma injusticia
que sufrió en carne propia a manos de las actuales victimas.
Más importante es el tercer grupo de sus artículos
críticos. A través de ocho trabajos examina el narrador
la retórica del cuento, da consejos a los jóvenes
y se expide sobre otras formas narrativas. Una experiencia de más
de veinticinco años se manifiesta concisamente aquí.
La serie se abre con un Manual del perfecto cuentista (abril
10, 1925) en que como viejo prestidigitador, Quiroga explica algunos
trucos del oficio. Máximo Gorki había dicho que la
primera frase es la más difícil de encontrar, ya que
a partir de ella se forma todo el cuento. Ahora Quiroga (que no
cita a Gorki y tal vez ni siquiera conocía su texto), invierte
las cosas y afirma: "Me he convencido de que del mismo modo
que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo
parecería más fácil que hallar la frase final
para una historia que, precisamente acaba de concluir. Nada, sin
embargo, es más difícil". También
sostiene que "las frases breves son indispensables para
finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida"
y propone algunos ejemplos: "Nunca más volvieron
a verse"; "Sólo ella volvió el rostro";
"Y así continuaron viviendo"; e incluso
este otro, más cortante: "Fue lo que hicieron".
También considera la posibilidad de terminar el cuento con
un leit-motiv, por ejemplo: "Silbando entre las pajas,
el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas...
(comienzo). Allá a lo lejos, tras el negro páramo
calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas"
{final).
No se le escapa la dificultad de comenzar bien un relato y recuerda
que "la primera palabra de un cuento (...) debe estar
ya escrita con miras al final". Considera varios comienzos
posibles: exabrupto ("proporciona al cuento insólito
vigor"); oraciones complementarias ("la atención
del lector ha sido cogida de sorpresa, y eso constituye un desiderátum
en el arte de contar"); comienzo en condicional (ejemplo:
"De haberla reconocido a tiempo, el diputado habría
ganado un saludo y la reelección. Pero perdió ambas
cosas"). Asimismo apunta que el comienzo dialogado ha perdido
su interés: "Hoy el misterio del diálogo se
ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastran
todavía; pero si pasan de cuatro, el lector salta en seguida:
"No cansar". Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial
del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable
vida para perderlo de un modo más miserable aún".
En cambio recomienda las viejas fórmulas: "Era una
hermosa noche de primavera..." o el indestructible: "Había
una vez..." Esas frases, según Quiroga, "nada
prometen, ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese,
sin embargo, confiar seguro en su éxito... si el resto vale".
El artículo analiza otros trucs (la palabra está
en francés) y sugiere una cantidad más al futuro practicante
de un arte en que él era maestro. De todos sus consejos es
lícito concluir que ve el cuento corto como una estructura
de concentrado interés que debe agarrar al lector desde el
comienzo, suscitar su curiosidad, incitar su espíritu adivinatorio
y llevarlo hacia un final que no sea previsible aunque esté
en el campo de las posibilidades. Aunque no lo dice aquí
explícitamente, era entonces devoto de los cuentos de efecto,
esos cuentos (a la manera de Maupassant, y antes a la de Poe) que
concluyen con una revelación inesperada. En este artículo
de 1925 está pensando sobre todo en ellos. No porque su arte
se oriente únicamente en este sentido, como han creído
algunos lectores superficiales. Sino porque está escribiendo
para jóvenes narradores, está trasmitiendo los secretos
de un oficio, es decir está hablando como retórico.
Eso es lo que puede trasmitir. Lo otro (la interiorización
que él mismo había llegado a descubrir y practicar)
no puede enseñarse.
En dos artículos ya mencionados aquí (La crisis
del cuento nacional, La retórica del cuento) fundamenta
Quiroga su visión del cuento corto como la forma más
perfecta de la narración literaria. Subraya su eminente cualidad
de síntesis, su intensidad emocional: "En la extensión
sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos
calidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de trasmitir
vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura,
la energía y la brevedad del relato, que la definan".
El tema es retomado y perfeccionado en Ante el tribunal.
Al margen de toda discusión o polémica generacional,
importa el testimonio que aquí presenta Quiroga. Evocando
su caso particular, afirma: "Luché por que no se
confundieran los elementos emocionales del cuento y de la novela;
pues si bien idénticos en uno y otro tipo de relato, diferenciábanse
esencialmente en la acuidad de la emoción creadora que a
modo de corriente eléctrica, manifestábase por su
fuerte tensión en el cuento y por su vasta amplitud en la
novela. Por esto los narradores cuya corriente emocional adquiría
gran tensión, cerraban su circuito en el cuento, mientras
los narradores en quienes predominaba la cantidad, buscaban en la
novela la amplitud suficiente. No ignoraban esto los pasatistas
de mi tiempo, pero aporté a la lucha mi propia carne, sin
otro resultado en el mejor de los casos, que el que se me tildara
de "autor de cuentitos", porque eran cortos. (...)
Luché porque el cuenco (...) tuviera una sola línea,
trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún
obstáculo, ningún adorno o digresión, debía
acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para
el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente
apuntada, parte del arco para ir directamente al blanco. Cuantas
mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo,
no conseguirán sino entorpecerlo. Esto es lo que me empeñé
en demostrar, dando al cuento lo que es del cuento, y al verso su
virtud esencial. (...) Yo sostuve, honorable tribunal, la
necesidad en arte de volver a la vida cada vez que transitoriamente
aquél pierde su concepto; toda vez que sobre la finísima
urdiembre de emoción se han edificado aplastantes teorías.
Traté finalmente de probar que así como la vida no
es un juego cuando se tiene conciencia de ella, tampoco lo es la
expresión artística. Y este empeño en reemplazar
con humoradas mentales la carencia de gravidez emocional, y esa
total deserción de las fuerzas creadoras que en arte reciben
el nombre de imaginación, todo esto fue lo que combatí
por espacio de veinticinco anos, hasta venir hoy a dar, cansado
y sangrante todavía, ante este tribunal que debe abrir para
mi nombre las puertas al futuro, o cerrarlos definitivamente".
Lo que aquí dice Quiroga vale no sólo para explicar
su censura del nuevo arte de trobar de los jóvenes sino para
poner en perspectiva su lucha contra el decadentismo que ahora él
llama pasatismo. Toda su carrera literaria aparece enfocada nuevamente
desde este artículo. Para completar lo que ahora dice redacta
un Decálogo del perfecto cuentista que a pesar de
formulaciones algo rígidas (el estilo revela una ironía
soterrada hacia la misma empresa de condensar en decálogo
una experiencia viva), a pesar de ciertas simplificaciones y hasta
errores, tiene su importancia.
Dice el Decálogo:
I. Cree en el maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como
en Dios mismo.
II. Cree que tu arte es una cima inaccesible. No sueñes
en dominarla. Cuando puedas hacerlo lo conseguirás, sin saberlo
tú mismo.
III. Resiste cuanto puedas la imitación, pero imita si
el influjo es demasiado fuerte. Más que cualquiera otra cosa,
el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV. Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en
el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole
todo tu corazón.
V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra
adonde vas. En un cuento logrado las tres primeras líneas
tienen casi la misma importancia que las tres últimas.
VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde
el río soplaba un viento frío", no hay en lengua
humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una
vez dueño de las palabras no te preocupes de observar si
son consonantes o asonantes.
VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán
cuantas colas adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el
que es preciso, él, solo, tendrá un color incomparable.
Pero hay que hallarlo.
VIII. Toma los personajes de la mano y llévalos firmemente
hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste.
No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les
importa ver. No abuses del lector. Un cuenco es una novela depurada
de ripios. Ten esto por una verdad absoluta aunque no lo sea.
IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala
morir y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla
tal cual fue, has regado en arte a la mitad del camino.
X. No pienses en los amigos al escribir, ni en la impresión
que hará tu historia. Cuenta como si el relato no tuviera
interés más que para el pequeño ambiente de
tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo
se obtiene la vida en el cuento.
Muchas, tal vez demasiadas cosas hay en este Decálogo.
A diferencia del Manual del perfecto cuentista en que aparece
Quiroga sólo preocupado por cuestiones retóricas o
estilísticas, aquí se revela una concepción
del cuento que excede los límites literarios mismos. Ante
todo, porque las cuatro primeras reglas del Decálogo se
refieren al arte en general y no sólo al cuento: creer en
el maestro, aspirar a la cima, resistir a la imitación pero
ceder a ella si es demasiado fuerte, tener fe en la propia capacidad,
son problemas que debe enfrentar y resolver todo artista. Más
específicamente narrativas son las recomendaciones de los
numerales V, VI, VII y VIII. Ellas revelan una vez más la
preocupación de Quiroga por una narración condensada
e intensa, que no se distraiga en adornos estilísticos o
en digresiones descriptivas. Su desdén por las gracias del
estilo lo arrastraba a veces demasiado lejos. Al rechazar toda preocupación
sobre si las palabras son asonantes o consonantes (numeral VI) revela
una debilidad de su estilo sobre la que se han encarnizado por igual
gramáticos y exquisitos. Ya he examinado el punto en un estudio
publicado en Las raíces de Horacio Quiroga (Montevideo.
1961).
Los dos últimos numerales del Decálogo vuelven
a las instrucciones generales, válidas para cualquier forma
artística. El noveno sobre todo interesa porque allí
se concentra explícitamente lo que he llamado en un ensayo
de 1950 la objetividad de su arte: término que ha sido mal
entendido por quienes no advierten que se trata de una objetividad
frente a la materia estética, y de ninguna manera postula
la imparcialidad ética (que es otracosa muy distinta de la
objetividad). Precisamente Quiroga se aleja de la emoción,
como él mismo dice, para recuperarla en el recuerdo creador.
El mismo proceso había sido indicado ya por William Wordsworth
al hablar de la poesía como "emotion recollected
in tranquility". Quiroga llegó a ser supremo maestro
en ese difícil arte.
Hay otros artículos que aportan referencias complementarias
sobre su retórica narrativa. En uno titulado Un recuerdo
(abril 26, 1929) se defiende Quiroga de la imputación
de ser un hombre rico que le ha hecho sin mayor fundamento el crítico
uruguayo Alberto Zum Felde. Aprovecha entonces la oportunidad para
evocar una anécdota de su vida de trabajos y luchas en Misiones,
y como al pasar dice: "Aunque mucho menos de lo que el lector
supone, cuenta el escritor su propia vida en la obra de sus protagonistas,
y es lo cierto que del tono general de una serie de libros, de una
cierta atmósfera fija o imperante sobre todos los relatos
a pesar de su diversidad, pueden deducirse modalidades de carácter
y hábitos de vida que denuncien en este o aquel personaje
la personalidad tenaz del autor".
También es muy importante lo que dice en un artículo
Sobre "El Ombú" de Hudson (julio 28, 1929).
Comenta allí una traducción de dicho libro y censura
al traductor por haber transcripto en jerga regional el diálogo
de los personajes. Parece atinado lo que allí dice sobre
el regionalismo narrativo: "Para dar la impresión
de un país y de su vida; de sus personajes y su psicología
peculiar -lo que llamamos ambiente- no es indispensable reproducir
el léxico de sus habitantes, por pintoresco que sea. Lo que
dicen esos hombres, y no su modo de decirlo es lo que imprime fuerte
color a su personalidad. (...) La jerga sostenida desde el principio
al fin de un relato, lejos de evocar un ambiente, lo desvanece en
su pesada monotonía. No todo en tales lenguas es característico.
Tanto valdría, para determinar a un personaje noruego en
una obra criolla, hacerle expresarse obstinadamente en su idioma
a través de toda la novela. Antes bien, en la elección
de cuatro o cinco giros locales y específicos, en alguna
torsión de la sintaxis, en una forma verbal peregrina, es
donde el escritor de buen gusto a que aludíamos encuentra
color suficiente para matizar con ellos, cuando convenga y a tiempo,
la lengua normal en que todo puede expresarse. Los escritores de
ambiente raramente recurren a la jerga local sostenida. Cuando se
la halla alguna vez nace inmediata la sospecha de que con ella se
traía de disimular la pobreza del verdadero sentimiento regional
en dichos relatos. La determinante psicológica de un tipo
la da su modo de proceder o de pensar, pero no la lengua que usa".
Al referirse al uso de una palabra (pampa) por el autor y
el traductor, demuestra hasta qué punto era sensible a los
rasgos de estilo, cuando estos traducían algo más
que una comezón verbal y se convertían en visiones
de mundo. Dice Quiroga: "Para Hudson, para sus personajes,
para la época misma, la expresión "pampa"
en singular no existía, o por lo menos nada significaba aún.
Es ésta una creación reciente, más política
que geográfica, y a la que la literatura en especial ha prestado
relieve. La pampa es hoy una entidad artística, de tono indefinido,
indefinible, infinito, y cuantas docenas de epítetos misteriosos
quieran adaptársele. Pero en la época de Hudson las
pampas eran una sola cosa: llanuras crudas de aspecto y de vida,
donde dominaban los indios al sur de Buenos Aires. En esos campos
de pasto bruto, blancos de helada en invierno, se desarrollan casi
todos los cuentos de "El Ombú". Las mismas
indiadas son parte principal de esos relatos. Trátase, pues,
real y efectivamente de las pampas anteriores a la conquista del
desierto, y no de la pampa espiritualizada, que por hallarse de
moda seduce al Sr. Hillman". De ahí que Quiroga
concluya que lo que ha hecho el traductor es trocar "una
lengua noble y artística en otra viciada y sin recursos",
es decir ha convertido la lengua literaria de Hudson en jerga.
Por la misma época en un artículo titulado Los
tres fetiches (agosto 19, 1927) arremete contra otras supersticiones
del nacionalismo literario y escribe: "Ni el tango, ni el
quillango, ni la vidala, ni los collas del altiplano han de darnos
nada, porque no hay país nuevo capaz de crearse una civilización
con las fronteras bloqueadas. (...) Lo que la nación ha de
tener de caracteres civilizados, se está gestando aún
allí donde se trabaja con ahínco y con brazo extranjero,
y no en el estancamiento conservador de los cantos y mantas teñidas.
(...) Si en un pueblo nuevo el progreso no es aún civilización,
menos lo es el retroceso. La tradición pesa, pero llevada
a los hombros de una gran acción. Y del culto de las tumbas
abiertas, como las de los diaguitas, de los incas y de los tlascaltecas,
jamás saldrá acción alguna, sino vahos de muerte".
Enemigo de todo folklorismo, este salvaje misionero jamás
participó del culto reaccionario de la tradición,
ni quiso explotar el color local por sí mismo, ni buscó
los paisajes exóticos, ni cayó en la jerga. Cuando
exploró Misiones dibujó a veces (pocas) unas ruinas
jesuíticas o el perfil de las cataratas, documentó
algunos rasgos de la habla local, pero sobre todo quiso expresar
lo esencial humano en los tipos que aquél ambiente producía.
Hasta en sus historias de animales detrás de las pintorescas
apariencias intentó captar la verdad biológica que
enlazaba entrañablemente a todas las especies.
En otro artículo, Cadáveres frescos (agosto
29, 1930), se refiere a la necesidad de documentar minuciosamente
hasta las narraciones más aparentemente fantásticas.
Cita allí el caso de dos de sus cuentos alucinatorios o sobrenaturales
(El conductor del rápido, Más allá)
y sus esfuerzos infructuosos para obtener los datos concretos que
necesitaba para hacer creíble sus ficciones. "Cuesta
en ocasiones un ojo de la cara obtener los dos o tres datos vivos
sin los cuales el relato, todo el paciente edificio levantado con
mayor o menor acierto, bambolea y se desmorona como un castillo
de naipes". Esta declaración, unida a otras similares
que ya se han hecho, pone el acento en algo muy importante: Quiroga
era un maestro del detalle significativo, ese que inserto en un
desarrollo cualquiera asegura su autenticidad, da el peso de la
vida y comunica una experiencia concreta. Sin ese detalle, la fabulación
queda reducida a juego o lujo meramente verbal. Y eso es lo que
Quiroga, después de su experiencia modernista, se rehusó
a practicar. Su arte no es de evasión.
Por medio de estos y otros artículos críticos, Quiroga
consigue trasmitir algo desordenadamente pero con gran intensidad,
su experiencia literaria de cuentista. Muchos de ellos fueron provocados
por la insatisfacción de un mercado literario que parecía
retraerse o por el desdén nada disimulado de una nueva generación
que, en el mejor de los casos, se limitaba a ignorarlo. Pero si
la motivación de algunos pudo ser tan casual, su contenido
es por lo general fecundo. A través de ellos, Quiroga se
levanta sobre la ocasión concreta y trasmite una experiencia
fecunda.
Queda otro testimonio valioso de su discrepancia con la nueva generación.
Es un reportaje publicado por La Razón de Buenos Aires
(setiembre 21, 1929) en que opina sobre literatura argentina, Afirma
allí que es más valioso el aporte de su generación
que el de las anteriores, a pesar de figuras como Sarmiento, Mansilla
o Cambaceres, a quien califica de "verdadero novelista"
aunque su mejor obra sea un libro de cuentos (Silbidos de un
vago). También opina que Benito Lynch es "el
único gran novelista argentino de la hora actual",
que Payró es "el padre del cuento en la Argentina".
Con respecto a Lugones (que atraviesa uno de los momentos más
controvertidos de su carrera literaria y política) declara
que "lo respeta". Se niega a dar nombres de la
nueva generación por creer que no ha dado aún una
obra consistente pero señala su interés por la obra
de Olivari y de Scalabrini Ortiz. Sus opiniones valen no sólo
por lo que dicen sino por lo que omiten. Hay toda una línea
de realismo narrativo en los nombres que elige Quiroga; también
implícitamente hay un rechazo de los experimentos ultraístas
en favor de quienes (como Scalabrini Ortiz) continúan explorando
la realidad circundante. Aunque Quiroga no se pronuncia aquí
sobre el académico pleito Florida-Boedo que entonces alejaba
a los escritores argentinos de análisis más importantes,
parece evidente que le interesa más el sentido de exploración
de la realidad de los boedistas que el afán de experimentación
metafórica y estilística del grupo Florida. De todas
maneras, estas declaraciones de 1929 no hacen sino confirmar una
posición que ya se había visto en la teoría
y en la práctica de su arte narrativo.
No conviene exagerar demasiado las tintas, sin embargo. Aunque
se iniciaba ya hacia 1930 un proceso lento de desvalorización
de su obra, Quiroga era todavía el maestro de muchos, recibía
felicitaciones de todas partes (hay muy buenas cartas de Sanín
Cano y de Rivera, elogios de Waldo Frank), sus cuentos se traducían
en varios idiomas, su colaboración era solicitada por importantes
órganos de prensa. En realidad (como pasa siempre) hay más
de una bolsa de valores literarios y todas funcionan en distintos
niveles. Quiroga había llegado a la etapa en que el triunfo
de su nombre, dentro y fuera del país, le iba a permitir
seguir circulando unos años más como valor reconocido
en todo el orbe hispánico. El proceso de nivelación
de ambas bolsas literarias (la tradicional, la de los jóvenes)
insume todavía unos buenos cinco años, Pero ésta
sí que es otra historia, como decía Kipling y le gustaba
repetir a Quiroga."
NOTA: Hay un excelente estudio de José Enrique
Etcheverry sobre Horacio Quirosa y la creación artística
(Montevideo, 1957, apartado de la Revista Iberoamericana de Literatura)
que invoca aproximadamente los mismos materiales que este trabajo,
aunque el punto de vista difiere en muchos aspectos. Se recomienda
su consulta.
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