Lidiador de TorosMontevideo, Enero, 11 de 1883.-
Qué causas moverían a don José Mazzantini, italiano, a emigrar a España, es cosa que no sé, ni viene al caso en este artículo. Ello es que emigró y se estableció en Bilbao, donde a poco andar alcanzó la plaza de jefe de estación de ferrocarril, puesto que desempeñó durante muchos años en la capital de la provincia de Vizcaya.
Soltero salió de Italia don José Mazzantini, pero, si sus tendencias le llevaban al celibato, mal hizo en meterse en un país donde las mujeres son capaces de dar al traste con las más arraigadas convicciones antimatrimoniales. El hombre es fuego, la mujer estopa, viene el diablo, sopla y... ¿qué ha de suceder?... Pues tal y cual le pasó a don José: él de fuego, como buen italiano, las bilbaínas de una estopa reseca que arde sola; vino el diablo, sopló, y cátate aquí al jefe de la estación hecho todo un jefe de familia.
De esta combinación de fuego y estopa resultó lo que era de esperarse, y el 10 de octubre de 1856 el cura de Elgoibar, pueblecillo de la provincia de Guipúzcoa, anota en sus libros parroquiales: "Hoy bauticé al niño Luis, hijo legítimo de don José Mazzantini, italiano, y de doña Josefa Eguía, española, etc., etc."
Luisito fue el niño mimado de la casa, y vuelto Mazzantini a Bilbao, siempre en desempeño de su empleo, puso al hijo en la escuela, y una vez completado sus estudios elementales, pasó al Instituto, donde continuó en las aulas hasta 1867, época en que se trasladó a Italia, visitando Nápoles, Velletri, Franscati, y pasando por último a Roma, donde residió hasta 1870. En esa época el joven Luis Mazzantini regresó a España agregado a la servidumbre del Rey don Amadeo en calidad de caballerizo de palacio.
Pronto dejó su empleo para dedicarse nuevamente a sus estudios, y con tanto ahínco tomó los libros que en el año 75, teniendo diecinueve de edad, se graduó de bachiller en artes. Sus aptitudes le valieron encontrar pronta colocación, ingresando en la administración de ferrocarriles del mediodía de España en calidad de telegrafista, y a poco tiempo fue ascendido a jefe de la estación de Santa Olalla.
Pero, quiso Dios o el Diablo que allí cerca hubiese un corral donde se acostumbraba a lidiar toretes, y Mazzantini, no sabiendo qué hacer del tiempo que sus ocupaciones le dejaban libres, dio en ir a gastarlo en presenciar las lidias, que fue como meterse por las puertas de la tentación, pues, poco a poco, fue aficionándose de tal manera al toreo que ya no soñaba más que con pases y estocadas, con grave perjuicio de las pilas y aisladores, que estaban dejados de mano.
Poco le duró a Mazzantini el platonismo por el arte, y empezó a echar verónicas y navarras a cuanto animal de puntas se le ponía por delante, llegando las crónicas hasta a decir que cierto día le abrió el capote a un buen señor con quien topó, casado, por más señas. ¡Lo que es la afición...!
Tanto se apasionó por el toreo que no pasaba día en que hiciese una escapada para despuntar el vicio, y pudo satisfacerlo por algún tiempo sin que sus superiores cayesen en la cuenta de lo que pasaba en Santa Olalla. Pero sucedió que una tarde llegó a la estación un tren expreso, cuyo tránsito había que avisar a la estación inmediata para evitar un choque con el convoy ordinario. Baja el conductor, y por más que buscó en cuanto rincón había, nunca acertó a dar con el jefe. Pitaba la locomotora que era un contento, despertando los ecos de valles y montañas, pero ni por ésas: el jefe no aparecía.
¿Cómo había de aparecer? Figúrense ustedes que, cuando el tren llegó, estaba mi Mazzantini en lo más afanoso del trasteo de un becerro, y claro está que antes se hubiera dejado cortar una oreja, que abandonar la muleta. El oía bien que la locomotora chillaba en demanda suya, pero al mismo tiempo veía que el torete embestía con fe, y a cada toque del silbato contestaba Mazzantini con un pase de pecho o de talón, ciñéndose todo lo más corto para dar remate a la suerte. Por último logró dar una estocada hasta la taza, y todavía estaba pataleando el animal, cuando ya Mazzantini llegaba jadeando a la estación; pero ya era tarde: el tren había partido exponiéndose a hacerse tortilla con el que venía. No sucedió así, felizmente, lo cual no impidió que al siguiente día recibiese el telegrafista taurómaco una orden terminante para que en el acto se presentase en Madrid a la dirección de Ferrocarriles que entonces desempeñaba el reputado dramaturgo don José Echegaray.
No hay para que decir que Mazzantini recibió una severa amonestación, y para que no volviese a incurrir en otra, le destinaron a las oficinas centrales en calidad de inspector.
Sosegóse el adepto de Romero y Pepe Hillo con lo de la reprimenda y ni quiso oír hablar de toros; pero un lunes, así como había de ir a otra parte, fue por mal de sus pecados a los Campos Eliseos, donde se corrían novilladas, y todo fue ver cuernos y empezar a retozarle nuevamente sus inclinaciones al toreo.
De allí a poco se presentó a su jefe diciéndole que, habiendo llegado de provincia unos parientes en gestión de asuntos judiciales, le dejase libre un día de cada semana para acompañarles y guiarles en sus diligencias. Tragó el cebo el bueno de don José Echegaray, y sobre concederle la licencia para faltar los lunes a la oficina, aplaudió mucho la devoción con que atendía a los miembros de su familia. Por supuesto que ni había tales parientes, ni semejantes gestiones judiciales. Lo que sí había eran novilladas, y Mazzantini se entregó a ellas en cuerpo y alma, y con tanto éxito, que su nombre empezó a sonar como aventajado aficionado en las lides taurinas. Y tanto sonó, que un día llego el eco de las hazañas del empleado de ferrocarril a oídos de don José Echegaray, quien, acordándose de lo de Santa Olalla, y lo de los parientes de provincia, mandó llamar en el acto a Mazzantini y le dijo poco más o menos:
—Caballerito, no sin sorpresa he sabido que sus licencias de los lunes las emplea usted en correr toretes y hacer el majo en la plaza de los Campos Elíseos.
—Señor..... balbució Mazzantini inclinando la cabeza.
—Pues nada, repuso don José, o deja usted los estoques y se dedica a las pilas eléctricas o abandona usted las pilas y se viste de corto.
Mazzantini echó sus cuentas entre sí y tomando una resolución inmediata, contestó a su jefe:
—V. E. puede dar desde este momento por presentada mi dimisión. Mis inclinaciones me llevan más al redondel que al bufete.
Aquella resolución contrarió mucho a Echegaray, que tenía afecto a aquel joven tan despierto y activo, pero, por más amonestaciones que le dirigió, no logró hacerle desistir de su propósito. Y ahí tienen ustedes al bachiller Luis Mazzantini, educado y formado para hacer una buena carrera en el ramo que su padre le había destinado, convertido de la noche a la mañana en lidiador de toros, trocado el sombrero de copa por la montera, la levita por la casaquilla, y los aparatos de física por estoques y muletas.
Aquello produjo un alboroto en el hogar del viejo Mazzantini. Mesábase éste las barbas renegando contra cuanto bicho de cuernos había en el mundo, y la pobre madre no veía sino el momento en que le llevaban al hijo de sus entrañas destrozado por un toro. Y no era esto lo peor, sino que Mazzantini se había casado hacía apenas tres meses, y su joven compañera no podía conformarse con ser esposa de un torero, ella que había creído casarse con un modesto empleado de ferrocarriles y telégrafos.
—Ten conformidad, hija, le decía Mazzantini: aquí en España no se puede ser más que dos cosas: o tenor de ópera, o matador de toros; y como yo no puedo dar el do de pecho, al toreo me dedico.
Por supuesto que las tales razones no convencían a la joven, pero no por eso cejó Mazzantini y entró de lleno al arte; eso sí, pasando por sobre todos los estudios preparatorios, y graduándose de entrada como matador de toros. Inmediatamente tomó parte en varias corridas organizadas en Talavera por la sociedad de Socorros Mutuos de empleados de ferrocarriles y tanto valor desplegó, que los aficionados creyeron ver en él una brillante esperanza para el arte.
Con motivo de la fiesta de Torrijos, en Toledo, hubo allí dos corridas en que figuró Mazzantini como espada. Un jurado, compuesto de las eminencias del arte, se trasladó desde Madrid para apreciar y juzgar las condiciones del aspirante, y viéndole trabajar con ese ahínco y denuedo que le distinguen, falló el jurado que había en Mazzantini la masa de que se forman los buenos toreros, aconsejándole que se dedicase con fe a aquella profesión.
No se lo dijeron a ningún sordo, porque desde aquel día ya se consideró ingresado en el cuerpo en que forman Frascuelo, Lagartijo y Cara-Ancha, y queriendo abonar el fallo de sus jueces se presentó Mazzantini en la Plaza de Madrid, que es como quien dice en la Academia del toreo. Cuajados de gente estaban los tendidos, esperando ver aquella gloria en ciernes, y mil versiones distintas corrían sobre las aptitudes del principiante.
Embolados eran los dos toros que había de matar, y después de embanderillar los chulos al primero, se presentó frente al palco de la Presidencia un joven de rostro simpático, estatura elevada, esbelto de cuerpo y fino de modales, quien, con lenguaje castizo y elegante, hizo el brindis de estilo y se dirigió a la fiera trasteándola con mucha serenidad y destreza. Cuando creyó al toro en posición de matarlo, lió el trapo y se tiró en corto, pero con tan poca fortuna que dio en hueso. Otro y otro pinchazo dio, siempre con mala suerte, hasta que, transcurrido el plazo que los reglamentos señalan, fue sacado el bicho al corral, lo que en materia de toreo equivale a que a un estudiante le echen bola negra.
Sea que aquel fracaso impresionase al principiante, sea que aquella tarde tuviese malo el pulso, ello es que el segundo toro siguió el rumbo del primero: Mazzantini no pudo matarlo dentro del término reglamentario. Pero aquel desastre, que a cualquier otro le hubiera valido una rechifla, fue para Mazzantini un triunfo, pues en vez de silbidos, oyó palmas, si no por lo de las estocadas, por el valor que había demostrado y por el empeño con que trabajó.
Aquello le alentó. Él se sentía con fuerzas para hacer mucho bueno y al domingo siguiente se presentó como si tal cosa; y esta vez, con toros de puntas, tomó una estruendosa revancha, matándolos con una maestría y un arrojo admirables. Y ya no hubo más: Mazzantini fue el niño mimado del público matritense, y se llevó tras de sí todas las simpatías, a punto de que la joven esposa empezó a temer por su marido, no ya por los cuernos del toro, sino por los ojos de las manolas que se clavaban con rayos de fuego en la elegante figura del novel lidiador. La empresa de la plaza de Madrid le ofreció pronto la alternativa, con beneplácito de los diestros más afamados, pero Mazzantini declinó aquel honor, fundándose en que no tenía todavía méritos bastantes para figurar al lado de aquellas eminencias.
Rodeado de esta aureola, pasó el antiguo empleado de telégrafos a Cauterets, ciudad de los Altos Pirineos en Francia, célebre por sus aguas termales, donde concurre la alta sociedad de París y de Madrid en la estación balnearia. Cauterets está muy cerca de España, y así no es de extrañar que hasta allí haya llegado el contagio de los toros. La comisión encargada de las fiestas para divertir a los bañistas incluyó en los programas varias corridas de toros; pero como en Francia rige la ley Gramond, protectora de los animales, no se permitía la suerte de pica para no matar caballos, ni la de la espada por no asesinar toros. Es decir que la ley francesa lo único que tolera es que se maten hombres, pues los toros conservan el asta fina y puntiaguda.
Consistían las tales corridas de Cauterets en saltar de garrochas los toros, ponerles banderillas, pasarlos de muleta, pero en vez de matarlos, se les amagaba con una espada de madera que, al clavarse en el toro, le dejaba adornado el morrillo con un ramillete o lazo, como marcando el sitio de la estocada, y en seguida se le sacaba al corral para volverlo al pastoreo.
¿Creen ustedes que aquello satisfacía a los franceses? ¡Ni por pienso! El público empezó a pedir toros de verdad, y la Comisión de fiestas, que se vio recargada con un déficit por falta de concurrentes a los espectáculos, echó a un cuerno la ley Gramond, y anunció en grandes carteles:
Deux Taureaux Mis Á Mort Tués Avec Epée par Monsieur Louis Mazzantini
Lo de que los toros habían de ser Muertos con espada, era advertencia necesaria en Cauterets, pues bien podía haber francés que creyera que los toros se mataban a cañonazos.
Llegó, por fin, el día, y en la plaza no había donde echar un alfiler. Lidiáronse primeramente cuatro toros dentro de las prescripciones de la ley Gramond, y en seguida salió el que había sido de antemano declarado fuera de la ley. Los dos primeros tercios de la lidia pasaron sin más novedad que la impaciencia del público por ver matar un toro avec épée, pero cuando llegó el momento de que Mazzantini tomara los trastos, se presentó entre barreras un comisario de policía diciéndole que, en nombre de la ley de Francia, le prohibía que matase al toro. Contestóle Mazzantini que él respetaba mucho la ley y la Francia, pero que en la plaza él no podía obedecer más órdenes que las de la presidencia.
A todo esto, la comisión que presidía la corrida se había eclipsado, y no recibiendo contraorden, Mazzantini se preparó a estoquear a la fiera. Volvió el comisario a insistir; volvió el torero a decir que él sólo obedecía al presidente de la corrida, y entonces el comisario subió al palco de la Presidencia, y desde allí intimó a Mazzantini que no matase al toro.
¿Qué hacer?..... Y entre tanto, los cinco mil espectadores chillaban como cinco mil condenados, y como los chillidos no diesen resultado, empezaron a llover a la plaza banquetas y sillas, como preludio de algo más gordo, pues ya había quien hablaba de pegar fuego a la plaza. Por donde se verá cómo el animal hombre tiene idénticos instintos lo mismo en España que en Francia, y que en esta bendita tierra de Santos y motines.
Mientras se armaba este tole tole, recibió Mazzantini una nota de la comisión de fiestas en la que le ordenaba que matase al toro, haciéndose ella responsable de las ulterioridades. El diestro guardó la nota en el bolsillo de la chaquetilla, y parándose en medio de la plaza, dirigió la palabra a la concurrencia, diciendo en correctísimo francés que el no podía defraudar las esperanzas ni resistir las exigencias de aquel respetable público, y que por consiguiente iba a dar cumplimiento al programa.
Gritóle el comisario de policía desde la barrera:
—Señor Mazzantini, si usted persiste en matar al toro me veré obligado a sacarle a usted de ahí con la fuerza pública.
—Venga usted a sacarme, contestó arrogantemente el diestro. Las reglas del arte no me permiten salir del redondel mientras el toro está en la plaza.
—Haga usted sacar el toro primero y entonces entraré a prenderle, gritó de nuevo el comisario.
—Yo no puedo sacar al toro, porque sólo la Presidencia tiene autoridad para ello, replicó Mazzantini; y para evitar más discusiones, se fue derecho al bicho, se ciñó con él pasándolo de muleta, y en medio de los aplausos frenéticos de una multitud electrizada por el arrojo y serenidad de aquel joven, lo remató de un bajonazo, como para asegurar, que no era aquel público ni aquellas circunstancias para andarse con miramientos y floreos.
¡Aquello fue un delirio! Llovían a la plaza sombreros, pañuelos, sombrillas, cigarros, napoleones y cuanto les caía a la mano a los franceses y francesas; y no contentos todavía con esto, empezaron los concurrentes a bajar al tendido para abrazar al héroe, acabando por llevarlo en hombros en medio de los vítores y hurras, mientras que detrás de la barrera vociferaba el pobre comisario, agitando su bastón, sin lograr hacerse oír.
Por la noche cuando Mazzantini se presentó en el teatro, todos los concurrentes se pusieron de pie saludándolo con salvas de aplausos y gritando: Vive le toreador! Hip, hip, hurra!
La nueva del suceso de Cauterets llegó hasta el Gabinete, y tan por lo serio se tomó la cosa que la Comisión de fiestas se guardó muy bien de anunciar nuevamente taureaux mis a mort. Pero el renombre de Mazzantini había cundido, y fue solicitado para dar dos corridas en Nímes, ciudad mucho más importante que Cauterets, a lo que accedió.
Llegado a Nímes, supo que las autoridades se oponían a la lidia de muerte, pero entonces Mazzantini tomó la cosa por su cuenta, y se presentó antes aquéllas argumentándoles lo siguiente:
—"Señores, ¿qué es lo que dice la ley Gramond? Yo la conozco y sé que lo que prohíbe es atormentar por placer a animales domésticos. Convengo en que en Francia sean los toros tenidos por tales, pero yo invito a Vuestras Excelencias a que vayan a rascarles la frente a los que yo traigo de España, y entonces sabrán si se trata de animales domésticos o de fieras."
Excusado es decir que el prefecto y demás autoridades se cuidaron muy bien de no ir a hacer la prueba, pues con sólo ver a los dos bichos llevados por Mazzantini bastaba para convencerse de que no se dejarían hacer cosquillas. Eran, los tales toros, salamanquinos, bien enlibrados, con cuernos como agujas, y cada mugido que daban hacía estremecer el brete en que estaban encerrados.
Llegó, por fin, el día de la corrida, y la curiosidad, avivada por las controversias que el espectáculo había levantado, llevó a la plaza crecidísima concurrencia. En Nímes se conserva casi intacto el circo romano de la antigua Nemausus, el más vasto, tal vez, de los anfiteatros que se construyeron en la dominación de los Césares, pues tiene capacidad para treinta mil espectadores, y allí es donde tienen lugar las lides taurinas, lo cual daría razón al guía de Fígaro cuando éste visitó las antigüedades de Mérida, y a quien muy suelto de cuerpo contaba aquél por dónde salían los toros en el anfiteatro..¡en tiempos de los romanos!...
Decía, pues, que en Nímes se lidia en aquel vastísimo circo, teatro otrora de sangrientas luchas de fieras y gladiadores, resucitadas en forma más artística por los modernos toreros, que al fin y a la postre, los toros son tan fieras como los tigres, y tanto coraje se necesita para lidiarlos como para medirse con leones y con hienas.
Lo mismo que en Cauterets, empezó en Nímes la corrida con cuatro toros de mentirijilla, es decir que se les toreaba con arreglo a la ley Gramond, sin pasar las cosas más allá que a banderillearlos y simular la muerte. Pero saltó a la arena el primer salamanquino, y aquello ya fue otra cosa. El antiguo anfiteatro resucitó con todo su esplendor, y si bien no se veían clámides, ni togas, ni las estolas blancas de las Vestales, veíanse, en cambio, todos los refinamientos de la moda francesa esparcidos por la extensa gradería ocupada por treinta mil espectadores.
Cuando Mazzantini abrió el capote y echó tres o cuatro navarras, los franceses perdieron los estribos y se entregaron a las más ruidosas manifestaciones de entusiasmo. Pero, llegado el momento de la muerte, al presentarse el diestro frente al palco presidencial para hacer el brindis surgió de nuevo la controversia sobre si aquello era o no era una violación a la ley. Así que el público se apercibió de lo que pasaba, empezó a vociferar de una manera enérgica, y hasta las damas francesas, asumiendo la prerrogativa de las Vestales, hicieron la señal de pollice verso, dando así a entender que pedían la muerte de la fiera.
Impotentes fueron
las autoridades para contrarrestar la voluntad de aquellos treinta mil energúmenos,
y permitieron que fuese muerto el toro. Agradeció Mazzantini con corteses palabras,
en nombre del arte, aquella condescendencia, y previos los pases de regla, dio
al toro una magnífica estocada. Tambaleó la fiera herida en el corazón, un temblor
convulsivo agitó todos sus miembros, y antes de que rodase por la arena, treinta
mil gritos de entusiasmo saludaban al valeroso joven que, de pie, en medio de
la plaza, luciendo su gallarda estatura realzada por el vistoso traje que vestía,
y con la muleta en la mano, recibía aquella ovación con el rostro varonil radiante
de satisfacción por la victoria alcanzada, mientras su víctima, tendida a sus
pies, enrojecía el polvo con la sangre que manaba de la profunda herida.
Al llegar a Madrid, el actual empresario de toros, don José S. Berro, oyó hacer grandes elogios del joven Luis Mazzantini y resolvió escriturarle, comprendiendo que el público de Montevideo sabría apreciar el valor temerario que le caracteriza. No se engañó Berro, pues desde la primera corrida Mazzantini se conquistó todas las simpatías, no sólo por su arrojo, su serenidad en el peligro, y su afán por ayudar a sus compañeros, sino también por sus bellas prendas personales.
Mazzantini es un joven de esmerada educación, de trato fino, de conversación amenísima, habla al uno en español, saluda al otro en italiano, contesta al de más allá en francés, y a todos seduce con la afabilidad de sus maneras y su caballeresco porte.
Tiene pasión por
su arte y abriga ambiciones de llegar a ser una de sus glorias. Y lo será, a
no dudarlo, porque le sobran valor e inteligencia para salvar todas las dificultades.
Hasta el físico le ayuda. Es alto y esbelto, ligero como un gamo, y gracioso
en todos sus movimientos. Sus tarjetas dicen: