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"Recuerdo a Emir como mentor, amigo, colega"
Por Richard Morse
Extraído de Homenaje a Emir Rodríguez Monegal
Traducción del inglés por Beatriz Pereda
Montevideo, Ministerio de Educación y Cultura, 1987
p. 74-81
Richard Morse
Montevideo, 1988.
Foto: Isaac Behar
"Desearía poder ofrecerles una biografía intelectual
de Emir durante los veinte años que lo conocí, aunque
sea en pequeña escala. Pero, lamentablemente, carezco de
ese don y, además, si uno no intenta ser un Boswell, se pierde
demasiado. En esta oportunidad puedo ofrecer poco más que
mis credenciales como testigo, un testigo de que "yo estuve
allí" y, para mí al menos, esto es lo más
importante.
Para comenzar, difícilmente puedo alegar haber entendido
a Emir: quién fue y qué era lo que se proponía.
Mis instintos pudieron haberlo registrado en una buena medida, pero
al verbalizarlo me encuentro acudiendo al viejo
papel del historiador como cronista *.
Mi vinculación con Emir comenzó durante mis años
en Yale. Poco después de haber llegado allí, en 1962,
donde los edificios góticos de los años 30 parecían
adelantarse a Oxford, Yale logró comprometer sus obligaciones
anglófilas y europeófilas suficientemente como para
dar entrada menor a los estudios del "Tercer Mundo" (además,
el nuevo presidente de la institución rompió con el
rechazo de sus predecesores a aceptar las condiciones del Gobierno
Federal, consideradas de "interés nacional" ).
Antes de darme cuenta, se me ordenó dirigir un programa
de estudios latinoamericanos que requería dinero fácil
del gobierno y un paquete integrado por dinero fácil y dinero
más controlado de la Fundación Ford. El dinero fácil
debía usarse en soborno a los estudiantes y colegas para
programas camuflados y como anzuelo para exponer en la vidriera
a distinguidos intelectuales. Se disponía del dinero más
controlado para financiar las cátedras de los candidatos
que sobrevivirían al desfile de moda que se realizaba en
las vidrieras. Lamentablemente, los patrocinadores no subsidiaron
todas las cátedras que definimos. Por nuestra parte, habíamos
negociado cuatro cátedras para los estudios latinoamericanos
y africanos, pero solamente tres fueron las patrocinadas. Sin embargo,
se mantuvieron las cuatro definiciones, dada la oposición
o impotencia de la administración de la Universidad para
tomar decisiones intelectuales, o incluso decisiones con sentido
común (en realidad, el Gobierno Federal rehusó, incluso,
crear el programa africano porque Yale rechazó la introducción
del estudio de las lenguas africanas). Latinoamérica y África
recibieron, cada una, dos "definiciones" de cátedra,
una en Ciencias Sociales y una en Humanidades, con la garantía
de que, por lo menos, cada una podría ocupar una cátedra.
Por la tercera cátedra tendríamos que competir en
base a criterios que, salvo los de política, estaban lejos
de ser cristalinos. No tiene lugar aquí la historia del concurso
para la tercera cátedra, debido a que yo estaba en situación
de orientar la prioridad de la elección latinoamericana hacia
las humanidades y esta elección tendría que ser Literatura
dada la hegemonía de George Kubler en Arte, la resistencia
de los Departamentos de Música y Filosofía en reconocer
a Latinoamérica y, sobre todo, a un antagonismo mutilador
dentro del presunto Departamento de Español y Portugués,
que lo había obligado a permanecer bajo el históricamente
familiar dominio Borbón del Departamento de Francés.
Mi cometido, si yo elegía aceptarlo (en la medida de "Misión
Imposible"), era el de mediar con la dicotomía entre
los iberoamericanistas, sus señores galos, mi Consejo Interdisciplinario
de Estudios Latinoamericanos, las arrogantes presunciones de un
comité general de la Universidad y mis propias convicciones
en cuanto a los requisitos del cargo.
Mis convicciones incluían lo siguiente: 1) la Literatura,
tal como yo la había aprendido como estudiante universitario,
en los cursos de Allen Tate, y R. P. Blackmur, era un don y no un
artículo de consumo; 2) la Literatura latinoamericana no
debería ser estudiada como un reflejo de la de Zola, Joyce
y Faulkner; 3) la Muralla China entre la literatura española
de América y la literatura brasileña debía
ser derribada; 4) la hora había pasado para los monstruos
débiles y negligentes, tales como los que Don Federico de
Onís había reunido durante mis años en la Universidad
de Columbia: pensadores carismáticos tales como Germán
Arciniegas, Arturo Uslar Pietri, José Antonio Portuondo y
Andrés Iduarte. Los "grandes monstruos débiles
y negligentes" de Henry James eran, a pesar de gran sabiduría
y vitalidad, aquellos novelistas cuyos trabajos estaban saturados
de "lo accidental y lo arbitrario". ¿Qué,
preguntaba James, significaban ellos artísticamente? Su propio
deleite residía en una forma orgánica. 5) dado el
estado del arte en los Estados Unidos, probablemente deberíamos
reclutar a un latinoamericano.
El nombre de Emir era todavía para mí un eco de un
planeta distante (en realidad Cambridge, Massachusetts). De manera
que el primer candidato que produje fue Antônio Cándido
quien, cordialmente, consintió en visitar New Haven camino
a Brasil luego de un año en la Sorbonne. Al instruirlo para
su almuerzo con el presidente de Lenguas Romances (seguramente un
francés), lo insté a hablar sólo en su impecable
francés, en centrar su conversación en François
Villon y Tristan Tzara, en explicar las corrientes del estructuralismo
parisino y en pronunciar las palabras portuguesas y españolas
con acento francés. Cuando llegó la mousse de chocolate,
ya tenía puesto. Sólo que no lo quería: el
trabajo, no la mousse. Había mucho que hacer en Brasil y
muy poco en Yale. Pero él, abrumadoramente, se ajustó
a mis planes. Cuando lo había conocido en Brasil, en 1947
(todavía no tenía 30 años), me mostró
sus estantes con colecciones completas de Kenyon, Sewanee, Partisan,
Southern y demás. Había presentado a T.S. Eliot en
cinco conferencias públicas. Me deslumbró con su exégesis
de las últimas novelas de Henry James. Se disculpó
por su momentánea pasión por Thackeray.
Todo esto es un prólogo y no un rodeo. Sabía que
Antônio Cándido no era una solitaria Sor Juana Inés.
Él debía ser el heraldo de una nueva especie. Si yo
hubiera conocido a Emir antes de A.C., él habría sido
el ángel anunciador. Y, finalmente, conocí a Emir
en la conferencia de Venezuela auspiciada, a mediados de la década
del 60, por la algo espectral "Inter American Foundation for
the Arts" de la cual ha hablado Gustavo Sainz. Era una reunión
de "gente encantadora" de todo el hemisferio, entre las
cuales estaban Nicanor Parra y Robert Lowell quienes leyeron sus
poesías ensemble, precisamente para dar el tono.
Para mí el participante más encantador fue Emir Rodríguez
Monegal. Una media hora de conversación con él, en
el balcón tropical de un hotel internacional tipo torre,
propenso a los terremotos, fue suficiente para convencerme que allí
estaba el Galahad para nuestro "programa". O, por lo menos,
él satisfacía ampliamente los criterios intelectuales.
¿Pero qué pasaba con los criterios políticos,
dada la irreconciliable fisura dentro del dominio ibérico
de nuestro Departamento de lenguas romances? Como se dio la oportunidad,
se llamó a Emir para trabajar en semejante arena. Sucedió
que Fidel Castro había enviado un cable a la reunión,
urgiendo a los invitados latinoamericanos a retirarse inmediatamente
y rehusarse a ser los lacayos del imperialismo americano (nuestra
reunión fue patrocinada por los supermercados A&P). Por
una vez nosotros, los gringos, podíamos sentarnos cómodamente
al costado de la cancha mientras que Emir era elegido para presidir
la discusión sobre la redacción del cable de respuesta.
Nuestros colegas latinoamericanos, muy felices de estar alojados
en un lujoso hotel de la costa, no aceptaron, ninguno de ellos,
la desinvitación de Fidel, argumentando que no estaban sometidos
a los caprichos de un pretencioso caudillo del Caribe.
Emir presidió con fineza y honor irónico. Supe en
ese momento que él podría manejar el desafío,
más difícil, que significaba el ala ibérica
de las lenguas romances en Yale. Emir recibió su año
como Profesor Visitante cuando, a medida que el eufemismo transcurría,
podía "ver si gustaba de nosotros".
Cualquiera que fuesen sus aprehensiones y recuerdos de otros tiempos
y lugares aceptó que su nombre fuera propuesto para la cátedra
patrocinada por la Ford. Mi bautismo de fuego vino cuando tuve que
hacer mi declaración ante el comité de cargos de la
Universidad. Lo enfrenté armado solamente por mi conocimiento
del desempeño sobresaliente de Emir como director de Marcha
y Mundo Nuevo, de que había enseñado en Harvard
y trabajado en Inglaterra y París y de la lectura que había
realizado de la copia muy usada de su librito, El juicio de los
parricidas, que estaba en la Biblioteca de Yale. Su libro sobre
Neruda todavía no había llegado ni a mí ni
a Yale. Basándome en esas disperses evidencias, construí
una imagen imponente del genio literario, confiado en que mis oyentes,
no versados en la lengua de Cervantes, no se molestarían
en verificar mis afirmaciones. El punto delicado surgió al
aparecer que Emir no poseía doctorado. Expliqué lo
mejor que pude la idiosincrasia de la educación superior
en Uruguay y, entonces, pensé en preguntar a mi audiencia
si ellos rechazarían otorgar un cargo a Edmund Wilson simplemente
porque él no tenía el Ph. D. Entendieron mi punto
de vista y Emir pasó airosamente.
Richard Morse
Montevideo, 1988
Foto: Isaac Behar
Para mí, Emir era un caballo de Troya o la bomba de un terrorista
a ser contrabandeada a través de los aparatos detectores
de la inspección en los aeropuertos. Su papel era el de debilitar
las disciplinas de los Departamentos, para trasladar a la literatura
latinoamericana desde la periferia al centro y, para completar,
el de darle un ganso fuerte a la Vieja Madre Yale.
En todo, él excedió mis más queridas expectativas.
Nuestra conspiración fue tramada tomando martinis (quizás
Emir bebió whisky escocés -uno tiende a ser egocéntrico
en tales asuntos) y comiendo sandwiches suculentos de pastrami en
un restaurante memorable; lo recuerdo, estaba en Orange Street.
Fue en una de esas comidas que formuló la pregunta de cómo
poner en conocimiento de la comunidad de Yale que, para los standards
tradicionales de Nueva Inglaterra, él estaba involucrado
en un arreglo doméstico un tanto irregular. Posiblemente
fue la única ocasión, durante nuestra amistad, en
que buscó mi consejo. Lo único que pude decir fue
que había que evitar hacer un banquete de gala inaugural
con posavasos llamativamente identificados y atenerse a encuentros
sociales informales, para dar a entender un sentido borroso de un
fait accompli. Detrás de las fachadas góticas
y las serias reuniones con jerez, existían, como Emir pronto
descubriría, escenas de traiciones y libertinajes al lado
de las cuales sus pecadillos quedarían en nada.
En otro de nuestros memorables almuerzos tomamos la decisión
de realizar un seminario juntos y garabateamos en las servilletas
de papel los nombres de veinte autores sobre los cuales discutiríamos.
He resucitado de mis archivos una única y sobreviviente copia
de la hoja de esas nóminas. No tiene ningún título
de curso sino solamente: HISTORY 208 b/SPANISH.
- 4 de febrero: Jefferson y Bolívar (RMM).
- 11 de febrero: Emerson y Rodó (ERM).
- 18 de febrero: Hawthorne y Machado de Assis (RMM).
- 25 de febrero: Whitman y Neruda (ERM).
- 4 de marzo: Mark Twain y Güiraldes (RMM).
- 11 de marzo: Emily Dickinson y Gabriela Mistral (ERM).
- 18 de marzo: Henry George y Mariátegui (RMM).
- 25 de marzo: Faulkner y García Márquez (ERM).
- 1 de abril: Robert Penn Warren y Asturias (ERM).
- 8 de abril: Richard Wright y Pozas (RMM).
De alguna manera, supongo, se esperaba que los estudiantes sabrían
qué libros debían leer, y los leyeron. Fue una tarea
pesada para dos meses. Luego, en las últimas semanas, les
dejamos tiempo a los estudiantes para que formaran sus propias combinaciones.
La que recuerdo más claramente fue una comparación
muy sensitiva entre Langston Hughes y Nicolás Guillén.
Espero que nuestra sociedad haya hecho el uso apropiado de su dotada
autora y ella de su talento.
Nuestra sesión de apertura recorrió los siglos de
manera muy alusiva. Se proponía, en parte, ahuyentar a los
pusilánimes. Efectivamente, los propósitos del curso
eran -a partir del programa- claros como el cristal. Sin embargo,
pensándolo bien, podían volverse tremendamente retorcidos.
Emir debe haber entrado en las complejidades e ironías del
tema Ariel - Calibán que ya lo había intrigado; mi
memoria vacila, y yo, probablemente, hice un comentario sobre el
tema "invención de América", más
bien más impenetrable y germánico que la versión
original de Edmundo O'Gorman. En todos los casos una gran tripulación,
tal vez dieciocho o veinte, permanecía a bordo. Tanto fue
así que insistían en continuar nuestras reuniones,
en un lugar clandestino, cuando ocurrió una suspensión
de tres semanas de clases durante la turbulenta primavera (1970)
de las Panteras Negras. Y esto a pesar del militante futurismo de
los estudiantes y el obstinado historicismo de sus dos guías.
Con Jefferson - Bolívar tratamos de establecer un contexto,
mostrando cómo dos estadistas, formados en dos ambientes
históricos divergentes, fueron forzados a crear dos conjuntos
de `ideología' a partir de una base común de ideas
transatlánticas. Con Emerson - Rodó permanecí
de lado, en tanto Emir infundía sabiduría y humanidad
en la prosa que siempre había imaginado como almidonada.
Era difícil encontrar una pareja para Machado. Finalmente
apuntamos a la Scharlet letter de Hawthorne, la cual, por
lo menos, nos dio un triángulo adúltero para comparar
con un Don Casmurro; y desde allí podíamos
ir a los problemas morales. Whitman - Neruda era, por supuesto,
el ámbito privado de Emir. Para Twain - Güiraldes usamos
Huckleberry Finn y Don Segundo y uno puede imaginarse
cómo Emir lo manejó. Dickinson - Mistral, otra vez
Emir; George - Mariátegui fue mi invención para comparar
una sociedad en donde una simple reforma de impuestos era la clave
para la utopía (compárese los Estados Unidos en 1986)
y otra sociedad en donde el terapeuta debe ahondar en la antropología
amerindia, Marx y el Ultraísmo de Borges, Faulkner - García
Márquez y Penn Warren - Asturias; aquí todos nuestros
temas estéticos, morales, históricos, sociológicos,
psicológicos y mitológicos se fundían en un
crescendo wagneriano y, con Wright -Pozas, nosotros terminamos en
compañía del hombre común y con la paradoja
de que una sociedad autoritaria puede ofrecer a los oprimidos un
juego más amplio de estrategias para sobrevivir que el que
da una sociedad "democrática". Si alguna vez yo
escribiera "La Educación de Richard Morse", este
semestre con Emir sería un capítulo capital.
En 1978 Emy y yo nos mudamos a Stanford y mi asociación
con Emir fue interrumpida temporariamente -pero, como verán-
no de modo irrevocable. Ahora mi confesión. Mi estadía
en Stanford se transformó, por coincidencia, en mi paréntesis
Ángel Rama. Aun en esta ocasión conmemorativa, no
necesito ocultar este hecho. Con su manera lúdica Clio decidió
crear esta polaridad en la historia cultural latinoamericana, así
como creó Sarmiento - Alberdi o Mariátegui - Haya
de la Torre, ¿y cuál hubiera sido nuestra historia
sin sus traviesas tretas?
En 1979, un asociado al Programa del Centro Wilson en Washington
me llamó. Resultó ser, proféticamente, para
preguntarme si yo quería participar en un seminario sobre
el "Más allá del Boom" y a quiénes
propondría como participantes. El nombre obvio que vino a
mi mente fue el de Emir. Cuando lo mencioné, mi interlocutor
tosió discretamente y contestó que tendría
que consultar. Me volvió a llamar para decirme que el organizador
de la conferencia se desmayaría si Emir participaba. Bueno,
pensé, no hay explicación para las alergias. Yo participé,
llevando un trabajo anárquico que nunca publicaron en las
actas (aunque ahora que tengo poder quizá lo impondré
a los lectores). En Washington descubrí que el organizador
de la conferencia era Ángel Rama que, ciertamente, había
sido un nombre conocido para mí, aunque yo estaba más
familiarizado con los escritos socio-históricos de su hermano
Carlos. Nos llevamos espléndidamente y, a la larga, Angel
me pidió que contribuyera con un bloque de granito al Escorial
de su magnífica colección de Ayacucho (en esa oportunidad
me excusé porque carecía de los músculos para
ser un picapedrero). Más tarde, en 1982, tuvimos a Ángel
en nuestro Simposio Urbano, en Stanford, en donde su comunicación
fue el germen de su póstuma La ciudad letrada. En
esta oportunidad, a causa de que yo estaba dirigiendo las actividades,
mi propio ensayo sobrevivió a los criterios editoriales,
de modo que nos apoyamos mutuamente para la antología. Más
tarde, hice lo que pude a fin de revocar la decisión sobre
la solicitud de Ángel para obtener la residencia permanente
en nuestro país. Él perdió la batalla, fue
a París y se murió en 1983.
Así terminó, trágicamente, mi paréntesis
Ángel Rama.
Únicamente a partir de impresiones de una relación
personal, puedo concluir que Ángel tenía su corazón
en la manga, y supongo que tenía muchos brazos y por lo tanto
muchas mangas. Pero seguramente tenía un corazón,
lo que no siempre se puede suponer en el mundo moderno. En mi caso,
se alegró de que yo fuera un historiador y más aún
de que tuviera intereses sociológicos y antropológicos
y de que reclamara (aunque levemente) acuerdos para la literatura
e, incluso más aún, de que cortejara a la Filosofía.
Por más que intentara lo que podía, no podía
cometer errores y, sin embargo, el problema que me preocupaba fue
si realmente yo era el evangelista que él imaginaba.
Con Emir el caso fue diferente. Con anterioridad he confesado que
difícilmente podría pretender haberlo comprendido
o saber qué estaba haciendo. El no podría haber hablado
y escrito como lo hizo sin corazón. Pero, seguramente, el
suyo no estaba ubicado, como el de Ángel, en su(s) manga(s).
Observen las dedicatorias en mis libros. Primero la de Ángel
en La novela de América Latina: "Para Dick, maestro
de la Orden (y el desorden) de América Latina y entrañable
amigo, para que guarde este libro en la congeladora con los huevos
revueltos (refiriéndose a los huevos revueltos helados que
había intentado servirle en mi casa) hasta la próxima
celebración del urbanismo y la amistad, en algún lugar
del mundo. Ángel."
Mis ojos todavía se humedecen mientras transcribo las palabras
porque, ciertamente, nuestro próximo encuentro no será
"en algún lugar del mundo" (aunque posiblemente
sea en un lugar de la Mancha). Y ahora la dedicatoria de Emir a
El boom de la novela latinoamericana: "Para Dick, porque es
'a good boy', su amigo Emir".
La pregunta es -Uds. verán- qué es mejor, si ser
llamado el maestro de todo lo que uno abarca o simplemente "a
good boy". Para Ángel, el populista carismático,
yo ya era un general en campaña. Para Emir, el eterno conspirador
ruso, quedaba por probar si yo iba a progresar de la niñez
a la adultez y si me confiaría un papel menor en la campaña.
Para Ángel, cualquier persona que pudiera cubrir cualquier
frente merecía cuatro estrellas. Para Emir -la personalidad
literaria completa- la literatura era el prisma; un prisma, sin
embargo, que reflejaba un panorama no menos vasto que el de Ángel.
Pero el prisma se traduce aquí en términos intelectuales,
en una disciplina que tiene un definido ángulo de visión
y no en una profesión. De este modo, el lector podrá
ver por qué yo presenté primeramente el contraste
entre los monstruos débiles y negligentes de Henry James
y su compromiso de una forma orgánica y económica.
O, en términos más políticos, tenemos el contraste
entre el populista carismático y el conspirador elitista,
pero "elitismo" en cuanto a talento y disciplina.
Sí, Emir fue un conspirador. Yo tuve mi propia conspiración
con él a través de los años, pero sé
que él estaba comprometido en muchas otras. De ahí
mi dificultad en identificar la inspiración que guía
detrás de todo esto, en vislumbrar el corazón que
se denuncia y que Ángel tenía tan claramente a la
vista.
Cuando, espontáneamente, acepté tomar a mi cargo
el Programa Latinoamericano del Wilson Center, en 1984, sabía
que deseaba hacer algo en el ámbito de la "Literatura
y sociedad", pero sin socializar la Literatura ni caer en la
laxitud conceptual de esa conferencia de 1979 sobre el "Más
Allá del Boom". Por esta razón, necesitaba irrumpir
en las otras conspiraciones y magias de Emir, y pronto estuve en
contacto con él. Él apoyó la empresa completamente.
Lo vi varias veces durante el último año de su vida,
por lo menos dos veces en Washington, una vez en la ciudad de México
y una vez en New Haven.
En nuestra reunión de México, en noviembre de 1984,
nos asombró su casi desmayo en el ascensor que nos llevaba
a una cena, pero él no lo tomó en serio y nosotros
lo tomamos como un efecto de la altitud. Esto sucedió antes
de su diagnóstico fatal. Sin embargo, ¿con su gran
sensibilidad él no tendría un presentimiento? Las
dos o tres mañanas siguientes se reunió con nosotros
para el desayuno y sentí mayor calidez e intimidad. El corazón
cuentero que se atisbaba.
Al principio del año siguiente, en el momento de su primer
y sombrío informe médico, estaba trabajando con nosotros
en reclutar a Cabrera Infante para agregar un toque especial a la
conferencia de periodistas programada para mayo. Guillermo tragó
el anzuelo y Emir -como ahora estoy seguro- sabía que él
debía estar allí. Las entrevistas publicadas de Guillermo
me habían encandilado pero, como después supe, habían
sido escritas ex post facto. La verdad era que se sentía
petrificado ante una audiencia. La conferencia tuvo lugar en mayo,
entre las dos primeras operaciones de Emir. Sólo podía
caminar despacio y muy penosamente. Incluso bromeando, y sin señales
de angustia, hizo el viaje, intermedió amablemente entre
nuestro inhibido locutor y su público dudoso, y nos entretuvo
durante horas en la cena con su sutil ingenio y aperçus.
A causa de que Emir no era físicamente demostrativo a la
manera "latina", sentí que éste era el "abrazo"
de despedida que me daba.
Hablamos después y todavía perseveré en los
planes que habíamos discutido. Pero, cuando lo vi en New
Haven, en julio, sabíamos que el fin estaba próximo.
"Cómo dice el viejo dicho, 'cuídate'", le
dije cuando nos despedimos. "No te preocupes, lo haré."
dijo y no me preocupé. Y no me preocupo."
*En
español, en el original (N. de T.) Volver
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