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"Emir Rodríguez Monegal o el crítico
necesario"
Por Alfredo A. Roggiano
En Vuelta, v. 10, nº 118
p. 56-60
"Cuando John Dwyer me llamó por teléfono a Pittsburgh
para pedirme que participara en un acto in memoriam de Emir
Rodríguez Monegal, de inmediato respondí que aceptaba,
porque consideré que era un homenaje necesario y, sobre todo,
porque para mí, de hecho, constituía un deber y un
honor. Deber y honor que han sido asegurados por una larga, ininterrumpida
y leal amistad. Una amistad acaso más propia de otros tiempos,
cuando el diálogo y la colaboración mutua eran las
formas más eficientes de la comunicación humana. Por
fortuna -creíamos los dos- ni Emir ni yo sabíamos
manejar un automóvil, ni deseábamos, por más
necesario que lo fuera, ser enajenados en esa nueva identidad de
lo "real maravilloso" que son las computadoras. Nuestra
comunicación fue siempre viva, sin más mediaciones
tecnológicas que el teléfono, estrictamente personalizada
la conversación, el diálogo, en discusiones críticas,
en inevitables cambios de ideas y sentimientos, en la insustituible
y familiar correspondencia, o personalmente. Esto era lo necesario,
la amistad que, como en el lema del Instituto Internacional de Literatura
Iberoamericana, se constituía en/y/hacia La fraternidad
por la cultura.
Conocí a Emir una tarde de abril de 1946 en Buenos Aires,
en una conferencia de Jorge Luis Borges, en la SADE, en momento
trágicos para dicha Sociedad y la cultura argentina, atropellada
por las hordas militares que provocaron la diáspora de nuestros
maestros y de gran parte de sus discípulo. Emir, a los 25
años de edad, acababa de obtener su M.A. de la Universidad
de Montevideo y yo, a los 27, mi Diploma de Honor de la Facultad
de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires,
al mejor egresado del ciclo 1939-1945. Emir era ya notable en Buenos
Aires, desde 1945, por sus críticas como editor de la sección
literaria de Marcha, que mantuvo hasta 1957. No se le conocía
aún ningún libro, pero trabajaba en lo que después,
en 1959, se publicó con el título de José
Enrique Rodó en el novecientos. Yo acababa de obtener
el Premio "Iniciación" de la Comisión de
Cultura de la Provincia de Buenos Aires, con mi primer libro de
poemas, que al año siguiente publicó la Editorial
Patagonia, una sucursal de Emecé, con el título de
El río iluminado, uno de cuyos sonetos, adelantado
en el suplemento dominical de La Nación, mereció
el elogio de Emir. Emir era más periodista y hombre enterado
de todas las novedades literarias y cinematográficas de Europa
y América, que leía en inglés, francés,
español y portugués en cuanta revista y suplemento
literario caía en sus manos. Yo salía, repleto de
fichas, del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos
Aires, y, sobre todo, de las clases, plenas de todo saber, de don
Pedro Henríquez Ureña, y de las de Amado Alonso, surtidas
de novísimos y afinado pertrechos de las más recientes
orientaciones lingüísticas y prácticas o técnicas
de la crítica literaria (El Neruda de Amado Alonso fue publicado,
por Losada, en 1943, y era el vademécum de la crítica
hispanoamericana del momento). Yo quedaba recluido en la Estilística
y, en el mejor de los casos, en la Poética. Emir daba su
cara al mundo, con agresividad e ironía de quien va más
allá de las "razones suficientes", que eran las
universitarias, y se preparaba para esa guerra sin cuartel que varios
años después se iniciaría con Angel Rama, sobre
todo cuando Marcha ya se orientaba hacia la izquierda. Emir
levantaría su tribuna de combate desde El País,
El Día, Número (que fundó en 1949 y dirigió
en dos períodos: 1949-1955 y 1963-1964) y desde centros culturales
de Montevideo, por lo menos hasta 1950, año en que va becado
a Londres, seguido de becas y viajes a Chile (1954), otra vez a
Londres (1957-1960), y, ya en 1962, a la New York Public Library,
becado por la Rockefeller Foundation.
El año de 1955-56, de regreso de Chile, fue fundamental
para una toma de posición y definición metodológica
del crítico Rodríguez Monegal. Emir publicó
El juicio de los parricidas (Buenos Aires, 1956), que fue,
realmente, una especie de autopsia, con lente clínico, de
la situación cultural que se debatía en Buenos Aires,
como siempre, enajenada del resto del país, "cabeza
de Goliat", olímpica y sabihonda, pero maltratada por
los cuatros tostados. Sur, el grupo de Victoria Ocampo y
el suplemento de La Nación, con Eduardo Mallea como
"magister dixit" y juez inapelable, y entre los
dos clanes, como un cuntactor supersónico, el Borges omnímodo
de El aleph y las Ficciones, que decidía un concepto
de la nueva narratología, avant la lettre, con un
fundamental prólogo a La invención de Morel
de Bioy Casares. Frente a estos magnates de la cultura argentina
se rebelaron, tanto los socialistas de la prosa y la poesía,
que levantaron su trinchera en Claridad, o que la pospusieron
desde Nosotros y El Colegio Libre de Estudios Superiores,
como los más criminosos de la Patria Grande, que dijo Lugones,
hija de Inglaterra, Francia, Alemania, quienes disparaban sus bombas,
poco menos que atómicas, desde la Facultad de Filosofía
y Letras, con las revistas Verbum y Centro, o desde
la vereda de enfrente, donde profanaba la revista Contorno,
a la esquina misma de la tan distinguida e impertérrita dama
de donaciones, la revista Sur.
Emir buscaba un rumbo, que fuera cierto para sí como formación
de una conciencia crítica propia, independiente en lo posible.
En Cambridge (1950-1951) había escuchado clases de Frank
Raymond Leavis, cuyos libros Mass Civilization and Minority Culture
(1930), New Bearing in English Poetry (1932), Tradition
and Development in English Poetry (1936), The Common Pursuit
(1952) y el admirable D. H. Lawrence, Novelist (1955),
que tuvo gran difusión en Buenos Aires y ayudó a comprender
al original novelista inglés, fueron guías decisivos
en el enfoque crítico que Emir iba a dar a la nueva poesía
y nueva narrativa del momento. Borges fue su otra autoridad-guía
refrendada por la teoría y la praxis. De Leavis aprendió
Emir cómo entrar en los textos de Eliot y Pound, entre otros,
y de Borges, cómo enfrentarse a Joyce, ver la nueva narrativa
como liberación del fait social y del trace
psicológico y entender el hecho literario como acto del lenguaje
y escritura en acto: obra abierta, como después dijo Umberto
Eco. En consecuencia, el acto crítico venía, así,
a sostenerse como interacción entre lector y obra y como
pluralidad semiológica, doctrina de la lectura del texto
privilegiada en las Varietés (1924-1944) de Paul Valéry
y después fundamentada teóricamente por los miembros
de La nouvelle critique (Barthes y Genette, principalmente).
Los resultados de esta formación crítica de Emir se
verían desde El viajero inmóvil: Introducción
a Pablo Neruda (Losada, 1966) hasta Borges, hacia una poética
de la lectura (Madrid, 1976, que se publicó con un error
en el título) y Borges, a Reader (N. Y., 1981). Pero
todavía quedaba mucho por cosechar, y eliminar, seleccionar,
de esa cosecha, cosa que hará en la década siguiente.
Como dije antes, yo había sido premiado no sólo por
mi libro de poemas, sino con el Diploma de Honor al mejor egresado
de la Facultad de Filosofía y Letras del ciclo 1939-1945,
y, automáticamente, recibí la beca para "perfeccionar"
(esa era la palabra en boga) mis conocimientos de lingüística
y de crítica literaria en Europa. Volviendo un poco atrás,
no vi a Emir en los años 1948, 49, 50 hasta 1954, en Chile.
La situación política y cultural argentina, a mi regreso,
fue tal que sólo era concebible el más riguroso aislamiento,
que hice en casa de un miembro de mi familia, o en escapadas al
extranjero, como una salida a Chile, invitado por Armando Labarca
para enseñar en las Escuelas de Temporadas, famosas porque
atraían conocidos maestros de fuera de Chile, sobre todo
argentinos y norteamericanos. En 1954 coincidí con Emir,
en Santiago, que estaba allí becado por el Comité
Chileno de Cooperación Intelectual para investigar la polémica
entre Bello y Sarmiento, de la que salió acaso el mejor libro
de Emir: El otro Andrés Bello (1969). En Chile fue
cuando de veras conocí al Emir scholar, ahora más
dedicado a la investigación y tanto o más circunspecto
y respetuoso de la categoría universitaria que yo. En realidad,
los dos éramos ya profesores con los ojos puestos en la estabilidad
universitaria de los Estados Unidos. Yo la conseguí en 1954,
por intermedio de Arturo Torres Rioseco, que era el crítico
poco menos que oficial de la novela hispanoamericana de entonces,
lo que una década más tarde iba a ser Emir. En 1955
yo ya era profesor, con tenure de la Universidad de Iowa,
después de haber sido visitante en las de New México
y California, Berkeley, donde fui elegido por el Instituto Internacional
de Literatura Iberoamericana como director de la Revista Iberoamericana.
Emir se vio obligado a seguir otro rumbo, o, mejor, se impuso una
vuelta a su destino, para cumplirlo en la patria chica, más
bien que en una salida al extranjero. Volvió a Montevideo,
donde intensificó su labor de investigación, que alternó
con el periodismo, entre la crítica literaria (que era su
preferencia) y las peleas de la política local, inseminadas
de ideologías transnacionales que revolvían su trasfondo.
Pero se dio tiempo para preparar las Obras Completas de Rodó,
que publicó Aguilar en 1957, y libros hoy imprescindibles,
como Las raíces de Horacio Quiroga (1960), Narradores
de esta América (1961), El arte de narrar (1968,
entrevistas que seguían, no el modelo pero sí la práctica
de Torres Rioseco), el Eduardo Acevedo Díaz (1963),
Literatura uruguaya de medio siglo (1966) y su obra consagratoria,
El viajero inmóvil (1966); con lo cual ya tenía,
por lo menos, tres o cuatro PhD para aspirar a cátedras en
Cambridge, Harvard o Yale, que fue la que obtuvo en 1968 y a la
que honró hasta su muerte.
En 1956, caído Perón, volví a la Argentina
y di conferencias en Buenos Aires y Montevideo. Durante 1955, en
Iowa, preparé con mi alumno Julián Palley, una antología
de la poesía norteamericana del siglo XX (hasta 1950, o sea,
50 años) que se publicó en Montevideo, ese año
de 1955, en edición bilingüe, con prólogo y notas
informativas, por los Cuadernos Herrera y Reissig, grupo poético
que no era devoto de Emir; pero Emir me fue a visitar al hotel y
me puso al día de cuanta novedad literaria y de otras manifestaciones
culturales pululaban por los círculos más o menos
(más que menos) marginados o arrumbados de Uruguay y de Argentina.
La generosidad de Emir fue tan pródiga como su avidez de
lecturas y su deseo de transmitirla a sus amigos. Emir era franco,
abierto, acaso un poco ingenuo -ingenuidad propia de su candor y
de su moral sin dobleces- y a veces no pesaba, con malicia política,
decisiones que acaso podrían comprometer su futuro. Me permití
aconsejarlo que siguiera mi camino. Nadie es profeta en su tierra,
y Montevideo iría a consumirlo en una caldera de residuos
y sin soluciones fructíferas. Sobre todo porque él,
Emir, no formaba grupos ni se integraba a los ya dominantes. La
beca para investigar en el British Museum de Londres (1957-1960)
fue, para Emir, una salida que yo califiqué de "triunfal",
en una carta de 1957. Luego vinieron dos "visiting professors"
ideales: el de El Colegio de México (1964), donde se hallaba
lo mejor que se había ido de Buenos Aires y de la España
republicana y el de Harvard (1965), primer pie en la universidad
norteamericana, que era su sueño, según las cartas
que entonces me escribía. Pero todavía hubo un interregno,
que fue de gran repercusión internacional para Emir, una
verdadera prueba de fuego para su carrera pública. Entre
1966 y 1968 actuó como director de Nuevo Mundo, la
revista más influyente en las nuevas generaciones de las
letras hispanoamericanas, que, si no sustituyó a Sur,
a los Cuadernos Americanos de México, a los Cuadernos
Hispanoamericanos de Madrid, ni a la Revista Iberoamericana,
los completó, o, por lo menos, alertó (ésa
es la palabra) a sus directores sobre lo que iba surgiendo como
nuevo en la narrativa, sobre todo, del mundo hispánico. Allí
se anticiparon, no sólo críticas iluminadoras de nuestra
realidad literaria, sino textos de futuros grandes novelistas y
poetas en diálogos, entrevistas, ficción,
de García Márquez, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Borges,
Neruda, Onetti, Cabrera Infante, Sarduy y Manuel Puig, o sea, lo
que el mismo Emir, en un libro epónimo, llamó El
boom de la novela latinoamericana, obra publicada por la Editorial
Tiempo Nuevo (adviértase el nombre), de Caracas, en 1972.
Allí Emir hace la historia, la exégesis y valoración,
creo que definitiva, de ese momento tan pródigo y relumbrante
de nuestra narrativa más experimental y universalizada. Este
libro, junto con Narradores de esta América (Alfa,
1961), aumentado en dos tomos (Alfa Argentina, 1969, 1974), y El
arte de narrar (Monte Avila, 1968), constituyen el cuerpo básico,
no sólo de la historia de nuestra narrativa desde Azuela
hasta los más nuevos, sino también del enfoque y doctrina
crítica de Emir. Para quienes todavía creen, erróneamente,
que Emir era un formalista que desdeñaba el referente histórico-social,
y hasta político, como base del hecho literario, recomiendo
la lectura del análisis que el autor hace de las "razones"
del boom, incluyendo el papel que otorga a la revolución
cubana y al propio Fidel Castro, y se convencerán de que
la obra literaria, como resultado de un mero "procedimiento"
(Emir ironizaba sobre quienes se dormían en las ramas del
árbol caído de Tynianov y Eicheubaum) no tiene cabida
en el sistema crítico de Rodríguez Monegal. La historia,
sí, y la biografía, no como acaecimiento factual,
sino como proceso cultural, artístico, literario, son el
desiderátum de una crítica que no deja al texto a
medio leer, sino como colaboración entre lector y autor,
entre escritor y medio ambiente, entre crítico e ideologías
de grupos, mitologías colectivas (como diría Charles
Mauron) y transformación de la realidad dada en el espacio
poético (¿influencia de Bachelard?). Alguna vez dijo
Emir que en la nueva novela hispanoamericana el personaje era el
lenguaje, especie de humorada que provocó cierta respuesta
un tanto humorística de Onetti. Quienes crean que decir "novela
del lenguaje" es despojar al género narrativo de sus
relaciones con la realidad, confunden realidad con factores políticos
sociales comprometidos con alguna consigna ajena a la naturaleza
y fines del arte. Los determinismos a lo Taine, o Luckács,
y, hasta cierta medida, las conocidas homologías de Goldmann,
no eran para Emir condición sine
que non del proceso cultural (artístico, literario),
que tiene su propia dialéctica dentro de un margen de virtualidades
libres y posibilidades creadoras. En esto Emir era hijo legítimo
del liberalismo cultural, cuya tradición se inicia y funda
con los próceres de nuestra Independencia, desde Bolívar
y San Martín, Moreno, E. Echeverría, Alberdi y Sarmiento,
hasta Hostos, Rodó, A. Reyes y Octavio Paz. Al mismo tiempo,
para Emir, la obra literaria es, ante todo, una obra de arte, y
su propósito no consiste en ser un medio para otros fines,
aunque no negaba que un proceso social, histórico, político,
puede y debe estar reflejado en la obra, como es obvio en el
Facundo, el Martín Fierro, Los de abajo, El recurso del método
o Tres tristes tigres. La realidad del lenguaje es la realidad,
por necesidad de relación, como sostiene Platón en
el Cratylo. No hay realidad inexpresada; toda realidad es
un acto del lenguaje, o no existe. La literatura es lenguaje y la
realidad que cada lenguaje (el del escritor) conlleva. No hay literatura
pura, sino la búsqueda, por el lenguaje, de una realidad
depurada, que es privilegio de selección del escritor. Todo
crítico tiene sus "simpatías y diferencias",
como admitía Alfonso Reyes; Emir nunca erigió la crítica
en sistema dogmático de afirmaciones absolutas, ni menos
excluyentes. La crítica es practicada por un crítico
y hay tanto margen de posibilidades subjetivas como puede exigirlo
la relatividad térmica (o ideológica) preferencial
del crítico. En Emir son obvias esas "simpatías"
o "diferencias", como lo fueron en el Dr. Johnson, Thibaudet,
Wilson, y lo son en Jameson o Paul de Man. Lo que importa es la
capacidad de comprensión y esto es fundamental
de tolerancia del lector-crítico, ya que en él no
sólo va su preferencia personal, sino el análisis
que explica la obra para un público lector. La tolerancia
de Emir se puso a prueba cuando yo decidí publicar un número
de la Revista Iberoamericana dedicado precisamente a una
crítica que en Hispanoamérica está empeñada
en un análisis de la relación realidad social-hecho
literario desde un enfoque opuesto al de Emir. El y otro "formalista"
formaban parte del Comité Editorial de la R.I. Emir
aprobó y apoyó mi proyecto. El otro crítico
a quien nadie ha acusado hasta hoy de formalista,
se opuso y renunció cuando yo no acepté las "razones"
de su oposición.
Emir poseía un amplísimo caudal de lecturas, desde
Marx y Engels a Baktin, la Escuela de Tartu (sobre todo J. Lotman)
y la Escuela de Costanza. Había estudiado a fondo a los formalistas
rusos, sobre todo a Sklovski (por su Arte de la prosa), a
los líderes del "New criticism", a los llamados
"Críticos de la conciencia" y "La Nouvelle
Critique", y no se enloquecía por el análisis
de "Les châts", ni menos con la Estilística
descriptiva o la llamada semiótica estructural, que propone
falaces sustituciones del texto con sistemas de signos algebraicos
o cosas parecidas. Emir estaba de vuelta de todo esto, como debe
ser con toda real persona de cultura, que no lee y aprende para
exhibir lo leído en amontonamientos de citas al pie de página
o en interpolaciones de teorías que interfieren con el desarrollo
crítico propio. Casi no hay citas o doctrinas propuestas
explícitamente en los textos de Emir. La limpidez, claridad,
precisión y sencillez son sus cualidades más obvias.
Su virtud, la de hacer del texto crítico una ayuda necesaria
para la comprensión del texto literario, viendo en él
lo que es más distintivo y permanente. Creo que quien mejor
definió a Emir como crítico fue Julián Ríos,
el más experimental de los escritores españoles de
hoy. Dijo: Emir leyó a los clásicos como modernos
y a los modernos como clásicos. Nada más acertado.
Un largo intercambio de correspondencia entre Emir y yo se produjo
entre 1966 y 1968, él desde París, yo desde Pittsburgh.
En síntesis diré que en esos dos años yo informaba
a Emir de la vida académica norteamericana y él me
suplía de todo lo que no decían, de lo que ocurría
en París, el New York Times, revistas norteamericanas
o los diarios de México y Argentina. Pero, sobre todo, nos
prometíamos trabajar unidos, desde el exilio, por la cultura
iberoamericana, en unidad de esfuerzos y tratando de atraer a los
"retobados", que, él creía, se dejaban seducir
demasiado fácilmente por las llamadas ideas "progresistas".
Y en esto, muchas veces estuvimos en desacuerdo, porque a mí
nunca me espantaron los fantasmas llamados de izquierda. Yo me debatía
con la vieja guardia del Instituto y necesitaba gente nueva para
cambiarlo. Había ofrecido a Rama; a Benedetti (a quien conocí
y traté en el Writers Workshop de Iowa) y al mismo Emir la
representación de la RI en todo lo que fuera literatura uruguaya,
y aun del cono sur, ya que todos mis amigos más respetables
se habían tenido que ir de Argentina. Pero, por una razón
a otra, ninguno de los tres se decidía a aceptar esa responsabilidad.
Por fin, un día de 1968, creo que en noviembre, concerté
una entrevista con Emir, en New York, en el departamento de Jill
Levine, a la vera del Greenwich Village, en la calle Waverly. Allí
hicimos un repaso de todo y convenimos en que Emir aceptaría
ser miembro del Comité Editorial de la R.I., si yo
lo proponía y la Asamblea General del Instituto lo votaba.
Y así ocurrió. Emir se convirtió, desde 1969,
en el más eficaz colaborador de la Revista y de su
director, colaboración que jamás se podrá apreciar
en todo su valor, porque queda en las discusiones telefónicas,
en los juicios que en páginas individuales daba sobre los
trabajos que leía y ayudaba a seleccionar para cada número
de la RI, y que se guardan en mi archivo personal. En 1979,
cuando la Universidad de Pittsburgh celebró con un Congreso
las bodas de plata del director con la RI, el Presidente
del Instituto y del Congreso, Dr. Keith McDuffie, pidió a
Emir que hablara sobre mí como director de la RI. Nunca
podré agradecerle lo que dijo esa noche. Emir habló
como un verdadero identificado con el lema del Instituto: "A
la fraternidad por la cultura". Sin duda fue más generoso
de lo que yo he sido con él, como lo fue con sus alumnos,
a los que ayudó con fervor de poseído, aunque a veces
recibió la bofetada de algún ingrato, como siempre
pasa en estos casos. Alguien dijo que siempre es bueno tener un
maestro aunque más no sea para rebelarse contra él,
pero la prueba de que los cuervos son mínimos e inoperantes
es el homenaje que le tributamos en el Center for Inter-American
Relations (New York, 1º de mayo de 1986). Emir habló
una vez, en Pittsburgh, cuando lo hice invitar como Visiting Mellon
Professor, de la necesidad que hay en Iberoamérica, más
que en ninguna otra parte, de la necesidad, repito, de la
amistad. Es una necesidad doble, 1º) porque la necesidad está
en lo que nos falta: la unión y la unidad fraterna que nos
haga fuertes e impida que nos destruyan desde la derecha o desde
la izquierda, que es otra derecha, porque no está en el centro,
o sea, en el corazón de una democracia libre y responsable;
2º) porque el amigo es más necesario cuando, como ocurre
con tantos hispanoamericanos, el exilio nos arroja a un destino
de incertidumbres y sin pautas, a una renuncia y a un nuevo comienzo.
El amigo necesario es aquél que crea la necesidad de esa
amistad, aquél que hace que podamos hallar lo que no tenemos
y aún sembrar lo que soñamos producir. Y en este sueño
el amigo necesario da su "mano franca", como decía
Martí, y ayuda a crearnos una Patria de la Utopía,
como la que proponía Pedro Herníquez Ureña.
Emir poseía en ejecución esa "mano franca":
dar la mano, al modo gaucho, fue su costumbre, y poner el hombro,
sin temores ni aberraciones, fue su causa y su fin. Y por eso hemos
de quererlo aún después de habernos dejado. Emir no
se ha ido del todo: no podrá irse de nosotros
Non omnis moriar,
amigo necesario."
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