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La Piedra Alta

Agosto de 1894.

Parece la histórica piedra que se levanta a orillas del arroyo Santa Lucía Chico, la caparazón inmensa de uno de esos animales que vivieron en la época casi fabulosa en que la flora y la fauna estaban representadas por ejemplares gigantescos, de los cuales se encuentran hoy apenas vestigios fosilificados, como digeridos por la tierra que los tragó en los grandes cataclismos geológicos que trastornaron nuestro planeta. Se diría que está el monstruo tranquilamente echado, tomando el sol a orillas del río que corre mansamente lamiendo sus flancos empotrados en la ribera.

Es un monolito de más de treinta metros de largo, de dorso convexo y superficie rugosa, y puede considerarse como una de esas piedras erráticas de que están sembradas las cercanías de la ciudad de Florida, que ofrecen los más variados paisajes, aquí pomposo, con todo el lujo de la vegetación forestal, allí agrestes, con toda la avidez del suelo guijarroso, más allá decorada la monotonía de las grandes pétreas por grupos de árboles caprichosamente nacidos entre las grietas y resquicios, todo primorosamente puesto de relieve en el engarce del trébol verde que tapiza las laderas y de gramillas que alfombran las hondonadas.

La Piedra Alta no es sólo un monumento histórico, sino también una obra artística de la naturaleza, situada en un rincón solitario, en el cual aun los espíritus más huraños a los encantos de la madre eterna tienen necesariamente que someterse, subyugados por la apacibilidad del panorama, con una ancha laguna por delante, en cuyo espejo se miran y reflejan el cielo azul y las riberas verdes, temblorosas las imágenes al verse retratadas en la linfa vagamente rizada por la brisa de la tarde, cruzado el aire por ráfagas moradas de bandadas de torcaces y por fugitivas sombras negras de enjambres de tordos que vuelan en busca del reparo del cercano monte.

Más allá, la corriente se enrula en blancas espumas encrespada por arrecifes ocultos en los senos del río, produciendo un murmullo continuo, arrulador por su monotonía, como esas melopeas con que las madres adormecen en el regazo a sus hijos; y una vez vencida esa resistencia, de nuevo se explayan las aguas en la laguna, aquietadas como si descansasen del esfuerzo, ofreciéndose en lámina pulida para que en ella se copien y contemplen todos los detalles del monte que le sirve de frondoso marco.

Resalta entre el uniforme verde con que se viste la arboleda, el tono rojizo de los sarandíes, cuyo follaje se tiñe con tintas encendidas de ocaso otoñal antes de desprenderse de las ramas para dejarse arrastrar por la corriente, y esta agonía del arbusto que tanta gloria recuerda, parece una nueva vida, como esa resurrección momentánea de la llama en sus últimos fulgores engalanándose con el color brillante que ostenta el airoso cardenal en su copete erguido como un jopo de altivez y de victoria.

Parece que nuestros antecesores, al elegir aquella piedra enorme para decretar la independencia de la Patria desde su altura, hubiesen querido dar a su obra de titanes, imperecedero cimiento arraigado en las entrañas de la tierra cuya libertad proclamaban, dejando en las costas del Santa Lucía ese indestructible documento, inmune a todas las inclemencias, imborrable para la acción de los siglos, realzando siempre su simbolismo histórico por las galanuras del paisaje que lo rodea, siempre primaveral bajo este cielo benigno que sólo se nubla por regar con fertilizantes lluvias por los campos, volviendo a sonreír inmediatamente el sol que fecunda los prolíferos senos de la madre común, engarzado en el eterno esmalte azul.

Desde el suburbio de la Florida, se extiende la colina en rampa suave que va a morir en el río, y como surgiendo de entre las aguas, se levanta en la orilla la Piedra Alta, como una terraza de propósito construida para contemplar el panorama que la circunda: el monte espeso enfrente, a uno y otro lado el arroyo de caprichoso curso, ora explayando en tranquilas lagunas bordeadas de camalotes y espadañas, ora aprisionado dentro de ásperos arrecifes por sobre cuyas puntas retoza la corriente saltando desmenuzada en rumorosas y juguetonas espumas; detrás del Cerro Pelado, con sus laderas tendidas, y en cuya calvicie refulge con vivísimos destellos una piedra blanca, como si fuese un copo de las nieves eternas que sirven de tocado a los inaccesibles penachos de la cordillera andina, y todo en derredor el perfil ondulado de las lomas verdes, monteadas aquí y allá por las manchas de los ganados que en ella triscan.

Toda estas bellezas cobran un tinte solemne al caer la tarde, en el hondo silencio que precede el sueño de la naturaleza, entre los fulgores rojizos del sol poniente, ennegrecidas las siluetas de los árboles entre el velo de la noche que va gradualmente tupiéndose, dejando apenas entrever las lejanías azuladas del paisaje, hasta que todo se extingue y todo se aquieta en la apacibilidad del crepúsculo, agigantándose la mole de la Piedra Alta en la vaguedad de las sombras, evocando en su mutismo elocuente los recuerdos de aquella jornada memorable en que despreciando los azares de la guerra, votaron nuestros antepasados la libertad de la Patria, con fe inquebrantable en la victoria que más tarde ciñó su frente con inmarcesibles laureles.

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