Más de cinco mil personas rodeaban el monumento que se inauguró en la villa de La Florida el día 18 de mayo de 1879. El jurado nombrado para discernir el premio a quien con mas inspiración cantase la epopeya de nuestra independencia, colocó sobre el pecho de Aurelio Berro la honorífica medalla, consagrando el acto el doctor don Ángel Floro Costa con aquel célebre discurso, que hizo servir como escaparate para exhibir todo lo que sabía y no sabía, remontándose hasta la edad de piedra y cargando la mano sobre cuanto esdrújulo le cayó al alcance,
todo para anunciar que ha puesto un huevo,
como decía la rana de los cacareos de la gallina.
El numeroso público que había quedado marchito y cariacontecido con la pirotécnica pseudo científica de don Ángel Floro, empezaba a diseminarse temeroso de una nueva granizada esdrújula, cuando se sintió atraído por el vigoroso acento de un nuevo orador que había ocupado la tribuna.
Era, el tal, pequeño de estatura, enjuto de carnes, y parecía imposible que tan endeble instrumento pudiese producir notas tan robustas. A medida que brotaban de sus labios los rítmicos acentos inspirados por el patriotismo, se iluminaba su mirada con resplandores guerreros, accionaban los brazos con atlético vigor, y el cuerpo mezquino se agigantaba hasta adquirir proporciones colosales. Parecía que una aureola de luz le rodeaba y que de aquel foco irradiaban corrientes de entusiasmo que electrizaban hasta a las más apartadas filas del auditorio.
Llora el poeta en la noche oscura de la opresión de la patria, y su alma desfallece al ver rendido al pueblo que otrora luchara incansable por la libertad. ¡Todo está frío y mudo en torno suyo!
De los llorosos sauces
Que el Uruguay retrata en su corriente,
Cuelgan las arpas mudas,
¡Ay! las arpas de ayer, que en himno ardiente,
Himno
de libertad, salmo infinito,
Vibraron al rodar sobre sus cuerdas
Las auras de
las Piedras y el Cerrito.
Las glorias del pasado se apagan en las tinieblas del presente. No hay un solo guerrero en armas que haga alentar la esperanza de que cesará el cautiverio en día más o menos lejano, y al oír esta elegía por la patria, todos los oyentes se sienten conmovidos, desesperando con el poeta de ver llegar los albores de la soñada libertad. Los recuerdos de la tradición gloriosa han muerto en la memoria del pueblo sojuzgado a la extraña dominación, y si algunos se conservan, viven apenas
Como esos lirios pálidos y yertos,
Desmayados suspiros de los muertos,
Que entre las grietas
de las tumbas crecen.
Lúgubre silencio reinaba en todo el auditorio. Parecía que aquellas cinco mil almas vivían 60 años atrás, sintiendo el yugo de los invasores cuya prepotencia lloraba el poeta con el desencanto de quien nada espera. El rostro y el ademán traducían aquel desaliento que postraba al patriotismo inerme e impotente. Apagado el brillo de la mirada, la frente velada con las sombras de la tristeza, desmayada la voz, la acción desfallecida, parecía el poeta la encarnación del pueblo abatido por el infortunio.
Pero, de repente, un eco lejano despierta el oído adormecido en la desgracia, y una vaga claridad sorprende a la mirada enceguecida por las tinieblas.
Aquel eco lejano es el de la barcarola que entonan los barqueros,
De ritmo audaz y cadencioso brío
¡La eterna barcarola redentora!
Aquella claridad vaga que rasga el negro velo del cautiverio, flota sobre las dormidas aguas del Uruguay, de entre las cuales
Brota un rayo de
luz desconocido,
Que desgarrando el seno de las brumas
Atraviesa la noche del
olvido.
¡Qué repentino cambio en la expresión, el acento y el ademán del poeta! Relampaguea la mirada como deslumbrada por aquel inesperado resplandor que
Es primero un albor... luego
una aurora...
Luego un nimbo de luz de la colina...
Luego aviva... y se eleva...
y se dilata,
Y encendiendo el secreto de la niebla,
En fragoroso incendio se
desata.
Y esto no sólo se oye, sino que se ve. El bardo lo dice y lo pinta con vívidos colores. El punto luminoso brota en sus ojos, ilumina después su inspirada frente, anima la sonrisa de esperanza que dibujan sus labios, fulgura en todo su rostro, y creciendo a medida que el patriotismo lo aviva, lo envuelve con brillantes resplandores, que se esparcen en torno suyo derramando ondas de luz cuya claridad se difunde hasta los más remotos horizontes.
En esa luz quedó bañado el auditorio que escuchaba al poeta, y cuando sintió los ateridos miembros entibiados por el calor que irradiaba aquel cerebro encandecido por el fuego del sentimiento patrio, prorrumpió en una manifestación solemne, grandiosa, estentórea, aclamando entre vivas y aplausos a Juan Zorrilla de San Martín como al cantor de las glorias nacionales.
Desde ese momento, el último acento de cada estrofa moría entre el clamoreo entusiasta de la multitud electrizada, y como si de antemano hubiese preparado la escena,
entre la luz, los cantos, los latidos,
hizo surgir ante los ojos de aquellos cinco mil espectadores atónitos
Del húmedo arenal Treinta y Tres Hombres;
Treinta y Tres Hombres que mi mente
adora,
Encarnación, viviente melodía,
Diana triunfal, leyenda redentora
Del
alma heroica de la patria mía!
Es indescriptible la escena que se siguió a esta evocación. Todos los labios se movían profiriendo gritos patrióticos, todos los brazos se agitaban saludando al poeta, y todos los rostros retrataban las sensaciones despertadas en el espíritu por los mágicos acentos de aquel canto desconocido. Los ánimos se enardecían siguiendo las peripecias de aquella epopeya grandiosa, en que los héroes, sedientos de libertad, encontraban
tardo el corcel y perezoso el plomo
para llegar al pecho del opresor de la patria.
¡Sarandí! ¡Ituzaingó! ¡Prólogo y desenlace de aquel drama sublime de abnegación y heroísmo! Zorrilla traza ambos cuadros con rasgos de un colorido palpitante. ¡Parece que se oye el rechinar de los hierros y el caer de los cuerpos tronchados por el rudo golpe del sable, en aquella famosa carga que arrasó las huestes enemigas, como si sobre ellas se hubiese lanzado el escuadrón de la muerte!
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Ya está cimentada la libertad de la patria. El poeta despierta de aquel sueño en que sólo oía el fragor de la batalla, y veía los campos teñidos con la sangre de los que cayeron en la inmortal cruzada. El cielo brilla sereno y límpido, presagiando una nueva era de paz; y lleno de fe en el porvenir, pone de lado la trompa épica con que cantó las glorias guerreras, y entona el idilio del trabajo en estas estancias, arrancadas al parecer de la cítara de Arriaza o de Meléndez:
Rompa el arado de la madre tierra
El seno en que rebosa
La mies temprana en la dorada
espiga,
Y la siega abundosa
Corone del labriego la fatiga.
Cante el yunque los
salmos del trabajo;
Muerda el cincel el alma de la roca,
Del arte inoculándole
el aliento,
Y en el riel de la idea electrizado,
Muera el espacio y vibre el
pensamiento.
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¿Por qué no alcanzó Zorrilla el primer premio? No fue por cierto, porque no lo hubiese merecido, pero el jurado había de antemano limitado el número de versos, y la composición de Zorrilla excedía de aquellos límites. Tal vez no recordó aquella condición, y si la recordó, prefirió renunciar al premio antes que cortar el vuelo de su inspiración.
Pero si no alcanzó el premio material, alcanzó en cambio ese lauro imperecedero que sobrevive al metal y al mármol: el lauro de la gloria.
Aurelio Berro, el poeta premiado, justicieramente premiado por llenar su composición las condiciones impuestas y ser a la par una obra notable como inspiración y como clasicismo, desprendió de su pecho la medalla que el jurado le había discernido, y quiso a toda costa colgarla en el de aquel joven que acababa de electrizar al auditorio.
Zorrilla se resistió a aceptar aquella ofrenda que se le hacía con generoso desprendimiento, agradeciéndola con toda efusión.
Desde entonces quedó cimentada su gloria sobre base imperecedera, y desde entonces, también, quedó consagrada La Leyenda Patria como el himno de las glorias nacionales.
Yo era adversario de Zorrilla, adversario ardiente e implacable, pero confieso que, cuando le oí, quedé desarmado y acabé por tenerle cariño. Vinieron, después las agitaciones políticas, recrudeció la polémica, y un buen día, recibí en lo más hondo del alma una herida pérfida y sangrienta, que me asestaron desde las columnas de El Bien Público. Aquello me enconó y llegué a no cambiar ni siquiera el saludo de forma con el cantor de La Leyenda Patria. En ese estado de ánimo se la oí recitar por segunda vez en San José, y olvidando la injuria, fui el primero en romper los aplausos arrastrado por el entusiasmo que despertaban en mí aquellas inspiradas estrofas.
Después, todo se olvidó. No era él quien me había ofendido. Así me lo dijo en un momento de expansión, y así quise creerlo, porque es imposible admitir que en el alma en que desbordan sentimientos tan elevados como los que palpitan en las notas de ese himno patriótico, puedan tener cabida mezquinas pasiones.
Otra vez y otra he oído a Zorrilla recitar su canto, y cada vez ha hecho latir en mí mayores sensaciones. Es que hay en esos versos algo más que el ritmo y la armonía: hay la inspiración ardiente que brota vigorizada por el sentimiento de la patria, de esta pobre patria que hoy, como en aquel
¡Lustro de maldición, lustro sombrío!
yace postrada entre los brazos de hierro que la oprimen y aniquilan. De aquellos tiempos de heroísmo y gloria
Apenas si un recuerdo luminoso
Tímido nace entre la sombra errante
Para entre
ella morir; como esas llamas,
Que alumbrando la faz de los sepulcros
Lívidas
un instante fosforecen.
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Estos recuerdos y estas impresiones las despierta un libro que acabo de recibir, impreso en la casa editorial de Barreiro y Ramos. Contiene ese libro La Leyenda Patria de Zorrilla, precedida de un precioso artículo de Andrade, en cuya reciente tumba acaba de deponer una perfumada ofrenda el cantor de Celiar, simbolizando la temprana muerte del poeta en este profundo pensamiento:
¡Anochecióle en la mitad del día!
El libro es digno de la obra que encierra y hace honor al arte tipográfico nacional. La pulcritud y elegancia de la impresión, la vistosa y rica encuadernación que la envuelve, y más que todo, el ser producto de la industria del país, son circunstancias que hacen a su editor Barreiro acreedor a la protección y al aplauso del público.
Si la obra de Zorrilla es por sí sola un atractivo para los amantes de las letras, aumenta ese atractivo el venir impresa en condiciones excepcionales, encuadernada con elegantes tapas adornadas con relieves estampados en oro y negro sobre fondo rojo, y enriquecida con el retrato de su inspirado autor.