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"El otro Emir"
Por Manuel Ulacia
En Vuelta, nº 121, diciembre 1986
p. 62-67

 

"En 1977 me trasladé a la Universidad de Yale para hacer un doctorado. Sin embargo, a pesar de haber sido alumno de Emir Rodríguez Monegal durante dos semestres, no fue sino hasta el año siguiente cuando empezamos a ser amigos. Aquel invierno Emir daba un seminario sobre traducción en colaboración con Haroldo de Campos, al cual asistíamos un grupo de alumnos en una confortable sala de Branford College. El curso era poco usual, no sólo porque tanto él como Haroldo además de teorizar, nos daban ejemplos muy precisos de las distintas soluciones logradas en la traducción de un texto, así como nos hacían oír grabaciones de poemas leídos por T. S. Eliot y por Pablo Neruda, para que captáramos el ritmo y el sonido y lo pudiéramos reproducir en la lengua que estábamos traduciendo. Recuerdo que un día después de que me devolvieron las primeras traducciones que yo había hecho de Ezra Pound, y gracias a que al profesor Haroldo de Campos le habían gustado, Emir y yo conversamos largo y tendido por primera vez.

Unos días después el profesor Monegal (así lo llamaba en aquel entonces), nos invitó, a un grupo de estudiantes, a su casa a tomar el té. Para Emir, preparar té era todo un rito que había aprendido durante su estancia en Inglaterra. Calentaba la tetera con agua hirviendo y después de vaciarla dejaba que las hojas de Earl Gray mezclado con Jazmín se hidrataran en el vapor por unos minutos antes de llenarla otra vez con agua. La taza de té era siempre acompañada de un pastel marca Entenman's que él compraba en el supermercado que estaba enfrente de su casa. En aquel entonces, Emir vivía en el piso 12 de University Towers, en la calle York. El apartamento era amplio y alegre. Se entraba directamente a una sala en forma de "L", en la cual desembocaba también un largo pasillo, por el que se tenía acceso al estudio y al dormitorio. La sala, gracias a los grandes ventanales que daban a la parte oeste de New Haven, tenía mucha luz. Las paredes estaban llenas de cuadros y libros. Entre los cuadros había unas reproducciones de Botero y de Torres García -pintores que él admiraba mucho-; así como algunos dibujos que José Luis Cuevas y Leonor Fini le habían regalado durante la época en que dirigió Mundo Nuevo. En los libreros había, desde luego, muchos libros -todos los de la sala estaban encuadernados en piel y por lo general las ediciones eran antiguas-; pero también había muchas fotografías enmarcadas, en donde Emir siempre aparecía con algún escritor latinoamericano, ya fuera con Borges caminando por Buenos Aires, con Carlos Fuentes en un barco, con Cabrera Infante reflejado en un escaparate londinense, con Vargas Llosa en un congreso, con Pablo Neruda en Santiago de Chile. En el departamento había pocos muebles y todos ellos habían sido comprados por unos cuantos dólares en un tag sale (a Emir no le gustaba gastar dinero en ropa, ni en objetos para la casa -lo único que gastaba era en viajes y en libros). El comedor era un juego de jardín de madera de los años cuarenta -una mesa y dos bancas-, que él mismo había pintado de rojo y amarillo, produciendo un efecto pop bastante divertido; el juego de sala era una combinación inusitada: constaba de un sofá "años cincuenta", también en forma de "L", tapizado de rojo, y de un sillón "belle époque", que armonizaba con dos lámparas tipo Tiffany. Sobre los libreros bajos que estaban en el muro de los ventanales, había una colección extensa de artesanías latinoamericanas que sus amigos a lo largo de los años le habíamos regalado. Algunas de ellas tenían para Emir un efecto mágico: una mano "bahiana" de madera negra que tenía el puño cerrado, lo protegía de los "enemigos" y una sonaja de paja traída del Amazonas lo ayudaba a ser fecundo en su obra. Emir era sumamente supersticioso.

En la mesa de centro de la sala había una escultura tarasca: una perra amamantando a sus cachorros, rodeada de una serie de libros que Emir había publicado en los últimos años, dispuestos en forma de abanico. Separando la cocina del comedor había un biombo que él mismo había tapizado con las portadas de su revista Mundo Nuevo. Los nombres de Susan Sontag, Pablo Neruda, Octavio Paz, Severo Sarduy resaltaban sobre los colores brillantes de la edición.

Junto al librero del comedor había un retrato suyo pintado al óleo por "su amiga" inglesa. Debo de decir que nunca le encontré ningún parecido, salvo, quizá cuando ya estaba muy enfermo. Creo que fue durante aquella primera visita a su casa cuando le pregunté por la persona retratada, y él orgullosamente dijo, citando a Borges: "El otro, yo mismo." El espacio de la sala era agradable: era en cierta manera una parodia improvisada de la estética latinoamericana de los años sesenta, pero también era el espacio en donde se rendía un culto privado a su propia obra. Los objetos del departamento no eran simplemente objetos decorativos, sino que formaban parte de un referente cultural y literario latinoamericano en la puritana Nueva Inglaterra. Las lámparas imitación Tifanny recordaban, por ejemplo, la estética modernista. Un día me dijo al encender una de ellas: "Azul, azul, como el primer libro de Darío..." Una muñeca de cartón mexicana, de las que venden en los mercados en Semana Santa para hacerla explotar con pólvora el domingo de Gloria, llamada "Lupita", estaba colocada cerca de una reproducción de Botero, y parecía como si se hubiera escapado del cuadro o fuera el personaje de una de las novelas de García Márquez. Un poster rojo donde se anunciaba una corrida de toros que estaba colgado detrás del sofá rojo, parecía una meditación sobre la crueldad hispánica. Sin embargo, esta meditación no era una simple juego del intelecto ni un acaso, era una forma de expresar toda la violencia que Emir desde niño llevaba adentro. Un día su hijo Joaquín me dijo que el padre de su padre había muerto asesinado. Por Eso a Emir los cuchillos, los puñales, las armas de fuego lo ponían nervioso, y a veces cuando en una clase nos hablaba de algún cuento como "El Sur" de Borges, parecía como si hablara de sí mismo.

Durante 1978 y 1979, los encuentros con Emir eran menos frecuentes de lo que llegarían a ser más tarde. Además de encontrarme con él en el salón de clases, los estudiantes (Andy Bush, Susan Hajdu, y yo mismo) lo invitábamos a cenar a nuestras casas, y él siempre a la semana o a los diez días, correspondía, invitándonos al "chinito", restaurant del cual Emir fue asiduo cliente desde el año en que había llegado a New Haven. Este restaurant quedaba a media cuadra de su casa; no tenía ningún tipo de decoración -Emir odiaba los decorados en los restaurantes; decía que era el signo preciso para saber que la comida era mala- y, según él, era donde mejor se comía en el mundo. Desgraciadamente, este restaurant ya no existe. Recuerdo que desapareció tan sólo unos meses antes de que se enfermara, cuando yo ya vivía en México. Emir me llamó de larga distancia -cosa que me sorprendió- para contarme que Mr. Chan, el dueño del restaurant, se iba a jubilar y, por lo tanto, que pronto cerraría su negocio. Yo lo lamenté, porque sabía lo mucho que a Emir le gustaba ese sitio. Este hecho puede haber sido uno de los motivos por los cuales se mudó de casa en el otoño de 1984. A pesar de conocerse Emir y el dueño por más de diez años, nunca mantuvieron ningún tipo de conversación que no fuera sobre el tiempo. Aunque Mr. Chan sabía de antemano lo que Emir iba a pedir, con su acento chino-americano siempre le preguntaba: "The same? Lamb with scallions? Shrimp in sour sauce? Lee Chies?" Y Emir contestaba afirmativamente con la cabeza, diciendo en español. "Este hombre no entiende". En una cena en el "chinito" a la cual asistía Cabrera Infante, un profesor ya de cierta edad, también del departamento de español, después de que habíamos terminado de comer un maravilloso pato laqueado y otras delicias dijo: ¡Me parece que este restaurant es chino! Todavía recuerdo la risa que les dio a Guillermo y a Emir este ingenuo comentario. Emir no sólo me invitó a cenar allí con amigos suyos como Jill Levine, Irlemar Chiampi, o Haroldo de Campos, sino también invitó a amigos míos que estaban de paso por New Haven, como Verónica Volkow. El tema principal de las conversaciones de aquellos años era Borges. Generalmente nos contaba alguna anécdota. Hay que recordar que Emir en aquel entonces estaba escribiendo su famosa biografía y posiblemente nos narraba lo que después apareció en la obra. Otras veces nos contaba alguna anécdota sobre Pablo Neruda o sobre Octavio Paz, o el encuentro que ambos poetas tuvieron en los años sesenta en un hotel de Londres después de estar tiempo distanciados. También le gustaba contarme algunas anécdotas acerca de la vida de los mexicanos en París, sobre sus encuentros con Carlos Fuentes, con Luis Buñuel o María Félix. El día que le conté que mi abuela Concha había sido novia de Buñuel quedó encantado.

Recuerdo que aquel primer invierno en que empezamos a ser amigos, lo invité a cenar junto con Haroldo de Campos y Jorge Schwartz. En aquel entonces yo vivía con Santiago Quintana en un pequeño apartamento en Bradley St. -digo pequeño por no decir mínimo- que constaba de un dormitorio y un espacio que servía de cocina, sala y comedor. Ese espacio había sido amueblado con una mesa y dos sillas, algunas alfombras y una serie de cojines que hacían las veces de sofá. El lugar tenía aspecto de antro marroquí. Recuerdo que ese invierno había nevado muchísimo y New Haven parecía una estación de ski en los Alpes. Dado que muchas calles estaban cerradas por la nieve, la única forma de llegar a mi casa era caminando. Esa noche Santiago y yo habíamos preparado una comida que constaba de varios platos que una amiga pekinesa, nos había enseñado a hacer. Habíamos citado a las seis para cenar a las siete (la comida china necesita de un horario muy estricto porque si no, las verduras se pasan). Como eran las siete y no llegaban, me asomé a la puerta de la calle y me los encontré a los tres tirados en el suelo, cerca de un árbol, llenos de nieve hasta las orejas. Dada la falta de práctica de Haroldo para caminar sobre superficies heladas y su gran peso, se había resbalado y ellos al quererlo rescatar se habían ido con él al suelo. Me acerqué a ellos para ayudarlos y nos reímos mucho. Creo que aquella noche, durante la cena hablamos del libro Dream of a Red Chamber, de las distintas traducciones que existen en inglés de The Tales of Gengi y de poesía japonesa. Después de la cena los acompañé caminando a sus casas. La temperatura había subido derritiendo parte del hielo y de pronto volvió a bajar helando todo, el mundo parecía hecho de un cristal muy puro.

En otra ocasión Verónica Volkow me visitó acompañada de una poeta latinoamericana que se había encontrado en Nueva York y Santiago y yo aprovechamos la oportunidad para presentarles a Emir. La amiga de Verónica era bajita y caderona, con aspecto de señora victoriana. Durante la conversación que tuvimos aquella noche, salió que Verónica había traído algunos poemas que había escrito recientemente y que su amiga también traía otro. Emir sugirió que leyéramos algo. Verónica leyó dos poemas hermosos y yo leí unos hai-kus recién escritos. Emir quedó muy complacido en mi caso quizá porque los poemas habían tenido la virtud de ser breves. Después leyó la amiga de Verónica, quien, a diferencia de nosotros decidió ponerse de pie para hacerlo. Sosteniendo en una mano un largo manuscrito (debieron ser por lo menos veinte páginas), y con la otra un pañuelo de encaje que armonizaba con su camisa de tiras bordadas, empezó muy seria, la lectura. Para nuestra sorpresa el poema era un delirio erótico que posiblemente hubiera podido ser hermoso si se leyera quizá en voz baja o en otro tono. Además el poema tenía una serie de imágenes "vanguardistas" en las que se comparaba por ejemplo un "pezón ensangrentado" con una "tarántula peluda aplastada". Yo no sé si era la seriedad de la amiga de Verónica declamando en voz alta a la Bertha Singerman, o las llamas de dos velas que ardían reflejadas en nuestros pícaros ojos, pero de pronto, Emir, Verónica, Santiago y yo nos empezamos a reír a carcajadas y no hubo quien nos parara durante un buen rato. Creo que todos al final nos quedamos con la sensación de que nuestra amiga nos odiaría el resto de su vida.

A los pocos meses la amiga de Verónica volvió a New Haven. Su llegada coincidió con una invitación que Emir me había hecho para pasar un fin de semana en Princeton donde él iba a dar una conferencia sobre Borges. Dado que yo me sentía culpable por haberme reído de la composición de nuestra amiga, le pregunté a Emir si no le importaría que también fuera ella. Él aceptó, creo, porque secretamente compartía mi sentimiento. Entonces decidimos alquilar un coche y fui yo quien manejó aquel día. A pesar de que Emir nunca aprendió a conducir, era el copiloto más eficiente que he conocido; aunque el exceso de indicaciones a veces llegaba a fastidiar. Él partía de la base que el conductor no sabía a dónde iba y se sentía en la obligación de decir todo: dónde hay un semáforo, cuándo hay que doblar a mano izquierda, dónde se puede estacionar el coche. Su obsesión era tan grande que en más de una ocasión, años más tarde, cuando yo ya tenía coche, me indicaba el camino que yo debía seguir para ir de mi casa a la suya, distancia no mayor de dos cuadras y con un único camino posible. Rumbo a Princeton, mientras Emir daba indicaciones, nuestra amiga nos contó con todo lujo de detalles las experiencias eróticas que había tenido ella años antes, cuando era soltera en Madrid con Juan Carlos Onetti: cómo la había besado, cómo le había desabrochado la blusa, cómo se entusiasmó con sus pequeños pies, etc. Emir, que iba a mi lado, empezó a responderle monosilábicamente y yo tanto por los comentarios impúdicos de nuestra amiga como por las indicaciones excesivas que Emir me iba dando en una carretera totalmente recta y bien señalizada, me empecé a poner nervioso. Después de casi una hora y media de trayecto y de haber querido en vano cambiar de tema y convencer a Emir que estábamos en la ruta correcta, vi que de pronto él se volteaba hacia ella sumamente irritado y con voz aguda le decía: "Señorita, no me interesa la vida íntima de mis amigos". Un largo silencio nos acompañó hasta nuestro destino.

Al llegar a Princeton, Emir desapareció y por más que lo buscamos nunca pudimos encontrarlo. Intentamos asistir a su conferencia pero no aparecía anunciada en el periódico universitario. Decepcionados decidimos dar un paseo por la zona comercial de la ciudad. En uno de los escaparates de una tienda había una colección de kimonos para teatro Kno. Me animé a entrar para preguntar el precio y probarme alguno. Los kimonos eran maravillosos, eran de una seda tan pura que al quererlos agarrar con la mano, ésta saltaba quedando la tela sin ninguna arruga. Los había de todos colores y todos ellos, además de ser muy anchos, eran tan largos, que puestos en mí que soy alto, se arrastraban por el suelo por lo menos medio metro. Me probé uno morado con un dragón bordado en oro en las espaldas y otro rojo con una serie de libélulas azules incrustadas volando alrededor de un río de plata. Mientras me estaba probando el último en frente de un espejo (los pliegues del kimono recordaban a los que aparecen en los grabados de Utamaro), y me decían el fabuloso precio, me di cuenta de que Emir estaba afuera mirándome tras el escaparate. Yo me apené porque sentí que toda la escena había sido sumamente frívola. Sin embargo, a Emir no pareció importarle y al entrar a la tienda me dijo riéndose: "si tu amiga sigue diciendo sandeces la mato". Me puse el abrigo y nos encontramos con ella en la esquina donde había comprado un cremoso helado. Esa noche cenamos en el Inn de Princeton y al día siguiente volvimos a New Haven hablando de La vida breve.

A Emir no le gustaba contar ni que le contaran secretos de alcoba de nadie. En más de una ocasión lo vi furioso porque alguien había contado en público algo acerca de sus affairs amorosos. Sin embargo, a la gente le gustaba mucho hablar de ellos. En aquellos años Emir era soltero y, como soltero, podía hacer lo que le diera la gana. De vez en cuando salía o viajaba con alguna amiga. A veces, terminaba una relación y sin mayores dramas continuaba su amistad con la persona con quien había roto. Sin embargo, la gente -y hablo del grupo puritano de Nueva Inglaterra-, lo consideraba a veces un libertino y estaba convencida de que Emir no sólo mantenía varias relaciones paralelas -aunque en alguna ocasión se haya dado el caso-, sino que también, éstas eran de índole perversa. Un día alguien al verlo bajar de un taxi amarillo acompañado de tres o cuatro mujeres comentó: "Aquí llega Emir y su emirato". En el campus universitario hay quienes opinaban que Emir encarnaba la figura del Don Juan. En cierta ocasión él se quejó conmigo -y no le gustaba quejarse-, diciéndome que muchos de los académicos de Yale nunca lo invitaban a su casa porque era un hombre soltero, aunque sabía que muchos de ellos hacían lo mismo que él a pesar de estar casados.

Una noche yo mismo fui víctima de dicha discriminación. Habíamos ido al York Square Cinema a ver no recuerdo qué película. Creo que llovía y había muchos paraguas chorreando en la entrada. Estando en la cola observé que un poco más adelante en la fila, estaba el viejo profesor de literatura que había estado en el restaurant chino con su mujer. Mientras Emir compraba las entradas escuché que su mujer le decía en voz alta: "ahora no sólo sale con adolescentes bonitas, sino también con atletas literatos". A la salida del cine, mientras Emir pasaba al baño, me volví a encontrar al viejo profesor y su mujer de frente. Me acerqué a saludarlos y dije: "Señora, si el profesor Monegal y yo hiciéramos lo que usted piensa, no vendríamos al cine juntos", y ella avergonzada pidió una disculpa. Sin embargo el viejo profesor sí era aficionado a los atletas. Algunos amigos míos se lo encontraban a menudo en el baño de vapor del gimnasio a la hora de ligue.

Fue en la primavera de 1979 cuando empezamos a ir al cine una o dos veces a la semana; hábito que mantuvimos hasta los últimos meses que le quedaron de vida. A Emir el cine era la cosa que más le gustaba. Conocía los nombres de todos los directores, y de todos los actores, los nombres de todas las películas y el lugar y, en cada caso, la fecha de la filmación. Cuando le dieron un premio en Italia por su biografía de Borges, lo que más lo conmovió fue el hecho de que Fellini estuviera en la recepción y se le acercara para felicitarlo. Durante muchos años Emir fue crítico de cine en Montevideo y me contó en más de una ocasión que para hacer una simple reseña tenía que ver la película por lo menos tres veces. Otro día me sorprendió cuando me regaló un libro que él había publicado años antes sobre Ingmar Bergman. Su biblioteca sobre cine era inmensa. En ella no sólo había estudios sobre directores y obras específicas, sino también una gran cantidad de argumentos, que él revisaba cuidadosamente encontrando siempre claves útiles incluso para un espectador atento. Ir al cine con él era toda una aventura, sobre todo cuando se trataba de películas viejas; según transcurría la función le iba diciendo a uno al oído, qué actor era cual, en qué otra película había aparecido, con quién, qué escena había sido censurada por la moral de la época, qué actor dejó de aparecer cuando inventaron el cine hablado, etc. No podría enumerar las películas que vi con él. Había ocasiones en que íbamos al cine todos los días.

Muy temprano por la mañana me llamaba para decirme: "Hoy por la noche pasan una película de Stronheim en la Escuela de Derecho"; "hoy a la cinco pasan una cinta de Jean Renoir en el Museo de Arte Británico"; "mañana pasan, y no quiero perdérmela, una excelente película italiana de los años treinta que nunca han exhibido". Vimos un ciclo entero de cine japonés en el Art Gallery Center y cuando empecé a escribir mi tesis, él encargó a la Escuela de Cine, todas las películas en donde había aparecido George O'Brian, uno de los objetos del deseo de Luis Cernuda en los años veinte. A veces incluso llegamos a ir a Nueva York para ver una película que en New Haven no estaban pasando. Emir programaba todo tan bien que en una sola tarde en Manhattan daba tiempo para ir a una exposición de pintura, ver dos películas y además comer una hamburguesa en algún self service. Le gustaban las películas de ciencia ficción e incluso llegaba a verlas varias veces. Le encantaban también las de Hitchcock. En la cocina de su apartamento de la calle York tenía un poster donde aparecía el director inglés y, mientras preparaba una ensalada, siempre hacia algún chiste sobre él. Le gustaban más las películas europeas que las americanas. Alguna vez lo vi furioso al salir de un cine después de ver una "americanada" -como él las llamaba-, por ser el argumento y la actuación de los actores demasiado obvios y siempre sentimentales. Generalmente antes de ir al cine cenábamos ya fuera en mi casa o en la suya. Emir era especialista en churrascos, y, mientras cocinaba me hablaba siempre de sus orígenes gauchos.

Además del cine, a Emir le gustaba la televisión. Le gustaba tanto que a veces daba la impresión de que se había vuelto adicto a ella. Era capaz -igual que Manuel Puig- de levantarse a las tres o a las cinco de la mañana para ver una película que por alguna razón se había perdido o que le gustaría volver a ver. Cuando su aparato dejaba de funcionar, se ponía tan furioso que parecía el fin del mundo; y enseguida llamaba a alguno de sus amigos que tenían televisión para preguntarle si podía ver el programa pensado en su casa. Todos los domingos me llamaba para invitarme a ver la película que estaban pasando en el canal 13 de Nueva York. Recuerdo que seguimos sin perdernos un solo episodio Brideshead Revisited, Marco Polo y en los últimos meses The Jewel of the Crown, serie que le gustó tanto que no sólo leyó los cuatro tomos de la novela en la que fue basada, sino que, estando ya grave en el hospital, me pidió que le comprara el libro sobre la filmación de la serie. Sin duda este último cuarteto influyó en él a la hora de escribir sus memorias. ¿Pensaría escribir algo parecido?

En el invierno de 1979-80 vino por primera vez a pasar unos meses a New Haven Selma Rodrigues, de quien me hice inmediatamente amigo. Emir la había conocido en alguno de sus viajes a Río de Janeiro; sin embargo, jamás había hablado de ella a ninguno de sus amigos de New Haven. Emir tenía la tendencia de mantener su vida privada en secreto, especialmente cuando se trataba de asuntos con mujeres, y esta actitud hacía que mucha gente imaginara que su vida era más compleja y misteriosa de lo que en realidad era. En esos años jamás me contó que su supuesto padre -de quien habla en las memorias- moriría en aquel entonces, ni tampoco me comentó que se había casado varias veces, ni que tenía hijos.

Si Emir no hablaba de su vida, posiblemente era por temor de que alguien pudiera herirlo. Dada la diferencia de edad y el respeto que le tenía, yo era poco afecto a hacerle preguntas. La misteriosa aparición de Selma en la gélida New Haven, con su cálido carácter y su dulzura, fue una sorpresa grata para todos. Selma tenía -y tiene- la capacidad de establecer fácilmente relaciones íntimas con la gente. En cierta manera ella parecía el complemento perfecto a la personalidad austera y a veces sarcástica de Emir. Quizá por tener ella el misma nombre que la escritora sueca, Selma Lagerlöf, pensé en aquel entonces, que se quedaría siempre en New Haven y que disfrutaría cada invierno de la nieve que tanto le había gustado en esa ocasión. Sin embargo sus obligaciones familiares no le permitían dejar Brasil más de dos meses al año lo cual crearía problemas más adelante entre ellos. Durante sus visitas iba a menudo a mi casa a tomar una taza de café y me contaba su vida, los problemas que había tenido en su primer matrimonio, lo que estudiaban sus hijos, cómo se hace la sopa de palmito, el flan de coco, la torta pascualina… Pero más que nada me hablaba de Emir. A veces me daba la sensación de que ella tampoco lo conocía plenamente, ya que me hacía preguntas que me dejaban un poco perplejo, porque suponían una intimidad que yo con él no tenía. Otras ocasiones cenábamos los tres juntos, o acompañados de otros amigos de New Haven, o de Jill Levin y su amiga Lydia Rubio, cuando éstas estaban de paso rumbo a Boston.

La primera visita de Selma concluyó aquel invierno con un congreso sobre literatura brasileña para el cual Emir me pidió que organizara un carnaval en mi casa. Di muchas fiestas en New Haven, pero ninguna tuvo tanto éxito como la de aquel año. Debo decir que, aunque mi departamento era propiedad de Yale, se encontraba en una esquina que era el sitio predilecto de las prostitutas y travestis de la ciudad. Cada sábado circulaban por esa esquina caravanas de camionetas pick-up provenientes de las zonas rurales de los alrededores, cuyos choferes buscaban con quien entretenerse. Aquella noche de febrero, a pesar de estar todas las calles de New Haven cubiertas de nieve, quizá por la animada música que llegaba hasta la calle, o por la gente que entraba y salía, las prostitutas y los travestis habían proliferado como nunca. Hubo un momento en que no se supo si la fiesta era adentro o afuera. Nélida Piñón, quien había dado una excelente conferencia por la tarde, llegó vestida de hombre; el poeta Manolo Durán, de embajador turco; su mujer, de bailarina rusa; Roberto González, de pirata; Santiago, de jinete afgano; yo de personaje de Las mil y una noches; y Emir, de compadrito (haciendo honor al cuento de Borges). Llevaba un smoking de los años cincuenta, bigotes falsos y un sombrero de gángster. En una foto aparecemos Santiago, Selma, Emir y yo retratados. Todo el mundo bailó salsa y samba hasta muy tarde y Emir no sólo enseñó tango a las estudiantes, sino también a los chicos, escandalizando sin querer a algunas personas. El mismo profesor que no se había dado cuenta que el restaurant donde había cenado con Cabrera Infante era chino y que acudía con frecuencia al steam room del gimnasio, le dijo a su mujer que se pusiera el abrigo inmediatamente porque nuestra inocente fiesta pronto terminaría en una orgía. La fiesta de aquel año tuvo tal éxito que tanto Emir como Selma me animaron a pasar el próximo verano en Brasil.

Aquel semestre me preparaba para los exámenes de doctorado. Creo que nunca había leído tanto. Casi todos los días Emir me llamaba a las seis de la mañana para decirme: "Es hora de que te pongas a trabajar"; y gracias a esta presión, que yo a veces interpreté como un acto sádico y a la cual me rebelé en más de una ocasión, leí todos los libros que aparecían en el programa, así como la crítica más importante sobre ellos. En nuestra conversación matutina, Emir también hacía planes para la cena y, durante la sobremesa, me hacía todo tipo de preguntas relacionadas con mis lecturas recientes. Cuando llegó la fecha de mi examen por primera vez vi a toda la literatura como un sólo libro. Este interés que Emir a veces mostraba por algún alumno no siempre tuvo los mejores resultados. En una ocasión empezó a presionar a un estudiante para que avanzara en su lento y mediocre trabajo. Lamentablemente, el alumno terminó peleándose con él y vociferando que Emir le fiscalizaba su sórdida vida.

Emir acostumbraba llamar a la gente muy temprano porque tenía la costumbre de empezar sus labores al amanecer, y estaba convencido que si alguien no producía lo suficiente, era debido a una mala planeación en sus horarios. Emir seguía los suyos tan al pie de la letra que cuando tenía un huésped -como años más tarde yo llegué a serlo-, solía cederle su dormitorio y dormir en una pequeña cama que tenía en el estudio para poder así trabajar desde temprano. Su estudio en la calle York ocupaba una de las habitaciones del departamento y consistía en tres libreros de pared a pared y de suelo a techo; una inmensa mesa, que él mismo había hecho y que tenía una gran cantidad de papeles encima; y la pequeña cama empotrada en el closet. En esa habitación Emir elaboraba cada uno de sus trabajos. Cerca de la máquina de escribir había una cantidad de diccionarios fascinantes: de ángeles, de mitos bíblicos, de términos científicos, de lugares utópicos, etc. Un día me conmoví al entrar en esa oscura habitación -Emir siempre tenía cerradas las cortinas- y ver que había colocado una foto mía entre las de sus hijos.

Ese año, después de mis exámenes viajé por primera vez al Brasil. Nunca había estado ese país y la única imagen que yo tenía de Río era la que yo me había hecho, mezclando las anécdotas que contaba mi abuela Concha sobre una viaje que había hecho por esas latitudes en la era del Charleston, con la que aparece en las tarjetas postales o en las películas. El día de mi llegada, Emir y Selma habían rentado un coche para mostrarme la ciudad. Recuerdo el entusiasmo de Emir al enseñarme la casa donde vivió de niño, el hotel donde acostumbraba hospedarse antes de conocer a Selma, el cementerio donde estaba enterrado su padre (en aquel entonces me empezó a hablar de su familia), el Corcovado, el Pan de Azúcar, las playas de Flamengo y Copacabana, Leblon e Ipanema. En nuestro paseo, además de gozar de esa felicidad que sólo se experimenta ante la belleza nueva, debo de admitir que estaba un poco preocupado porque, a pesar de que Selma y Emir me habían hospedado en su casa con toda la amabilidad del mundo, ésta era demasiado pequeña para el número de personas que éramos y yo sentía que mi presencia durante unos días podía ser un inconveniente. Aunque les expresé mi preocupación, ellos me dijeron que "me dejara de pavadas". Al llegar al Alto da Boa Vista, Emir, para tomarme el pelo, señalándome con el meñique la entrada de un hotel de paso me dijo: "Si preferís hospedarte aquí, podés hacerlo…" Yo me quedé un poco atónito, sin entender lo que quería decir, pensando que ese sitio era demasiado retirado de la ciudad y quizá un poco peligroso. Entonces Emir dijo: "las camas son muy cómodas y sobre la cabecera hay un espejo grande que se mira en otro espejo que está enfrente y que reproduce la realidad infinitamente…" La broma me hizo gracia y le respondí que si me interesaba alguien, ya sabía adonde podía llevarlo.

Emir tenía fascinación por los espejos. No sólo en su dormitorio en Río de Janeiro tenía dos lunas dispuestas de la misma manera, sino también en el de New Haven. No sé qué sensación le produciría despertarse a medianoche y verse reflejado en ellas. En 1982, después de haber desmontado mi apartamento de la calle Park para irme a México, me hospedé en su casa durante unos días y, como era la costumbre, él me cedió su alcoba para poder trabajar desde temprano en el estudio. Una noche, al despertar sobresaltado por la angustia que me producía volver a mi país, me vi reflejado infinitamente en los espejos. Por un momento pensé que estaba sumergido en una pesadilla. Para tranquilizarme me puse a hojear alguno de los libros que estaban a mano. Emir tenía en esa habitación una de las bibliotecas más completas que he visto sobre arte erótico: el amor en la India, prácticas sexuales en la China, erótica japonesa, la tradición cortesana en la Alta Edad Media, la homosexualidad en las vasijas griegas, las esculturas fálicas incas, la expresión del deseo en el siglo XIX, las prácticas sadomasoquistas en la Francia de la Ilustración, Eros en el siglo XX y muchísimos volúmenes más, que en alguna otra ocasión miré detenidamente sintiendo que profanaba de alguna manera, la intimidad de mi querido profesor. Sin embargo, no fui yo el único de sus amigos que tuvo acceso a esos libros, a pesar del escándalo que pudieron causar en cierta gente. Emir los mostraba orgulloso diciendo: "No sé de qué se asombran, si esto mismo aparece en la Biblia". Emir era un ser sumamente liberal en todo lo relacionado con la sexualidad y se oponía terminantemente a cualquier tipo de discriminación. En más de una ocasión lo vi despotricar en contra de las persecuciones típicas de los países totalitarios. Recuerdo el entusiasmo con el que celebraba en aquel viaje a Río los cuerpos bronceados y semidesnudos de los cariocas que encontraba en la playa. Me decía: "Mirá como camina esa chica, parece un gato"; "Mirá esa pareja abrazada, son dos llamas ardiendo". Para él, a diferencia del Río de la Plata, Brasil -y estoy hablando del Brasil durante el proceso de democratización- era sinónimo de libertad y toda libertad, decía, era creativa. Además, en el Brasil, Emir había encontrado, como más tarde me di cuenta, muchas de las teorías que expone Mikhail Bakhtin en su obra: el carnaval, el espejo, la parodia, la intertextualidad. En ese mismo viaje, él utilizaría esas teorías en un seminario que daría en colaboración con Irlemar Chiampi en la Universidad de San Pablo.

Me es imposible contar todas las anécdotas relacionadas con Emir durante ese viaje al Brasil: los encuentros que tuvimos en las casas de Haroldo de Campos y Jorge Schwartz, el viaje que hicimos con Selma a Teresópolis, los paseos que dimos por el centro de Sao Paulo con Horacio, las largas conversaciones sobre poesía, traducción, novela, la despedida que me hizo Irlemar en su casa una noche antes de partir, etc.

En la Navidad de ese mismo año invité a Selma y a Emir a pasar las vacaciones en la casa de mis padres. A partir de ese momento, Emir también se hizo amigo de todos los miembros de mi familia y cada vez que iba a México a un congreso, o a dar alguna conferencia, los visitaba. Durante esas vacaciones en México, Selma y Emir se veían tan enamorados que todos los amigos pensamos que eran la pareja perfecta. Nunca nadie imaginaría que un año después estarían teniendo serios problemas conyugales. Estos problemas se debían en gran medida, a que Emir, a veces, tenía reacciones inesperadas. De la misma manera que en aquel viaje a Princeton decidió desaparecer para no volver a ver a la amiga de Verónica Volkow, cuando decidió abruptamente separarse de Selma, no sólo no le dio a ella una explicación convincente y terminó la larga relación con una breve carta, sino que decidió además distanciarse de todos aquellos amigos que según él podíamos ser leales a ella. Por muchos años yo me he preguntado en qué podría consistir nuestra lealtad o deslealtad, si ninguno de nosotros deseaba involucrarse en algo en lo que afortunadamente nadie nos había invitado a participar. Unos meses antes de morir, Emir me dijo que su reacción había sido muy infantil. Podría contar otras anécdotas por el estilo pero creo que no merece la pena. Salvo estas "niñerías", como él mismo las llamaba -frecuentes en los meses que estuvo enfermo- nuestro trato durante los ocho años que fuimos amigos fue amable y cariñoso.

En los dos años que Horacio y yo permanecimos en México, Emir nos visitó muchas veces. ¡Con qué alegría lo esperábamos en el aeropuerto! Durante sus breves estancias, además de encontrarnos con amigos mutuos (Ida Vitale y Enrique Fierro, Danubio Torres Fierro, Ulalume y Teodoro González de León, Octavio y María José Paz), hablábamos mucho. Nos contaba sobre su vida en New Haven, sobre lo que estaba escribiendo, sobre los proyectos que tenía. Sin embargo, en su última visita - viéndolo ahora en retrospectiva-, se veía muy cansado, avejentado. Emir ya no era aquel que veía dos películas en un día después de haber recorrido un museo unas horas antes. Quizá el cáncer que le quitaría la vida unos meses después, habría ya empezado a desarrollarse. Tal vez fue en su última visita a México o en un breve viaje que hice a Yale cuando terminé mi tesis de doctorado, cuando nos propuso a mí y a Horacio que volviéramos a New Haven, yo como profesor y Horacio como estudiante, para que terminara así su doctorado que en México no le permitieron continuar.

Cuando llegamos a New Haven, en el otoño de 1984, nos encontramos con la sorpresa de que Emir se mudaba de casa. Dejaba su antiguo departamento en la calle York, donde había vivido desde que llegó a los Estados Unidos, para mudarse a uno pequeño en la calle Livingston. Nunca he visto tantos libros juntos, tantos papeles, tantas cajas apiladas en el centro de las habitaciones. A Emir la mudanza le producía una especie de parálisis. Un día que fui a su casa a ayudarle, me lo encontré sentado en una caja, desconsolado. A pesar de que hubo cargadores profesionales y varios camiones, sin nuestra ayuda nunca hubiera podido mudarse. Al empezar a instalarse en su nuevo apartamento, Emir estaba feliz; el cambio significaba para él rehacer su vida, reestablecer su relación con Selma, tener cerca amigos con los que se sentía a gusto.

Sin embargo a los pocos meses de haberse mudado a la calle Livingston, Emir empezó a sentirse mal. Recuerdo que había ido con Selma -quien había vuelto a estas regiones después de casi tres años de ausencia- a pasar un fin de semana a la casa de su querido amigo, Tom Colchie, en Nueva York. A su regreso, Emir atribuyó su malestar a una salsa de tomate que había comido; Selma, a la tensión que le producía afrontar el hecho de que la relación entre ambos parecía estar fracasando. Nosotros, conociendo los estragos reales que pueden hacer las salsas de tomate y las separaciones, decidimos que tenía que ir al médico. Emir, en un principio, se resistió, pero después de que Selma ya se hubiera ido a Río de Janeiro lo convencimos. Los resultados del primer análisis fueron desastrosos. El médico que lo operó dijo que Emir moriría en menos de ocho meses. Y así fue.

Pienso en él, ahora que se ha ido, en todo lo sucedido en estos últimos años; en nuestras idas al cine, ya fuera en New Haven, en Manhattan o México; en nuestras cenas en "el chinito", en nuestras conversaciones; en la forma en la que Emir veía el mundo, en su lealtad como amigo; en la excesiva violencia con que a veces trataba a ... Pienso en todo esto y no alcanzo a entender la muerte.

De niño viví rodeado de escritores y la imagen que conservo de ellos no es la del hombre público que alcanzó la fama, ni la que transluce después de la lectura de sus obras, sino aquella hecha de las pequeñas cosas que inventan el vivir cotidiano y nos hacen mortales. He tratado de dar en estas páginas una imagen de Emir basada en la convivencia de casi ocho años. En otra ocasión hablaré del otro Emir, el que vive en otro tiempo, el que vive en su obra y es literatura."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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