Acabábamos de almorzar y nos disponíamos todos los habitantes de la estancia a dormir la siesta en aquel mediodía de febrero, sereno y cálido cuando se presentó un peón diciendo al dueño de casa que había fuego en el campo, allá, en el fondo, en la rinconada sobre el camino, donde había acampado aquella mañana una tropa de carretas.
Nos acercamos todos al guardapatio y vimos allá a los lejos, a dos leguas de distancia, una humareda tenue, que se fundía en el ambiente azul. El campo parecía un trigal maduro. Los pastizales resecos respiraban un vaho ardiente y tembloroso como de aire recalentado por una hornalla. Soplaba una brisa del norte, precisamente del lado de donde había empezado el fuego, que se extendía por minutos, ensanchando la línea del incendio.
No había más que un caballo atado bajo un ombú. Montó en él un muchacho, y mientras echaba la tropilla al corral, tomó el dueño de casa las disposiciones necesarias para acudir a extinguir o a limitar, por lo menos, el fuego. Cada uno de los peones se munió de un cuero de oveja, se llenaron dos damajuanas de agua y una de caña, y todos llevaron sus aperos al corral, esperando la llegada de los caballos, que ya se veían venir por un bajo, al galope, arreados en tropel por el muchacho.
La quemazón avanzaba velozmente entre torbellinos de humo espeso que se redondeaban en grandes copos, como bocanadas de cañonazos. Desde lo más alto del cielo, el sol dejaba caer sus rayos a plomo, marchitando el campo y los árboles, cuyas hojas se acartuchaban requemadas en el ambiente de fuego que respiraban. Parecía que el incendio venía de arriba, de aquel cielo azul en cuyo centro llameaba el sol como un cráter en ignición, caldeando el aire.
Pronto estuvimos todos a caballo. Éramos unos doce, entre hombres y muchachos, y galopábamos en pelotón, trillando el pasto, que se quebraba como hebras de vidrio. Antes de media hora estábamos ya a pocas cuadras de la línea de la quemazón, que exhalaba un hálito ardiente, sofocante, como si viniese de la boca de un horno inmenso. Los caballos, con las orejas paradas, las narices abiertas, los ojos inquietos se encabritaban, se resistían a seguir adelante, aterrorizados por el fuego que ya parecía quemarnos, aunque estaba todavía distante. El incendio coronaba entonces una cuchilla, y nosotros llegábamos a la vez a la cima de la opuesta, separadas ambas por una cañada angosta.
De la hondonada venía corriendo hacia nosotros una manada de yeguas, en desordenado tropel, despavoridas, relinchando de miedo, arreadas por el fuego que chisporroteaba con chasquidos de látigo, como azuzando a las bestias. Al vernos, en vez de seguir corriendo, las yeguas remolinearon en torno nuestro, como buscando amparo en el desastre que arrasaba su querencia. Dos padrillos, un tostado y un oscuro, con las crines revueltas y casi cegados por el espeso copete, repuntaban las yeguas, seguidas de los potrillos, que sin darse cuenta del peligro, retozaban como en una fiesta con esa inconsciencia con que los chicuelos festejan los mayores desastres. Los pobres animales en vez de huirnos, se aproximaban, desorientados por el miedo, sin saber hacia dónde escapar, y como nos siguieran, fue necesario arrearlos, hasta que salieron disparando a la desbandada, haciendo retumbar el suelo con rumores sordos de tronada lejana.
El fuego saltó la cañada, incendiando las masiegas que la bordeaban, y amenazando un cardal extenso que cubría toda una cuchilla. Corrimos todos para tratar de cortar el incendio y por el lado de los cardos, y ya tres hombres habían echado, pie a tierra para sofocar el fuego golpeándolo con los cueros de carnero, cuando uno de los muchachos gritó: —¡Patrón! parece que el rancho de Antonio se está quemando.
Se veía, en efecto, que el incendio rodeaba la población indicada, distante una media legua a la derecha. La línea de fuego abrazaba ya una extensión inmensa, y era inútil pensar en dominarlo con tan poca gente. Abandonamos, pues, la defensa del cardal y acudimos a la casa amenazada, donde vivía el puestero Antonio con su familia, la esposa y cuatro hijos pequeños. Pero antes de alejarnos, oímos un fogonazo, como si de golpe hubiese ardido una parva de paja. El fuego había llegado al cardal y saltaba de una alcachofa a otra incendiando los plumerillos de la semilla, que ardían en una llamarada inmensa, como pólvora suelta, y mientras así corrían las llamas en ráfagas sobre las flores resecas de los cardos, avanzaba más lentamente el fuego por debajo quemando los troncos que crepitaban con estallidos de cohetes.
El campo, en lo que alcanzábamos a ver, era todo una hoguera. El humo nos envolvía en una nube sofocante en medio de la cual continuábamos galopando, en dirección al rancho, que a intervalos se distinguía, todo rodeado de fuego. Nuestros caballos, atontados por la fatiga y el calor, ya no hacían resistencia para ir adonde los llevásemos. El pasto, algo ralo en las cercanías del rancho, daba poco alimento al incendio, y por allí atropellamos, cerrando los ojos, y salvamos la lista de fuego, pasando al campo ya quemado, sobre cuya costra caldeada apenas asentaban los cascos nuestros caballos, que brincaban despavoridos.
El puestero Antonio defendía su rancho con denuedo, sin desmayar después de media hora de lucha ruda contra el voraz elemento que lo rodeaba. Al ver que el fuego avanzaba en dirección a su casa se había apresurado a sacar sus pocos muebles, amontonándolos en el centro del rodeo de las ovejas, en el declive de la cuchilla que el rancho coronaba, y llevando después allí sus hijos, había corrido a atacar el fuego, mientras su mujer sacando agua del barril, la echaba a jarros sobre la quincha del rancho, para evitar que alguna chispa volante la incendiase.
Nuestros peones ya se habían apeado y ayudaban en su tarea al puestero, sofocando el fuego, mientras la mujer corría presurosa a tranquilizar a sus hijos que lloraban a gritos, acurrucados bajo los muebles hacinados en el centro del rodeo. Pronto quedó el rancho a salvo. La línea del incendio avanzaba dejándolo atrás, y ya no había más que apagar las charamuscas que quedaban ardiendo en torno de la casa.
Antes de volver a montar a caballo la gente ayudó al puestero a meter de nuevo los muebles dentro del rancho salvado de aquel desastre que devastaba todo el campo. Las cuchillas quemadas aparecían negras, hasta perderse de vista hacia el norte. A la izquierda, ardía el cardal en inmensa hoguera, bajo una humareda espesa. Y el fuego seguía siempre su obra de devastación, avanzando en una línea extensa que tuvimos que despuntar, galopando siempre para ganar la delantera y tratar de desviar el incendio antes que alcanzase los tupidos espartillares que circundaban la casa principal.
El viento había refrescado, saltando al este, y el fuego se avivaba con la ayuda de aquel aliado que lo dirigía a los centros más empastados del campo.
A cada momento encontrábamos puntas de vacas, de yeguas, que corrían como enloquecidas en todas direcciones, mugiendo, relinchando, reclamando las madres a sus crías, perdidas y confundidas en aquel desbande frenético. En un ángulo formado por dos cañadas confluentes, una punta de ovejas permanecía quieta, apretadas todas en grupo compacto, sin hacer nada por huir del fuego que avanzaba sobre ellas, como embrutecidas por el miedo. Dos peones corrieron para espantarlas, y les fue necesario empujarlas con los encuentros de los caballos, para que se apartasen, cuando ya el fuego estaba sobre ellas. Tres cayeron como asfixiadas y no se levantaron más, mientras las otras seguían al paso, balando, sin saber para dónde huir. De repente el grupo remolineó, una borrega hizo una punta enderezándolo al fuego, lo salvó de un brinco y las demás corrieron tras de aquella repitiendo el mismo salto, y así siguieron, volando más que corriendo por el campo quemado, obligadas a brincar sobre aquel suelo quemante como un ascua.
Nos detuvimos en lo alto de una cerrillada pedregosa, de donde se dominaba toda la línea del incendio, que avanzaba en semicírculo, empenachado de altas llamaradas en algunos puntos en que el fuego hacía presa en los pajonales, y rastrero en otros en que apenas se alimentaba de pastos ralos. Parecía la línea de un gran ejército en batalla, cuya formación abarcaba más de una legua de extensión. Un grupo de venados, hembras las más, capitaneadas por un macho de alta cornamenta, cedían el terreno palmo a palmo, resistiéndose a abandonar la querencia. Cuando el fuego los quemaba casi, emprendían la fuga, para detenerse en la loma vecina, las hembras en la ladera, prontas a disparar a la primera señal del venado que quedaba de vigía en la altura, mirando al peligro, inquieto ante aquel enemigo que devastaba sus dominios.
A nuestra vez tuvimos que alejarnos, desalojados por el aliento abrasador del incendio, que avanzaba siempre, quemando los pastos duros y las cardillas nacidas entre el pedregal de la cerrillada, que bajábamos al tranco, con miedo los caballos de rodar sobre aquellos guijarros puntiagudos que les machucaban los cascos. De repente, pasaron entre nosotros como dos exhalaciones, dos zorros, que sin duda al sentir recalentarse las piedras que cubrían su cueva, la habían abandonado como locos, escapando de las llamas para caer en las brasas, que no otra cosa fue huir del fuego para ponerse al alcance de la perrada que nos seguía y que salió disparada tras de ellos ladrando, aullando de dolor sobre aquel suelo erizado de puntas, pero encarnizada tras de aquella presa que tan inesperadamente se presentaba, hasta perderse de vista todos, zorros y perros, en una ráfaga viviente, más veloz que el viento, en una hondonada lejana.
La tarde caía, serenándose poco a poco; una de esas tardes calurosas de fin de verano, en que la brisa parece que toma descanso, como fatigada de la jornada, para agitarse de nuevo en la frescura de la noche. El fuego, falto ya de aquel aliento que lo azuzaba, iba muriendo a orillas de un arroyo sin monte que cruzaba el campo, y al entrar el sol, quedaba confinado a un extremo de la extensa línea, consumiendo las resacas acumuladas por la corriente de otro arroyo montuoso, que limitaba el campo por el este.
Todo el humo se había ya disipado y sólo se veía el que despedía aquella última hoguera lejana, que se elevaba lentamente hasta perderse en el cielo. El crepúsculo se oscurecía gradualmente, invadiendo las sombras silenciosas todo el firmamento y apagando suavemente los resplandores anaranjados del poniente. Y en aquella apacible tristeza del día agonizante, parecía que el humo lejano no se elevaba, sino que colgaba del cielo como un crespón fúnebre sobre el campo devastado.
En la oscuridad se enrojecieron las llamas que como último vestigio del incendio se veían cercanas al monte, y volvimos todos a la casa, fatigados, tristes, sin haber podido hacer nada para evitar el desastre consumado. A lo lejos se oía todavía el galope de los ganados dispersos, obligados a correr sobre aquel suelo calcinado, turbando el silencio con mugidos lastimeros, como llorando la devastación de la querencia.
Cenamos de mala gana, y caímos todos rendidos. Pero yo no podía dormir, a pesar del cansancio. En la oscuridad de mi alcoba veía reproducirse todos los incidentes de la catástrofe: el incendio avanzando desde el fondo del campo, el cardal volando en una llamarada como un inmenso reguero de pólvora; el rancho del puestero amenazado por todos lados; y me parecía sentir en torno del lecho la carrera desenfrenada de las yeguas y de las vacas, y ver a las ovejas corriendo a saltos, en un movimiento de oleaje, y oír los ladridos de los perros disparando tras de la presa que el fuego les deparaba.
No dormía, pero me sentía invadido por una modorra, ese ser y no ser en que se confunden los ruidos y las visiones que forja el sueño con los de la realidad. Y oía una voz que decía: Patrón, el fuego, el fuego! ¿Soñaba? ¿Recordaba lo que había dicho el muchacho en aquel mediodía en que vino a anunciarnos el principio de la quemazón? Pero no; esta vez había oído claramente la voz del muchacho: era su mismo acento, que repetía a través de la puerta: Patrón, el fuego, el fuego!
Me tiré de la cama, entreabrí la puerta, y me dijo el chicuelo que el puestero de la costa había venido a avisar que se estaba quemando el monte. Desperté al dueño de casa, que en la misma pieza dormía, me vestí apresuradamente, y salí: Antes de ver el incendio lo vi reflejado en el cielo, al naciente, con resplandores de carmín. El espectáculo era imponente: ardía el monte en una hoguera inmensa, vomitando una humareda espesa arrastrada por la brisa, que había vuelto a soplar, del norte nuevamente. El fuego había hecho presa en lo más tupido del monte. Y mientras miraba, el puestero que había traído el aviso me explicaba la causa de aquel nuevo desastre. La quemazón, casi extinguida durante la calma del crepúsculo, había continuado consumiendo la resaca dejada por las crecientes del arroyo. Pero entrada ya la noche, a eso de las nueve, refrescó otra vez el viento, avivando el fuego, que siguió avanzando alimentado por las resacas hasta alcanzar las que habían quedado entretejidas en el ramaje de la arboleda. "Yo estaba durmiendo, —continuó—, pero como mi rancho queda tan cerca del monte me despertó el ruido de la quemazón y el tropel de la caballada que se vino sobre las casas. Salí afuera y ya vi que el monte había empezado a arder. Tomé el hacha y corrí al ver si podía cortar el fuego, pero el calor y el humo me corrieron y me vine a avisarle al patrón".
Todos estaban ya levantados, y como no había más que un caballo atado, resolvimos ir a pie. El monte distaba apenas quince cuadras. A medida que nos acercábamos, íbamos apreciando la magnitud del incendio. La isla que ardía tenía más de una cuadra de ancho y se quemaba desde la línea exterior hasta la orilla del arroyo. Era inútil intentar nada. A espaldas del fuego era posible aproximarse hasta unas veinte varas, teniendo que soportar un calor infernal pero por delante, en la dirección del viento, no se podía llegar ni a cien pasos de la inmensa hoguera, cuyo aliento abrasaba.
Se oía una crepitación continua como si todo un batallón estuviera haciendo fuego graneado. Los árboles se retorcían en estertores de mártires condenados a la hoguera, y antes que las llamas los lamiesen agonizaban derramando su savia en espumas por entre las grietas rajadas por el calor. No eran defensa contra la destrucción la frescura, la lozanía de toda aquella vegetación verde, fecundada por el limo húmedo con que periódicamente la nutría el arroyo cercano en sus desbordes. El fuego avanzando en una carga devastadora, iba preparando su alimento para devorarlo en cuanto lo tuviera a su alcance. Algunos árboles se ofrecían ellos mismos al sacrificio como las viudas de los rajaes indianos, despojándose de su ropaje frondoso para entregarse desnudos a las llamas. A cien varas del incendio, las hojas empezaban a enroscarse, y se desprendían de las ramas que a su vez, asfixiadas por aquel aliento devastador, se contorsionaban violentamente, como previendo su fin cercano.
Los talas se rendían a las primeras embestidas del fuego, dejándose abrasar sin resistencia, resignados a su suerte, mientras los sombra- de-toro se defendían desesperadamente, verdeando aún en medio de las llamas su follaje erizado de púas, resistiendo el asalto, bañados con su savia, como atletas empapados en su propia sangre, hasta que extenuados, impotentes para continuar la lucha, se entregaban al insaciable enemigo que los devoraba implacablemente. Un coronilla secular de cuya alta copa pendían multitud de lianas como trenzas de la cabellera de un gigante, ardía ruidosamente, como un fuego de artificio, estallando las ramas en petardos que reventaban en soles de chispas. Era una diversión en medio de la catástrofe aquel árbol inmenso, quemándose como una pieza pirotécnica fabricada de cohetes cuyos estallidos resonaban alegremente, como en una fiesta, entre el fragor del incendio.
Era ya pasada la media noche, y el fuego continuaba infatigable su tarea. Toda la isla ardía en una hoguera colosal, que iluminaba una ancha zona de campo, como una antorcha inmensa de resplandores rojizos. Sobre el monte flamígero rodaba el humo en nubes espesas, surcadas de chispas brillantes que se extinguían y se reproducían incesantemente, como exhalaciones fugaces. Y de repente, aquí y allá, por entre el humo, surgían llamas lívidas, altísimas, desprendidas de la hoguera. Se diría que eran las almas de los árboles muertos que volaban a las alturas infinitas!
En la llanura iluminada con resplandores movedizos, se veían cruzar bultos a la carrera, animales enloquecidos por el terror, que disparaban ciegos, deslumbrados por aquella claridad siniestra que invadía los lóbregos dominios de la noche. Una cuadrilla de potros enderezó relinchando al fuego, y al llegar a una cuadra del monte, se pararon todos, en línea, las orejas tiesas, mirando despavoridos el incendio, y después, como espantados ante el peligro, huyeron a la desbandada, mordiéndose unos a otros tirándose coces, disparando a corcovos hasta perderse entre las sombras.
Entretanto, la brisa volvía a adormecerse en la placidez de la madrugada, cuyas primeras claridades invadían lentamente el horizonte. El incendio continuaba consumiendo los árboles, cuyos troncos en brasas se abatían desmenuzándose en ascuas. Falto del impulso del viento, el fuego no había podido saltar a otro grupo de monte cuyo follaje estaba ya tostado por el calor, pronto a arder al primer contacto de las llamas, y el desastre quedaba limitado a aquel hogar inmenso, alimentado por centenares de árboles que iban desapareciendo poco a poco, derrumbándose después de haber soportado en pie el suplicio. Pero algunos se mantenían todavía erguidos, como inmensos esqueletos, en actitudes extravagantes, con sus largos brazos retorcidos en los estertores convulsivos de la agonía. A ratos, algunas llamas fugaces surgían del enorme brasero, últimos alientos del incendio, que a su vez sucumbía en medio de los despojos de sus víctimas.
Cuando me retiré, pintaba ya el alba. Descendía del cielo una claridad pálida que iba poco a poco delineando los contornos, despertando los colores, haciendo revivir la naturaleza toda en la grata calma de la mañana tibia. Los animales tranquilizados por la luz del día, descansaban de las zozobras de la noche echados sobre el pasto, manchando el campo con los diversos matices de sus pelos.
Al llegar a la casa, desde la altura en que estaba situada, pude abarcar el conjunto del desastre. Al norte, en todo lo que la vista alcanzaba, se extendía el campo quemado, como vestido de luto; mientras que al naciente se veía todavía la hoguera moribunda del monte en ascuas, sobre la que flotaba en el aire el humo condensado en una nube negra, que se destacaba en la palidez del cielo matinal, semejando una inmensa ave de mal agüero cerniéndose sobre toda aquella desolación. -