Montevideo, Setiembre, 16 de 1882.-
Es trance serio el casarse. El pájaro que hasta ayer volaba libre, picoteando en todos los sembrados, bebiendo en todos los charcos, y haciendo noche en la primera rama con que topaba al caer la tarde, se encuentra de la noche a la mañana enjaulado, obligado a picotear en un solo comedero, a beber en una única vasija, y a dormir en el mismo palo noche a noche.
Esto tiene su pro y su contra. Seguramente que ya no le faltará alimento, ni agua, ni se verá expuesto a sufrir el viento y la lluvia, pero, ¡qué monótono debe ser comer alpiste todos los días, y beber de la misma agua, y dormir en el mismo palo!
¿Canta de placer el pájaro en la jaula, o es que trina al verse preso? Es todo un problema, pero no es arriesgado suponer que los gorjeos del pájaro sean desahogos para mitigar la tristeza que le apena. Al fin y al cabo, el que canta, sus males espanta.
Pero todo lo hace la costumbre, y el pájaro que en los primeros días de su prisión se estropea la pluma y se despunta el pico dando contra los alambres de la jaula, acaba por conformarse con su suerte, y se somete a su nueva vida que poco a poco se le hace indispensable, porque después de habituarse a tener el alpiste a mano, y encontrar todos los días el agua fresca, se le hace penoso el andar picoteando horas y horas en busca de un grano, expuesto a que a lo mejor lo levante un gavilán en sus garras, y a otros mil accidentes que amenazan a los qué andan sueltos.
Y más llevadera se le hace esa vida, si la que se encarga de cuidar se acuerda de obsequiarle de vez en cuando con una hoja de lechuga o un terroncillo de azúcar para alternar con el alpiste, porque indudablemente el alpiste es buen alimento, sano y nutritivo pero...todos los días olla, amarga el caldo, y nunca viene mal poner, entre col y col, lechuga.
Pues tal y cual lo que al pájaro, tengo para mí que ha de pasarle al marido. Los primeros días le parece la jaula estrecha, pero después, con la falta de costumbre, se pierde hasta el volido, y el día que le abren la puerta, no se atreve a salir, y si sale, a poco vuelve, haciendo, por entrar, los mismos esfuerzos que antes hacía para escaparse.
Éste es otro punto de contacto entre los pájaros y los maridos, porque no es cosa nueva el que uno de éstos, después de verse libre de la jaula del matrimonio, vuelva a meterse en ella por la puerta de la sacristía, cuya llave está sólo en poder de la muerte, única que puede abrirla para dejar en libertad al pajarito o pajarita que cayó en la trampa armada por Cupido, que es el más famoso cazador de pájaros que se haya conocido.
Y es difícil cazar, porque los pájaros van abriendo el ojo y se hacen cada vez más chúcaros. Pero ¿quién resiste a los ardides del travieso rapazuelo? El muy tuno sabe bien que nadie es tan zonzo para meterse de cabeza en el lazo, y ¿qué hace? Arma su trampa, esparce en torno uno que otro granito de alpiste, y se pone en acecho. Llega el pájaro, y arisquea al principio no atreviéndose a acercarse a la trampa, pero encuentra un granito de alpiste, lo prueba y le gusta; ¡a qué pájaro no le gusta el alpiste! ve otro grano, y se acerca más, y así, de saltito en saltito, llegaba hasta cerca de la trampa, en cuyo centro está el alpiste amontonado. Da vueltas en torno tratando de comer sin entrar, hasta que, al fin, llevado de la golosina, se olvida del peligro, y pisa el palito, y... ¡crac! cae la trampa y queda enjaulado.
Todos los días hay uno que pisa el palito. Hoy te toca a ti, lector; mañana me tocará a mí, y pasado le tocará a otro. Hay que casarse, como que hay que embarcarse para atravesar la mar. ¿Es un mal? Yo no digo tal cosa, pero, en todo caso, es un mal inevitable, como el mareo, y mientras haya hombres y mujeres en este pícaro mundo, habrá casamientos. No se ha inventado nada todavía que reemplace al matrimonio. Se han inventado máquinas de coser, máquinas de tejer, máquinas de imprimir, y hasta máquinas de hacer chorizos y morcillas, pero nadie ha dado todavía con una máquina que sirva para la reproducción de la especie.
Y mientras esa máquina no venga, el matrimonio es indispensable, absolutamente indispensable: es un artículo de primera necesidad. No hablemos ya de los preliminares que lo preceden: de las miradas, primero; de las sonrisas, después; los coloquios, los enojos, las intimidades, las citas, los paseos, las visitas, los adelantos tomados a cuenta de mayor cantidad, y todos esos incidentes que constituyen el argumento del poema, cuyo desenlace acaba en el himeneo.
Vamos al día, al gran día precursor de la gran noche, en que con cuatro latinajos, dos si, y una cruz trazada en el aire, queda consumada la indisoluble unión de un hombre y una mujer.
Que los novios madrugan ese día, es ocioso decirlo ¡hay tanto que hacer! La novia hace su tocado con escrupulosa prolijidad, distrayéndose por momentos con las extrañas emociones que la embargan. Por un lado piensa que va a realizar sus ensueños, a vivir para siempre con el hombre a quien adora, a constituir un hogar. Por el otro recuerda su vida de soltera, la madre, cuyo regazo ha de abandonar, sus pequeños gustos que tal vez no serán los del marido.
Después la preocupa el traje. Todo está en orden, arreglado sobre la cama estrecha en que durmió hasta la noche anterior, y en la que ya no volverá a dormir el agitado sueño de soltera; aquella cama queda allí, como queda el cascarón de que sale la larva convertida en mariposa. Allí queda la almohada, confidente discreto que jamás revelará los secretos que se le confiaron, ni los sueños que vio cruzar por aquella cabeza que se hundía entre su mullido relleno, calenturienta unas veces, otras fresca y tranquila, según le sonriese la felicidad, o la violentasen las contrariedades.
Sobre aquella cama está el ajuar de la novia, estirado el vestido, y descansando sobre la almohada los azahares que han de adornar la frente de la desposada. Todo está nuevo e inmaculado, desde las más íntimas piezas que rozan las carnes, hasta la suela del zapato que ha de calzar el diminuto pie, y pongo diminuto, porque sería lo más prosaico suponer que una novia tiene el pie de una Maritornes. Y mientras ella está allí, por última vez a solas en su cuarto de soltera, anda todo el resto de la casa en incesante actividad, preparando lo necesario para la ceremonia de la noche.
Se almuerza de parado, dando órdenes entre bocado y bocado; la servidumbre corre de un lado para otro; la cristalería brilla sobre los aparadores, esperando su orden de colocación, los platos se elevan en tambaleantes columnas, y los pavos, las gallinas y los patos, yacen muy tiesos en sus fuentes con las patas encogidas, disimuladas las canillas con adornos de papel picado, y reemplazada la cabeza con una flor que oculta la herida del degüello.
Sobre la mesa de la cocina se ven los despojos de la decapitación: las cabezas de los pavos, con el moco carnoso azulado, y el pico sangrando las últimas gotas; las cabezas de los pollos, con la cresta pálida, blanda, colgante; las cabezas de los patos con su pico chato, el ojo entreabierto y las plumas erizadas en los espasmos de la última convulsión.
Sobre otra mesa se ven los postres de variadas clases, entre los que descuellan los de huevo, en forma de quimbos, moles, yemas quemadas, cremas, merengues y las diversas combinaciones a que se prestan las claras y las yemas.
A todo esto, las antesalas van cubriéndose con los obsequios destinados a la novia. Aquello es un hacinamiento de los más variados y heterogéneos artículos, ricos los unos, lujosos los otros, prodigios de habilidad y de paciencia salidos de mano de mujer, modestos recuerdos de los que no tienen con que aparecer rumbosos, y descollando sobre todos, los ramos de caprichosas formas y de exquisita fragancia, que perfuman la casa entera.
Pasemos sobre mil detalles íntimos que la discreción obliga a velar.
Ya son las ocho de la noche. Las luces brillan con toda su deslumbrante claridad, la mesa se encorva bajo el peso de los manjares y licores que la cubren; la novia, ayudada por sus más cercanas amigas, da la última mano a su tocado; el novio se pasea entre cabizbajo e impaciente; los convidados decoran el salón, y entre las mujeres se oye un continuo cuchicheo que aumenta cada vez que se presenta una nueva invitada. Los padres del futuro marido y de la prometida conversan en voz baja, estrechando los vínculos creados por el enlace de sus hijos.
El rumor del rodado de cada carruaje hace detener al novio en su distraído paseo, y pone el oído atento. Cuando se convence de que no es el que espera, sigue dando paseos, con la vista fija en el suelo, haciendo cada vez gestos más marcados de impaciencia.
Por fin, un ruido de caballos que se detienen sofrenados de galope, el abrir y cerrar de una portezuela de carruaje y el movimiento de curiosidad que agolpa a la puerta a los que están más próximos, le saca de su distracción, mira, y percibe.... al verdugo, iba a poner, por decir al sacerdote, que acompañado de su acólito, sube con paso reposado las escaleras.
Ya entra, ya se despoja del manteo y viste una camisola de batista, se cuelga al cuello la estola, cuya cruz besa con aparente fervor, y listo ya, se dirige, seguido del monacillo que lleva el hisopo, a la sala, en cuyo centro están de pie los novios: ella, temblorosa, cubierta de pies a cabeza con el velo nupcial, sintiendo las miradas curiosas de sus amigas, que la revistan de arriba abajo, sin perder un solo detalle; él, pálido, nervioso, con la vista fija en la puerta por donde ha de entrar el sacerdote.
Llega éste, y toda la concurrencia converge al centro que ocupan, los novios. Nadie habla, nadie murmura, nadie se mueve. Reina un silencio parecido al que precede a una tormenta. Todos se afanan por ver, y allá, entre las últimas filas, asoman las cabezas de los sirvientes, que, empinados y con el cuello estirado, no quieren perder un solo detalle de la ceremonia.
El momento es solemne. Colocados los novios frente al sacerdote, y a los lados los padrinos de la boda, rezonga aquel una oración en latín, a la que contesta el monacillo con palabras ininteligibles. Después, pone la mano de la desposada dentro de la de su prometido, y a la una y al otro pregunta si mutuamente se aceptan como esposa y marido.
—Si, — contesta el novio con voz insegura que quiere hacer aparecer firme.
Sí, — balbucea la novia con un acento que parece un suspiro.
El sacerdote hace una aspersión, dibuja con el mayor y el índice una cruz sobre las manos entrelazadas de los esposos, sonríe deseándoles felicidad, y se retira.
La novia cae sollozando entre los brazos de la madre que la besa y la estrecha como si para siempre la perdiese. El novio abraza en silencio al padre, y durante cinco minutos sólo se oye el besuqueo de las amigas, y el palmear en la espalda al novio que va saludando a todos sus amigos.
Las solteras están conmovidas ante la solemnidad del acto. Las casadas, echándola de prácticas, se sonríen como diciendo: "estamos en el secreto."
Después, la alegría recobra su dominio, se habla fuerte, se ríe, se aventuran bromas más o menos picantes sobre lo que todavía falta para consumar el matrimonio, y en medio del bullicio y la alegría de todos, se escurren los novios sin ser vistos ni oídos, hasta que, notada la desaparición, recrudecen las bromas y se cruzan guiñadas entre las parejas de esposos que recuerdan cuando hicieron otro tanto.
Al día siguiente, la casa de la novia está desierta. "Parece, me decía una amiga, que hubieran sacado de aquí un cadáver." Y parecía en efecto; las flores estaban marchitas, consumidas las velas, en desorden los muebles, llorosos los padres, y vacía la pieza que ayer llenaba con sus alegrías y sus trajes la niña que está ya en brazos de otro.
En cambio, ¡cuánta dicha, cuántos sueños realizados, cuántos proyectos de felicidad en el nido sonrosado de los tiernos enamorados! Para ellos no hay más mundo que el que se encierra dentro de las cuatro paredes de su alcoba, ni más pobladores que ellos dos. Son el Adán y la Eva de aquel paraíso. Padres, hermanos, amigos, todo queda olvidado en el arrobamiento que les embriaga.
Después, la naturaleza recobrará su imperio, renacerán las afecciones pasadas, y sin dejar de ser esposos, volverán a sor hijos, hermanos y amigos, que para todos los cariños hay cabida en el corazón, mientras no lo rebosa el de madre, que es el más grande y más santo de todos los cariños.
Pero.... eso no será hasta de aquí a un año.. mes más o menos.