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Minas

Montevideo, Marzo, 22 de 1883.-

Aspecto general — La Plaza — La Jefatura — La Iglesia — Escudero y su Teatro — Un Cuento de Carmona — Monsieur Auguste

Ya conté cómo había llegado a Minas, y como, a poco de llegado, había ya proyectado todos los paseos imaginables por los alrededores del pueblo.

No se cumplió, sin embargo, el programa tal como se había organizado. Al día siguiente de mi llegada, en vez de ir a Arequita, como estaba convenido, sólo me ocupé en conocer el pueblo y darme una idea del paisaje que lo circundaba. Cansado del viaje y rendido del madrugón del día anterior me apretó el sueño y sólo a las ocho de la mañana di señales de vida, gracias a un chiquillo que se me presentó con un mate y que tuvo que llamarme repetidas veces para que yo me arrancara de los brazos de... no te tapes los ojos, lectora, que no hay por qué ruborizarse, pues has de saber que esto de los brazos es puramente una metáfora mitológica. Era Morfeo, quien me tenía tan estrechamente abrazado. Y dejando de lado las metáforas y la mitología, diré sencillamente que me desperté, como se despiertan generalmente los mortales, esto es, entreabriendo los ojos y volviéndolos a cerrar lastimados por la luz, estirando los brazos, y dando dos o tres bostezos.

Tomé mi mate, me tiré de la cama, y en diez minutos ya estaba yo en la calle, aspirando aquel aire fresco y puro. Había exceso de claridad para mi vista, acostumbrada a las sombras de la ciudad. En el cielo azul no había más mancha que la del sol, que se derramaba en chorros de luz bañando los cerros y las casas, en cuyas paredes blancas rebotaban despidiendo reflejos deslumbradores. La calle, prolijamente macadamizada, se prolonga en una extensión de doce o quince cuadras, hasta morir en una loma coronada por los Corrales de Abasto.

A mi derecha se veía el cerro de la Guardia, cuchilla altísima cuya cima es una explanada. Llámasele de la Guardia porque allí se sitúan en tiempo de guerra las avanzadas de las fuerzas del pueblo, dominando desde aquella altura una gran extensión. A la izquierda aparecía la punta aguda del cerro de Lavalleja, así llamado por haber pertenecido al Jefe de los Treinta y Tres; y al frente se destaca el Cerro del Negro, muy empinado y escabroso, terminado en un hacinamiento de peñascos inaccesibles. Cuenta la tradición que, allá por los tiempos de Mari-Castaña, se encontró en ese cerro un negro que vivía entre aquellas breñas, esclavo prófugo que prefería hacer aquella vida salvaje antes que someterse al látigo de su amo, y de ahí le quedó el nombre al Cerro, que es uno de los más pintorescos que rodean a Minas.

Terminada la observación del paisaje que desde la puerta de mi casa podía abarcar, eché a andar, acompañado del solícito amigo que con tanta galantería me había cedido su alcoba. Fuimos a la plaza, que es, por cierto, una de las más bellas que conozco; un verdadero jardín adornado con plantas de mérito, cómodos y elegantes bancos, calles perfectamente enarenadas, y en el centro una estatua sobre un pedestal cuadrado, en cuyas caras se leen inscripciones que explican cuándo, por qué y por quién, se construyó aquel monumento.

Daba yo vueltas y vueltas en torno de la estatua examinándola en sus más mínimos detalles, e intrigado mi compañero con aquella prolija observación, me preguntó:
—¿Qué es lo que tanto le llama la atención?
—Nada. Lo único que deseo es verle las manos.

Aquí mi compañero se sonrió, y comprendiendo lo que motivaba mi curiosidad, me dijo:
—Ya se lo amputaron.

Entonces fui yo quien solté una carcajada. Aquel término anatómico aplicado a una estatua era una ocurrencia graciosísima. Y para que el lector pueda darse cuenta de lo que se trataba, lo explicaré en breves palabras. Es el caso que el escultor a quien se encomendó la construcción de la estatua, era un hombre o muy excéntrico, o tan ignorante que no sabía cuantos dedos tenía en la mano. Ello es que, terminada la estatua y colocada sobre su pedestal después de las ceremonias de estilo, se descubrió que tenía seis dedos en una mano.

Yo había leído este curioso detalle en una interesantísima reseña que hizo el doctor Rappaz de una excursión a Minas, y confieso que siempre me había quedado la duda de que lo del sexto dedo fuese un aditamento inventado por la travesura característica de De Montheolo; pero, ante el testimonio de cien vecinos, me he convencido de que el fenómeno existió en realidad, y no un día ni dos, sino por espacio de largo tiempo, hasta que la autoridad, según la expresión oportuna de mi acompañante, mandó amputar aquel dedo intruso, operación para la cual no fue necesario ni bisturí, ni sierra, ni ligadura de arterias, sino que bastó una simple cucharada de albañil y un poco de argamasa para remendar el desperfecto. Y contábame mi amigo, que con tanta facilidad se practicó la operación, que el amputado no tuvo ni un momento de fiebre....

En el costado este de la plaza está la Jefatura de Policía, edificio elegante y hasta lujoso, el mejor tal vez de todos los de la República después del de la capital. La construcción es sólida y esbelta, la gran puerta que da a la plaza es primorosamente tallada, y todo el edificio, hasta en sus últimas dependencias, ha sido perfectamente concluido.

AI lado de la Jefatura está la iglesia; pobre, raquítica, mezquina; un rancho techado de teja, sin atrio ni torre, lo que prueba que el vecindario de Minas es más sensato que otros que han gastado ingentes sumas en la construcción de templos, y mientras tanto no tienen calles, ni plazas, ni oficinas públicas, ni nada, en fin, de lo que es mil veces más necesario a la población que una iglesia.

Se ha tratado, en Minas, de edificar un gran templo, y efectivamente se ven a media cuadra de la plaza algunas paredes a medio hacer, trozos de columnas y otros arranques que en breve no serán más que montones de escombros, como que ya los vecinos llaman a aquello: las ruinas de la iglesia nueva.

Parece que los dineros que se recolectaron con aquel objeto se evaporaron por arte de magia, y los donantes quedaron desde entonces escamados. En cambio, a falta de iglesia, el señor teniente-cura tiene una espléndida granja en los suburbios del pueblo, y... vayase lo uno por lo otro.

De la Plaza, pasamos a ver el teatro: una bonita sala, con dos órdenes de palcos muy espaciosos, platea amplia, un escenario regular, todo muy bien pintado y arreglado con gusto.

Dejóme por un instante mi compañero, y yo quedé solo con el propietario, un señor Escudero, muy amable y muy atento, dueño también del Café y Confitería Oriental, contiguo al teatro.

Me contó el señor Escudero cómo, quién y cuándo inauguró el teatro, cuántas luces tenía, la capacidad, que es para seiscientas personas sentadas, y otras mil particularidades. Quiso que viese todo, y todo lo vi, y todo lo toqué, acompañado siempre de sus observaciones y comentarios; y cuando hube visto todo, y todo tocado, me invitó a que inspeccionase los palcos altos.

Ya los veo, — le dije.

—Sí: pero hágame el favor de subir para ver la comodidad que tienen, — me contestó, agregando: yo no lo acompaño porque tengo esta pierna recalcada y no puedo subir escaleras.

Por complacerle, subí a los palcos altos, entré en uno de los de la ochava, y sospechando que la explicación iba a ser larga, tomé asiento en una silla delantera. La escena era como para copiarla. El teatro representaba un desierto, sin más pobladores que yo, muy sentado en mi palco, y Escudero, que desde el centro de la platea me daba sus explicaciones.

—Esto me cuesta un dineral, — me decía, y lo que es el beneficio, todavía está por verse. He hecho venir pintores de Montevideo, para pintar las decoraciones, y tengo las necesarias para representar dramas, comedias, tragedias, óperas, zarzuelas y todo cuanto se quiera. Ahora le voy a mostrar.

Y diciendo y haciendo, se fue al proscenio y dejó caer el telón. La escena se hacía cada vez más interesante. Ya no quedaba en el teatro más que yo. Escudero, oculto tras el telón, hablaba como un eco lejano:

—¡Si supiera usted los dolores de cabeza que me ha dado este bendito teatro! Yo tengo que correr con todo para que ande corriente, y después de toda esa fatiga, sólo cobro el quince por ciento de las entradas de boletería cuando hay función, así es que la noche que se hacen doscientos pesos, yo no saco más que treinta por alquiler del teatro, luces, decoraciones, y todo lo demás.

Concluido este discurso sin que yo viera al orador, se levantó nuevamente el telón, y apareció en medio de la escena Escudero, en mangas de camisa, con zapatillas, y un sombrero gacho. Yo, firme en mi palco, seguía escuchando.

—Esta decoración, como usted ve, — seguía diciendo el propietario, representa una alcoba y sirve también para sala poniéndole una mesa y un sitial que tengo ahí adentro. ¿Quiere que se lo muestre?

—No; no se incomode usted. Ya comprendo.

—Voy entonces a mostrarle otra decoración, — dijo Escudero, algo contrariado por no haber yo aceptado la oferta del sitial, y se metió entre bastidores. Levantóse la tela que representaba la alcoba, apareció otra que remedaba un bosque, y en medio del bosque, Escudero, firme, impertérrito, dispuesto a no omitirme un solo detalle de su retablo.

Pero, cuando iba a continuar sus explicaciones, resonó en el teatro una estrepitosa carcajada. Era mi amigo, que de vuelta ya, no había podido contenerse ante la graciosísima escena que entre Escudero y yo representábamos, él muy serio, como un general en el campo de batalla, indicando todas las posiciones, y yo muy grave, sentado en mi palco, oyéndole como si cantase Gayarre o declamase Salvini.

¡Oh! y de seguro que si mi compañero no vuelve tan pronto, no me deja salir Escudero sin declamarme un trozo de Don Juan Tenorio o cantarme algunas coplas de Don Simón, para mostrarme más a lo vivo lo que era el teatro, su teatro, como dice él a boca llena, a quien quiere más que si fuere el hijo de sus entrañas.

¡Y cómo lo cuida! No se ve una basurita en toda la sala, ni una tela de araña, ni una mosca. Si las pinturas y los dorados se deterioran, no ha de ser seguramente por falta de cuidado, sino por sobra. Lo que el tiempo no destruye, lo gastarán las escobas y los plumeros, tal es la prolijidad y constancia con que aquel solícito dueño vela por su hacienda.

Interrumpido, pues, por la carcajada de mi amigo, no pudo seguir Escudero en sus minuciosas explicaciones, pero no dejó de hacerme saber que tenía todavía otra decoración de calle y otra más, que me mostraría cuando tuviese ocasión.

Mucho le debe el pueblo de Minas al señor Escudero, pues gracias a él cuenta con aquella bonita sala para espectáculos y bailes, pero no le arriendo las ganancias al propietario. Él sabe que aquello es para él un elefante blanco; a quien tiene que mantener so pena de que un día u otro no sirva más que para granero. Escudero, sin embargo, se da por bien pagado con ser y llamarse dueño del teatro, y a buen seguro que deje él pasar oportunidad de hacerlo saber; y aquí viene bien una anécdota, que me contó el travieso Carmona, por cuya razón no me atrevo a servírsela a mis lectores como moneda de buena ley.

Cuenta el gracioso tuerto que una noche, en Minas, se hacía no sé qué comedia o drama, y estaban todas las familias en los palcos, y Escudero en uno de ellos con la suya, cuando cata aquí que una de las lámparas de kerosene que iluminan el teatro empieza a echar humo y a poner negro el tubo.

Escudero ya no oía ni veía la representación. Tenía todos sus sentidos reconcentrados en aquella maldita lámpara que afeaba la sala, y cuyo humo podía perjudicar a las pinturas del techo. Tanto dio y tomó el propietario en la cosa, que al fin no pudo contenerse; se levantó del palco, y atravesando por entre toda la concurrencia, apagó la lámpara rebelde, le sacó el tubo, y salió lo más orondo en medio de los aplausos del público que festejaba aquel acto de Escudero, propio de un propietario que mira por la decencia de su casa.

Terminada mi visita al teatro, que me había tomado una hora larga, recorrí las principales calles del pueblo, sorprendiéndome lo bien cuidadas que están, todas macadamizadas, con buenas veredas y limpias.

La población de Minas está muy concentrada. No se ven allí, como en otros pueblos, esos huecos y terrenos baldíos que tanto afean las calles. Hay casas muy buenas, y sólo allá en los suburbios se ve uno que otro rancho, y esos mismos blanqueados, lo cual hace que la villa presente un lindo aspecto de donde quiera que se la mire, risueña, alegre, descollando por sobre las paredes los penachos verdes de los árboles que dan sombra a los patios, debiendo citarse entre esos árboles dos naranjos que crecen en el gran patio del Hotel Francés, notable por su frondosidad y elevación, y cuyos recios troncos revelan una respetable ancianidad.

Ya es hora de almorzar.

—¡Monsieur Augusto! sáquennos una mesa aquí, bajo el emparrado y ¡vivo con el almuerzo!

Monsieur Auguste es el más servicial de los hoteleros que conozco, y al mismo tiempo un fiabilísimo cocinero: un verdadero cordonbleu modestamente oculto entre los cerros de Minas.

Y a propósito de cerros ¿en qué quedó el paseo de Arequita? preguntará el lector.

Mañana, mañana sin falta vamos allá; hoy me ha sido imposible porque, la verdad..... no contaba con la descripción teatral del progresista señor Escudero.

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