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Una Audición
en lo de Mousqués

s/d

Accidentalmente me encontré ayer con Dalmiro Costa, el mismo Dalmiro de siempre, que parece haber puesto un límite a su envejecimiento, pues hace diez años que está en un ser, inmune al parecer a los avances de los años, entrecano, entrecalvo, entre mozo y viejo, habiendo dejado de ser lo primero, sin resolverse a ser lo segundo. Lo único que madura en él es el talento: cada día es más espiritual su charla, y cada día más genial su inspiración. Si estuviese en vena de metáforas, diría que es como una botella de buen vino, cuyo contenido se mejora con los años, sin que el polvo ni las telarañas afeen el envase.

Dos palabras charlamos sobre lo ocurrido desde que no nos veíamos, casi dos años, y en seguida hablamos de música, que es la neurosis de Dalmiro y el único entusiasmo que me va quedando en este otoño de la vida en que voy entrando, y en el que se van deshojando una por una, las ilusiones, que "son ¡ay! hojas desprendidas, del árbol del corazón" como decía el romántico Don Diego.

Y mientras hablábamos caminábamos en dirección a la Plaza, llevando a mi compañero como distraídamente hacia lo de Mousqués, y dejándose él llevar sin oponer resistencia. A poco de andar tropezamos con Enrique Lemos, que se nos incorporó adivinando nuestro propósito; Pellicer nos salió al encuentro unos pasos más allá y también nos siguió; y al llegar a la puerta de la casa Mousqués éramos ya cinco, pues se nos agregó allí Eusebio Conlazo, este último con un tesoro en la garganta, una espléndida voz de barítono, y con fuego en el corazón para modular con ella los acentos de todas las pasiones.

Entramos a la casa por el almacén de venta, tras de cuyas vidrieras brillaban los bronces de las trompas, figles y pistones, y pasamos al depósito de los pianos y harmonios, silencioso como la sala de un museo paleontológico, con todos aquellos monstruos oscuros alineados a un lado y otro, y descollando en el medio, como un inmenso glyptodon de concha de carey negro, un Steinway de cola, mostrando la ancha dentadura del teclado.

Mousqués nos dio posesión de la casa con la sobria galantería que lo caracteriza y Dalmiro se sentó frente al piano, tanteando los pedales y las teclas como un domador antes de exhibir las habilidades de su fiera.

Para mí, el piano no es un instrumento propiamente dicho, sino una maquinaria. Sólo así se explica que los norteamericanos, que son artículos la gente más antiartística del mundo, sean los mejores fabricantes de pianos. Fabrican un piano, como fabrican una locomotora, un puente o cualquier otro artefacto. Mi descreimiento sobre el gusto artístico de los yanquis me viene desde que supe que un chocolatero de Nueva York envió a la Exposición de París, como muestra de sus productos, la Venus de Milo, de tamaño natural, vaciada en chocolate! Esta herejía artística corre pareja con la que cometió otro fabricante yanqui, que para dar a conocer los productos de sus talleres, hizo que la Margarita de Fausto, en vez de aparecer hilando en la rueca, se presentase ante el público cosiendo en una máquina Singer!

Pero nada de esto quita que los americanos sean grandes fabricantes de pianos. Chikering y Steinway compiten ventajosamente con todos los fabricantes del mundo, y sus pianos de concierto son los preferidos por todos los maestros.

A todo esto, preguntó Pellicer, ¿de qué se trata?

De una pequeña velada musical, contestó uno de los presentes.

¿Velada?, interrumpió Pellicer; en todo caso se tratará de una tardada musical. ¡Como que son las cuatro de la tarde!

Empezó Dalmiro preludiando los motivos de una mazurca, una de sus últimas composiciones, titulada A orillas del Río Negro.. Al decir mazurca, no se entienda que se trata de una pieza de baile, pues la música de Dalmiro no es bailable, a no ser que se cometa con ella una de esas infamias como la que ha convertido en paso doble La Stella Confidente, o en mazurca el t'amo, si t'amo e lacryme del Ballo in Maschera; o en cuadrilla varios de los aires de la Forza del Destino.

A orillas del Río Negro es una composición llena de elegancia, y aunque parezca raro el epíteto aplicado a una pieza de música, no lo es, porque no hay otra palabra con que expresar la gentileza que distingue la inspiración de Dalmiro Costa. Se la compara con la de Chopin, pero si bien puede decirse que es de la misma índole, hay que reconocer que varía en el estilo, porque Dalmiro no es un imitador, un reminiscente, sino un creador. Lo que él produce tiene sello propio, y sobre todo si es él quien lo interpreta, porque pone de tal manera su personalidad en todo lo que ejecuta, que estoy seguro de que si me hallase en la más apartada región del mundo, sin la más remota noticia de que pudiese encontrarse allí Dalmiro; y sin verlo lo oyese tocar el piano, exclamaría sin titubear: ¡Es él! Porque él y sólo él es capaz de vivificar ese mecanismo banal, de dar expresión y sentimiento al más vulgar de los muebles que adornan nuestros salones.

El secreto, mejor dicho, la virtud mágica de Dalmiro está en arrancar con el golpe sobre la tecla algo más que un ruido. La cuerda, herida no suena como golpeada por el martinete; sino que vibra como si la pulsase la mano misma, transmitiéndole todas las palpitaciones del sentimiento.

Sin dejarme cegar por un espíritu de patriotismo, que sería sencillamente estúpido tratándose de asuntos de arte, yo creo que nadie toca el piano como Dalmiro, y esta opinión ha sido corroborada por el voto competente de personas que han oído a los más reputados concertistas. Recuerdo que Novelli, que era todo un temperamento artístico, me decía una noche: "Yo he oído tocar el piano a todos los grandes maestros, desde Listz hasta Rubinstein; he admirado la limpieza de ejecución, el poder, la brillantez, pero Dalmiro arranca al piano inflexiones que nunca he oído y le hace modelar frases que sólo el arco del violín puede imitar".

Los temas de la nueva mazurca son sencillísimos, melodías casi primitivas que se repiten en distintos tonos, pero con una riqueza de bajos y una delicadeza tal de ligados que sorprenden por la novedad y originalidad de ejecución.

A la mazurca sigue una polca, El Sport, llena de animación y movimiento. Hay compases que imitan el golpe de los caballos, otros que producen las atropelladas de la carrera, escalas cromáticas en que los dedos corren apareados como los corceles en la lucha, pero todo lleno de melodías y armonías, sin que el propósito de imitar los movimientos de la carrera se sobreponga a la cadencia musical,

Y tras de la polca, una marcha, llena de marcialidad y brío, unas de esas marchas que hacen avanzar al soldado con el corazón alegre y el ánimo sereno a lo más recio del combate; música que exalta el espíritu y lo embriaga con ambiciones de gloria, entusiasta como el coro de guerra de los Druidas, arrebatadora como el aire de ataque de los anabaptistas para lanzarse al asalto de Maguncia.

Todos oíamos con recogimiento aquella música y aquel intérprete inimitable. Pellicer estaba lo más serio que puede él estar. Sólo por los labios le retozaba una sonrisa provocada sin duda por las actitudes de Dalmiro, que estaba con los ojos en blanco, la mirada perdida, los pies oprimiendo los pedales en continua agitación y las manos galopando sobre el teclado con movimientos de caballo brioso. Y de repente se interrumpía, para explicar o ilustrar con comentarios originalísimos el significado de una frase musical, traduciendo la melodía en palabras, pretendiendo que las notas eran sílabas y convenciéndonos de que en efecto la música hablaba, expresaba ideas, reflejaba sentimientos y traducía pasiones que se agitaban en el organismo de aquel monstruo de madera y hierro.

En el arrobamiento de la audición, en la dulce embriaguez que la música produce, me parecía que el almacén de pianos se transformaba en sala severa de un Conservatorio, presidido por Chopin, Listz, Rubinstein, Mendehlsson y otros maestros cuyos retratos y bustos decoraban las paredes, y que aquellas figuras se agitaban y animaban, como evocadas a la vida por el fluido misterioso de la inspiración, que flotaba en aquel ambiente infiltrándonos a todos su esencia vivificante.

Mousqués, retirado en el fondo, escuchaba más con atención de dueño que con afición de diletante. En la postura, en el gesto, en la mirada, se comprendía que juzgaba más de la sonoridad del instrumento que del mérito de la música. Mientras nosotros traducíamos nuestros entusiasmos en bravos y aplausos, Mousqués parecía decir por lo bajo: ¡Suena bien el Steinway!

¡Y vaya si sonaba! Es un instrumento espléndido, de una sonoridad admirable, puras y vibrantes las notas como si de copas de cristal fuesen arrancadas, obediente a los pedales, ora apagándose en vagas dulzuras de sordinas, ora irrumpiendo en fragores orquestales, estremeciéndose el mecanismo entero en la resonancia armónica del encordado vibrante.

De repente, Dalmiro se interrumpió, y como saliendo de un sueño, dijo prosaicamente:

-¿Qué hora es?
-Las cinco menos cuarto -dijimos todos a la vez, atrasando nuestros relojes de media hora.

Dalmiro no se dio por satisfecho. Se puso el sombrero, salió al medio de la plaza, miró atentamente el reloj de la Catedral, volvió estirándonos las manos y diciéndonos:
- ¡Me voy!

Fueron inútiles todos los ruegos. Le suplicamos, como quien pide limosna, que tocase Fosforescencias, Nubes que pasan, cualquiera otra de sus composiciones. Todo fue en vano.
-Pero, ¿qué apuro tienes de irte -le dije- después de tanto tiempo que no nos vemos, y cuánto pasará, quién sabe cuánto más en volvernos a ver?

-Es que -contestó- he resuelto irme a la Colonia y como nunca en mi vida he podido hacer mi gusto, quiero a todo trance hacerlo una vez siquiera, y me voy.

Y se fue.

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