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"El otro Emir"
Por Manuel Ulacia
En Vuelta, nº 121, diciembre 1986
p. 62-67
"En 1977 me trasladé a la Universidad de Yale para
hacer un doctorado. Sin embargo, a pesar de haber sido alumno de
Emir Rodríguez Monegal durante dos semestres, no fue sino
hasta el año siguiente cuando empezamos a ser amigos. Aquel
invierno Emir daba un seminario sobre traducción en colaboración
con Haroldo de Campos, al cual asistíamos un grupo de alumnos
en una confortable sala de Branford College. El curso era poco usual,
no sólo porque tanto él como Haroldo además
de teorizar, nos daban ejemplos muy precisos de las distintas soluciones
logradas en la traducción de un texto, así como nos
hacían oír grabaciones de poemas leídos por
T. S. Eliot y por Pablo Neruda, para que captáramos el ritmo
y el sonido y lo pudiéramos reproducir en la lengua que estábamos
traduciendo. Recuerdo que un día después de que me
devolvieron las primeras traducciones que yo había hecho
de Ezra Pound, y gracias a que al profesor Haroldo de Campos le
habían gustado, Emir y yo conversamos largo y tendido por
primera vez.
Unos días después el profesor Monegal (así
lo llamaba en aquel entonces), nos invitó, a un grupo de
estudiantes, a su casa a tomar el té. Para Emir, preparar
té era todo un rito que había aprendido durante su
estancia en Inglaterra. Calentaba la tetera con agua hirviendo y
después de vaciarla dejaba que las hojas de Earl Gray
mezclado con Jazmín se hidrataran en el vapor
por unos minutos antes de llenarla otra vez con agua. La taza de
té era siempre acompañada de un pastel marca Entenman's
que él compraba en el supermercado que estaba enfrente de
su casa. En aquel entonces, Emir vivía en el piso 12 de University
Towers, en la calle York. El apartamento era amplio y alegre. Se
entraba directamente a una sala en forma de "L", en la
cual desembocaba también un largo pasillo, por el que se
tenía acceso al estudio y al dormitorio. La sala, gracias
a los grandes ventanales que daban a la parte oeste de New Haven,
tenía mucha luz. Las paredes estaban llenas de cuadros y
libros. Entre los cuadros había unas reproducciones de Botero
y de Torres García -pintores que él admiraba mucho-;
así como algunos dibujos que José Luis Cuevas y Leonor
Fini le habían regalado durante la época en que dirigió
Mundo Nuevo. En los libreros había, desde luego, muchos
libros -todos los de la sala estaban encuadernados en piel y por
lo general las ediciones eran antiguas-; pero también había
muchas fotografías enmarcadas, en donde Emir siempre aparecía
con algún escritor latinoamericano, ya fuera con Borges caminando
por Buenos Aires, con Carlos Fuentes en un barco, con Cabrera Infante
reflejado en un escaparate londinense, con Vargas Llosa en un congreso,
con Pablo Neruda en Santiago de Chile. En el departamento había
pocos muebles y todos ellos habían sido comprados por unos
cuantos dólares en un tag sale (a Emir no le gustaba
gastar dinero en ropa, ni en objetos para la casa -lo único
que gastaba era en viajes y en libros). El comedor era un juego
de jardín de madera de los años cuarenta -una mesa
y dos bancas-, que él mismo había pintado de rojo
y amarillo, produciendo un efecto pop bastante divertido;
el juego de sala era una combinación inusitada: constaba
de un sofá "años cincuenta", también
en forma de "L", tapizado de rojo, y de un sillón
"belle époque", que armonizaba con dos lámparas
tipo Tiffany. Sobre los libreros bajos que estaban en el muro de
los ventanales, había una colección extensa de artesanías
latinoamericanas que sus amigos a lo largo de los años le
habíamos regalado. Algunas de ellas tenían para Emir
un efecto mágico: una mano "bahiana" de madera
negra que tenía el puño cerrado, lo protegía
de los "enemigos" y una sonaja de paja traída del
Amazonas lo ayudaba a ser fecundo en su obra. Emir era sumamente
supersticioso.
En la mesa de centro de la sala había una escultura tarasca:
una perra amamantando a sus cachorros, rodeada de una serie de libros
que Emir había publicado en los últimos años,
dispuestos en forma de abanico. Separando la cocina del comedor
había un biombo que él mismo había tapizado
con las portadas de su revista Mundo Nuevo. Los nombres de
Susan Sontag, Pablo Neruda, Octavio Paz, Severo Sarduy resaltaban
sobre los colores brillantes de la edición.
Junto al librero del comedor había un retrato suyo pintado
al óleo por "su amiga" inglesa. Debo de decir que
nunca le encontré ningún parecido, salvo, quizá
cuando ya estaba muy enfermo. Creo que fue durante aquella primera
visita a su casa cuando le pregunté por la persona retratada,
y él orgullosamente dijo, citando a Borges: "El otro,
yo mismo." El espacio de la sala era agradable: era en cierta
manera una parodia improvisada de la estética latinoamericana
de los años sesenta, pero también era el espacio en
donde se rendía un culto privado a su propia obra. Los objetos
del departamento no eran simplemente objetos decorativos, sino que
formaban parte de un referente cultural y literario latinoamericano
en la puritana Nueva Inglaterra. Las lámparas imitación
Tifanny recordaban, por ejemplo, la estética modernista.
Un día me dijo al encender una de ellas: "Azul, azul,
como el primer libro de Darío..." Una muñeca
de cartón mexicana, de las que venden en los mercados en
Semana Santa para hacerla explotar con pólvora el domingo
de Gloria, llamada "Lupita", estaba colocada cerca de
una reproducción de Botero, y parecía como si se hubiera
escapado del cuadro o fuera el personaje de una de las novelas de
García Márquez. Un poster rojo donde se anunciaba
una corrida de toros que estaba colgado detrás del sofá
rojo, parecía una meditación sobre la crueldad hispánica.
Sin embargo, esta meditación no era una simple juego del
intelecto ni un acaso, era una forma de expresar toda la violencia
que Emir desde niño llevaba adentro. Un día su hijo
Joaquín me dijo que el padre de su padre había muerto
asesinado. Por Eso a Emir los cuchillos, los puñales, las
armas de fuego lo ponían nervioso, y a veces cuando en una
clase nos hablaba de algún cuento como "El Sur"
de Borges, parecía como si hablara de sí mismo.
Durante 1978 y 1979, los encuentros con Emir eran menos frecuentes
de lo que llegarían a ser más tarde. Además
de encontrarme con él en el salón de clases, los estudiantes
(Andy Bush, Susan Hajdu, y yo mismo) lo invitábamos a cenar
a nuestras casas, y él siempre a la semana o a los diez días,
correspondía, invitándonos al "chinito",
restaurant del cual Emir fue asiduo cliente desde el año
en que había llegado a New Haven. Este restaurant quedaba
a media cuadra de su casa; no tenía ningún tipo de
decoración -Emir odiaba los decorados en los restaurantes;
decía que era el signo preciso para saber que la comida era
mala- y, según él, era donde mejor se comía
en el mundo. Desgraciadamente, este restaurant ya no existe. Recuerdo
que desapareció tan sólo unos meses antes de que se
enfermara, cuando yo ya vivía en México. Emir me llamó
de larga distancia -cosa que me sorprendió- para contarme
que Mr. Chan, el dueño del restaurant, se iba a jubilar y,
por lo tanto, que pronto cerraría su negocio. Yo lo lamenté,
porque sabía lo mucho que a Emir le gustaba ese sitio. Este
hecho puede haber sido uno de los motivos por los cuales se mudó
de casa en el otoño de 1984. A pesar de conocerse Emir y
el dueño por más de diez años, nunca mantuvieron
ningún tipo de conversación que no fuera sobre el
tiempo. Aunque Mr. Chan sabía de antemano lo que Emir iba
a pedir, con su acento chino-americano siempre le preguntaba: "The
same? Lamb with scallions? Shrimp in sour sauce? Lee Chies?"
Y Emir contestaba afirmativamente con la cabeza, diciendo en español.
"Este hombre no entiende". En una cena en el "chinito"
a la cual asistía Cabrera Infante, un profesor ya de cierta
edad, también del departamento de español, después
de que habíamos terminado de comer un maravilloso pato laqueado
y otras delicias dijo: ¡Me parece que este restaurant es chino!
Todavía recuerdo la risa que les dio a Guillermo y a Emir
este ingenuo comentario. Emir no sólo me invitó a
cenar allí con amigos suyos como Jill Levine, Irlemar Chiampi,
o Haroldo de Campos, sino también invitó a amigos
míos que estaban de paso por New Haven, como Verónica
Volkow. El tema principal de las conversaciones de aquellos años
era Borges. Generalmente nos contaba alguna anécdota. Hay
que recordar que Emir en aquel entonces estaba escribiendo su famosa
biografía y posiblemente nos narraba lo que después
apareció en la obra. Otras veces nos contaba alguna anécdota
sobre Pablo Neruda o sobre Octavio Paz, o el encuentro que ambos
poetas tuvieron en los años sesenta en un hotel de Londres
después de estar tiempo distanciados. También le gustaba
contarme algunas anécdotas acerca de la vida de los mexicanos
en París, sobre sus encuentros con Carlos Fuentes, con Luis
Buñuel o María Félix. El día que le
conté que mi abuela Concha había sido novia de Buñuel
quedó encantado.
Recuerdo que aquel primer invierno en que empezamos a ser amigos,
lo invité a cenar junto con Haroldo de Campos y Jorge Schwartz.
En aquel entonces yo vivía con Santiago Quintana en un pequeño
apartamento en Bradley St. -digo pequeño por no decir mínimo-
que constaba de un dormitorio y un espacio que servía de
cocina, sala y comedor. Ese espacio había sido amueblado
con una mesa y dos sillas, algunas alfombras y una serie de cojines
que hacían las veces de sofá. El lugar tenía
aspecto de antro marroquí. Recuerdo que ese invierno había
nevado muchísimo y New Haven parecía una estación
de ski en los Alpes. Dado que muchas calles estaban cerradas por
la nieve, la única forma de llegar a mi casa era caminando.
Esa noche Santiago y yo habíamos preparado una comida que
constaba de varios platos que una amiga pekinesa, nos había
enseñado a hacer. Habíamos citado a las seis para
cenar a las siete (la comida china necesita de un horario muy estricto
porque si no, las verduras se pasan). Como eran las siete y no llegaban,
me asomé a la puerta de la calle y me los encontré
a los tres tirados en el suelo, cerca de un árbol, llenos
de nieve hasta las orejas. Dada la falta de práctica de Haroldo
para caminar sobre superficies heladas y su gran peso, se había
resbalado y ellos al quererlo rescatar se habían ido con
él al suelo. Me acerqué a ellos para ayudarlos y nos
reímos mucho. Creo que aquella noche, durante la cena hablamos
del libro Dream of a Red Chamber, de las distintas traducciones
que existen en inglés de The Tales of Gengi y de poesía
japonesa. Después de la cena los acompañé caminando
a sus casas. La temperatura había subido derritiendo parte
del hielo y de pronto volvió a bajar helando todo, el mundo
parecía hecho de un cristal muy puro.
En otra ocasión Verónica Volkow me visitó
acompañada de una poeta latinoamericana que se había
encontrado en Nueva York y Santiago y yo aprovechamos la oportunidad
para presentarles a Emir. La amiga de Verónica era bajita
y caderona, con aspecto de señora victoriana. Durante la
conversación que tuvimos aquella noche, salió que
Verónica había traído algunos poemas que había
escrito recientemente y que su amiga también traía
otro. Emir sugirió que leyéramos algo. Verónica
leyó dos poemas hermosos y yo leí unos hai-kus recién
escritos. Emir quedó muy complacido en mi caso quizá
porque los poemas habían tenido la virtud de ser breves.
Después leyó la amiga de Verónica, quien, a
diferencia de nosotros decidió ponerse de pie para hacerlo.
Sosteniendo en una mano un largo manuscrito (debieron ser por lo
menos veinte páginas), y con la otra un pañuelo de
encaje que armonizaba con su camisa de tiras bordadas, empezó
muy seria, la lectura. Para nuestra sorpresa el poema era un delirio
erótico que posiblemente hubiera podido ser hermoso si se
leyera quizá en voz baja o en otro tono. Además el
poema tenía una serie de imágenes "vanguardistas"
en las que se comparaba por ejemplo un "pezón ensangrentado"
con una "tarántula peluda aplastada". Yo no sé
si era la seriedad de la amiga de Verónica declamando en
voz alta a la Bertha Singerman, o las llamas de dos velas que ardían
reflejadas en nuestros pícaros ojos, pero de pronto, Emir,
Verónica, Santiago y yo nos empezamos a reír a carcajadas
y no hubo quien nos parara durante un buen rato. Creo que todos
al final nos quedamos con la sensación de que nuestra amiga
nos odiaría el resto de su vida.
A los pocos meses la amiga de Verónica volvió a New
Haven. Su llegada coincidió con una invitación que
Emir me había hecho para pasar un fin de semana en Princeton
donde él iba a dar una conferencia sobre Borges. Dado que
yo me sentía culpable por haberme reído de la composición
de nuestra amiga, le pregunté a Emir si no le importaría
que también fuera ella. Él aceptó, creo, porque
secretamente compartía mi sentimiento. Entonces decidimos
alquilar un coche y fui yo quien manejó aquel día.
A pesar de que Emir nunca aprendió a conducir, era el copiloto
más eficiente que he conocido; aunque el exceso de indicaciones
a veces llegaba a fastidiar. Él partía de la base
que el conductor no sabía a dónde iba y se sentía
en la obligación de decir todo: dónde hay un semáforo,
cuándo hay que doblar a mano izquierda, dónde se puede
estacionar el coche. Su obsesión era tan grande que en más
de una ocasión, años más tarde, cuando yo ya
tenía coche, me indicaba el camino que yo debía seguir
para ir de mi casa a la suya, distancia no mayor de dos cuadras
y con un único camino posible. Rumbo a Princeton, mientras
Emir daba indicaciones, nuestra amiga nos contó con todo
lujo de detalles las experiencias eróticas que había
tenido ella años antes, cuando era soltera en Madrid con
Juan Carlos Onetti: cómo la había besado, cómo
le había desabrochado la blusa, cómo se entusiasmó
con sus pequeños pies, etc. Emir, que iba a mi lado, empezó
a responderle monosilábicamente y yo tanto por los comentarios
impúdicos de nuestra amiga como por las indicaciones excesivas
que Emir me iba dando en una carretera totalmente recta y bien señalizada,
me empecé a poner nervioso. Después de casi una hora
y media de trayecto y de haber querido en vano cambiar de tema y
convencer a Emir que estábamos en la ruta correcta, vi que
de pronto él se volteaba hacia ella sumamente irritado y
con voz aguda le decía: "Señorita, no me interesa
la vida íntima de mis amigos". Un largo silencio nos
acompañó hasta nuestro destino.
Al llegar a Princeton, Emir desapareció y por más
que lo buscamos nunca pudimos encontrarlo. Intentamos asistir a
su conferencia pero no aparecía anunciada en el periódico
universitario. Decepcionados decidimos dar un paseo por la zona
comercial de la ciudad. En uno de los escaparates de una tienda
había una colección de kimonos para teatro Kno. Me
animé a entrar para preguntar el precio y probarme alguno.
Los kimonos eran maravillosos, eran de una seda tan pura que al
quererlos agarrar con la mano, ésta saltaba quedando la tela
sin ninguna arruga. Los había de todos colores y todos ellos,
además de ser muy anchos, eran tan largos, que puestos en
mí que soy alto, se arrastraban por el suelo por lo menos
medio metro. Me probé uno morado con un dragón bordado
en oro en las espaldas y otro rojo con una serie de libélulas
azules incrustadas volando alrededor de un río de plata.
Mientras me estaba probando el último en frente de un espejo
(los pliegues del kimono recordaban a los que aparecen en los grabados
de Utamaro), y me decían el fabuloso precio, me di cuenta
de que Emir estaba afuera mirándome tras el escaparate. Yo
me apené porque sentí que toda la escena había
sido sumamente frívola. Sin embargo, a Emir no pareció
importarle y al entrar a la tienda me dijo riéndose: "si
tu amiga sigue diciendo sandeces la mato". Me puse el abrigo
y nos encontramos con ella en la esquina donde había comprado
un cremoso helado. Esa noche cenamos en el Inn de Princeton
y al día siguiente volvimos a New Haven hablando de La
vida breve.
A Emir no le gustaba contar ni que le contaran secretos de alcoba
de nadie. En más de una ocasión lo vi furioso porque
alguien había contado en público algo acerca de sus
affairs amorosos. Sin embargo, a la gente le gustaba mucho
hablar de ellos. En aquellos años Emir era soltero y, como
soltero, podía hacer lo que le diera la gana. De vez en cuando
salía o viajaba con alguna amiga. A veces, terminaba una
relación y sin mayores dramas continuaba su amistad con la
persona con quien había roto. Sin embargo, la gente -y hablo
del grupo puritano de Nueva Inglaterra-, lo consideraba a veces
un libertino y estaba convencida de que Emir no sólo mantenía
varias relaciones paralelas -aunque en alguna ocasión se
haya dado el caso-, sino que también, éstas eran de
índole perversa. Un día alguien al verlo bajar de
un taxi amarillo acompañado de tres o cuatro mujeres comentó:
"Aquí llega Emir y su emirato". En el campus universitario
hay quienes opinaban que Emir encarnaba la figura del Don Juan.
En cierta ocasión él se quejó conmigo -y no
le gustaba quejarse-, diciéndome que muchos de los académicos
de Yale nunca lo invitaban a su casa porque era un hombre soltero,
aunque sabía que muchos de ellos hacían lo mismo que
él a pesar de estar casados.
Una noche yo mismo fui víctima de dicha discriminación.
Habíamos ido al York Square Cinema a ver no recuerdo qué
película. Creo que llovía y había muchos paraguas
chorreando en la entrada. Estando en la cola observé que
un poco más adelante en la fila, estaba el viejo profesor
de literatura que había estado en el restaurant chino con
su mujer. Mientras Emir compraba las entradas escuché que
su mujer le decía en voz alta: "ahora no sólo
sale con adolescentes bonitas, sino también con atletas literatos".
A la salida del cine, mientras Emir pasaba al baño, me volví
a encontrar al viejo profesor y su mujer de frente. Me acerqué
a saludarlos y dije: "Señora, si el profesor Monegal
y yo hiciéramos lo que usted piensa, no vendríamos
al cine juntos", y ella avergonzada pidió una disculpa.
Sin embargo el viejo profesor sí era aficionado a los atletas.
Algunos amigos míos se lo encontraban a menudo en el baño
de vapor del gimnasio a la hora de ligue.
Fue en la primavera de 1979 cuando empezamos a ir al cine una o
dos veces a la semana; hábito que mantuvimos hasta los últimos
meses que le quedaron de vida. A Emir el cine era la cosa que más
le gustaba. Conocía los nombres de todos los directores,
y de todos los actores, los nombres de todas las películas
y el lugar y, en cada caso, la fecha de la filmación. Cuando
le dieron un premio en Italia por su biografía de Borges,
lo que más lo conmovió fue el hecho de que Fellini
estuviera en la recepción y se le acercara para felicitarlo.
Durante muchos años Emir fue crítico de cine en Montevideo
y me contó en más de una ocasión que para hacer
una simple reseña tenía que ver la película
por lo menos tres veces. Otro día me sorprendió cuando
me regaló un libro que él había publicado años
antes sobre Ingmar Bergman. Su biblioteca sobre cine era inmensa.
En ella no sólo había estudios sobre directores y
obras específicas, sino también una gran cantidad
de argumentos, que él revisaba cuidadosamente encontrando
siempre claves útiles incluso para un espectador atento.
Ir al cine con él era toda una aventura, sobre todo cuando
se trataba de películas viejas; según transcurría
la función le iba diciendo a uno al oído, qué
actor era cual, en qué otra película había
aparecido, con quién, qué escena había sido
censurada por la moral de la época, qué actor dejó
de aparecer cuando inventaron el cine hablado, etc. No podría
enumerar las películas que vi con él. Había
ocasiones en que íbamos al cine todos los días.
Muy temprano por la mañana me llamaba para decirme: "Hoy
por la noche pasan una película de Stronheim en la Escuela
de Derecho"; "hoy a la cinco pasan una cinta de Jean Renoir
en el Museo de Arte Británico"; "mañana
pasan, y no quiero perdérmela, una excelente película
italiana de los años treinta que nunca han exhibido".
Vimos un ciclo entero de cine japonés en el Art Gallery Center
y cuando empecé a escribir mi tesis, él encargó
a la Escuela de Cine, todas las películas en donde había
aparecido George O'Brian, uno de los objetos del deseo de Luis Cernuda
en los años veinte. A veces incluso llegamos a ir a Nueva
York para ver una película que en New Haven no estaban pasando.
Emir programaba todo tan bien que en una sola tarde en Manhattan
daba tiempo para ir a una exposición de pintura, ver dos
películas y además comer una hamburguesa en algún
self service. Le gustaban las películas de ciencia
ficción e incluso llegaba a verlas varias veces. Le encantaban
también las de Hitchcock. En la cocina de su apartamento
de la calle York tenía un poster donde aparecía
el director inglés y, mientras preparaba una ensalada, siempre
hacia algún chiste sobre él. Le gustaban más
las películas europeas que las americanas. Alguna vez lo
vi furioso al salir de un cine después de ver una "americanada"
-como él las llamaba-, por ser el argumento y la actuación
de los actores demasiado obvios y siempre sentimentales. Generalmente
antes de ir al cine cenábamos ya fuera en mi casa o en la
suya. Emir era especialista en churrascos, y, mientras cocinaba
me hablaba siempre de sus orígenes gauchos.
Además del cine, a Emir le gustaba la televisión.
Le gustaba tanto que a veces daba la impresión de que se
había vuelto adicto a ella. Era capaz -igual que Manuel Puig-
de levantarse a las tres o a las cinco de la mañana para
ver una película que por alguna razón se había
perdido o que le gustaría volver a ver. Cuando su aparato
dejaba de funcionar, se ponía tan furioso que parecía
el fin del mundo; y enseguida llamaba a alguno de sus amigos que
tenían televisión para preguntarle si podía
ver el programa pensado en su casa. Todos los domingos me llamaba
para invitarme a ver la película que estaban pasando en el
canal 13 de Nueva York. Recuerdo que seguimos sin perdernos un solo
episodio Brideshead Revisited, Marco Polo y en los
últimos meses The Jewel of the Crown, serie que le
gustó tanto que no sólo leyó los cuatro tomos
de la novela en la que fue basada, sino que, estando ya grave en
el hospital, me pidió que le comprara el libro sobre la filmación
de la serie. Sin duda este último cuarteto influyó
en él a la hora de escribir sus memorias. ¿Pensaría
escribir algo parecido?
En el invierno de 1979-80 vino por primera vez a pasar unos meses
a New Haven Selma Rodrigues, de quien me hice inmediatamente amigo.
Emir la había conocido en alguno de sus viajes a Río
de Janeiro; sin embargo, jamás había hablado de ella
a ninguno de sus amigos de New Haven. Emir tenía la tendencia
de mantener su vida privada en secreto, especialmente cuando se
trataba de asuntos con mujeres, y esta actitud hacía que
mucha gente imaginara que su vida era más compleja y misteriosa
de lo que en realidad era. En esos años jamás me contó
que su supuesto padre -de quien habla en las memorias- moriría
en aquel entonces, ni tampoco me comentó que se había
casado varias veces, ni que tenía hijos.
Si Emir no hablaba de su vida, posiblemente era por temor de que
alguien pudiera herirlo. Dada la diferencia de edad y el respeto
que le tenía, yo era poco afecto a hacerle preguntas. La
misteriosa aparición de Selma en la gélida New Haven,
con su cálido carácter y su dulzura, fue una sorpresa
grata para todos. Selma tenía -y tiene- la capacidad de establecer
fácilmente relaciones íntimas con la gente. En cierta
manera ella parecía el complemento perfecto a la personalidad
austera y a veces sarcástica de Emir. Quizá por tener
ella el misma nombre que la escritora sueca, Selma Lagerlöf,
pensé en aquel entonces, que se quedaría siempre en
New Haven y que disfrutaría cada invierno de la nieve que
tanto le había gustado en esa ocasión. Sin embargo
sus obligaciones familiares no le permitían dejar Brasil
más de dos meses al año lo cual crearía problemas
más adelante entre ellos. Durante sus visitas iba a menudo
a mi casa a tomar una taza de café y me contaba su vida,
los problemas que había tenido en su primer matrimonio, lo
que estudiaban sus hijos, cómo se hace la sopa de palmito,
el flan de coco, la torta pascualina
Pero más que nada
me hablaba de Emir. A veces me daba la sensación de que ella
tampoco lo conocía plenamente, ya que me hacía preguntas
que me dejaban un poco perplejo, porque suponían una intimidad
que yo con él no tenía. Otras ocasiones cenábamos
los tres juntos, o acompañados de otros amigos de New Haven,
o de Jill Levin y su amiga Lydia Rubio, cuando éstas estaban
de paso rumbo a Boston.
La primera visita de Selma concluyó aquel invierno con un
congreso sobre literatura brasileña para el cual Emir me
pidió que organizara un carnaval en mi casa. Di muchas fiestas
en New Haven, pero ninguna tuvo tanto éxito como la de aquel
año. Debo decir que, aunque mi departamento era propiedad
de Yale, se encontraba en una esquina que era el sitio predilecto
de las prostitutas y travestis de la ciudad. Cada sábado
circulaban por esa esquina caravanas de camionetas pick-up provenientes
de las zonas rurales de los alrededores, cuyos choferes buscaban
con quien entretenerse. Aquella noche de febrero, a pesar de estar
todas las calles de New Haven cubiertas de nieve, quizá por
la animada música que llegaba hasta la calle, o por la gente
que entraba y salía, las prostitutas y los travestis habían
proliferado como nunca. Hubo un momento en que no se supo si la
fiesta era adentro o afuera. Nélida Piñón,
quien había dado una excelente conferencia por la tarde,
llegó vestida de hombre; el poeta Manolo Durán, de
embajador turco; su mujer, de bailarina rusa; Roberto González,
de pirata; Santiago, de jinete afgano; yo de personaje de Las
mil y una noches; y Emir, de compadrito (haciendo honor al cuento
de Borges). Llevaba un smoking de los años cincuenta, bigotes
falsos y un sombrero de gángster. En una foto aparecemos
Santiago, Selma, Emir y yo retratados. Todo el mundo bailó
salsa y samba hasta muy tarde y Emir no sólo enseñó
tango a las estudiantes, sino también a los chicos, escandalizando
sin querer a algunas personas. El mismo profesor que no se había
dado cuenta que el restaurant donde había cenado con Cabrera
Infante era chino y que acudía con frecuencia al steam
room del gimnasio, le dijo a su mujer que se pusiera el abrigo
inmediatamente porque nuestra inocente fiesta pronto terminaría
en una orgía. La fiesta de aquel año tuvo tal éxito
que tanto Emir como Selma me animaron a pasar el próximo
verano en Brasil.
Aquel semestre me preparaba para los exámenes de doctorado.
Creo que nunca había leído tanto. Casi todos los días
Emir me llamaba a las seis de la mañana para decirme: "Es
hora de que te pongas a trabajar"; y gracias a esta presión,
que yo a veces interpreté como un acto sádico y a
la cual me rebelé en más de una ocasión, leí
todos los libros que aparecían en el programa, así
como la crítica más importante sobre ellos. En nuestra
conversación matutina, Emir también hacía planes
para la cena y, durante la sobremesa, me hacía todo tipo
de preguntas relacionadas con mis lecturas recientes. Cuando llegó
la fecha de mi examen por primera vez vi a toda la literatura como
un sólo libro. Este interés que Emir a veces mostraba
por algún alumno no siempre tuvo los mejores resultados.
En una ocasión empezó a presionar a un estudiante
para que avanzara en su lento y mediocre trabajo. Lamentablemente,
el alumno terminó peleándose con él y vociferando
que Emir le fiscalizaba su sórdida vida.
Emir acostumbraba llamar a la gente muy temprano porque tenía
la costumbre de empezar sus labores al amanecer, y estaba convencido
que si alguien no producía lo suficiente, era debido a una
mala planeación en sus horarios. Emir seguía los suyos
tan al pie de la letra que cuando tenía un huésped
-como años más tarde yo llegué a serlo-, solía
cederle su dormitorio y dormir en una pequeña cama que tenía
en el estudio para poder así trabajar desde temprano. Su
estudio en la calle York ocupaba una de las habitaciones del departamento
y consistía en tres libreros de pared a pared y de suelo
a techo; una inmensa mesa, que él mismo había hecho
y que tenía una gran cantidad de papeles encima; y la pequeña
cama empotrada en el closet. En esa habitación Emir elaboraba
cada uno de sus trabajos. Cerca de la máquina de escribir
había una cantidad de diccionarios fascinantes: de ángeles,
de mitos bíblicos, de términos científicos,
de lugares utópicos, etc. Un día me conmoví
al entrar en esa oscura habitación -Emir siempre tenía
cerradas las cortinas- y ver que había colocado una foto
mía entre las de sus hijos.
Ese año, después de mis exámenes viajé
por primera vez al Brasil. Nunca había estado ese país
y la única imagen que yo tenía de Río era la
que yo me había hecho, mezclando las anécdotas que
contaba mi abuela Concha sobre una viaje que había hecho
por esas latitudes en la era del Charleston, con la que aparece
en las tarjetas postales o en las películas. El día
de mi llegada, Emir y Selma habían rentado un coche para
mostrarme la ciudad. Recuerdo el entusiasmo de Emir al enseñarme
la casa donde vivió de niño, el hotel donde acostumbraba
hospedarse antes de conocer a Selma, el cementerio donde estaba
enterrado su padre (en aquel entonces me empezó a hablar
de su familia), el Corcovado, el Pan de Azúcar, las playas
de Flamengo y Copacabana, Leblon e Ipanema. En nuestro paseo, además
de gozar de esa felicidad que sólo se experimenta ante la
belleza nueva, debo de admitir que estaba un poco preocupado porque,
a pesar de que Selma y Emir me habían hospedado en su casa
con toda la amabilidad del mundo, ésta era demasiado pequeña
para el número de personas que éramos y yo sentía
que mi presencia durante unos días podía ser un inconveniente.
Aunque les expresé mi preocupación, ellos me dijeron
que "me dejara de pavadas". Al llegar al Alto da Boa Vista,
Emir, para tomarme el pelo, señalándome con el meñique
la entrada de un hotel de paso me dijo: "Si preferís
hospedarte aquí, podés hacerlo
" Yo me quedé
un poco atónito, sin entender lo que quería decir,
pensando que ese sitio era demasiado retirado de la ciudad y quizá
un poco peligroso. Entonces Emir dijo: "las camas son muy cómodas
y sobre la cabecera hay un espejo grande que se mira en otro espejo
que está enfrente y que reproduce la realidad infinitamente
"
La broma me hizo gracia y le respondí que si me interesaba
alguien, ya sabía adonde podía llevarlo.
Emir tenía fascinación por los espejos. No sólo
en su dormitorio en Río de Janeiro tenía dos lunas
dispuestas de la misma manera, sino también en el de New
Haven. No sé qué sensación le produciría
despertarse a medianoche y verse reflejado en ellas. En 1982, después
de haber desmontado mi apartamento de la calle Park para irme a
México, me hospedé en su casa durante unos días
y, como era la costumbre, él me cedió su alcoba para
poder trabajar desde temprano en el estudio. Una noche, al despertar
sobresaltado por la angustia que me producía volver a mi
país, me vi reflejado infinitamente en los espejos. Por un
momento pensé que estaba sumergido en una pesadilla. Para
tranquilizarme me puse a hojear alguno de los libros que estaban
a mano. Emir tenía en esa habitación una de las bibliotecas
más completas que he visto sobre arte erótico: el
amor en la India, prácticas sexuales en la China, erótica
japonesa, la tradición cortesana en la Alta Edad Media, la
homosexualidad en las vasijas griegas, las esculturas fálicas
incas, la expresión del deseo en el siglo XIX, las prácticas
sadomasoquistas en la Francia de la Ilustración, Eros en
el siglo XX y muchísimos volúmenes más, que
en alguna otra ocasión miré detenidamente sintiendo
que profanaba de alguna manera, la intimidad de mi querido profesor.
Sin embargo, no fui yo el único de sus amigos que tuvo acceso
a esos libros, a pesar del escándalo que pudieron causar
en cierta gente. Emir los mostraba orgulloso diciendo: "No
sé de qué se asombran, si esto mismo aparece en la
Biblia". Emir era un ser sumamente liberal en todo lo relacionado
con la sexualidad y se oponía terminantemente a cualquier
tipo de discriminación. En más de una ocasión
lo vi despotricar en contra de las persecuciones típicas
de los países totalitarios. Recuerdo el entusiasmo con el
que celebraba en aquel viaje a Río los cuerpos bronceados
y semidesnudos de los cariocas que encontraba en la playa. Me decía:
"Mirá como camina esa chica, parece un gato"; "Mirá
esa pareja abrazada, son dos llamas ardiendo". Para él,
a diferencia del Río de la Plata, Brasil -y estoy hablando
del Brasil durante el proceso de democratización- era sinónimo
de libertad y toda libertad, decía, era creativa. Además,
en el Brasil, Emir había encontrado, como más tarde
me di cuenta, muchas de las teorías que expone Mikhail Bakhtin
en su obra: el carnaval, el espejo, la parodia, la intertextualidad.
En ese mismo viaje, él utilizaría esas teorías
en un seminario que daría en colaboración con Irlemar
Chiampi en la Universidad de San Pablo.
Me es imposible contar todas las anécdotas relacionadas
con Emir durante ese viaje al Brasil: los encuentros que tuvimos
en las casas de Haroldo de Campos y Jorge Schwartz, el viaje que
hicimos con Selma a Teresópolis, los paseos que dimos por
el centro de Sao Paulo con Horacio, las largas conversaciones sobre
poesía, traducción, novela, la despedida que me hizo
Irlemar en su casa una noche antes de partir, etc.
En la Navidad de ese mismo año invité a Selma y a
Emir a pasar las vacaciones en la casa de mis padres. A partir de
ese momento, Emir también se hizo amigo de todos los miembros
de mi familia y cada vez que iba a México a un congreso,
o a dar alguna conferencia, los visitaba. Durante esas vacaciones
en México, Selma y Emir se veían tan enamorados que
todos los amigos pensamos que eran la pareja perfecta. Nunca nadie
imaginaría que un año después estarían
teniendo serios problemas conyugales. Estos problemas se debían
en gran medida, a que Emir, a veces, tenía reacciones inesperadas.
De la misma manera que en aquel viaje a Princeton decidió
desaparecer para no volver a ver a la amiga de Verónica Volkow,
cuando decidió abruptamente separarse de Selma, no sólo
no le dio a ella una explicación convincente y terminó
la larga relación con una breve carta, sino que decidió
además distanciarse de todos aquellos amigos que según
él podíamos ser leales a ella. Por muchos años
yo me he preguntado en qué podría consistir nuestra
lealtad o deslealtad, si ninguno de nosotros deseaba involucrarse
en algo en lo que afortunadamente nadie nos había invitado
a participar. Unos meses antes de morir, Emir me dijo que su reacción
había sido muy infantil. Podría contar otras anécdotas
por el estilo pero creo que no merece la pena. Salvo estas "niñerías",
como él mismo las llamaba -frecuentes en los meses que estuvo
enfermo- nuestro trato durante los ocho años que fuimos amigos
fue amable y cariñoso.
En los dos años que Horacio y yo permanecimos en México,
Emir nos visitó muchas veces. ¡Con qué alegría
lo esperábamos en el aeropuerto! Durante sus breves estancias,
además de encontrarnos con amigos mutuos (Ida Vitale y Enrique
Fierro, Danubio Torres Fierro, Ulalume y Teodoro González
de León, Octavio y María José Paz), hablábamos
mucho. Nos contaba sobre su vida en New Haven, sobre lo que estaba
escribiendo, sobre los proyectos que tenía. Sin embargo,
en su última visita - viéndolo ahora en retrospectiva-,
se veía muy cansado, avejentado. Emir ya no era aquel que
veía dos películas en un día después
de haber recorrido un museo unas horas antes. Quizá el cáncer
que le quitaría la vida unos meses después, habría
ya empezado a desarrollarse. Tal vez fue en su última visita
a México o en un breve viaje que hice a Yale cuando terminé
mi tesis de doctorado, cuando nos propuso a mí y a Horacio
que volviéramos a New Haven, yo como profesor y Horacio como
estudiante, para que terminara así su doctorado que en México
no le permitieron continuar.
Cuando llegamos a New Haven, en el otoño de 1984, nos encontramos
con la sorpresa de que Emir se mudaba de casa. Dejaba su antiguo
departamento en la calle York, donde había vivido desde que
llegó a los Estados Unidos, para mudarse a uno pequeño
en la calle Livingston. Nunca he visto tantos libros juntos, tantos
papeles, tantas cajas apiladas en el centro de las habitaciones.
A Emir la mudanza le producía una especie de parálisis.
Un día que fui a su casa a ayudarle, me lo encontré
sentado en una caja, desconsolado. A pesar de que hubo cargadores
profesionales y varios camiones, sin nuestra ayuda nunca hubiera
podido mudarse. Al empezar a instalarse en su nuevo apartamento,
Emir estaba feliz; el cambio significaba para él rehacer
su vida, reestablecer su relación con Selma, tener cerca
amigos con los que se sentía a gusto.
Sin embargo a los pocos meses de haberse mudado a la calle Livingston,
Emir empezó a sentirse mal. Recuerdo que había ido
con Selma -quien había vuelto a estas regiones después
de casi tres años de ausencia- a pasar un fin de semana a
la casa de su querido amigo, Tom Colchie, en Nueva York. A su regreso,
Emir atribuyó su malestar a una salsa de tomate que había
comido; Selma, a la tensión que le producía afrontar
el hecho de que la relación entre ambos parecía estar
fracasando. Nosotros, conociendo los estragos reales que pueden
hacer las salsas de tomate y las separaciones, decidimos que tenía
que ir al médico. Emir, en un principio, se resistió,
pero después de que Selma ya se hubiera ido a Río
de Janeiro lo convencimos. Los resultados del primer análisis
fueron desastrosos. El médico que lo operó dijo que
Emir moriría en menos de ocho meses. Y así fue.
Pienso en él, ahora que se ha ido, en todo lo sucedido en
estos últimos años; en nuestras idas al cine, ya fuera
en New Haven, en Manhattan o México; en nuestras cenas en
"el chinito", en nuestras conversaciones; en la forma
en la que Emir veía el mundo, en su lealtad como amigo; en
la excesiva violencia con que a veces trataba a ... Pienso en todo
esto y no alcanzo a entender la muerte.
De niño viví rodeado de escritores y la imagen que
conservo de ellos no es la del hombre público que alcanzó
la fama, ni la que transluce después de la lectura de sus
obras, sino aquella hecha de las pequeñas cosas que inventan
el vivir cotidiano y nos hacen mortales. He tratado de dar en estas
páginas una imagen de Emir basada en la convivencia de casi
ocho años. En otra ocasión hablaré del otro
Emir, el que vive en otro tiempo, el que vive en su obra y es literatura."
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