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"Palabras para una ausencia de palabras"
Por Haroldo de Campo
En Vuelta, v. 10, nº 118, p. 52-53

 

"Me es difícil hablar sobre el amigo. Ocupar con palabras su vacío que es también un vacío de palabras: ningún interlocutor más provocativo que él; ningún conversador más virtuoso en la variedad de los temas y en la fascinación constante de su charla -que sin embargo no dejaba de lado el arte de escuchar-; ningún profesor o conferencista más hábil para cautivar a su auditorio y suspenderlo del hilo insinuante de su discurso, del filamento magnético de su palabra.

La nuestra fue una camaradería de casi veinte años, iniciada en Nueva York en 1966 durante un Congreso Internacional del PEN Club, e intensificada sobre todo a partir de mediados de los años setenta hasta convertirse en una afectuosa relación de amistad y en una colaboración plena de "afinidad electiva". Al final tuve que pasar por la experiencia (esa experiencia que las palabras que ahora hilvano se resisten a evocar y convocar, y de algún modo se resisten a congelar en el blanco de la página por sentir demasiado la ausencia de las otras palabras, sus palabras): tuve que pasar por la experiencia de verlo en irrevocable proximidad a la muerte.

En los primeros días de agosto de 1984, en Santander, España, durante el ciclo de conferencias "Ariel versus Calibán : antropofagia y canibalismo en las letras latinoamericanas", coordinado por él en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, Emir estaba en plena forma. Inauguró los debates, dirigió los trabajos, condujo las polémicas con su erudición de verdadero Scholar y con la irreverencia irónica de su espíritu antiescolástico, siempre capaz de una fórmula ingeniosa y una respuesta aguda. Algunas semanas más tarde, en México, durante la celebración de los setenta años de Octavio Paz, encontré de nuevo al mismo Emir: vital, combativo, plenamente activo en los debates públicos y en las más espontáneas conversaciones de mesa y de bar. Y como siempre, empeñado en nuevos trabajos, entusiasmado por nuevos proyectos. El último de ellos fue el curso internacional sobre teoría literaria que, en colaboración con la eminente profesora y crítica literaria uruguaya Lisa Block de Behar, había planeado para llevarse a cabo en el Uruguay, en junio de 1985. Ese curso, efectuado finalmente algunos meses después, estaría destinado a provocar su retorno a Montevideo: una visita sentimental postergada por más de veinte años - los últimos debido a la implacable dictadura militar que afligió su país y que había encarcelado, por conexión con los Tupamaros, a una hija de Emir exilada después en Suecia.

Entonces sobrevino la enfermedad: inesperada, imprevista en una persona de rica vida intelectual y afectiva, pero de hábitos disciplinados y rigurosos. Un trabajador infatigable, siempre atento a lo nuevo. Alguien que en sus sesenta años parecía premiado con el don de una perenne juventud y destinado a una vejez goetheana: de hacedora plenitud.

Por más que sus amigos nos resistiésemos a aceptarlo, la enfermedad avanzó, inexorable. Socavó su organismo pero sin abatir su ánimo. Y Emir la enfrentó con fibra de gaucho y estoicismo de samurai. No desistía de sus proyectos. No renunciaba a sus planes de trabajo. Comenzó a escribir un libro de memorias -un libro río a la manera de Proust-, proyectado para abarcar varios volúmenes cuyos títulos ya había incluso decidido, pero del que sólo dejó escrito el primer tomo y parte del segundo.

A fines de octubre de 1985 me llamaron por teléfono desde Montevideo Lisa Block y el poeta Enrique Fierro, director de la Biblioteca Nacional. Me pedían que viajara rápidamente, a comienzos de noviembre, al Uruguay, pues parte del curso (iniciado semanas antes por Jacques Derrida) que a Monegal y a mí correspondía impartir y que había sido programada para diciembre, tendría que ser anticipada un mes: Emir tenía poco tiempo de vida pero se obstinaba en dar en Montevideo las conferencias prometidas, insistía en volver a ver (y él sabía que esta vez sería la última) su país natal.

No olvidaré esos cuatro días montevideanos en el Hotel Casino Carrasco, no muy lejos del aeropuerto, un hotel decadente, fantasmagórico, donde me sentía como en un décor de L'anné derniere a Marienbad, y donde prácticamente no conseguí pasar sino noches en vela; tal era la impresión que el estado físico de Emir me producía. De pronto había envejecido muchos años, aunque los cabellos, ahora sin brillo, estuviesen oscuros todavía. Me recordaba, por momentos, ciertas fotos del último Pound, transformado en ideograma de sí mismo, jeroglífico espectral; sólo los ojos refulgían (los de Emir, claro) debajo de las cejas siempre negras, subrayando la vivacidad de la charla que él insistía en mantener y prolongar más allá de la fatiga y de la fragilidad del cuerpo. A su lado, Selma, serena, su respaldo cariñoso, admirable por su fortaleza de espíritu.

Todo sucedió como si él hubiese conseguido, por un período breve, paralizar la propia muerte, reservándose a sí mismo la prerrogativa de detenerla hasta llevar a cabo la última línea de ese proyecto suyo. La sabía presente ("¡Estoy muy enfermo!", me decía), pero la trataba con un desdén, como si fuese una celadora inoportuna: "Madame Lamorte", una intrusa que se interponía entre él y los libros por consultar, las fotocopias por encargar, las anotaciones por hacer, los textos por esbozar, por escribir...

Ya tenía dificultades para mantenerse de pie y desplazarse, pero aún se irguió para recibir la medalla al mérito cultural que le confirió el presidente Sanguinetti, cuyas palabras de reconocimiento y homenaje retribuyó con una breve aunque incisiva alocución sobre la función de la crítica. Llevado en sillas de ruedas hasta el auditorio repleto de la Biblioteca Nacional, pronunció durante casi una hora -¡"Scholarship" como acto de bravura!- una conferencia sobre "Borges, Derrida y los desconstruccionistas de Yale", en aquel estilo suyo, bienhumorado y cautivante, informadísimo e informalísimo, que hacía de su palabra una práctica inolvidable de seducción intelectual. Apenas la voz, más sofocada, frágil, y el rostro descarnado por la enfermedad, nos dejaban leer (la metáfora me obsesiona) el jeroglífico de la muerte próxima.

Después vinieron los aplausos, la efusión de elogios en los diarios al día siguiente, el reconocimiento público. A pesar de los padecimientos físicos, Emir estaba feliz. La reconciliación, al fin, con los orígenes, más allá de los resentimientos locales y de las mezquindades ideológicas que tanto sufrimiento le causaron en los años de autoexilio y afirmación en el exterior (largos años durante los cuales, en sus publicaciones y en su magisterio, hizo mucho por la literatura de su país y la de su lengua, e incluso por la de mi país, Brasil, y la de mi lengua, el portugués).

Poco más de diez días después, el 14 de noviembre de 1985, Emir Rodríguez Monegal, un crítico ecuménico, uno de los espíritus más brillantes de nuestra América, fallecía de cáncer en New Haven. Un llamada internacional me trajo la noticia en medio de la tarde, en la voz conmovida de Selma Rodríguez.

Palabras. ¿Qué hacer con las palabras? ¿Cómo llenar con ellas una ausencia que nos deja privados justamente de un habla, de un discurso, de una irremplazable palabra? Havel havalim -"Niebla de nadas"- oigo decir al Qohélet en el versículo hebraico del Eclesiastés (1.2).

Traducción de Nestor Perlongher"

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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