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"Mi primer Onetti"
Por Emir Rodríguez Monegal
En: Homenaje a Emir Rodríguez Monegal / Lisa Block
de Behar... /et al/; traducción del inglés por Beatriz
Pereda. - Montevideo: MEC, 1987 impr.
p. 143-144.
Sabiendo que la ambulancia llegaría a buscarlo
de un momento a otro, Emir insistió en dictar estas líneas
anticipando un texto más extenso que desarrollaría
con menos urgencia a su regreso en New Haven. Creo que no hubo un
"segundo" Onetti. Pensaba incluirlo en El taller de
Saturno, el segundo tomo de sus Memorias, dedicado a
evocar el universo de Marcha. En una entrevista que concedió
en Montevideo (Rubén Cotelo = Jaque, Montevideo, 7/11/85),
Emir le manifestó su vivo deseo de que se publicara en Montevideo
ese volumen que atendía "no estrictamente a las cuestiones
literarias, que traté en Literatura uruguaya del medio
siglo (1966) sino en las personas y figuras de Quijano y Real
de Azúa, de Martínez Moreno, de Alsina, de Benedetti,
y de todos los extranjeros que haciendo yo la página literaria
pasaron entonces por Montevideo, como Bergamín, Cames, Juan
Ramón Jiménez, Borges, Neruda, Barea". Atendiendo,
de alguna manera a ese deseo, aquí se publica este breve
texto que habría sido incluido en una obra mayor.
1. En los mismos cursos de preparatorios volvía a encontrarme
con Carlos Maggi y Maneco Flores, que fueron mis condiscípulos
en el Lycée Francais de 1933. Maggi y Maneco eran una pareja
brillante, alegre, y muy enterada de todo el mundo literario. Yo
los veía y oía opinar y me sentía estimulado
y no era capaz de imaginarme emulándolos siquiera. Sabía
que andaban por sacar una revista literaria cuyo título era
Apex. La revista estaba impresa en papel de envolver fideos y recogía
colaboraciones de gente muy joven a excepción de Juan Carlos
Onetti. Para Maneco y Maggi, éste ya se había convertido
en maestro. Yo los veía con su revista y sus anécdotas
de Onetti, y aunque tuvieron la gentileza de invitarme a colaborar,
no tuve coraje. La timidez me vedaba toda ficción, la crítica
que sentía fuertemente, me parecía trivial cuando
yo trataba de convertirla en palabras. Así que me hice el
avestruz y dejé pasar la oportunidad.
Pero seguía fascinado el desarrollo del grupo. Se solían
reunir tarde en la noche en el café Metro de la Plaza Libertad.
Era un café de aquellos a la española, cavernoso,
con espejos oscuros y una atmósfera de cigarrillos exhaustos
y ceniza en las solapas. Creo que fui un par de veces para mirar
a Onetti de lejos. Yo no fui nunca fanático del café;
además me gustaba volver a casa antes de medianoche, para
asegurarme un par de horas de buena lectura. Tampoco bebía,
o casi no bebía, de modo que la idea de quedarme charlando
hasta la madrugada, me parecía una pérdida de tiempo.
Esto no impedía que como la luciérnaga, me muriese
de ganas de acercarme a aquella luz sombría que emanaba de
Onetti.
Por esa época, descubrí que Alsina conocía
a Onetti y así se formó otro eslabón que, casi
sin querer, se iba tejiendo a mi alrededor. Aunque la distancia,
y en forma vicaria empezaba a sentir que me acercaba al cogollito
de la vida literaria montevideana. Anécdotas de Onetti completaban
la leyenda. Parece que se quedaba hasta la madrugada en el café
y que al cierre se iba a una amueblada con algunas de las muchachas
que no tenían cliente. Caridad bien entendida. Mucho más
tarde, en Dejemos hablar al viento, encontraría confirmación
escrita de este episodio como la historia de las mellizas.
2. Un día de 1943 el encargado de la sección literaria
de MARCHA, Danilo Trelles, que era cineasta, me invitó
a colaborar con reseñas bibliográficas. La avestruz
dijo que no. Pero al fin fue persuadida a sacar la cabeza al aire.
Escribí varias. La más importante tal vez, sobre la
tercera novela de Onetti Para esta noche. Cuando la escribí,
no sabía en qué avispero me metía. Mi punto
de vista era estrictamente literario. Había leído
El pozo (1939) y Tierra de nadie (1941) y hasta conocía
fragmentos de novelas inconclusas o descartadas por Onetti. Me puse
a analizar no el libro mismo sino sus técnicas de representación
de la realidad. Me interesaba en particular la insistencia en aislar
un objeto -la mano del protagonista, por ejemplo- y convertirla
en expresión de un todo. Hoy hablaría de metonimia.
Entonces hablé de Faulkner porque usaba ese procedimiento.
Yo sabia que Onetti era un gran admirador del narrador sureño.
Es más: el primer Faulkner que leí, Santuario,
fue en la versión cubana de Lino Novás Calvo que había
publicado Espasa-Calpe en Madrid en una colección de Hechos
Sociales (1934). En ese contexto, la delirante novela gótica
de Faulkner parecía un documento real sobre la venta clandestina
de licores en el sur de los Estados Unidos. Había un solo
ejemplar del libro en Montevideo y estaba en la Biblioteca del Centro
de Choferes. Gracias a Roberto Ares Pons, que tenía algún
contacto con el gremio, conseguí el libro que Onetti no se
cansaba de elogiar.
Mi crónica bibliográfica llamó la atención
en el pequeño charco montevideano (porque no era frecuente
que los autores nacionales fuesen analizados literariamente, y menos
en sus recursos formales). Esto quedaba para la estilística.
La reacción de Onetti fue muy curiosa y me llegó a
través de una larga carta de Alsina que, desde Buenos Aires
me comunicaba la curiosidad de saber quién era ese pedante.
Parece que le preguntó a Carlos Martínez Moreno, encargado
de la sección Teatros de MARCHA y que Carlitos le contestó:
"Es un joven efebo, amigo de Alsina". Entonces, yo tenía
veintidós años. Me vestía generalmente con
trajes gris acero. Me creía horrible. No me aguantaba en
el espejo. Hubiera querido parecerme a Leslie Howard en Pygmalion,
y lo que veía reflejado era una versión acriollada
de Latin Lover, un Valentino de suburbio.
Onetti se quedó con la última palabra. Le dijo a
Carlitos Martínez: "Bueno, ahora me voy a leer unas
páginas de Faulkner así puedo seguir escribiendo".
De esta manera carnavalizó mis opiniones.
3. Una de las consecuencias más felices de la reseña
sobre Onetti, fue que una tarde, Martínez Moreno me dijo
que Onetti estaba en Montevideo y que quería conocerme. Me
armé de valor y con Carlitos fuimos hasta el viejo Tupí-Nambá
hasta la Plaza Independencia y allí estaba el gran hombre.
Casi en seguida y sin mucho preliminar nos dijo: "Ustedes son
unos relojeros suizos". Traducción: Su literatura era
vida; nuestra crítica, un artificio. Hubo una pausa. Yo me
animé a indicarle que él no andaba muy lejos del relojito.
Un hombre que conocía a fondo a Dostoyievski, a Céline,
a Faulkner, no era un naíf, expendedor de entrañas.
Onetti no dijo nada pero tampoco dejó caer la máscara
de Juntacadáveres. Nos despedimos amablemente porque sabíamos
que aquella reunión había sido una charada. Así
fue que conocí a mi primer Onetti.
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