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La escuela Juan Manuel Bonifaz

Montevideo, noviembre 14 de 1882.-

A la una de la tarde estaba ya lleno el andén de la Estación Central del Ferro-Carril del Este. Sobre los rieles descansaba la larga fila de vagones y zorras que habían de conducir a aquella multitud hasta las cuchillas del otro lado de Toledo, en que está trazado el plantel del pueblo Joaquín Suárez, fundado por el infatigable Piria.

Dada la voz de tomar posesión de los asientos, se precipitó la multitud como una avalancha, asaltando los vagones por todos lados, a pesar de los esfuerzos de Piria para reglamentar la subida y fiscalizar a los paseantes a fin de expulsar a los que sólo van con el objeto de pasar un día de campo, sin la más remota intención de comprar ni una vara de tierra.

En pocos minutos quedó la mercancía humana estibada dentro de aquellos vehículos, y sonada la hora de partida, y dada la señal, empezó la locomotora a desentumir con pausados movimientos sus músculos de acero. Fsssch... fsssch hace el vapor escapando por entre las junturas de acero; la chimenea lanza, como disparada de un cañón, una pelota de humo, luego otra; y poco a poco, empieza a rodar el convoy, lentamente, al compás del fffp, pa, pa, pa... fffp... pa, pa, pa, con que palpitan los pistones bajo la presión del vapor.

El tren atraviesa primero una parte de la ciudad, y a su tránsito, se pueblan las dos aceras de la calle de todas las comadres y pilludos del barrio, atraídos por los acordes de la música y el estampido de los cohetes con que Piria festeja la partida.

Después, van raleando las casas, y el tren recorre un largo trayecto franjeado a ambos lados por las sementeras de las huertas que median de Montevideo a la Unión. El panorama es magnífico. Allá atrás, el hacinamiento de casas de la ciudad, que a lo lejos parecen superpuestas unas sobre otras por las desigualdades del terreno; a la izquierda, la bahía, azul y mansa, poblada por barcos y barquichuelos de todo porte; y como guardián que a todo vigila, el Cerro, dibujando el perfil de sus empinadas laderas en el fondo azulado del horizonte.

A uno y otro lado de la vía, verdea el terreno dividido en tableros, cada uno de matiz distinto, desde el verde vivo y chillón de las lechugas, hasta el oscuro y aplomado de las coliflores. Y en medio de todo aquel verdor con que la primavera pinta los árboles y tiñe la pradera, sombrean, de trecho en trecho, como manchas negras, los retazos de tierra preparada por la prolija mano del agricultor para recibir la semilla que ha de germinar en su seno hasta convertirse en sazonado fruto.

A poco rato, vuelven a apiñarse las casas y desaparecen los sembrados. Estamos en la Unión. De un lado se ve el pueblo, dominado por la alta cúpula del mirador del Colegio; del otro se ve la Plaza de toros, como si se hubiese querido hacer resaltar el contraste entre la caridad que ampara al desvalido, y la crueldad que alimenta los instintos salvajes del hombre.

Tras la Plaza de toros se empinan las verdes lomas del Cerrito, coronada la cima con las ruinas de lo que, en otro tiempo, fue Cuartel General de los sitiadores de esta plaza.

El tren sigue su marcha dejando atrás a la Unión y sus contornos, rasando, unas veces, la llanura, dominando, otras, las hondonadas, montando sobre los altos terraplenes, o embutiéndose dentro de los paredones de la cuchilla tajada a pico para nivelar la vía.

Los horizontes se abren por los cuatro lados: dilátanse los campos, y la vista abarca una inmensa sábana tornasolada con todos los matices del verde, y sólo interrumpida por algunas casitas dispersas, que se dibujan como puntos blancos a la distancia. Hacia el oeste, la arboleda de Villa Colón forma una franja oscura, sobre la cual se destaca, afilada como un obelisco, la chimenea de la fábrica de ladrillos. Al norte, como brotando de la cresta de una loma, surgen las torres de la Iglesia de las Piedras, mientras que al sur sigue dominando el paisaje la silueta del Cerro, azulada por las brumas del horizonte.

Y la locomotora sigue culebreando por las quebradas, dejando trazada su estela en el ambiente con los blancos copos de su respiración anhelosa, que se disuelven en menuda lluvia, atravesando extensos trigales que, mecidos por la brisa, ondean como si fuesen un mar de agua verde.

Después vienen los campos incultos, la pradera natural vestida de yerbas que perfuman el aire con ese olor que no tiene símil: olor a campo, como decimos los habitantes de la ciudad, acostumbrados a respirar una atmósfera viciada por las emanaciones de los grandes centros.

Ahora es cuando está lindo el campo, cuando todavía el sol no ha dorado el pasto ni achicharrado las florecillas que lo matizan.

Por entre la apretada yerba que tapiza el terreno se distinguen, en la altura, como una botonadura de oro, las flores amarillas de la manzanilla, y en el bajo, al borde de la cañada que serpentea por entre juncos y espadañas, se ven engarzadas en el musgo, como rubíes y amatistas, las margaritas rojas y moradas que perfuman aquellos contornos con su suave olor de verbena.

Al cabo de una hora de camino, la locomotora empieza a contener la respiración, rechinan los hierros de los frenos con que se ajustan las ruedas para disminuir la velocidad, y a poco de andar se detiene el convoy frente a un elegante edificio de piedra: es la estación Joaquín Suárez.

Los vagones vomitan en el anden todo lo que traían en sus amplios vientres, y la multitud se derrama por los alrededores, en dirección a una casita pintada de azul que corona la loma.

Las calles del pueblo, en embrión, están pavimentadas con césped, lo que hace suponer que el tránsito no es por allí muy frecuente. Largas filas de banderolas delinean las manzanas, vírgenes todavía de toda vivienda, si es que no se cuentan tres o cuatro edificios modestos que rodean la estación.

Piria preside el cortejo, que marcha al son de la música en dirección a la escuela que va a inaugurarse, y los vecinos de aquellos alrededores, jinetes en sus caballos, se adelantan a la comitiva para presenciar la ceremonia.

La escuela regalada por Piria es bastante amplia y decente. Una pieza de doce varas de largo por seis de ancho, bien ventilada, el piso asfaltado, y por techo un cielo raso que oculta el tinglado. Una puerta y dos venanas se abren al trente que da a la estación, y sobre la primera, esculpido en una chapa de mármol, se lee:

ESCUELA JUAN MANUEL BONIFAZ

Presente allí la autoridad escolar, representada por el Inspector Nacional, el Departamental, y los miembros de la Comisión de Instrucción Pública, dio principio la ceremonia, entregando Piria la escritura de la propiedad y las llaves del edificio al Inspector Nacional, como donación que hacía al Estado, donación que el señor Ballesteros agradeció en breves palabras, prometiendo que una vez reabiertas las tareas escolares, después de los exámenes de fin de año, dotaría a la nueva escuela del personal y útiles necesarios para que empezase a funcionar.

En seguida el padrino designado al efecto y de cuyo nombre no quiero acordarme, dijo cuatro palabras alusivas al acto, y concluyó bautizando a la ahijada con el nombre de Juan Manuel Bonifaz, decano de los educacionistas.

El buen viejo, que allí estaba, seguido de su José Cárcamo, especie de Lazarillo de Tormes que hace cuanta travesura puede a su amo: el buen viejo, repito, conmovido por el acto, no encontró más palabras para agradecer el homenaje que se le hacía que recitar una invocación piadosa al Señor de todo lo creado, oyéndosele con respetuoso silencio por todos los presentes.

Tras de él, trepó el arrapiezo de Cárcamo sobre una mesa, y desde allí, con el mayor desenfado, recitó el siguiente acróstico, obra de don Juan Manuel, y que dice así:

Fecundo es en recursos su talento
Redobla su entusiasmo cada día;
Anda, recorre, escribe con porfía,
No pierde en sus tareas un momento
Conocedor profundo de su gente,
Infatigable en todas sus empresas,
Sabe llevar a cabo lo que empieza;
Creará en este sitio un pueblo hermoso,
O cambiará en miseria su riqueza.


Proteged, orientales, con empeño,
I ayudad en su empresa al sin segundo
Rematador mejor del Nuevo Mundo;
I veréis un milagro en sus afanes
Ah, de las piedras toscas hará panes!

Tocóle el turno a Piria, y dijo... muchas cosas. Habló de Demóstenes, de los dioses de la mitología, de la civilización y de la barbarie, y, Dios me perdone y le perdone, hasta de los cuarteles habló el muy atrevido, haciendo votos por verlos convertidos en escuelas... ¡Tiene unas cosas este Piria...!

Aquello fue el punto final de la inauguración, que se selló y remojó con abundantes tragos de cerveza.

-Ahora, vamos al grano -dijo Piria, y aprovechando la reunión, empezó a preconizar las ventajas de aquella localidad como punto comercial, higiénico y de gran porvenir.

Distribuyó profusamente entre los concurrentes planos del pueblo cuyos solares iba a vender, y explicó en términos claros y convincentes las ventajas que reportarían los que comprasen terrenos en las condiciones a que él los ofrecía.

-Voy a vender los solares 7 y 8 de la manzana 45 -gritaba Piria-. Es la esquina frente a la escuela. ¡Vamos a ver! ¡Un precio, una oferta!

-Fíjense bien -continuaba-; es la manzana número 45. Plano en manos, caballeros.

Y los caballeros desdoblaban el plano, y parecía que se lo querían devorar con los ojos, sin poder explicarse cómo aquel tablero de damas que veían pintado en el papel, podía representar el campo que tenían por delante.

-Es una esquina magnífica -seguía vociferando Piria desde su elevado puesto-; el que la compre, puede contar con que tiene asegurada la fortuna. Vamos a ver, tengo veinte pesos de oferta!... veinticinco!... treinta pesos!... treinta pesos!... treinta pesos!... ¿No hay quién dé más... Es una vergüenza tirar por este precio un solar tan bueno!... Vamos a ver, ¿no hay quién dé más de treinta pesos?... Treinta pesos!... treinta y uno!... y uno!... y uno!... y dos!... Treinta y dos pesos! Adelante, caballeros! No desperdicien la pichincha de la ocasión! Treinta y dos pesos!... y tres!... y cuatro!... treinta y cuatro!... treinta y cuatro!... Vamos, no podemos perder tiempo!... tengo treinta y cinco pesos de oferta!... ¿no hay quién dé más? Treinta y cinco!... lo digo por última vez, ¿no hay quién dé más de treinta y cinco pesos?... ¡Es suyo!

Y al decir esto, apuntaba con el martillo al último postulante que se separaba del grupo para ir a firmar el boleto de compra con toda la prosopopeya de quien ingresa en el respetable gremio de los propietarios.

La verdad es que, si bien Piria exageraba algo en cuanto a la importancia real de la localidad, no mentía en cuanto a ponderar las condiciones de la posición.

El pueblo Joaquín Suárez está situado a poco más de una legua del arroyo Toledo, en una altura que domina un vasto paisaje.

Al este, en un bajo, blanquea el pueblo de Pando, a una distancia de un par de leguas escasas, y allá a lo lejos, muy lejos, en el horizonte, festonean el azul del cielo los perfiles de las sierras de Maldonado y Minas, entre las cuales se destaca, como un cono aplastado en el vértice, el Pan de Azúcar, revestido de ese velo celeste desvaído en que a la distancia parecen envueltas las montañas.

Al sur, sombrean el horizonte los extensos duraznales de la granja de don Doroteo García y los tupidos bosques de eucaliptos que la circundan.

Al norte, se extiende la campiña que muere en las lomas cuyas vertientes alimentan el arroyo del Sauce; y al oeste, ondula el terreno en verdes cuchillas, sobre las cuales, u pesar de la distancia, se destaca el Cerro de Montevideo envuelto en las azuladas brumas de la tarde.

El sol desciende entre nubes de gasa blanca que a su paso se tornasolan con los cambiantes del ópalo, y a medida que baja, va prolongando en la pradera las sombras de las matas de cardo diseminadas aquí y allá, que resaltan con su color ceniciento sobre la alfombra verde que las rodea.

Piria sigue entretanto impertérrito en sus ventas, llevando de un lado para otro la mesa que le sirve de tribuna para arengar a la multitud, pero los compradores empiezan a ralear en su torno, y, refugiados dentro de los vagones, protestan con toda la vehemencia de quien siente el estómago hueco y tiene todavía por delante una hora de camino para llegar a la mesa.

Por fin, Piria se decide a suspender la venta, y en medio del clamoreo de los viajeros, emprende el convoy el regreso.

La naturaleza se prepara a dormir en medio de una completa calma y silencio, sólo interrumpido por el silbato de la locomotora que chilla repetidamente para espantar a los animales echados sobre la vía.

El tren cruzaba por una hondonada flanqueada por dos laderas sombreadas ya por el crepúsculo, y en una de las cuales se veían algunas vacas que rumiaban tranquilamente echadas, mientras que en su torno triscaban los terneros, retozando como chiquillos. Al pasar la locomotora, las vacas se levantan pesadamente, retirándose al paso, y los terneros salen a la carrera, haciendo los asustadizos, y se detienen en la mitad de la cuesta, destacándose entre todos, sobre el fondo oscuro del terreno, un torito bragado, semejando la piel un retazo de raso negro con acuchillados blancos. Allí estaba parado con la cabeza erguida como desafiando el peligro, pero así que se aproximó el tren, dio un bufido, levantó el rabo, y arrancó a la disparada hasta llegar al lomo de la cuchilla, donde se plantó nuevamente, revolviéndose con presteza para seguir mirando al tren, que continuaba su carrera, apurándose para ganar el tiempo perdido por el tropiezo de las vacas.

La vuelta fue más rápida que la ida. Antes de llegar a la Unión, el sol nos dio las buenas noches escondiéndose detrás de Montevideo, que dejó de blanquear para quedar convertido en una masa negruzca, salpicada de un extremo a otro por las luces de los faroles.

Todo fue marcharse el sol, y empezar a brotar de entre el pasto esos chirridos indescifrables producidos por esos miles de insectos que hacen la vida de tahúres, pasándose las noches en vela y los días escondidos en sus tugurios. Parece que la noche, envidiosa de los himnos con que los pájaros acogen el nuevo día, ha querido también formarse una orquesta, pero si así ha sido, es menester confesar que sus artistas desafinan de la manera más lamentable.

En el cielo, aparecen las estrellas como las luciérnagas en el suelo: brillan un momento y vuelven a apagarse como si temiesen haberse presentado antes de la hora conveniente. Sólo Venus, aprovechando los fueros que le da su próxima conjunción con el sol, se atreve a brillar como reina absoluta del firmamento.

El tren se arrastra con cautela por entre las tortuosas calles de las quintas, y con andar pausado llega, por fin, a su punto de partida. La noche se ha echado encima de la ciudad y sus contornos; el paisaje se ha borrado todo, y hasta el Cerro, que aun allá en Suárcz dominaba todas las alturas, ha quedado arrasado por las tinieblas.

Pero de pronto, como queriendo mostrar que lo mismo de noche que de día vela por la ciudad que duerme a sus pies, hace relampaguear la tradicional farola, cuyos rayos se proyectan en la bahía con surcos luminosos.

Y ahora, como decía Piria, vamos al grano, porque ya es tarde y el estómago pide algo más que paisajes y rutilar de estrellas. ¡Pide comer!

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