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Manuel Fernández Tablas, el cachivachero del Cordón.-

La Razón, Edición de la mañana.
17 de julio de 1884, págs. l,2y6.-

Muchos de los que me lean, recordarán a Cambalache, aquel célebre Cambalache que se hizo dueño de una fortuna sin más arte, ciencia, ni industria que la de comprar trastos viejos y chafalonía para revender enseguida con una módica ganancia de ciento por ciento. Aquel era italiano, grande de cuerpo, de rostro apoplético, cargado de espaldas, vestido siempre con un gabán que era todo faltriqueras por dentro y por fuera, por delante y por detrás, archivos de cuanta baratija echó Dios al mundo, joyeros de alhajas de oropel y vidrio teñido, disfrazado de esmeralda, de rubí, de topacio y hasta de brillante.

Nunca llegué a saber cómo se llamaba, y creo que muy pocos lo supieron. Se conocía por Cambalache, y por Cambalache respondía él sin tomarlo a mal, como que no había por qué, pues que era su oficio el cambiar; eso sí: tomando liebre por gato, y dando gato por liebre, no sin quejarse del sacrificio que hacía en trocar lo que valía dos por lo que costaba diez. Un buen día amaneció muerto entre sus trebejos, y si hubo quien heredó su fortuna, no apareció quien heredara su industria, a pesar de los pingües lucros que dejaba.

Quedó de él la fama tan sólo, y sabe Dios hasta cuando se hubiese perpetuado, si no fuera que ha aparecido un sucesor que se la disputa, y que va en camino de eclipsarla, tal es el empeño que el hombre pone en acaparar cuanta vejez y desecho le cae a mano.

Llámase el tal don Manuel Fernández Tablas, hombre de regular edad, que ni pasa de los cuarenta ni baja de los treinta y cinco, castellano de origen, y de oficio, según él, carpintero, tal vez por hacer honor a su apellido de Tablas, pues justo es que quien tan enmaderado nombre lleva, maneje serruchos, cepillos, formones y garlopas.

Vino como uno de tantos, y empezó a ejercer su industria, pero no aplicándola a fabricar muebles nuevos, sino a componer los usados, y de tanto lidiar con roturas y antiguallas, le nació el amor por todo lo viejo y derrengado, rayando esta afición en manía, a punto de que lo nuevo y llamante no tiene ya para él ningún atractivo.

Lo viejo es su fuerte, su pasión, su delirio. Lo nuevo, solo lo tolera roto. Entre una copa de cristal intacta, y otra quebrada por el pie o desportillada por la boca, opta por esta. ¿Para qué? Para nada; para guardarla, para hacer más grande el montón de los objetos inútiles, para darse el placer de ver su casa atestada desde el piso hasta los tirantes, desde el patio hasta la azotea, revuelto todo y confundido en el más espantoso desorden que pueda nadie imaginarse.

Don Manuel compra todo, aun aquello que el más avaro crea que no tiene más destino que el cajón de la basura; aunque sea un tubo de lámpara roto, que es lo que menos aplicación tiene. Pero para Tablas tiene la gran virtud de estar roto, y lo compra... para componerlo. Ese es todo su afán: componer, remendar, clavar, encolar, completar lo que no está completo, aunque sea ingiriéndole una pieza de distinta materia y color.

Vive en la calle de Tacuarembó, frente al paredón de la iglesia del Cordón, y la casa reboza ya por la azotea, convertida en depósito de cien mil baratijas, hacinadas las unas sobre las otras, mezcladas, revueltas, sin que nadie, ni el mismo dueño, sepa lo que tiene allí dentro, y aunque lo sepa ¡vaya uno a dar con ello en medio de aquel revoltijo!

No hay remate en que Tablas no esté; es el comprador obligado de la tina de baño llena de cuanto trasto viejo hay en la casa: ollas desfondadas, asientos de sillas, lámparas rotas, latas, cacharros, desperdicios de todo género; y después de comprado, allá va todo al montón a aumentar el tesoro de lo viejo, en aquel museo de antiguallas descalabradas.

Y cuando no remata, se queda en su casa, donde se entretiene en varias industrias, entre las que descuella la fabricación de Cristos crucificados, hechos de no sé qué pasta. Tiene varios moldes de los tales Cristos, de diferentes tamaños, cuatro o cinco medidas, y el día que está de humor, se da a fabricar Cristos por docenas; y como no hay salida para tanto muñeco, los crucifica en la cornisa del corredor de la casa; y allí están los pobres Cristos, lavados por las lluvias, azotados por los vientos, helados por los fríos, revenidos por el calor, según llueva, o ventee, o hiele, o caliente el sol, esperando el momento en que han de ser bajados de aquella picota para quedar clavados en sus respectivas cruces, previo el retoque de pincel que marca la lanzada de Longinos y las heridas de los pies y manos.

Visitando un día el taller de don Manuel, me llamó la atención un gran montón de pequeñas cajas azules que no acertaba yo a adivinar lo que contendrían. Habría mil, dos mil, cinco mil tal vez, ¡qué se yo!
-¿Qué es esto, don Manuel? -le pregunté todo intrigado; y él con una sonrisa, me contestó:
-Son cajitas de carmín.
-¿Y para qué tanto carmín?
-Para pintar las llagas de los Cristos -me replicó con aire muy satisfecho.

¡Horror! Había allí carmín para pintar todos los Cristos que pueda la cristiandad producir en un siglo. Y don Manuel abusaba del carmín. Se complacía en llagar los Cristos desde los pies a la cabeza, sin duda con el piadoso objeto de hacer más horrible el crimen de los bárbaros judíos que martirizaron al dulce Nazareno.

Otro día me encontré con un cuarto colmado hasta el techo de latas de fósforos, y lo peor es que el suelo estaba regado de cerillas, lo que constituía un peligro inminente. Yo no me atrevía a dar un paso temeroso de reventar un fósforo que hiciese arder la casa entera.
-Pero esto es muy peligroso -le observé.
-No hay cuidado -me contestó-; no arden.- Y para probármelo empezó a restregar fósforos contra la pared, que sólo dejaban un rastro lívido por donde habían pasado.
-Y entonces ¿para qué diablos ha comprado usted todo este cargamento de fósforos?
-Le diré a usted: ¡eran tan baratos! Figúrese usted que me cuestan a un real la gruesa...

Y esto me lo decía con la cara más complacida, como gozando con la idea de la brillante operación que había hecho para atestar toda una pieza con una mercancía de todo punto inservible.

Ya no tiene ni donde dormir, ni donde cocinar. La cocina la tiene suspendida sobre el patio, y usa como combustible castañas averiadas, todo un cargamento de castañas viejas, secas, sin una migaja de pulpa, que Tablas compró llevado de su afán de comprar todo lo que no sirve. Siquiera las castañas le han servido de combustible, y tiene allí para cocinar un año entero, en su cocina colgante, que es una constante amenaza suspendida sobre las cabezas de todos los que por debajo cruzan.

La cama en que nuestro hombre duerme está encaramada allá, en el techo, merced a una combinación de cuerdas y poleas que la hacen subir y bajar. Al recogerse, de noche, hace descender la cama hasta una altura que le permita treparse sobre ella, y una vez metido entre las cobijas, tira de una cuerda, y se hace levantar con cama y todo hasta una vara de los tirantes, y en aquellas alturas duerme sosegadamente, libre de los ratones que tienen minado el piso, y que viven allí con toda holgura, confiados y tranquilos, comprendiendo que nadie puede darles caza en medio de aquel espantoso revoltijo. Una noche, sea que no anudase bien la cuerda suspensora, sea que el uso la hubiese ya gastado, ello es que a lo mejor del sueño despertó Tablas en medio de un terrible batacazo, y se encontró despatarrado en medio de sus cacharros, casi sepultado dentro de la tumba de latas viejas y cachivaches de todo género que él había cavado con su propio peso, al caer desde su elevado lecho.

Jamás fueron profanados aquellos pisos ni aquellas paredes con el contacto de escobas ni plumeros. El polvo se pasea allí como rey y señor, amparando bajo su manto oscuro a todos aquellos desechos, que son como sus súbditos. Las arañas tejen de tirante a tirante caprichosas cenefas de telas, llenas de encajes y festones, y se pasean con sus largas y afiladas patas por aquellas tupidas redes, sin temor a las persecuciones del aseo.

Y en medio de todo aquel polvo, de aquellas telarañas, de aquel laberinto de objetos disparatados, preside don Manuel Fernández Tablas, atendiendo a su marchantazgo, a todas las comadres del barrio que van a vender, a comprar, o a cambiar, alerta el ojo a los muchachos que aprovechando de la confusión meten la mano para sacar lo primero con que tropiezan.

-¡Don Manuel! ¿tiene hebillas? ¿tiene botones? ¿tiene tornillos? ¿tiene lámparas? ¿tiene platos? ¿tiene salivaderas? ¿tiene cuchillos?...

Sí, don Manuel tiene de todo, pero no sabe dónde está. Es necesario que el interesado mismo se eche a buscar lo que le hace falta, y seguramente que lo encontrará, si puede llegar a registrarlo todo; porque allí no falta nada, absolutamente nada, como no faltan en el mar peces de todas las especies: el problema está en pescarlos.

Y allí se encuentra lo que en ninguna otra parte se encuentra. ¿Se le rompió a usted la hoja de un cuchillo? Pues allí hay otra que la reemplaza. ¿Se quebró, por el contrario, el mango? Pues allí está también el mango que viene bien. ¿Se ha perdido el tomo cuarto de una obra de diez volúmenes? Allí está el tomo seguramente.

Y a propósito de esto, recuerdo que hace algún tiempo llegó el primer tomo de una obra de derecho internacional editada en París, y poco después llegó el tercer tomo, pero por más que se reclamó y pidió, jamás apareció el segundo. Se sabía que había salido de Francia, pero no se tenía noticia de que hubiese llegado a parte ninguna.

Quiso la casualidad que un buen día fuese a lo de Tablas un caballero, llevado más por la curiosidad que por el deseo le comprar nada, y en medio de un laberinto de latas y cajones y vidrios rotos, tropezó con un libro: ¡el tomo segundo de la obra en cuestión!
-¿De dónde ha sacado usted este libro? -le preguntó el caballero.
-Lo compré en un remate -contestó Tablas. Y añadió todo compungido-: Por cierto que fue un buen clavo, porque tuve que cargar con todo el lote ¡quinientos tomos!
-¿Y los tiene usted todos?
-Casi todos; los pocos que faltan los he deshecho yo para usarlos como papel de envolver.

Y efectivamente, allí estaba toda la edición. Entrando en averiguaciones, se supo que aquellos libros habían venido en un buque que naufragó en nuestras costas, y en el remate de lo salvado, los compró Tablas, sin saber lo que compraba, tentado sólo por la baratura, como que no había quien ofreciese un centavo por quinientos lomos iguales de una obra trunca.

Y lo mismo que con el libro, es con todo lo demás. No es el caso preguntar qué es lo que hay en lo de Tablas, sino qué es lo que no hay. Si es en el ramo de ferretería, hay cuanto objeto de hierro pueda pedirse; herramientas de toda clase, pasadores de puertas, bisagras, aldabas, clavos, tornillos, grampas, pestillos, ganchos, ollas, sartenes, calderas, parrillas. Aquí, tarros de pintura; al lado, depósitos de lámparas; más allá, los pies; más lejos, las boquillas para las mechas, y allá en el fondo, los tubos, de toda forma y tamaño rotos en su mayor parte. Para armar una lámpara completa hay que campear una por una las piezas que la forman, lo que representa el trabajo de medio día ¡y gracias!

Siquiera estuviese aquello repartido por secciones, habría por lo menos un punto de partida para empezar las exploraciones en busca de determinado objeto; pero no: allí está todo revuelto: un retrato de León XIII, al lado de una caja de conservas; una lata de aceite, junto a una jeringa; una botella de vino, vecina a un tarro de aguarrás; un zapato de pie derecho, al lado de un guante de la mano izquierda paraguas que no se abren, y sombrillas que no se cierran cuchillos sin mango, y mangos sin hojas; anteojos sin vidrios por un lado, y lentes sin montajes por el otro; un tomo del Baroncito de Foblas, pegado a un catecismo del Padre Astete; una pierna de pantalón por aquí, y por allá una manga de levita; colecciones de retratos de familia, adquiridos en el remate de alguna fotografía; caños de plomo, de hierro, de barro; sopapas de bombas; bitoques y llaves de bronce; espejos de luna ondulante, en las que los objetos se retratan con formas estrambóticas; cajas de compases; botiquines sin medicamentos: estuches de cirugía con los instrumentos herrumbrados; chapas de médicos o abogados que ya se han muerto, y que por consiguiente no tienen aplicación para nada.

Esa es otra de las industrias de Tablas: hacer chapas para las puertas; pero no de bronce, ni de acero, ni de zinc, sino de la misma pasta que emplea para la fabricación de los Cristos. Recuerdo que una de las chapas que tenía hechas, era la suya propia, con todo su nombre y apellido. Era circular: en el arco superior decía Manuel; después, en el centro, a guisa de diámetro, había puesto Fernández; y por último, en el arco inferior, se leía: Tablaso.
-¿Cómo es eso, don Manuel? -le objeté-; aquí hay una o de más.
-Es cierto, pues tuve que hacerlo así porque no tomé bien las medidas, y como me quedaba la M más cerca de la T que la L de la S, le agregué esa O para igualar.

De manera que el bueno de don Manuel sacrificaba la integridad de su apellido a la simetría del letrero, sin que quiera ello decir que tenga a menos el apellido de sus padres, a quienes venera con el más sincero amor filial; y los recuerda siempre con cariño, y los socorre a menudo con abundantes remesas de dinero, como buen hijo que es.

No hace mucho tiempo quiso hacerse presente a sus ancianos padres después de algunos años de ausencia, pero como no podía abandonar sus trastos, decidió hacerse representar por medio de una tarjeta fotográfica. Mas ya que personalmente no le era posible dar a sus padres muestra de la veneración y cariño que les profesa, ideó retratarse en una actitud que tradujese sus sentimientos; y tal cual lo pensó, lo hizo, colocándose frente al aparato fotográfico de pie, la cabeza algo humillada y descubierta, el sombrero en la mano derecha, en ademán de saludar, y teniendo bajo del brazo izquierdo, como quien carga un bulto, una gran caja de cartón blanco.

De seguro que los que esto lean se preguntarán: ¿para qué diablos se retrató con aquella caja el bueno de don Manuel Fernández Tablas? Pero por mucho que lo piensen, y por más que se devanen los sesos, jamás acertarán a dar con la explicación que, por otra parte, es sencillísima. Quería, como dejo dicho, presentarse a sus padres con todo el respeto que les profesa, y temeroso sin duda de que la actitud no bastaría para testimoniar su devoción, apeló a la caja, en cuya blanca superficie escribió: "os saluda y respeta"; con lo cual aclaraba todas las dudas, y mostraba a sus ancianos padres que aquel Manuel Fernández Tablas que iba allí en efigie, sentía por ellos lo que el letrero de la caja decía.

Caso curioso: Tablas, que carga con cuanta baratija le cae a mano, no quiere cargar con una mujer; es el único trasto que desecha. Yo creo que todo el secreto está en que Cupido no se atreve a meterse en aquel laberinto en que vive don Manuel, parapetado tras de tanto cacharro y objeto descalabrado, y respirando aquel ambiente que por cierto no huele a rosas ni a jazmines. Cierto es que hay su motivo para que el perfume no sea de los más atrayentes, pues aparte de la poca ventilación y del hacinamiento de tanta cosa vieja, suele haber causas directas que sahuman el aire con emanaciones poco simpáticas.

Por ejemplo. Una de las compras de que más orondo y satisfecho estaba don Manuel, era la de una partida de conservas alimenticias acondicionadas en latas. Me estaba casualmente mostrando su brillante adquisición, que él había colocado en un estante alto, cuando ¡pum! estalló una lata, y ¡puf!, dije yo, tapándome las narices. Y todavía no repuesto del susto de la explosión, sonó otro tiro, y un nuevo hedor vino a desalojarme de la posición que había logrado ocupar, después de hacer prodigios de equilibrio para caminar sobre aquel montón de objetos desvencijados. Y ya en la puerta de la calle, pero sin atreverme todavía a aspirar, seguía oyendo las detonaciones de las latas de conservas reventadas por la fuerza de los gases desprendidos de la descomposición, como un tiroteo de fusilería cuyos proyectiles venían a herir el olfato con certera puntería.

Y a pesar de todo esto, es útil aquella casa, porque allí se encuentra lo que en ninguna otra podría hallarse, así es que en aquella puerta hay siempre un grupo que pide esto o aquello, o lo de más allá, que se adquiere por una bicoca... si es que se da con ello en medio del laberinto. Todo el Cordón conoce a don Manuel, y todo el Cordón le compra.

Buen hombre este don Manuel Fernández Tablas; muy bueno. Tal vez demasiado bueno. Le engañan, le roban, le pagan caridades con ingratitudes, pero no por eso deja de ser bondadoso, ni tampoco deja de comprar cuanta antigualla y rotura se le presenta. Todos los rematadores le conocen, y saben que en él han de encontrar amparo los objetos que nadie compra. Que se cayó, por ejemplo, un cajón lleno de cristalería desde un segundo piso. Pues se guarda, y se espera el día en que don Manuel ha de ir al remate. La venta es segura. Tablas es el comprador del cajón. No sabe lo que hay dentro ni en el estado en que estará, pero con todo, lo compra... por si acaso. Puede haber un pie de copa que encaje con otra a que le falte esa parte; puede haber un tapón de cristal que venga bien a una botella que tiene en su casa perdida entre el revoltijo. Puede ser que no haya nada que sirva para nada; ¡no importa! sirve para ocupar espacio, para aumentar la confusión, para ir a mezclarse en aquel antro de lo viejo y de lo roto, donde yacen confundidos los más disparatados objetos, desde el umbral de la casa hasta los pretiles de la azotea, todo apiñado, estrujado, deshecho, hecho añicos todo lo quebradizo, torcido todo lo dúctil, revenido todo lo blando, durmiendo todo bajo el manto de polvo que lo cubre, y envuelto entre los cortinados de telarañas que cuelgan desde los tirantes.

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