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Tiempo Húmedo

Montevideo, Julio, 11 de 1883.-

Parece que hasta el meollo se enmohece con tanta humedad. Todo es agua, arriba y abajo, al sur y al norte, en la tierra y en el mar. Se sueña con el sol, como los enfermos sueñan con la salud, apreciándolo en todo lo que vale después de haberlo perdido.

¿Se habrá acabado para siempre el foco del calor y de la vida? ¿Ha prestado su luz y sus rayos a otros mundos lejanos? Algo de eso debe de haber, porque hace ya una quincena que no le vemos la cara. El luciente Febo, el rubicundo Apolo, ha abandona a la Tierra, su fiel adorada, y anda en picos pardos con las estrellas. ¡Ingrato!

Con razón lloran las nubes sin cesar, pardas y oscuras, desnudas de los atavíos de púrpura y oro con que se adornan en los días serenos.

Ya no hay alboradas de nácar ni tardes de ópalo. Las flores viven con la corola inclinada, llorando las perlas líquidas que antes bebían en sus cálices los rayos juguetones del sol naciente. Los pájaros han olvidado la diana triunfal con que saludaban la cascada de oro que se desbordaba por el oriente. El mar está turbio, ocultas bajo un manto plomizo las escamas de luz que doran su dorso azul en esos días límpidos en que todo sonríe.

Hoy todo está triste: el campo, el cielo, la luz, los colores, los pájaros y las flores. Todo viste de gris, el más monótono de los tintes, indefinido como la niebla y aburrido como la lluvia.

En la calle no se ve ni un talle elegante, ni un traje vistoso. Mirando las aceras desde una azotea no se ven más que los paraguas de los transeúntes: parece que la ciudad estuviese habitada por tortugas que van y vienen bajo su enorme caparazón negra y lustrosa. Los cocheros están metidos entre el cuello de sus capotes y las alas gachas de los sombreros, por donde corre el agua como por el alero de un tejado; los changadores, cubiertos con una bolsa a guisa de caperuza; los policianos, embutidos en los umbrales de las puertas, guareciéndose de la lluvia; y todas las bestias del tráfico escurriendo agua, como las cornisas, como los árboles, como todo lo que está expuesto a la intemperie, semejando los alambres del telégrafo sarta de brillantes colgadas en el aire.

¡Qué aburrida es esta lluvia constante, que no mete ruido, ni forma arroyuelos, ni se derrama en cascadas imponentes! No hay alternativas; ni relámpagos que cruzan el cielo con rayas de fuego, ni descargas de truenos retumbantes, ni zumbidos de rachas que desgarran las nubes en jirones y desmenuzan el humo en la boca de los caños. Ahora todo es monótono y sombrío, sin un rasgón en el nublado por donde se vislumbre una esperanza de cambio.

El viento sopla manso del sur, trayéndonos las nubes cargadas de humedad y de frío condensado en la región de los hielos eternos; y un día tras otro día, amanecen todos iguales, mudos y tristes, sin gorjeos de aves, ni susurros de brisa, ni pinceladas de grana trazadas en las fajas de los stratus matinales por el gran pintor de la naturaleza.

¿Hasta cuándo vamos a estar privados de la luz y del calor que necesitamos todos los que vivimos, tanto nosotros como las plantas, como los pájaros y los insectos?

Yo sueño con el sol, como se sueña en la ausencia con un ser querido, recordando sus sonrisas, sus palabras y sus caricias. Me parece que le veo rebosando por el horizonte como si una avenida de luz inundase la tierra, lanzando sus rayos horizontales como un abanico de finísimas varillas de oro reunidas en un extremo por un inmenso rubí. Primero, saltan los rayos por todas las alturas, se meten por los cristales de los miradores, doran los azulejos de las cúpulas de la iglesias, y juguetean entre la copa de los árboles; son como las guerrillas avanzadas de un ejército de granos de oro, que salen a la descubierta y ocupan todas las posiciones elevadas. Después bajan a las hondonadas, despiertan a las gotas de rocío que se asoman temblorosas a la corola de las flores en cuyo cáliz dormían; perforan el follaje de los árboles con flechas doradas; sorprenden a los pájaros acurrucados entre las ramas; entreabren los tules de brumas que flotan sobre los arroyos como el vaporoso cortinado del lecho de una virgen; y triscando entre la yerba se filtran por todos lados, inundando las lomas y los llanos, mientras flota sobre el horizonte la enorme burbuja de luz, y se desprende de la red de vapores que la envuelve para emprender su ascensión por el éter azulado.

Todo es alegría, todo luz, todo colores, todo canto, todo armonía. El sol es como la batuta que da la señal para que empiece el concierto de la vida. Trinos de pájaros, aleteos de insectos, roces de ramas, susurros de brisas, todo contribuye a la gran sinfonía de la naturaleza, descollando las notas altas del canto de los gallos, los ecos agudos de los clarines de los cuartales, y los silbatos penetrantes de los talleres que llaman a los obreros al trabajo.

Después llega el sol al cénit, donde parece que se detiene para abarcar todo el paisaje que él mismo ha pintado con su brocha de luz. La tierra está en plena vida haciendo germinar en su seno todas sus riquezas; la ciudad se agita en bullicioso movimiento, bañadas sus calles por el sol que cae desde arriba desmenuzado en polvo de oro, en el que bailan miríadas de corpúsculos como puntos chispeantes.

La gente sale a tomar el sol, las puertas se abren para que el sol entre por todas partes; al sol se sientan los enfermos para que los reanime con su calor, y todo lo preside el sol desde su alto trono, hasta donde llegan los ecos del himno que en su honor entona todo lo que vive.

Y más tarde, cuando, recorrida ya la curva que traza en su camino, llega al poniente, se detiene otra vez como para despedirse de la naturaleza. Ya no es una burbuja de oro, rodeada de una aureola relumbrante, sino un inmenso disco rojo que tiñe de carmín las franjas de los cúmulus tras de los cuales va a ocultarse.

Los cirrus blancos que como guedejas de algodón flotan allá arriba, se coloran de rosa, y a medida que el sol desciende, van pasando por todos los matices que median hasta el rojo púrpura.

Un momento después, la cima del Cerro relampaguea entre una bocanada de humo blanco y espeso, se oye una detonación sorda, y como si aquello fuera una señal de duelo, se arrían apresuradamente las banderas de los buques y de los edificios públicos, las nubes se destiñen cubriéndose con un ropaje gris, y toda la natusraleza queda en silencio. El sol se ha puesto. La noche es un entreacto en el concierto de la vida.

Yo recuerdo todo eso como recuerda el proscripto los placeres de su hogar, retratándome todos los detalles de un día de sol como temeroso de no volver a ver otro. ¿Cuántos días hace que desapareció por última vez envuelto entre celajes de grana por detrás de la falda del Cerro? Ya no me acuerdo; lo único que sé es que me parece que hace un año que vivo sin luz, sin colores, sin cielo azul, ni mar recamado de oro.

Sufro nostalgia de sol. Su ausencia me entristece; me fastidia vivir entre los crespones grises de la niebla.

Y sigue lloviendo, lloviendo con una monotonía insoportable, emperradas las nubes, como se emperra un muchacho llorón que gimotea horas y horas en el mismo tono.

Ya no hay transiciones de sombra y de luz. Ahora todo es media tinta: gris en el cielo; gris en el mar; gris en la atmósfera húmeda que nos rodea.

Ya no sale el sol después del nublado. Post nubila... nubila!

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