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             "Emir Rodríguez Monegal: por fuera 
              y por dentro" 
              Por Homero Alsina Thevenet 
              Extraído de Diseminario, Montevideo : XYZ, 1987 
              p. 109-115 
              
            "Existe una manera correcta y habitual de informar sobre una 
              personalidad fallecida. Con el modelo de la Enciclopedia Británica, 
              por lo menos en sus notas breves, ese texto debería aproximarse 
              a lo siguiente: 
            RODRIGUEZ MONEGAL, Emir (n. Cerro Largo, Uruguay 1921; fallecido 
              en Estados Unidos, 1985), crítico literario y profesor uruguayo, 
              que alcanzó prestigio por diversos trabajos en su patria, 
              en Inglaterra, en Francia, en Estados Unidos y en México. 
              Su dominio de varios idiomas (el español nativo, luego el 
              portugués, el francés y el inglés) le permitió 
              ahondar en la investigación literaria, cubriendo un vasto 
              arco que lleva desde los clásicos griegos a la novela policíaca 
              norteamericana y a los más recientes desarrollos de la lingüística 
              y la semiótica. Desde 1944 y durante más de una década 
              dirigió la página literaria del semanario Marcha 
              (Montevideo); después fundó la revista Mundo Nuevo 
              (París) y dirigió durante varios años el departamento 
              de literatura hispano-luso-americana en la Universidad de Yale (Connecticut). 
              Fue copiosa su labor periodística en diarios y revistas de 
              varios países. A ello deben agregarse sus diversos libros 
              sobre escritores como Horacio Quiroga, José Enrique Rodó, 
              Andrés Bello, los llamados " parricidas" argentinos 
              y especialmente sus variados volúmenes sobre Jorge Luis Borges, 
              que culminaron en 1986 con la edición póstuma de Ficcionario, 
              donde presentó diversos cuentos del escritor argentino. Le 
              pertenece asimismo el artículo sobre Borges publicado en 
              la Enciclopedia Británica (edición 1977, tomo 3). 
            Un artículo semejante diría la verdad pero ésa 
              sólo sería una parte de la verdad, Existió 
              también un Emir que desbordó la literatura y escribió 
              con singular solvencia de cine, de teatro y de pintura. Existió 
              además un Emir paralelo y personalísimo, mejor conocido 
              por sus diversas y sucesivas mujeres, por sus amigos y hasta por 
              sus enemigos. Ese era el Emir empeñado en tener siempre razón, 
              a veces hasta la discusión infinita y a menudo con plena 
              conciencia de que lo racional no lo es todo en la vida. Ese Emir 
              como polemista doméstico quedará seguramente borrado 
              por la historia: muchos hombres talentosos fueron difíciles 
              en su convivencia, algunos fueron más difíciles que 
              otros (Wagner, Picasso y Bergman serían buenos ejemplos) 
              y la suma de esos testimonios no trascenderá a nuevos volúmenes 
              de las enciclopedias. Si ahora importa rescatar ese aspecto es sólo 
              porque ilumina la honestidad con que emprendió todas sus 
              polémicas públicas. 
            Lo primero que deben saber las juventudes de hoy es que Emir Rodríguez 
              Monegal integró en primera línea la así llamada 
              Generación del 45, que a su vez Angel Rama adjetivó, 
              en un libro frondoso, como la "generación crítica". 
              La fecha de 1945 es inevitablemente aproximada, pero es cierto que 
              al terminar la Segunda Guerra Mundial se produjo en buena parte 
              de Europa y América un replanteo de las realidades previas, 
              una mirada hostil sobre anteriores hipocresías y lugares 
              comunes, un empeño por comprender o forjar otro futuro. Sería 
              excesivo extenderse sobre las Naciones Unidas, los nuevos planteos 
              económicos, la expansión soviética o el deterioro 
              del Imperio Británico, sin olvidar en otros niveles a Sartre 
              y Camus en Francia, al neorrealismo en el cine italiano, a la crítica 
              social en la literatura norteamericana. Todo ello y mucho más 
              comenzó a importar en 1945, pero tuvo raíces anteriores. 
              También las tuvo en Uruguay, donde el SODRE funcionaba desde 
              1932, donde el semanario Marcha sobresalía en el periodismo 
              desde 1939 y donde ya existían otros nombres prestigiosos, 
              como Francisco Espínola, Arturo Despouey, Carlos Quijano 
              y Juan Carlos Onetti. (Un día, para lavarse las manos de 
              su influencia sobre los jóvenes, que le decían "maestro", 
              Onetti se proclamó integrante "de la generación 
              del 44"). Pero fue ciertamente alrededor de 1945 que en el 
              Uruguay se despertó una nueva inquietud en poesía, 
              en novela, en música, en artes plásticas. En los quince 
              años siguientes floreció por ejemplo el teatro uruguayo, 
              no sólo en la Comedia Nacional (fundada en 1947) sino en 
              el teatro independiente donde Club de Teatro y El Galpón 
              fueron claros adelantados. La sección Cine Arte del SODRE 
              se afirmó desde 1944, Cine Club y Cine Universitario se iniciaron 
              en 1948-49, la revista Film publicó su primer número 
              en 1952, la Cinemateca Uruguaya nació de un peculiar acuerdo 
              entre los cine-clubes. 
            Rama tuvo razón cuando llamó crítica a esa 
              generación, porque buena parte de lo que hizo esa juventud, 
              casi siempre en periodismo, fue revisar los valores admitidos hasta 
              entonces y difundir otros valores modernos o menos conocidos. La 
              crítica teatral y la cinematográfica solían 
              ser conformistas con valoraciones comerciales; la crítica 
              literaria solía quedar sumergida en el "amiguismo" 
              local y en la escasa o nula visión de lo que se publicaba 
              en el extranjero. Una lista mínima de la Generación 
              del 45 deberá incluir a Hugo R. Alfaro, Mario Arregui, Mario 
              Benedetti, Domingo Bordoli, José Pedro Díaz, Maneco 
              Flores, Antonio Grompone, Antonio Larreta, Carlos Maggi, Carlos 
              Martínez Moreno, Mauricio Muller, Angel Rama, Carlos Rama, 
              Carlos Real de Azúa, Julio E. Suárez, Idea Vilariño, 
              Ida Vitale; casi todos ellos (y también el autor de estas 
              líneas) escribieron en algún momento en Marcha 
              y casi todos ejercieron la crítica en una o más disciplinas, 
              sin perjuicio de su separado lucimiento como poetas, dramaturgos, 
              directores teatrales, ensayistas, humoristas y hasta políticos. 
            El ejercicio crítico es el dato que cabe subrayar sobre 
              Emir, porque le cabe la moderada gloria de haber llevado esa actividad 
              al nivel de una eficacia docente que admitiría pocas comparaciones. 
              Entre 1946 y 1950, Emir publicó en Marcha muy concisos, 
              informados y agudos resúmenes sobre quiénes eran o 
              habían sido James Joyce, Franz Kafka, William Faulkner, Jean-Paul 
              Sartre, Marcel Proust, entre muchos otros nombres hoy respetados 
              pero hasta entonces desconocidos por el lector uruguayo común. 
              En eso importó, desde luego, el contraste entre un Emir culto, 
              cosmopolita, y el atraso del medio ambiente en que debió 
              trabajar, donde la industria editorial y la misma importación 
              de libros sólo alcanzaban niveles precarios. Importó 
              también su actitud desafiante frente a la mediocridad local, 
              porque tenía conciencia de que la cultura no tenía 
              los mismos límites que la República Oriental del Uruguay. 
              Le era importante leer inglés y ser luego uno de los traductores 
              de Shakespeare y de T. S. Eliot. Frente a eso, parecía trivial 
              que le reprocharan su escaso patriotismo para homenajear a las letras 
              nacionales o que Angel Rama le señalara (en 1972) "su 
              conocido anglicismo". 
            En sus cursos de Literatura, de los cuales vivió durante 
              algún tiempo, Emir podía dictar clases perfectas sobre 
              Virgilio, Lope de Vega o el apogeo de la novela en el siglo XIX, 
              porque eso era lo que pedían los más adelantados programas 
              universitarios de entonces. En las páginas de Marcha, 
              en cambio, daba cuenta de fenómenos literarios modernos y 
              hacía avanzar en el conocimiento a los lectores jóvenes 
              y aun a los lectores maduros de entonces, adelantándose a 
              traducciones y promociones que en ese momento comenzaban a movilizarse 
              en Montevideo y sobre todo en Buenos Aires. Su ferviente interés 
              por Jorge Luis Borges data por lo menos de 1937, cuando Emir recortaba 
              crónicas del escritor argentino en El Hogar de Buenos 
              Aires, sin saber todavía quién era su autor, porque 
              salían sin firma. Y en eso se adelantaban ambos escritores 
              a su época, sin conocerse aun entre sí. En 1943 Borges 
              había publicado media docena de libros, hasta El jardín 
              de senderos que se bifurcan. En 1946 Perón ignoró 
              y humilló deliberadamente a Borges cuando lo designó 
              inspector de gallinas y conejos en un mercado municipal, aparentemente 
              porque el escritor argentino se había pronunciado contra 
              el Eje en la guerra y contra el populismo peronista en Argentina. 
              En 1961 Borges llegó a su primera fama internacional con 
              un Premio Formentor, que fue una de las maneras luego típicas 
              con que el público argentino se informa sobre sus propios 
              talentos: por el premio extranjero. A esa altura, Emir sabía 
              sobre Borges más que Leonor Acevedo de Borges, y ya lo había 
              publicado. 
            Igual que Borges, también Emir recibió en vida el 
              rótulo de "extranjerizante", lo que en parte se 
              debió a las naturales intrigas de toda vida literaria en 
              la gran ciudad, y en parte a la ignorancia básica sobre lo 
              que es o debe ser la cultura. Si el esfuerzo de un crítico 
              literario o teatral rioplatense debe quedarse en la poesía 
              gauchesca o en Florencio Sánchez, terminará por ser 
              ridículo su aporte en periodismo o en libros, y será 
              mejor no imaginar lo que ocurriría con un crítico 
              cinematográfico apretado en esos bretes. Frente a esas acusaciones, 
              la mejor respuesta de Emir fue recordar que se había ocupado 
              de lo extranjero y también de lo nacional (Quiroga, Rodó, 
              Felisberto Hernández), sin desdeñar a jóvenes 
              cuentistas y poetas que enviaban voluntariamente sus libritos a 
              Marcha. Su segunda respuesta ocasional fue que por llamarse 
              Rodríguez no le importaba ser tildado de "extranjerizante"; 
              en cambio, dijo aquel día, "si yo tuviera un apellido 
              extranjero me rompería todo por parecer criollo". 
            Cuando Emir era un joven callado, introvertido y estudioso, hacia 
              1941, algunos de sus contemporáneos llegaron a conocer su 
              biblioteca, sus explicaciones sobre la biblioteca y su inquietud 
              en muy diversas ramas culturales, incluyendo algunas de sus raíces 
              políticas y sociales. Las "raíces" le importaban 
              siempre, para explorar el pasado de toda obra presente. Aquellos 
              contemporáneos le incitaron entonces a expandirse en ocasionales 
              artículos periodísticos, que gradualmente forjaron 
              una actitud, sino una escuela. Después no pudieron frenarlo, 
              porque lo habían puesto en contacto con su gran vocación 
              de enseñar, y a menudo con su vocación de corregir. 
              En verdad, Emir sabía y llegó a saber más que 
              el promedio de los intelectuales de su generación, no sólo 
              en literatura sino también en teatro, en cine, en artes plásticas, 
              con ocasionales incursiones agregadas hacia la psicología, 
              la sociología y las bases históricas de los fenómenos 
              culturales. Veía teatro y cine con voracidad, de lo cual 
              quedó constancia en la página de Espectáculos 
              de El País (desde 1960) y en la mitad de un libro 
              sobre Ingmar Bergman (1964), seguramente el primero sobre el tema 
              que se publicó fuera de Suecia. Se documentaba al respecto, 
              porque leía con una avidez y una velocidad de los que hay 
              pocos precedentes, con lo cual superaba los daños de una 
              crítica " impresionista" que hasta hoy sigue vigente. 
              Decir que una película parece demasiado larga no requiere 
              mayor perspicacia; explicar por qué parece larga, o dónde 
              habría que abreviarla, es ya una actitud crítica más 
              seria. Requiere entender. 
            El corolario de la sabiduría y de la inquietud por aumentarla 
              fue que el joven introvertido de 1941 pasó en una década 
              a ser un perfeccionista diversamente estimado o insoportable. Pasó, 
              también, como derivación, a ser un polemista temible, 
              empeñado en la razón de sus dichos, como debieron 
              sufrirlo Angel Rama, Roberto Ibáñez y Ricardo Paseyro, 
              entre otros. Uno de los inevitables resultados sobrevive a su muerte. 
              Para una media docena de sus contemporáneos, Emir fue un 
              hombre estimado pero no querido. Debió ser difícil 
              aguantarse una nota crítica suya en la que el segundo párrafo 
              comienza con "Lo que no parece entender Fulano es que . . . 
              " 
            Las otros contemporáneos, y desde luego las generaciones 
              siguientes, saben o deberían saber la zona importante en 
              la obra de Emir Rodríguez Monegal. Hay que sumar sus muchísimos 
              artículos en Marcha, en el diario El País, 
              en la revista Número, todo lo cual tendría 
              que ser rescatado en bibliotecas uruguayas. Hay que agregar otras 
              frondosas notas en revistas extranjeras, como la francesa Tiempo 
              Nuevo (en castellano) o la mexicana Vuelta, sin olvidar 
              los apuntes derivados de su fructífera permanencia en la 
              Universidad de Yale. Todo ello puede y debe ser reeditado. La suma 
              dibujará una incomparable voluntad de trabajo y dejará 
              traslucir una suerte de pasión por el conocimiento, la misma 
              que desde la adolescencia le llevó a digerir no sólo 
              las obras valiosas sino los más espesos tratados, accediendo 
              además a leer íntegras muchas novelas de autores primerizos 
              que otros críticos habrían abandonado a las cuarenta 
              páginas. 
            A comienzos de 1985, cuando supo que tenía un cáncer 
              sin retroceso posible, Emir se sentó a la máquina 
              y comenzó a narrar su propia vida. Un primer y largo capítulo, 
              sobre su infancia y adolescencia (con algunos años en Brasil) 
              llegó a ser publicado en el semanario uruguayo Jaque. 
              Un segundo capítulo, que en apariencia cuenta sus inicios 
              en Marcha, quedó inédito hasta el momento de 
              estas líneas. No hubo ya un tercer capítulo, pero 
              a fines de 1985 Emir se empeñó en cumplir con algunas 
              conferencias sobre literatura y teoría literaria que había 
              prometido pronunciar en Montevideo. Lo hizo milagrosamente, aunque 
              en silla de ruedas, con una decadencia física que quedó 
              registrada en patéticas fotografías pero con la lucidez, 
              la sabiduría y el humor leve y elegante que ostentó 
              durante toda su vida. " 
              
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