No fue de los destituidos, el santo portero del cielo. San Pedro revista aún en la lista activa: es un santo de curso legal, no desmonetizado como San Juan, que ha quedado relegado a la categoría de santo de pacotilla.
No goza San Pedro de la popularidad de San Juan, pero aún así es festejado con bastante entusiasmo: con murgas y con cohetes; con pasteles y ramilletes; con comilonas y cenas en que representan el papel de protagonista las aves de corral, desde el vanidoso pavo de moco rojo, hasta los suculentos pollos de pechuga mantecosa.
San Pedro no tiene fogatas, como San Juan, pero en cambio tiene bailes. Tampoco tiene el portero de los cielos la virtud del Bautista para dar novios a las niñas casaderas, pero combina los compadrazgos, y sabe Dios si a la sombra de ese sacramento no combina el viejo zorro más voluntades que su rival.
San Pedro ha gozado de una fama aristocrática en Montevideo, como que era en su honor que año tras año se celebraban los fastuosos bailes de Zumarán, a los que concurría lo más granado de nuestra sociedad.Ser invitado a los salones de don Pedro importaba, entonces, poco menos que calzar la espuela y recibir el espaldarazo para ser admitido como caballero armado en los torneos del buen tono.
Los grandes salones de la espléndida casa de la calle Zabala no bastaban para contener la inmensa concurrencia que acudía a la invitación de don Pedro Sáenz de Zumarán, antiguo vecino de Montevideo, vinculado a una numerosa y distinguida familia, y relacionado con todo lo que tenía un nombre, una posición o un título. Investido con un cargo honorífico por el gobierno de España, era su casa el punto de reunión del Cuerpo Diplomático, de los oficiales de las estaciones navales surtas en el puerto, y de todos los viajeros distinguidos que llegaban a Montevideo.
Con tales relaciones y con la justa fama que sus reuniones tenían, no hay para qué decir que, en las vísperas de San Pedro, no se hablaba de otra cosa sino del próximo baile. Todo Montevideo elegante estaba de preparativos, y hasta de Buenos Aires venían señoritas y caballeros con el único fin de concurrir a la fiesta.
La casa se prestaba admirablemente para dar al baile toda la suntuosidad que correspondía a los concurrentes que la frecuentaban. La entrada amplia, la escalera cómoda, dando acceso a una espaciosa galería de cristales; en cuyo extremo se abrían, a uno y otro lado, las puertas que conducían a los dos vastos salones, divididos por una pequeña salita, en la que se instalaba la orquesta.
Todo era allí elegancia y compostura, debido a la discreta selección de los dueños de casa en lo tocante a las invitaciones. Los polluelos estaban absolutamente proscritos de aquellos bailes, y los jovencitos se pasaban los años mirándose al espejo para ver si les apuntaba el bozo que había de franquearles la entrada que anhelaban. Cuando les llegaba el día de ser invitados, ya se creían otros. Al día siguiente ya vestían sombrero de copa y se paseaban con cierta gravedad, plenamente convencidos de que habían pasado a la categoría de hombres formales, formalidad que acreditaban con la tarjeta de invitación, que a guisa de diploma ostentaban con orgullo.
Tres generaciones de jóvenes de ambos sexos han pasado por los salones de don Pedro Zumarán. Cada año se notaba la falta de algunas parejas de los anteriores, pero llenaban el hueco otras nuevas, y así seguían renovándose la concurrencia siempre, o reaparecían ya casadas las parejas que en el año precedente cuchicheaban con misterio, prolongando las temporadas, no sin que la señora dueña de casa las apercibiese con exquisita amabilidad.
En cambio de esas parejas que desaparecían de los bailes por la puerta del matrimonio, había otras, recalcitrantes, veteranas, que montaban la guardia año tras año, hasta que dejaban de figurar en las fuerzas activas de la danza y pasaban a revistar en la pasiva,atrincheradas en los sillones y sofás que contorneaban el salón.
Todavía hay bailarines y bailarinas de aquellas fiestas de San Pedro que están esperando su turno de salir de novios, siquiera sea en las cedulillas de San Juan; de ésas que reparan las ruinas del tiempo con cosméticos, como se reparan con puntales los desperfectos de las casas.
El cataclismo del 75 arrastró también a don Pedro Zumarán, como arrastró muchas otras fortunas, y a diferencia de otros, que por conservar su rango sacrifican a los demás, él se sometió a su situación y se retiró a más sencilla vida, acompañándole a su retiro todas las simpatías y afecciones que le rodeaban cuando vivía en la opulencia. Su sala es hoy tanto o más concurrida que en aquellos tiempos. Pero los bailes se acabaron. Ya no queda de ellos más que el recuerdo de los buenos ratos pasados en aquellas soberbias fiestas a que concurría la sociedad distinguida de Montevideo.
El año pasado resucitaron los bailes de San Pedro, pero no en casa del señor Zumarán, sino en la de don Pedro Piñeyrúa, uno de los príncipes de la fortuna hoy en día. La inauguración de sus bailes fue espléndida, y escogida la concurrencia que a ellos asistió. Fue una fiesta qué hizo época, como la hubiera hecho la de este año, si una desgracia de familia no hubiese venido a sembrar de duelo el hogar en que todo sería hoy animación y regocijo. El tiempo, ese gran médico del dolor, se encargará de devolver a ese hogar la alegría; y los bailes de Piñeyrúa volverán a ser para Montevideo lo que fueron los de Zumarán, fiestas clásicas en las que todos tenían a distinción el ser invitados, y a las que se hacían un deber en concurrir, como contribuyendo a reflejar en un solo grupo todo lo que nuestra sociedad tiene de culto y distinguido.
San Pedro seguirá, pues, siendo un santo aristocrático, y gozando de todas sus prerrogativas y fueros, mientras el benemérito y popular San Juan queda relegado a la categoría de los santos de menor cuantía, en cuyo honor no repica la iglesia ni enciende sus cirios, pero el pueblo seguirá festejándole con cohetes y fogatas, y murgas y serenatas, y pasteles y ramilletes, y opíparas comidas y cenas suculentas, mientras galanes y doncellas cifran en él su destino matrimonial, misteriosamente envuelto dentro de las cedulillas.
A los frutos de esos enlaces sanjuanescos, San Pedro se encarga de darles padrinos, pasatiempo propio de santo tan respetable como lo es el llavero celestial, encargado de dar entrada en aquel reino a todos los que en la tierra han sufrido, con excepción de los viudos reincidentes en el delito de matrimonio.
¿Por qué esa excepción? preguntarán ustedes, lectores míos. Van ustedes a saberlo, si es que quieren dar fe a lo que voy a contarles, y es lo siguiente:
Murió un tal, que
no hay para que nombrarle. y, como todos los que mueren, fue derechito a golpear
las puertas del cielo, ansioso de gozar de las delicias prometidas a todos los
que han sufrido en este valle de lágrimas. Golpeó, pues, como decía, y al golpear
acudió San Pedro, abrió el ventanillo de la puerta para informarse primero de
quién era el que solicitaba la entrada, y le preguntó:
—¿Qué se te ofrece, hijo?
—Quiero entrar al reino de los cielos.
—¿Y qué méritos has contraído para merecer tal favor?
—He sufrido todas las amargura, he sido casado....
—Basta, basta hijo, — dijo San Pedro abriendo de par en par la puerta—, entra
sin más explicación, que con sólo decir que fuiste casado, tienes bastante y
sobrante para haberte ganado la gloria eterna.
Este diálogo oyó
otro muerto que tras del primero venía, y sabiendo ya que los casados tenían
entrada franca, se presentó muy orondo, dio su golpecito, y abriendo San Pedro
el ventanillo, como al anterior le preguntó:
—;.Qué se te ofrece, hijo?
—Quiero entrar al reino de los cielos.
—¿Y qué méritos has contraído para solicitar esa gracia?
—La de haber sido casado, y no una, sino dos veces, —contestó el solicitante—,
creyendo de esa manera asegurar más la entrada.
Pero, con gran sorpresa
suya, San Pedro le dio un portazo en las mismas narices, y por el agujero de
la llave le gritó:
—Vete al infierno, zopenco, que los tontos no tienen entrada en el reino de
los cielos.
Por donde se verá que San Pedro tiene la más triste idea del matrimonio, y eso que no cuenta la historia que fuese casado.
Cierto que, como santo que es, debía tener alguna intuición profética.....!
Y aquí concluye
el cuento, y con él, este artículo, que es escrito en recuerdo de todos los
Pedros que me lean, a los que deseo felices años y que Dios les libre de tener
que habérselas con......
—¿Con el matrimonio?
—No, hombre..... con un Fiscal del Crimen.