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             "Ultima postal para Emir" 
              Por Severo Sarduy 
              En Vuelta, v. 10, nº 118, p. 51-52. 
              
            "No puedo rendir homenaje a Emir Rodríguez Monegal 
              -sobre todo si se trata de este particular tipo de homenaje, heroizante 
              y casi siempre fatuo, que es el homenaje póstumo- sin preguntarme 
              al mismo tiempo, y como para lograr un efecto de realidad, qué 
              es escribir, por qué y para quién escribo. Y es que 
              Emir estuvo muy ligado no sólo a mi escritura -que, en parte, 
              le debo- sino a su motivación más profunda, a su justificación 
              y a su sentido. 
            Próximo de la cincuentena, y con más de un cuarto 
              de siglo de textos trabajados por el gris y el exilio, voy creyendo 
              que la escritura no sirve para nada inmediato, que las repercusiones 
              o la impalpable cámara de eco que crea un libro se pierden 
              en una lejanía difusa, o en la memoria de un lector ausente 
              que nunca encontraremos, o en la vaguedad de los comentarios y la 
              persistencia de los detractores. Creo, eso sí, que lo escrito 
              surge en un momento dado y para un interlocutor dado, que justifica 
              lo efímero de un instante, que prolonga o amplía una 
              conversación casual, junto a un reloj enorme del barrio parisino 
              de Saint Lazare, y la proyecta en una noche sin bordes: en la noche 
              de tinta. 
            Ese fue mi diálogo, y junto a ese reloj, cerca del cual 
              se encontraban las oficinas de Mundo Nuevo, con Emir Rodríguez 
              Monegal. Mi otro maestro en esa época en que hoy me veo actuando, 
              irreal y desdibujado como en un viejo filme, era Roland Barthes, 
              pero su asentimiento o su persuasión eran muy distintos: 
              aprobaba o no, elogiaba o no, citaba en sus libros o no, los míos, 
              pero nunca estuvo en el origen, en la incitación misma de 
              la escritura. En los largos años de Mundo Nuevo, y 
              en los de la complicidad que siguió esa polémica aventura, 
              comprendí que un escritor no produce más que a 
              petición, o como dicen los argentinos, a destajo. Nada 
              más desmovilizante ni menos alentador que esas cartas en 
              que se nos pide, para una revista incipiente, "algo sobre algo", 
              sin precisión, límites ni fechas. La persuasión 
              de Emir era exactamente la contraria: su petición era precisa, 
              centrada -como cuando se apunta a un blanco- en un objeto dado, 
              destinada a integrarse en un conjunto, a elucidar algo. O a golpear 
              contra algo. Nunca -si exceptúo los tiempos ya mitológicos 
              de Ciclón, en Cuba-, antes de Emir, conocí 
              una incitación más eficaz a la escritura, una escucha 
              más generosa. Ni tampoco después. 
            Toda escucha atenta implica, en última instancia, una discusión, 
              una crítica. Más: una crítica de la Crítica. 
              Emir escuchó, sobre todo, su propio deseo de escribir y los 
              textos que lo precedían en el comentario de los autores que 
              iba a leer, en el sentido más semiológico del 
              término, como se descifra un jeroglífico o el relato 
              opaco y laberíntico de un sueño. Pero escuchó 
              esos textos, la exégesis reconocida, aceptada, no para confirmarla 
              en los suyos, sino al contrario, para discutirla, para someterla 
              a la luz violenta de la paradoja y de la contradicción. Así, 
              en sus últimos y penetrantes trabajos, aún inéditos, 
              sobre Lautréamont, Emir Rodríguez Monegal indaga el 
              fundamento mismo de las metáforas y de las deformaciones 
              sintácticas de su compatriota, y descubre, allí donde 
              la crítica tradicional no había visto más que 
              subjetividad o hasta delirio, una base real, un soporte reconocible: 
              descubre en la infancia montevideana y su violencia natural lo que 
              otros atribuían al exceso de lecturas bíblicas, y 
              en la Retórica de Hermosilla los modelos evidentes 
              que iban a servir a la desconstrucción sintáctica 
              de los Cantos de Maldoror. Crítico pues, el trabajo 
              de Emir Rodríguez Monegal, contra la crítica, contra 
              la corriente segura de la crítica, contra el sentido común. 
            Queda por decir lo esencial: la amistad continua, el afecto constante, 
              la carta o la postal que se cruzan con palabras de aliento, proyectos, 
              itinerarios, dibujos, fotos. 
            Los griegos representaban en sus estelas funerarias al difunto 
              desnudo y sonriente, para darle un rango de trascendencia y pureza, 
              rodeado de sus objetos favoritos y de sus fieles perros. Extendía 
              la mano y se la daba, sin histeria ni drama, a sus allegados, 
              o a su mejor amigo. 
            Así, escueta y grabada, me represento la partida de Emir. 
              Como un contrato de fidelidad. Como una felicitación por 
              la claridad lograda en la vida eterna, que es la vida de los textos. 
              Como una promesa y un saludo." 
              
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