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"Emir Rodríguez Monegal (1921)"
Extraído de Antología del ensayo uruguayo contemporáneo
Carlos Real de Azúa
Montevideo, Universidad de la República, 1964
v.2., p. 550-554
"No es caso irrepetible pero sí, seguramente, raro,
el ejercicio crítico regular en el triple campo de la literatura,
el teatro y el cinematógrafo. Este, y en un nivel de firme
autoridad, agudeza, ágil estilo e información amplia
y completa es, sin embargo, el de Emir Rodríguez Monegal,
el más importante de nuestros jueces culturales desde que
Alberto Zum Felde hizo abandono allá por 1930, de tal función.
Los trazos de esa crítica, más concentrada en el
ejercicio vivo que en teorización, más eficiente en
lo propiamente literario que en otras implicaciones eventuales de
los textos, sus excelencias y sus límites -que como todo
los tiene- no han de ser estudiados ahora, porque es desde su "ensayismo"
que la personalidad intelectual de Rodríguez Monegal tiene
que ser abordada.
Con notas indiscutibles pero externas esta personalidad podría
ser dibujada: su fecundidad, su extraordinaria capacidad de trabajo,
la multiplicidad de sus intereses, su inflexible sentido de la construcción,
su inclinación (de la que fue cabal fundador) por las literaturas
anglosajonas, su predilección por la narrativa, su devoción
por Jorge Luis Borges, su interés por las connotaciones sexuales
de las palabras o imágenes que comenta, su inquietud viajera
(Inglaterra 1950-1951; 1957-1960, 1962, Estados Unidos 1960-62,
Chile 1954 y 1963, México 1964, etc.). Todo esto tiene, sin
embargo, la semiverdad del esbozo y no debe, ni puede ser dejado
sin algún complemento.
En "Marcha" desde 1944 (14 enero, n° 217, fecha capital)
hasta 1959 y sólo con algunas interrupciones, Rodríguez
Monegal fijó lo que habían de ser los gustos y categorías
del sector más considerable de la generación que se
da como advenida al año siguiente de su inicio. Desde aquí
la recapitulación es fácil: la pasión por la
lucidez (una palabra que fue bandera de casi todos), el rigor judicativo,
la reverencia por los valores de perfección estructural y
formal y por la riqueza imaginativa, el desdén por la trivialidad
testimonial, el emotivismo, el regionalismo, la inflación
expresiva, el desprecio por la literatura protegida, oficial y perfunctoria,
la urgencia por una exploración desapasionada de nuestro
caudal literario y un inventario de lo salvable de él, la
prescindencia de toda consideración "extraliteraria"
y "extraobra" (de piedad, pragmática, beneficiente,
civil). Y todavía el ensanchamiento de idiomas y lecturas
y la congregación olímpica de unos dioses mayores:
Proust y Henry James, Joyce, Kafka, Gide, Faulkner, Shaw, Mann,
Virginia Woolf entre los universales; y los hispanoamericanos Borges
y Neruda y Lins do Rego y Manuel Rojas; y los uruguayos revalorizados
o ensalzados: Acevedo Díaz, Quiroga y Rodó, Espínola
y Onetti.
Ningún ejercitante literario y crítico contribuyó
en mayor grado que Rodríguez Monegal a este firme cuadro
de vigencias del que en algún momento muy pocos se hurtaron
y que constituyó, en plano decisivo, el aglutinante de la
nueva conciencia generacional.
Desde 1949 a 1955 -y mientras se dirigía desde "Marcha"
a un público muy extenso del que hizo en cierto modo el séquito
de la promoción- Rodríguez Monegal fue también
uno de los promotores de "Número", la revista de
reciente y controvertida reaparición, que congregó
en su primera época (véase noticia sobre Carlos Martínez
Moreno) el núcleo más activo y tal vez más
característico de la por entonces nueva oleada literaria.
Desde 1960 escribe en "El País", donde atiende
la crítica de cine y teatro y publica notas semanales de
carácter literario.
Pero Emir Rodríguez Monegal no es sólo un notero,
un "reviewer", un articulista y, en esta tarea que sería
agotadora para cualquier otro con menos bagaje y menos oficio, ha
encontrado margen y respiro para una persistente labor de investigador
e historiador literario de indiscutible solvencia. El resultado
de ella es ya "Aspectos de la novela en el siglo XX" (1946),
"El Diario de viaje a París de Horacio Quiroga"
(1949) y la edición de Aguilar de las "Obras completas"
de José Enrique Rodó (Madrid, 1957). Tiene desde hace
años inédita una indagación incesantemente
acrecida sobre Andrés Bello y el romanticismo hispanoamericano
y la influencia en éste del romanticismo en lengua inglesa.
Sólo algunos fragmentos de tal estudio han aparecido, lo
que también puede decirse de sendos libros sobre la novela
contemporánea y sobre la crítica literaria de nuestros
días, sólo inferibles en su alcance completo a través
de algunos artículos publicados en "Sur" y "Número".
Sus otros trabajos (parte mínima de su obra) recogidos en
libros son, esencialmente, recolección de textos periodísticos
(de "Marcha", "Número", "Ficción",
"El País", etc.) y aún de alguna conferencia.
Ello puede rezar con "José Enrique Rodó en el
Novecientos" (1950), "Objetividad de Horacio Quiroga"
(1952), "José Lins do Rego" (1952), "El juicio
de los parricidas" (Buenos Aires. 1956), "Las raíces
de Horacio Quiroga" (1961), "Narradores de esta América"
(1962) y "Eduardo Acevedo Díaz" (1963).
Desde sus años primeros hasta hoy, podría calcularse
que Emir Rodríguez Monegal asumió sobre sí
magnitud desmedida de los enconos que su grupo de edad fue suscitando
en los anteriores de alguna altura y la saña de los mediocres
de todas las etapas, acostumbrados a la impunidad literaria, a la
tenue benevolencia de peñas y circulitos. En realidad desde
Zum Felde, ha sido Rodríguez Monegal el escritor uruguayo
con más enemigos y -aunque pueda discreparse con varios de
sus contundentes dictámenes juveniles, aunque pueda no compartirse
su estilo polémico extremadamente frío, metódico,
sin resquicios, aunque pueda reconocerse que su mano es, cuando
quiere golpear, demasiado pesada y todas sus opiniones demasiado
seguras- la verdad es que no se llega impunemente (por lo menos
entre nosotros) a ser tan respetado y hasta temido como él
lo es, a alcanzar un círculo de lectores más amplio
que el que ninguna crítica ejercitante había alcanzado,
a ser competente, al mismo tiempo, en monografía e investigación
literarias y en ese juicio sobre libros, películas o dramas
del día, para el cual ninguna erudición sirve de muleta
y son prácticamente infinitas las posibilidades de pifia.
A Inglaterra debe mucho Emir Rodríguez Monegal, a Inglaterra
como un todo y no sólo a su literatura, pues puede decirse
que contra sus firmes contornos terminó de pulir las superficies
de una figura humana ya bien trabajada. Si de afinidades se habla,
es evidente que allí concluyeron por pronunciarse los trazos
tanto de su estampa física (gachos alicortos, paraguas, ropas
obscuras), de su gusto (por el té, por la buena pintura)
como los menos externos de su pasión por la exactitud, el
sobreentendido, el "self-restraint", el humor irónico
y el trabajo, siempre el trabajo.
Y si esta precisión sobre Inglaterra viene a cuento es porque
a raíz de su última estada larga, a partir de 1957,
tanto en impresiones de viaje como en notas aparentemente divagatorias,
se ha revelado Rodríguez Monegal aventajado oficiante de
un estilo culto, ligero, eminentemente periodístico, pero
abonado de cultura, de penetración, de seguro gusto, en el
que los años han limado favorablemente agresividades y didactismos.
Son ejemplares, en este rubro, algunas páginas sobre Brighton,
por ejemplo, sobre los lagos escoceses, en las que la percepción
directa y aguda corre entremezclada con los recuerdos ilustres y
la visión madura del pasado cultural. De este sector, es
posible decirlo, se puede extraer la porción ensayística
de su obra, escasa hasta entonces pues, salvo recuentos y panoramas,
siempre era un libro o un autor los que circulan, temáticamente,
su pensamiento.
A pesar de su brevedad y de no ser, sin duda, insustituible, el
texto que sigue representa bien este período reciente de
la producción de Rodríguez Monegal. La vivacidad,
la aptitud para agrupar ejemplos y posturas desde una común
e inesperada raíz, la amenidad se dan con generosa evidencia.
Tampoco, como otras similares, dejan de estar marcadas de cierta
prisa. Una prisa que en la página presente, desdibujando
alguna noción capital, hace del tropicalismo sinónimo,
a la vez, rastréese, de desarraigo cultural, de "colonialismo
mental" y de esa frondosidad emotiva y sensorial que es uno
de los comunes denominadores de toda la Hispanoamérica comprendida
entre los límites nortes de la Argentina y las tierras altas
de México. Podría sostenerse, sin embargo, que esa
ambigüedad enriquece el concepto y, ocurra esto o no, el pequeño
ensayo no pierde sus virtudes, su calidad, su índole (para
decirlo con dos palabras que gustan a su autor) excitante y provocativa.
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