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             "Emir Rodríguez Monegal o el crítico 
              necesario" 
               Por Alfredo A. Roggiano 
              En Vuelta, v. 10, nº 118 
              p. 56-60 
              
            "Cuando John Dwyer me llamó por teléfono a Pittsburgh 
              para pedirme que participara en un acto in memoriam de Emir 
              Rodríguez Monegal, de inmediato respondí que aceptaba, 
              porque consideré que era un homenaje necesario y, sobre todo, 
              porque para mí, de hecho, constituía un deber y un 
              honor. Deber y honor que han sido asegurados por una larga, ininterrumpida 
              y leal amistad. Una amistad acaso más propia de otros tiempos, 
              cuando el diálogo y la colaboración mutua eran las 
              formas más eficientes de la comunicación humana. Por 
              fortuna -creíamos los dos- ni Emir ni yo sabíamos 
              manejar un automóvil, ni deseábamos, por más 
              necesario que lo fuera, ser enajenados en esa nueva identidad de 
              lo "real maravilloso" que son las computadoras. Nuestra 
              comunicación fue siempre viva, sin más mediaciones 
              tecnológicas que el teléfono, estrictamente personalizada 
              la conversación, el diálogo, en discusiones críticas, 
              en inevitables cambios de ideas y sentimientos, en la insustituible 
              y familiar correspondencia, o personalmente. Esto era lo necesario, 
              la amistad que, como en el lema del Instituto Internacional de Literatura 
              Iberoamericana, se constituía en/y/hacia La fraternidad 
              por la cultura. 
            Conocí a Emir una tarde de abril de 1946 en Buenos Aires, 
              en una conferencia de Jorge Luis Borges, en la SADE, en momento 
              trágicos para dicha Sociedad y la cultura argentina, atropellada 
              por las hordas militares que provocaron la diáspora de nuestros 
              maestros y de gran parte de sus discípulo. Emir, a los 25 
              años de edad, acababa de obtener su M.A. de la Universidad 
              de Montevideo y yo, a los 27, mi Diploma de Honor de la Facultad 
              de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 
              al mejor egresado del ciclo 1939-1945. Emir era ya notable en Buenos 
              Aires, desde 1945, por sus críticas como editor de la sección 
              literaria de Marcha, que mantuvo hasta 1957. No se le conocía 
              aún ningún libro, pero trabajaba en lo que después, 
              en 1959, se publicó con el título de José 
              Enrique Rodó en el novecientos. Yo acababa de obtener 
              el Premio "Iniciación" de la Comisión de 
              Cultura de la Provincia de Buenos Aires, con mi primer libro de 
              poemas, que al año siguiente publicó la Editorial 
              Patagonia, una sucursal de Emecé, con el título de 
              El río iluminado, uno de cuyos sonetos, adelantado 
              en el suplemento dominical de La Nación, mereció 
              el elogio de Emir. Emir era más periodista y hombre enterado 
              de todas las novedades literarias y cinematográficas de Europa 
              y América, que leía en inglés, francés, 
              español y portugués en cuanta revista y suplemento 
              literario caía en sus manos. Yo salía, repleto de 
              fichas, del Instituto de Filología de la Universidad de Buenos 
              Aires, y, sobre todo, de las clases, plenas de todo saber, de don 
              Pedro Henríquez Ureña, y de las de Amado Alonso, surtidas 
              de novísimos y afinado pertrechos de las más recientes 
              orientaciones lingüísticas y prácticas o técnicas 
              de la crítica literaria (El Neruda de Amado Alonso fue publicado, 
              por Losada, en 1943, y era el vademécum de la crítica 
              hispanoamericana del momento). Yo quedaba recluido en la Estilística 
              y, en el mejor de los casos, en la Poética. Emir daba su 
              cara al mundo, con agresividad e ironía de quien va más 
              allá de las "razones suficientes", que eran las 
              universitarias, y se preparaba para esa guerra sin cuartel que varios 
              años después se iniciaría con Angel Rama, sobre 
              todo cuando Marcha ya se orientaba hacia la izquierda. Emir 
              levantaría su tribuna de combate desde El País, 
              El Día, Número (que fundó en 1949 y dirigió 
              en dos períodos: 1949-1955 y 1963-1964) y desde centros culturales 
              de Montevideo, por lo menos hasta 1950, año en que va becado 
              a Londres, seguido de becas y viajes a Chile (1954), otra vez a 
              Londres (1957-1960), y, ya en 1962, a la New York Public Library, 
              becado por la Rockefeller Foundation. 
            El año de 1955-56, de regreso de Chile, fue fundamental 
              para una toma de posición y definición metodológica 
              del crítico Rodríguez Monegal. Emir publicó 
              El juicio de los parricidas (Buenos Aires, 1956), que fue, 
              realmente, una especie de autopsia, con lente clínico, de 
              la situación cultural que se debatía en Buenos Aires, 
              como siempre, enajenada del resto del país, "cabeza 
              de Goliat", olímpica y sabihonda, pero maltratada por 
              los cuatros tostados. Sur, el grupo de Victoria Ocampo y 
              el suplemento de La Nación, con Eduardo Mallea como 
              "magister dixit" y juez inapelable, y entre los 
              dos clanes, como un cuntactor supersónico, el Borges omnímodo 
              de El aleph y las Ficciones, que decidía un concepto 
              de la nueva narratología, avant la lettre, con un 
              fundamental prólogo a La invención de Morel 
              de Bioy Casares. Frente a estos magnates de la cultura argentina 
              se rebelaron, tanto los socialistas de la prosa y la poesía, 
              que levantaron su trinchera en Claridad, o que la pospusieron 
              desde Nosotros y El Colegio Libre de Estudios Superiores, 
              como los más criminosos de la Patria Grande, que dijo Lugones, 
              hija de Inglaterra, Francia, Alemania, quienes disparaban sus bombas, 
              poco menos que atómicas, desde la Facultad de Filosofía 
              y Letras, con las revistas Verbum y Centro, o desde 
              la vereda de enfrente, donde profanaba la revista Contorno, 
              a la esquina misma de la tan distinguida e impertérrita dama 
              de donaciones, la revista Sur. 
            Emir buscaba un rumbo, que fuera cierto para sí como formación 
              de una conciencia crítica propia, independiente en lo posible. 
              En Cambridge (1950-1951) había escuchado clases de Frank 
              Raymond Leavis, cuyos libros Mass Civilization and Minority Culture 
              (1930), New Bearing in English Poetry (1932), Tradition 
              and Development in English Poetry (1936), The Common Pursuit 
              (1952) y el admirable D. H. Lawrence, Novelist (1955), 
              que tuvo gran difusión en Buenos Aires y ayudó a comprender 
              al original novelista inglés, fueron guías decisivos 
              en el enfoque crítico que Emir iba a dar a la nueva poesía 
              y nueva narrativa del momento. Borges fue su otra autoridad-guía 
              refrendada por la teoría y la praxis. De Leavis aprendió 
              Emir cómo entrar en los textos de Eliot y Pound, entre otros, 
              y de Borges, cómo enfrentarse a Joyce, ver la nueva narrativa 
              como liberación del fait social y del trace 
              psicológico y entender el hecho literario como acto del lenguaje 
              y escritura en acto: obra abierta, como después dijo Umberto 
              Eco. En consecuencia, el acto crítico venía, así, 
              a sostenerse como interacción entre lector y obra y como 
              pluralidad semiológica, doctrina de la lectura del texto 
              privilegiada en las Varietés (1924-1944) de Paul Valéry 
              y después fundamentada teóricamente por los miembros 
              de La nouvelle critique (Barthes y Genette, principalmente). 
              Los resultados de esta formación crítica de Emir se 
              verían desde El viajero inmóvil: Introducción 
              a Pablo Neruda (Losada, 1966) hasta Borges, hacia una poética 
              de la lectura (Madrid, 1976, que se publicó con un error 
              en el título) y Borges, a Reader (N. Y., 1981). Pero 
              todavía quedaba mucho por cosechar, y eliminar, seleccionar, 
              de esa cosecha, cosa que hará en la década siguiente. 
            Como dije antes, yo había sido premiado no sólo por 
              mi libro de poemas, sino con el Diploma de Honor al mejor egresado 
              de la Facultad de Filosofía y Letras del ciclo 1939-1945, 
              y, automáticamente, recibí la beca para "perfeccionar" 
              (esa era la palabra en boga) mis conocimientos de lingüística 
              y de crítica literaria en Europa. Volviendo un poco atrás, 
              no vi a Emir en los años 1948, 49, 50 hasta 1954, en Chile. 
              La situación política y cultural argentina, a mi regreso, 
              fue tal que sólo era concebible el más riguroso aislamiento, 
              que hice en casa de un miembro de mi familia, o en escapadas al 
              extranjero, como una salida a Chile, invitado por Armando Labarca 
              para enseñar en las Escuelas de Temporadas, famosas porque 
              atraían conocidos maestros de fuera de Chile, sobre todo 
              argentinos y norteamericanos. En 1954 coincidí con Emir, 
              en Santiago, que estaba allí becado por el Comité 
              Chileno de Cooperación Intelectual para investigar la polémica 
              entre Bello y Sarmiento, de la que salió acaso el mejor libro 
              de Emir: El otro Andrés Bello (1969). En Chile fue 
              cuando de veras conocí al Emir scholar, ahora más 
              dedicado a la investigación y tanto o más circunspecto 
              y respetuoso de la categoría universitaria que yo. En realidad, 
              los dos éramos ya profesores con los ojos puestos en la estabilidad 
              universitaria de los Estados Unidos. Yo la conseguí en 1954, 
              por intermedio de Arturo Torres Rioseco, que era el crítico 
              poco menos que oficial de la novela hispanoamericana de entonces, 
              lo que una década más tarde iba a ser Emir. En 1955 
              yo ya era profesor, con tenure de la Universidad de Iowa, 
              después de haber sido visitante en las de New México 
              y California, Berkeley, donde fui elegido por el Instituto Internacional 
              de Literatura Iberoamericana como director de la Revista Iberoamericana. 
              Emir se vio obligado a seguir otro rumbo, o, mejor, se impuso una 
              vuelta a su destino, para cumplirlo en la patria chica, más 
              bien que en una salida al extranjero. Volvió a Montevideo, 
              donde intensificó su labor de investigación, que alternó 
              con el periodismo, entre la crítica literaria (que era su 
              preferencia) y las peleas de la política local, inseminadas 
              de ideologías transnacionales que revolvían su trasfondo. 
              Pero se dio tiempo para preparar las Obras Completas de Rodó, 
              que publicó Aguilar en 1957, y libros hoy imprescindibles, 
              como Las raíces de Horacio Quiroga (1960), Narradores 
              de esta América (1961), El arte de narrar (1968, 
              entrevistas que seguían, no el modelo pero sí la práctica 
              de Torres Rioseco), el Eduardo Acevedo Díaz (1963), 
              Literatura uruguaya de medio siglo (1966) y su obra consagratoria, 
              El viajero inmóvil (1966); con lo cual ya tenía, 
              por lo menos, tres o cuatro PhD para aspirar a cátedras en 
              Cambridge, Harvard o Yale, que fue la que obtuvo en 1968 y a la 
              que honró hasta su muerte. 
            En 1956, caído Perón, volví a la Argentina 
              y di conferencias en Buenos Aires y Montevideo. Durante 1955, en 
              Iowa, preparé con mi alumno Julián Palley, una antología 
              de la poesía norteamericana del siglo XX (hasta 1950, o sea, 
              50 años) que se publicó en Montevideo, ese año 
              de 1955, en edición bilingüe, con prólogo y notas 
              informativas, por los Cuadernos Herrera y Reissig, grupo poético 
              que no era devoto de Emir; pero Emir me fue a visitar al hotel y 
              me puso al día de cuanta novedad literaria y de otras manifestaciones 
              culturales pululaban por los círculos más o menos 
              (más que menos) marginados o arrumbados de Uruguay y de Argentina. 
              La generosidad de Emir fue tan pródiga como su avidez de 
              lecturas y su deseo de transmitirla a sus amigos. Emir era franco, 
              abierto, acaso un poco ingenuo -ingenuidad propia de su candor y 
              de su moral sin dobleces- y a veces no pesaba, con malicia política, 
              decisiones que acaso podrían comprometer su futuro. Me permití 
              aconsejarlo que siguiera mi camino. Nadie es profeta en su tierra, 
              y Montevideo iría a consumirlo en una caldera de residuos 
              y sin soluciones fructíferas. Sobre todo porque él, 
              Emir, no formaba grupos ni se integraba a los ya dominantes. La 
              beca para investigar en el British Museum de Londres (1957-1960) 
              fue, para Emir, una salida que yo califiqué de "triunfal", 
              en una carta de 1957. Luego vinieron dos "visiting professors" 
              ideales: el de El Colegio de México (1964), donde se hallaba 
              lo mejor que se había ido de Buenos Aires y de la España 
              republicana y el de Harvard (1965), primer pie en la universidad 
              norteamericana, que era su sueño, según las cartas 
              que entonces me escribía. Pero todavía hubo un interregno, 
              que fue de gran repercusión internacional para Emir, una 
              verdadera prueba de fuego para su carrera pública. Entre 
              1966 y 1968 actuó como director de Nuevo Mundo, la 
              revista más influyente en las nuevas generaciones de las 
              letras hispanoamericanas, que, si no sustituyó a Sur, 
              a los Cuadernos Americanos de México, a los Cuadernos 
              Hispanoamericanos de Madrid, ni a la Revista Iberoamericana, 
              los completó, o, por lo menos, alertó (ésa 
              es la palabra) a sus directores sobre lo que iba surgiendo como 
              nuevo en la narrativa, sobre todo, del mundo hispánico. Allí 
              se anticiparon, no sólo críticas iluminadoras de nuestra 
              realidad literaria, sino textos de futuros grandes novelistas y 
              poetas en diálogos, entrevistas, ficción, 
              de García Márquez, Carlos Fuentes, Vargas Llosa, Borges, 
              Neruda, Onetti, Cabrera Infante, Sarduy y Manuel Puig, o sea, lo 
              que el mismo Emir, en un libro epónimo, llamó El 
              boom de la novela latinoamericana, obra publicada por la Editorial 
              Tiempo Nuevo (adviértase el nombre), de Caracas, en 1972. 
              Allí Emir hace la historia, la exégesis y valoración, 
              creo que definitiva, de ese momento tan pródigo y relumbrante 
              de nuestra narrativa más experimental y universalizada. Este 
              libro, junto con Narradores de esta América (Alfa, 
              1961), aumentado en dos tomos (Alfa Argentina, 1969, 1974), y El 
              arte de narrar (Monte Avila, 1968), constituyen el cuerpo básico, 
              no sólo de la historia de nuestra narrativa desde Azuela 
              hasta los más nuevos, sino también del enfoque y doctrina 
              crítica de Emir. Para quienes todavía creen, erróneamente, 
              que Emir era un formalista que desdeñaba el referente histórico-social, 
              y hasta político, como base del hecho literario, recomiendo 
              la lectura del análisis que el autor hace de las "razones" 
              del boom, incluyendo el papel que otorga a la revolución 
              cubana y al propio Fidel Castro, y se convencerán de que 
              la obra literaria, como resultado de un mero "procedimiento" 
              (Emir ironizaba sobre quienes se dormían en las ramas del 
              árbol caído de Tynianov y Eicheubaum) no tiene cabida 
              en el sistema crítico de Rodríguez Monegal. La historia, 
              sí, y la biografía, no como acaecimiento factual, 
              sino como proceso cultural, artístico, literario, son el 
              desiderátum de una crítica que no deja al texto a 
              medio leer, sino como colaboración entre lector y autor, 
              entre escritor y medio ambiente, entre crítico e ideologías 
              de grupos, mitologías colectivas (como diría Charles 
              Mauron) y transformación de la realidad dada en el espacio 
              poético (¿influencia de Bachelard?). Alguna vez dijo 
              Emir que en la nueva novela hispanoamericana el personaje era el 
              lenguaje, especie de humorada que provocó cierta respuesta 
              un tanto humorística de Onetti. Quienes crean que decir "novela 
              del lenguaje" es despojar al género narrativo de sus 
              relaciones con la realidad, confunden realidad con factores políticos 
              sociales comprometidos con alguna consigna ajena a la naturaleza 
              y fines del arte. Los determinismos a lo Taine, o Luckács, 
              y, hasta cierta medida, las conocidas homologías de Goldmann, 
              no eran para Emir condición sine 
              que non del proceso cultural (artístico, literario), 
              que tiene su propia dialéctica dentro de un margen de virtualidades 
              libres y posibilidades creadoras. En esto Emir era hijo legítimo 
              del liberalismo cultural, cuya tradición se inicia y funda 
              con los próceres de nuestra Independencia, desde Bolívar 
              y San Martín, Moreno, E. Echeverría, Alberdi y Sarmiento, 
              hasta Hostos, Rodó, A. Reyes y Octavio Paz. Al mismo tiempo, 
              para Emir, la obra literaria es, ante todo, una obra de arte, y 
              su propósito no consiste en ser un medio para otros fines, 
              aunque no negaba que un proceso social, histórico, político, 
              puede y debe estar reflejado en la obra, como es obvio en el 
              Facundo, el Martín Fierro, Los de abajo, El recurso del método 
              o Tres tristes tigres. La realidad del lenguaje es la realidad, 
              por necesidad de relación, como sostiene Platón en 
              el Cratylo. No hay realidad inexpresada; toda realidad es 
              un acto del lenguaje, o no existe. La literatura es lenguaje y la 
              realidad que cada lenguaje (el del escritor) conlleva. No hay literatura 
              pura, sino la búsqueda, por el lenguaje, de una realidad 
              depurada, que es privilegio de selección del escritor. Todo 
              crítico tiene sus "simpatías y diferencias", 
              como admitía Alfonso Reyes; Emir nunca erigió la crítica 
              en sistema dogmático de afirmaciones absolutas, ni menos 
              excluyentes. La crítica es practicada por un crítico 
              y hay tanto margen de posibilidades subjetivas como puede exigirlo 
              la relatividad térmica (o ideológica) preferencial 
              del crítico. En Emir son obvias esas "simpatías" 
              o "diferencias", como lo fueron en el Dr. Johnson, Thibaudet, 
              Wilson, y lo son en Jameson o Paul de Man. Lo que importa es la 
              capacidad de comprensión y esto es fundamental 
              de tolerancia del lector-crítico, ya que en él no 
              sólo va su preferencia personal, sino el análisis 
              que explica la obra para un público lector. La tolerancia 
              de Emir se puso a prueba cuando yo decidí publicar un número 
              de la Revista Iberoamericana dedicado precisamente a una 
              crítica que en Hispanoamérica está empeñada 
              en un análisis de la relación realidad social-hecho 
              literario desde un enfoque opuesto al de Emir. El y otro "formalista" 
              formaban parte del Comité Editorial de la R.I. Emir 
              aprobó y apoyó mi proyecto. El otro crítico 
              a quien nadie ha acusado hasta hoy de formalista, 
              se opuso y renunció cuando yo no acepté las "razones" 
              de su oposición. 
            Emir poseía un amplísimo caudal de lecturas, desde 
              Marx y Engels a Baktin, la Escuela de Tartu (sobre todo J. Lotman) 
              y la Escuela de Costanza. Había estudiado a fondo a los formalistas 
              rusos, sobre todo a Sklovski (por su Arte de la prosa), a 
              los líderes del "New criticism", a los llamados 
              "Críticos de la conciencia" y "La Nouvelle 
              Critique", y no se enloquecía por el análisis 
              de "Les châts", ni menos con la Estilística 
              descriptiva o la llamada semiótica estructural, que propone 
              falaces sustituciones del texto con sistemas de signos algebraicos 
              o cosas parecidas. Emir estaba de vuelta de todo esto, como debe 
              ser con toda real persona de cultura, que no lee y aprende para 
              exhibir lo leído en amontonamientos de citas al pie de página 
              o en interpolaciones de teorías que interfieren con el desarrollo 
              crítico propio. Casi no hay citas o doctrinas propuestas 
              explícitamente en los textos de Emir. La limpidez, claridad, 
              precisión y sencillez son sus cualidades más obvias. 
              Su virtud, la de hacer del texto crítico una ayuda necesaria 
              para la comprensión del texto literario, viendo en él 
              lo que es más distintivo y permanente. Creo que quien mejor 
              definió a Emir como crítico fue Julián Ríos, 
              el más experimental de los escritores españoles de 
              hoy. Dijo: Emir leyó a los clásicos como modernos 
              y a los modernos como clásicos. Nada más acertado. 
            Un largo intercambio de correspondencia entre Emir y yo se produjo 
              entre 1966 y 1968, él desde París, yo desde Pittsburgh. 
              En síntesis diré que en esos dos años yo informaba 
              a Emir de la vida académica norteamericana y él me 
              suplía de todo lo que no decían, de lo que ocurría 
              en París, el New York Times, revistas norteamericanas 
              o los diarios de México y Argentina. Pero, sobre todo, nos 
              prometíamos trabajar unidos, desde el exilio, por la cultura 
              iberoamericana, en unidad de esfuerzos y tratando de atraer a los 
              "retobados", que, él creía, se dejaban seducir 
              demasiado fácilmente por las llamadas ideas "progresistas". 
              Y en esto, muchas veces estuvimos en desacuerdo, porque a mí 
              nunca me espantaron los fantasmas llamados de izquierda. Yo me debatía 
              con la vieja guardia del Instituto y necesitaba gente nueva para 
              cambiarlo. Había ofrecido a Rama; a Benedetti (a quien conocí 
              y traté en el Writers Workshop de Iowa) y al mismo Emir la 
              representación de la RI en todo lo que fuera literatura uruguaya, 
              y aun del cono sur, ya que todos mis amigos más respetables 
              se habían tenido que ir de Argentina. Pero, por una razón 
              a otra, ninguno de los tres se decidía a aceptar esa responsabilidad. 
              Por fin, un día de 1968, creo que en noviembre, concerté 
              una entrevista con Emir, en New York, en el departamento de Jill 
              Levine, a la vera del Greenwich Village, en la calle Waverly. Allí 
              hicimos un repaso de todo y convenimos en que Emir aceptaría 
              ser miembro del Comité Editorial de la R.I., si yo 
              lo proponía y la Asamblea General del Instituto lo votaba. 
              Y así ocurrió. Emir se convirtió, desde 1969, 
              en el más eficaz colaborador de la Revista y de su 
              director, colaboración que jamás se podrá apreciar 
              en todo su valor, porque queda en las discusiones telefónicas, 
              en los juicios que en páginas individuales daba sobre los 
              trabajos que leía y ayudaba a seleccionar para cada número 
              de la RI, y que se guardan en mi archivo personal. En 1979, 
              cuando la Universidad de Pittsburgh celebró con un Congreso 
              las bodas de plata del director con la RI, el Presidente 
              del Instituto y del Congreso, Dr. Keith McDuffie, pidió a 
              Emir que hablara sobre mí como director de la RI. Nunca 
              podré agradecerle lo que dijo esa noche. Emir habló 
              como un verdadero identificado con el lema del Instituto: "A 
              la fraternidad por la cultura". Sin duda fue más generoso 
              de lo que yo he sido con él, como lo fue con sus alumnos, 
              a los que ayudó con fervor de poseído, aunque a veces 
              recibió la bofetada de algún ingrato, como siempre 
              pasa en estos casos. Alguien dijo que siempre es bueno tener un 
              maestro aunque más no sea para rebelarse contra él, 
              pero la prueba de que los cuervos son mínimos e inoperantes 
              es el homenaje que le tributamos en el Center for Inter-American 
              Relations (New York, 1º de mayo de 1986). Emir habló 
              una vez, en Pittsburgh, cuando lo hice invitar como Visiting Mellon 
              Professor, de la necesidad que hay en Iberoamérica, más 
              que en ninguna otra parte, de la necesidad, repito, de la 
              amistad. Es una necesidad doble, 1º) porque la necesidad está 
              en lo que nos falta: la unión y la unidad fraterna que nos 
              haga fuertes e impida que nos destruyan desde la derecha o desde 
              la izquierda, que es otra derecha, porque no está en el centro, 
              o sea, en el corazón de una democracia libre y responsable; 
              2º) porque el amigo es más necesario cuando, como ocurre 
              con tantos hispanoamericanos, el exilio nos arroja a un destino 
              de incertidumbres y sin pautas, a una renuncia y a un nuevo comienzo. 
              El amigo necesario es aquél que crea la necesidad de esa 
              amistad, aquél que hace que podamos hallar lo que no tenemos 
              y aún sembrar lo que soñamos producir. Y en este sueño 
              el amigo necesario da su "mano franca", como decía 
              Martí, y ayuda a crearnos una Patria de la Utopía, 
              como la que proponía Pedro Herníquez Ureña. 
              Emir poseía en ejecución esa "mano franca": 
              dar la mano, al modo gaucho, fue su costumbre, y poner el hombro, 
              sin temores ni aberraciones, fue su causa y su fin. Y por eso hemos 
              de quererlo aún después de habernos dejado. Emir no 
              se ha ido del todo: no podrá irse de nosotros
 
             
              
                Non omnis moriar, 
                  amigo necesario." 
               
             
              
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