Violinista oriental de nueve años de edadMontevideo, abril 7 de 1883.-
Hemos alcanzado unos tiempos en que es tal el apuro de vivir, que hasta la niñez se suprime, aprovechando el tiempo que antaño los niños empleaban en jugar, en el estudio de las ciencias y la práctica del arte, sólo accesibles a la juventud en los tiempos en que nuestros padres se criaban. "¡Ya no hay niños!" — exclamaba Selgas con pena, mirando el adelanto de las generaciones actuales a través del prisma católico que enturbiaba sus visiones, sin apercibirse de que vivía en medio de una niñez mil veces más encantadora que aquella rústica e ignorante en que antes se vegetaba hasta los diez o doce años, desperdiciando los mejores de esa edad en que el cerebro adquiere mayor caudal de ideas y conocimientos, que en todo el resto de la vida.
¡Hay niños, sí! Lo que no hay son muchachos traviesos y haraganes como aquellos que llegaban a sus diez años sin conocer la o, pero, sabiéndose de memoria el Bendito y el Ave María, elementos suficientes para hacer un sacristán, o un sochantre, o un zopenco, pero del todo inútiles para formar un hombre.
Estamos en la época de los niños prodigios. Cada escuela es un semillero en que descuellan talentos sorprendentes. Niños de ocho años que reflexionan con sensatez y disertan con erudición; niñas que, a la edad de jugar a las muñecas, redactan con lucidez y exponen con perfecto criterio variados conocimientos sobre materias que eran, hasta hace poco, exclusivo dominio de los hombres.
Gemma Cunniberti había descifrado los misterios del arte dramático a sus nueve años de edad; los hermanos Lambertini, el mayor de los cuales tiene diez y el menor apenas cinco años, son hoy admiración de la Europa por el talento con que interpretan las obras de afamados dramaturgos; y Eugenio Dengremont sorprendía a los más consumados artistas ejecutando en el violín las difíciles composiciones de Alard, de Beriot, y de Vieux-temps, cuando aún no contaba doce años de vida.
Ahora Dengremont tiene un émulo, y el nombre de Pedro Martí correrá en breve como el suyo, por el mundo entero, llevado en alas de la fama que pregonará su talento artístico. Pedro Martí es un niño: apenas tiene nueve años; pero en la intensidad de su mirada; en las entradas de su frente, amplia y prominente; en las marcadas protuberancias de su cráneo, se adivina el genio que se agita dentro de aquel cerebro infantil. Cúmplese en él la inexorable ley de la herencia. Lleva en su sangre la inspiración musical, inoculada por el padre, músico distinguido, que habría sin duda alcanzado las cumbres del arte si un mal orgánico no le hubiese privado del oído. Un músico sordo es como un pintor ciego. Pero, aún así, Martí toca el violín, fiado más bien en el tacto que en el oído, y ejecuta bien, supliendo la carencia del órgano esencial con el conocimiento científico de la música.
Pasionista por su arte, ha querido que el hijo llegue a donde su mala suerte le privó de llegar, y desde que Pedrito pudo sostener un violín se aplicó a enseñarle los misterios de ése que con justicia se llama rey de los instrumentos. Siete años tenía el niño cuando empezó a hacer escalas, y hoy, a sus nueve, ya ejecuta piezas de gran dificultad, con toda la corrección de un maestro; suave en los ligados, enérgico en los stacatto, melodioso en los armónicos, brillante en los arpegios y afinado en los acordes.
Pedro Martí es un niño reposado, más bien retraído que expansivo, callado, de mirada suave y ademanes parcos, pero cuando toma el violín se transforma por completo. Su cuerpecito esbelto se agita nervioso, se planta con aplomo, su mirada cobra una limpidez brillante, y parece que su frente se espacia para dar campo a la inspiración que anima todo su ser.
No toca la música como un autómata, limitándose a reproducir las notas que señala el pentagrama, como esa generalidad que hace música lo mismo que un zapatero hace zapatos, convirtiendo el instrumento en herramienta. Pedro Martí tiene la música en el corazón y en el cerebro: la comprende y la siente; sabe que aquellas notas son las frases de un lenguaje sublime que sólo los iniciados en el arte conocen; de ese lenguaje insuperable que canta el amor con más ternura que el más rítmico idilio; que ruge el odio con los más violentos tonos; que llora con más dolor que una madre; que traduce, en fin, todas las pasiones y todos los sentimientos con más vehemencia y entusiasmo que la prosa y la rima, que el gesto y la palabra. ¡Desgraciados los que no comprenden la música! Ni el aliciente de la fortuna, ni los halagos de la esperanza, ni la mirada de una mujer querida, despiertan un cúmulo de sensaciones igual al que produce una de esas frases melódicas que conmueven todo el sistema nervioso; se siente frío, calor, entusiasmo, languidez, todas las palpitaciones de la pasión, todos los espasmos del deseo, todas las expansiones generosas; y como la vara mágica de Moisés, al herir las fibras del corazón, hace brotar las lágrimas secretadas de una fuente especial, como lluvia benéfica que aplaca las excitaciones nerviosas que agitan el organismo.
Así comprende la música Pedro Martí y así la ejecuta, prolongando las notas cuando el sentido de la frase lo exige, abreviándolas, entrelazándolas, dándoles en fin esa cadencia que no está escrita en los papeles, que no puede escribirse, como ni está escrita ni puede escribirse la intención con que Rossi dice el to be or not to be de Shakespeare, ni la entonación con que Zorrilla de San Martín declama su Leyenda Patria.
El niño Martí no consagra exclusivamente su tiempo al violín. Es alumno de una escuela de 2° grado, y alumno distinguido, que ha alcanzado el primer premio en lo exámenes por su constancia en el estudio y por el talento que ha demostrado. Pero no es el de las letras el camino que ha de recorrer en su peregrinación por el mundo, sino el del arte musical; el arte que inmortalizó a Paganini y en que descuellan Sarasate, White, Uguccioni y Massi.
Hasta ahora ha permanecido encerrado en el modesto hogar de sus padres, entregado al estudio, haciendo caudal para salir más tarde a deslumbrar con su genio robustecido por el arte, y allí debe permanecer por algún tiempo aún, sin lanzarse a ese mundo de aplausos y ovaciones en que por lo general se ahogan las inteligencias prematuras.
Dentro de dos años, Pedro Martí será un niño todavía, de once años apenas de edad, pero será un artista que podrá presentarse sin temor ante el público, dueño ya del instrumento que ha de rodear su nombre de una aureola de gloria, aureola que resplandecerá sobre esta su patria, como resplandecen las de sus pintores y poetas.
El niño Pedro Martí es una bella esperanza para el arte. Yo le he, oído sorprendido, y en el brillo de su mirada, en las entradas de su frente amplia y prominente, y en la enérgica entonación de su fisonomía franca y abierta, he adivinado la inspiración que bulle en su cerebro infantil.
Sepa él con el estudio y la contracción perfeccionar las preciosas facultades con que cuenta para llegar a las cumbres que han alcanzado los grandes maestros.