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"Un intelectual refinado"
Por Jorge Abbondanza
En El País Cultural, nº 207, 22/10/1993
p. 12
"Para
saber hasta dónde Emir Rodríguez Monegal era un snob,
es necesario haber sido un lector contemporáneo de sus críticas.
Con él ocurría lo mismo que con Arturo Despouey unos
años antes: el lector admiraba su airoso revoloteo en torno
a un hecho teatral o cinematográfico, la forma en que el
vocabulario aleteaba para mostrar sus resplandores y sobre todo
la manera en que esos polígrafos lo convertían en
un vuelo en picada cuando se ponían demoledores para juzgar
una actuación, un tropiezo de puesta en escena, una nota
falsa de estilo. El gesto de ningún colega era tan soberbio
como el de aquellos grandes snobs montevideanos, cuyo estrabismo
intelectual consistía en tener un ojo clavado en 18 de Julio
y otro en Piccadilly.
En eso demostraban ser hijos obedientes de un medio
cultural que obligaba a sentirse bastante anglosajón para
sobrevivir a la sensación de destierro, porque hubo una época
(sobre todo en los territorios artísticos) en que ser uruguayo
significaba no serlo del todo: la vida musical uruguaya creyó
madurar sin necesidad de compositores locales, la actividad teatral
uruguaya creyó alcanzar la plenitud sin necesidad de dramaturgos
nativos, la cultura cinematográfica uruguaya creyó
existir sin necesidad de que aquí se hiciera cine, la plástica
uruguaya creyó actualizarse y avanzar sobre ejercicios epigonales
de lo que dictaban los centros de irradiación.
Ciertos críticos no denunciaron esa costumbre vicaria sino
que la aclamaron, pero en ello reflejaron la manera de sentir de
amplios sectores de opinión. Se consideró, en muchos
aspectos, que el Uruguay era mejor que el resto de Latinoamérica
por no ser latinoamericano, de modo que la posibilidad de reinar
en medio de esos sectores consistía en ser otro fantasma
europeo en medio del cortejo, un agente más de la arrogante
alienación que convenció a tanta gente de este país
que estaba habilitada a mirar al resto de la región por encima
del hombro. En medio de ese complacido desfile se vio pasar a individuos
tan singulares como Rodríguez Monegal, arropados por una
erudición oceánica, compadeciendo de reojo la suerte
provinciana de sus congéneres (y de ellos mismos) en este
arrabal del mundo.
Cumplieron su destino como correspondía, viajando desde
el arrabal hacia el centro de los esplendores para quedarse a vivir
allí: se habían preparado largamente para ese desexilio
interior y para sentirse parte definitiva de la metrópoli
que los (y nos) había expulsado. Algo de eso se adivinaba
en la forma en que paladeaban los placeres estéticos al escribir
sobre ellos, mimetizándose en alguna medida con las remotas
fuentes abastecedoras a las que aludían en sus notas. Como
algunos antecesores en su oficio y algunos otros contemporáneos,
Rodríguez Monegal hacía sentir al lector que era un
trasplantado, que estaba un poco fuera de la realidad en que habitaba
por el momento.
Claro que lo hacía divinamente, hechizando un poco al lector
y produciéndole además la curiosa sensación
de que él sabía que lo hechizaba. En ese viaje de
ida y vuelta de las seducciones, Rodríguez Monegal no sólo
administraba un léxico de perversa hermosura sino que modulaba
virtuosamente las ideas, con un implacable sentido para prolongar
la frase cuando quería demorar el encantamiento, o para cortarla
cuando buscaba formular un juicio tajante. Lograba así una
limpidez notable para enhebrar sus intenciones con su estilo, como
si tratara de que la sonrisa irónica de su cara se asomara
entrelíneas, abriendo una fina rendija a su protagonismo.
En eso no fallaba: la rendija nunca se ensanchaba, la belleza expresiva
nunca sucumbía, la textura sedosa de sus frases nunca se
agotaba.
A un snob tan estupendo hay que agradecerle a la distancia
varias cosas; el certero flechazo de algunos juicios en terrenos
donde otros eran más tímidos o mas indecisos; la comodidad
con que transitaba por campos del conocimiento, armado de suntuosos
puntos de referencia y de la indispensable elegancia para que ese
privilegio se notara apenas; la insolencia que a veces alumbraba
sus textos y su propia conducta en la vida, con la que quizás
ayudó a unos cuantos a sacudirse la cortedad aldeana. Todos
esos rasgos fueron también lecciones para enseñar
cierta libertad y cierta galanura expresiva. Resulta penoso que
estos reconocimientos sean póstumos, pero el homenaje tardío
también es algo completamente uruguayo."
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