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Montevideo bajo la lluvia
Junio, 28 de 1883.

Amaneció con un cielo plomizo, uniforme, sin que el sol lograse filtrar una sola de sus hebras de oro a través del espeso nublado. Nada despertaba para saludar al nuevo día. Los pájaros seguían acurrucados en las ramas, y las flores dormían con sus pétalos cerrados para resguardarse de la lluvia próxima a caer. Toda la naturaleza calla a la espera del agua, el viento se aquieta, el mar se aplana, los insectos se esconden, y sólo se percibe en medio del tranquilo silencio el grito atiplado de las ranas, que imita el sonido de teclas destempladas.

De repente, un dardo de luz abre en el nublado una herida sesgada, y como si un arma cortante hubiese rasgado el vientre hidrópico de la nube, empieza a caer el agua en gotas gruesas y ralas, que salpican las paredes y el piso con manchas circulares. Otra herida de fuego cruza a la nube en zigzag; se oye una trepidación lejana como de enormes carros arrastrados a galope por un pedrado desigual, y con los últimos rezongos del trueno, se desgaja la lluvia, espesa y nutrida, como una cortina tejida con hebras de cristal.

El agua rueda por las aceras después de estrellarse sobre las losas, y se precipita a la calle, que queda a los pocos momentos franjeada por dos arroyos, cuya corriente arrastra los papeles, las pajas y todas las basuras que se depositan entre los intersticios de las piedras. Como tributarios de esos arroyos improvisados, aportan su caudal de agua los albañales de las casas, que las vomitan a borbotones, turbias y espesas primero por el polvo y las basuras que arrastran; y después límpidas y claras, saltando juguetonas por sobre las piedras aprovechando todas las hendiduras, remolineando en los pozos hasta que los rebordan, y siguiendo su carrera por la cuesta abajo hasta despeñarse sobre el mar, formando en cada bocacalle una cascada.

En cinco minutos de lluvia, Montevideo queda limpio y brillante. En la calle del Sarandí y su prolongación hasta la plaza de Cagancha, las aguas se dividen en dirección al norte y al sur precipitándose por las pendientes que las llevan al mar, convertidas, mientras dura el aguacero, en verdaderos torrentes de una a otra acera. La corriente parece que hierve a borbotones y a cada cuadra en declive, el arroyo aumenta, reforzado por el aluvión de las calles horizontales que convergen al cruce común.

Los lecheros recorren la ciudad al trote largo, con las alas del sombrero vueltas hacia abajo metidos dentro de su poncho de paño, mientras los pobres caballos trotan con las orejas gachas, las crines lacias, colgando en guedejas marchitas, y la cola escuálida, rematada en punta como un pincel, goteando el agua que les baña el cuerpo, y chapoteando con los remos en los charcos de la calle.

Las cocineras vuelven del mercado tapando bajo el rebozo la canasta de las provisiones, y cubriéndose de la lluvia con sus paraguas viejos, desvencijadas las varillas y agrietado el género, recogiéndose la pollera al atravesar la calle, con la pierna estirada en busca de las piedras salientes para evitar el agua.

Y entre tanto la lluvia sigue sin cesar, como si todavía no hubiesen descargado las nubes la humedad de que estaban saturadas a pesar de dos días de continuos llorisqueos.

A ratos, el nublado se entreabre y cesa de gotear. Las nubes pasan sueltas, blancas y vaporosas como guedejas de lana cardada, livianas y tenues como si se hubiesen vaciado del agua de que estaban llenas. El sol aprovecha los resquicios para filtrar sus rayos débiles y pajizos, desteñidos al parecer por la humedad, sin calor, sin vida, algo así como la sonrisa triste de un convaleciente. Pero su aparición es momentánea a los pocos minutos queda nuevamente oculto tras del toldo gris de otras nubes espesas que avanzan lentamente. Drenadas de agua, hasta que el rayo las destripa y se derraman en un copioso aguacero que forma en las calles nuevos arroyos y riachuelos, en cuya corriente forman borbotones saltarines las gotas de la lluvia.

La calle del Miguelete se convierte en un río que se desborda por las veredas y baña la calle de la Agraciada desde el Cuartel del 5° hasta el repecho de Sobera, acrecentada la corriente con las avenidas de las calles Ibicuy, que desde la plaza de Cagancha se despeñan por rápidas pendientes, hirvientes y revueltas cómo el curso de un torrente.

Más afuera, el Arroyo ¡Seco! desmiente su nombre, convertido en río, que inunda en el camino del Reducto la quinta de Aguirre, y en el camino de la Agraciada se derrama por la planicie en que están acampados los bohemios, formando allí una inmensa laguna. Por el costado de la quinta de Fariní, corre a borbotones el Quita-calzones, revolviéndose con furia entre las paredes que lo aprisionan, aumentando a cada instante su caudal con las vertientes de la calle, bordeada de un lado a otro.

El Miguelete, nuestro pobre Manzanares, que de ordinario apenas se hace ver por un mezquino hilo de agua, corre hoy con más de una cuadra de ancho, invadiendo las quintas que lo franjean. Por la represa de Castro se precipitan las aguas turbias y revueltas formando una cascada que cae como una cortina en toda su extensión, con un rumor sordo, levantando copos de espuma que siguen navegando en la corriente como natas blancas.

Y donde quiera que se tienda la vista, no se ve más que agua, agua que corre por todos los desniveles, que se estanca en todas las llanadas, que gotea de las hojas de los árboles, y de las cornisas de las casas, y que brilla como diamantes engarzados en las hojas verdes del trébol que alfombra el campo.

Y sigue lloviendo, lloviendo siempre, con raras intermitencias, como si sobre Montevideo se hubiesen dado cita todas las nubes que andan errantes por el espacio. Las ranas, hastiadas ya de tanta agua, han trocado su canto atiplado por un rezongo ronco, como suplicando una tregua. Las aves, aburridas de estarse dos días en los palos del gallinero, salen a picotear el suelo a pesar de la lluvia que las empapa: los gallos escuálidos, lacio el encrespado plumero de la cola, la cresta caída y la golilla pegada sobre el cogote. Y los pájaros, hambrientos, se arriesgan en busca de un grano, encrespados, piando de frío, aventurándose hasta dentro de los corredores de las casas para picotear las migajas de pan desparramadas por el suelo.

Todo es agua, lo mismo dentro que fuera. Las paredes interiores sudan a gotas, los pisos traspiran humedad, y los techos de las casas, las capotas de los carruajes y los sombreros de los transeúntes brillan con el lustre del agua.

Tras de los cristales de las ventanas se ven las caras aburridas de los niños aprisionados por la lluvia, mirando con envidia a otros chicuelos del barrio que, libres de la vigilancia de los padres, gozan chapaleando el agua con sus piececitos descalzos y las piernas desnudas hasta el muslo.

Las tiendas se ven desiertas, veladas sus vidrieras por el vapor que el frío condensa sobre los cristales, mostrando sólo a los que pasan paraguas, capotes impermeables, zapatos de goma y demás armas defensivas contra la lluvia.

Por la noche, las calles desiertas reflejan como un espejo las luces de la ciudad. Cada farol está envuelto en una aureola de humedad luminosa, y las gotas que se desprenden de los balcones, forman al pasar frente a la luz como sartas de esos caireles de cristales prismáticos con que se adornan las arañas.

Y sigue lloviendo. Siguen las nubes ejecutando a grande orquesta la sinfonía de la lluvia, con sus crescendo y sus rallentando, tocando los bajos en los techados de zinc, y los tiples sobre las losas de mármol, sobresaliendo en el concierto los stacatto de los chorros de los balcones que caen sobre la vereda, mientras que redobla como timbales sobre los vidrios, reforzada el agua por el viento que la empuja en diagonal, semejando las bayonetas de un ejército en marcha.

Y así seguirá hasta que nuestro Adamastor, el genio de las tormentas que vive en la Pampa, sople sus rachas huracanadas, ante las cuales huyen en dispersión las nubes, salpicadas por las crestas de las olas de nuestro río encrespado, que se estrellan en las rocas y en los murallones de la costa.

¡Sopla, genio de la Pampa, y arrastra entre tus ráfagas todas estas nubes que nos roban el sol y nos empapan los huesos! ¡Sopla, llévate toda esta inmundicia al quinto infierno, y si eso te parece poco, puedes llevarte también al Fiscal del Crimen, que estorba tanto como las nubes!

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