Julio 22 de 1883.
Desde la media noche del sábado, la ancha calle del 18 de Julio empieza a vivir a la luz de su doble hilera de faroles formados en ala a la orilla de la acera, astros fijos en torno de los cuales giran otros con indecisa marcha, linternas que van y vienen, farolillos de luz mortecina, fósforos que destellan viva claridad por un momento y que se extinguen en seguida como esas exhalaciones que en las noches serenas cruzan el fondo negro del cielo con rayas de luz fosforescente.
Y en medio de aquella claridad amarilla se agitan los vendedores que descargan de los carros su mercancía y la acomodan en la forma más tentadora para el público. A cada hora que pasa, el movimiento es más activo y crece continuamente, reforzado con nuevos carros cargados hasta los topes.
Desde el arranque de la gran avenida hasta a bocacalle de Río Negro, se instalan los puestos a uno y otro lado, en mesas, en estantes, en e1 suelo, sin desperdiciar una pulgada de terreno, afanosos todos de colocarse lo más cerca posible de la Plaza Independencia.
Los que más madrugan consiguen los sitios de preferencia, mientras que los tardíos van quedando rezagados a los extremos, disputándose los unos a los otros el derecho de ocupación, de la que en gran parte depende el éxito de la venta.
Cuando el sol despunta por el extremo de la calle, se encuentra ya con la feria instalada, llena de movimiento y de ruido, tratando cada vendedor de atraer la atención de los compradores con cornetas, músicas y pregones, realzando cada cual su mercancía.
A la derecha, como quien sale por la Plaza Independencia, están instalados en primer término los puestos de flores y plantas de jardín: lías violetas, reunidas en pequeños mazos, bañando sus tallos en el agua para conservar su frescura; ramos abigarrados en que campean todos los colorinches, desde el rojo escarlata de los claveles hasta el blanco deslumbrador de las azucenas; plantas de camelia, con sus hojas barnizadas y sus flores correctas, simétricas, formadas de pétalos persistentes que parecen tallados en mármol: matas de pensamientos con sus florecillas que remedan caritas de mico con ojos amarillos; plantas de jacintos, de entre cuyas hojas brota una vara vestida de campanillas moradas, blancas, rosadas, semejando caireles de torrecillas chinescas: jazmines del cabo, con sus hojas lucientes y sus flores de azúcar: naranjos enanos vestidos con su follaje de raso esmeralda, entre el cual asoman los frutos redondos y dorados, al par que las ramas superiores parecen cabezas de novias, coronadas de azahares.
En frente, desde lo de Reselló hasta la zapatería Franco-Española, la escena es menos poética, pero en cambio más suculenta: jamones, chorizos, morcillas, madejas enteras de salchicha, y toda suerte de embutidos de cerdo, despidiendo cierto tufillo que despierta en el estómago apetitos porfiados, de esos que no se acallan hasta que se ha satisfecho su deseo. Y al lado de los salchichones, quesos de chancho, compuestos con los menudos de la cabeza, variado mosaico de trozos suculentos, envueltos en una capa de tocino blanco como merengue; grandes ruedas de mortadela incrustadas con pedazos de carne roja entre la mullida blancura de la grasa; y presidiendo toda aquella variada exposición de manjares condimentados con los restos de sus mayores, se ve un lechón entero, afeitado desde el hocico hasta el rabo, los ojos fruncidos y la piel arrugada, reemplazadas las entrañas con yerbas aromáticas y especias perfumadas que dan a la carne un sabor delicado.
Al lado de los chancheros, instala su tienda improvisada un librero de viejo, cuyos estantes reúnen la más disparatada colección de autores y de épocas: obras de Voltaire al lado de los discursos de Bossuet; el Baroncito de Faublas, junto a Abelardo y Eloísa: un tomo de Don Quijote codeándose con un Almanaque de Prieto; entregas sueltas del Correo de Ultramar; un diccionario taladrado por la polilla desde la A hasta la Z; tres de las siete Partidas; y al lado de todo esto, romances de amor, consejas de aparecidos, y cuentos iluminados de la vida de Don Perlimplín y del Cid.
Más allá siguen otra vez las plantas; plantas de adornos para patios y salones, sobresaliendo entre todas las variadas especies de helechos cultivados por Margat, desde el culantrillo, cuyas hojas temblorosas parecen sujetas en alambres casi invisibles, hasta las scyatea excelsa, de delicado follaje que se abre como paraguas al extremo del tronco esponjoso, entre cuyos húmedos resquicios crecen las parásitas que lo visten.
En seguida hay un vendedor de jaulas y pájaros: cardenales con su penacho rojo y pecho blanco, saltando con gallardía de un palo a otro, y lanzando sus penetrantes silbidos; canarios de plumaje de oro, encrespada la garganta mientras gorjean con trinos prolongados; jilgueros con su bonetito de terciopelo negro; gorriones blancos con picos rosados; cotorritas de Australia plumadas de verde cardenillo y golilla dorada; federales de pecho rojo; mirlos negros de largo pico amarillo; siete colores de pecho anaranjado y cabeza azul; tordos de pluma brillante oscura, con cambiantes tornasolados; calandrias, benteveo, mixtos, chingólos y otros cien ejemplares de la raza alada, todos azorados con el bullicio, destrozándose contra los alambres de las jaulas.
En la esquina de Convención, un apretado grupo de gente rodea un puesto que parece ser el que más marchantazgo reúne. Véndense allí productos de la Colonia Suiza: queso, manteca, huevos, tocino, jamones, y los vendedores no se dan tiempo para atender a los numerosos pedidos que les hacen. Rimeros de quesos enormes se despachan en pocas horas al menudeo: a éste una libra, al otro dos, cinco al de más allá, y el vendedor corta a ojo, armado de una afilada cuchilla, teniendo rara vez que rectificar el peso, tan acostumbrado está ya a calcularlo.
A su lado hay otro que vende cera, miel, panales enteros, henchidas sus celdillas de transparente almíbar, obra del más industrioso y disciplinado insecto. Más allá, otro expende confituras, productos de repostería y pastelería, golosinas de todo género, en torno de las cuales zumba una turba de chicuelos, golosos como moscas, y como las moscas fastidiosos.
Éste vende herramientas de acero: cuchillas, navajas, chairas, tijeras, leznas, hoces, guadañas, azadas, rastrillos, y cien utensilios más, groseros, pero fuertes, que compran los labradores. El otro expende obras de cerámica: ollas, fuentes, sartenes, macetas, cazuelas, cacharros y tiestos de toda forma, hechos de barro cocido. El de más allá, comercia con baratijas de santurronería: rosarios, coronas, medallitas con la efigie de todas las vírgenes habidas y por haber, estampas, reliquias y demás chirimbolos del culto católico.
En la esquina de Arapey, rodeado de banderas y gallardetes, se ve a un hombre rubio parado sobre una mesa, que gesticula y acciona como un condenado. Es un rematador ambulante que vende toda clase de artículos de mercería, todo similor y chafalonía, imitación de todo: cobre con apariencia de oro; estañado con pretensiones de plata; vidrio que remeda el brillante, el topacio, la amatista, el zafiro, según el color con que se ha teñido; composiciones que imitan el coral, el carey y el nácar; mil zarandajas que son pan para hoy y hambre para mañana. El hombre vende de todo y todo lo pondera ante el auditorio que le rodea.—"Vamos a ver, señores: un juego de botones para camisa ¡cosa rica! ¡a ver! ¿cuánto ofrecen?" Generalmente nadie ofrece nada, pero eso no le importa al rematador; él mismo le pone precio, y sigue:— "Cuatro centésimos tengo de oferta por la rica botonadura, para camisa, ¿no hay quién dé más?— ¡Cinco!, dice una voz, y alentado con ella el vendedor, sigue con mayor entusiasmo: — Cinco centésimos, señores, cinco, por la rica botonadura ¡adelante! Seis, seis centésimos, ¿no hay quién de más? lo quemo por seis centésimos!" Y todo esto lo dice a gritos, gesticulando para convencer a todos de la baratura, accionando con ademanes trágicos como si realmente fuese a consumar un sacrificio. Nunca falta en torno del rematador callejero un grupo de lecheros que, de vuelta ya de su reparto, se estacionan allí y entre bromas y burlas compran todo lo que les ofrecen: botones, espejos, peines y otras fruslerías que ellos creen adquirir por poco más de nada, mientras el vendedor gana en cada una un ciento por ciento sobre el costo.
Y a todo esto, la concurrencia crece, crece siempre, en continuo vaivén por ambas aceras; hombres que van a curiosear, mujeres que se prestan a ser curioseadas, cocineras que compran legumbres, patrones que se entretienen en hacer ellos mismos la compra, seguidos de un muchacho portador de una bolsa en cuyo vientre van aglomerados coles, patatas, una yunta de pollos, un conejo y otras vituallas para la comida del domingo, el día clásico en que se reemplaza el no trabajar con el comer, el día en que los brazos descansan y el estómago suda para digerir todo lo que le echan.
Más allá, en las últimas cuadras de la feria, están los verdaderos productores, pobres labriegos que instalan sus productos en el suelo: montones de papas, a tanto el montón; repollos de hojas crespas y apretadas; coliflores con sus tallos verdes plomizos; lechugas frescas y lozanas como pámpanos; rabanitos rojos atados en mazos, con sus raíces blancas, largas y finas como la cola de un ratón; zapallos de toda forma; remolachas, nabos, batatas, alcauciles, y demás miembros de la larga y respetable familia de las legumináceas, todo hacinado allí sobre las bolsas en que venía encerrado y convertido después en tapiz para exhibirlo bajo la vigilancia del dueño, que porfía con las compradoras que a toda costa quieren rebaja, y que, después de conseguirla, acaban por pedir la llapa obligada, consistente en un puñado de perejil.
Donde las legumbres concluyen, empiezan las aves de corral patos, gansos, gallinas, pollos, pavos, palomas; maneados unos, enjaulados otros, todos tristes por el largo ayuno que sufren desde la víspera, picoteando por distraerse entre los resquicios del empedrado, buscando un grano con la misma avidez con que un minero busca una pepita de oro. Y a los animales de pluma, siguen los de pelo y cerda: conejos de ojos despiertos y oreja inquieta, rumiando los desperdicios de legumbres embarradas que han logrado alcanzar por entre las rejas del jaulón; lechones cebados, bolas vivientes de grasa, que apenas pueden caminar, gruñendo cuando el vendedor los levanta para mostrar el peso que tienen.
De otro lado se ven aves de estimación, ejemplares sobresalientes para la reproducción: gallos y gallinas brahmas, cada una grande como un pavo, vestidas de plumas hasta en las patas, que parece que llevan pantalones de campana; palomas - correos, de ala larga y cuello fino, rodeado los ojos como cuentas de una carnosidad blancuzca, la misma que a guisa de bigote llevan en el arranque del pico; faisanes de gola escamada de oro y azabache, rojo el pecho y atornasolado el hermoso plumero de la cola; gansos de cuello largo, vestidos de armiño, anaranjados el pico y las patas, graznando con voz destemplada cada vez que alguien se acerca a mirarlos.
A las nueve de la mañana, la feria está en su auge: por todos lados movimiento, bullicio, gritos, cantos de pájaros, cacareos de gallina, gruñidos de cerdo, y dominando todos los ruidos, la voz del rematador que grita:— "¿No hay quien de más? Se va, señores, se va la rica botonadura de camisa, por cinco centésimos!"
Los que vienen de misa y van a misa pasan por la feria; a la feria van los que tienen novia o la buscan; allí hay de todo: flores frescas y caras bonitas; pájaros de vistoso plumaje y mujeres de elegante porte; por allí desfila todo el Montevideo madrugador y todo el Montevideo devoto, y todo lo que sale a la calle con cualquier pretexto, así es que las anchas aceras de la calle 18 de Julio son pequeñas para dar paso a la corriente humana que va y viene en continuo hormigueo.
Aquí un ciego que canta; allí un individuo que imita el canto de los pájaros; allá uno que pregona cigarrillos y fósforos; éste que ofrece las violetas frescas; aquél que encomia la baratura de sus artículos; el otro que anuncia que se le acaban los ricos pasteles; y todos porfiando por vender con más ahínco a medida que el tiempo avanza y se acerca la hora de terminar la venta, las once de la mañana.
Cuesta hacer levantar los puestos a los vendedores, tanto como cuesta hacer levantar de la cama a los muchachos remolones: dan vueltas, guardan la mercancía todo lo más lentamente que pueden, se dejan estar con los compradores de última hora para dar tiempo a que lleguen otros, pero al fin los policianos activan el desalojo, y de todo aquel encumbramiento de plantas, de flores, de legumbres, de condimentos, de pájaros, de animales y de aves, no quedan más que los desperdicios inútiles, pisoteados, enlodados, hasta que los barrenderos borran ese último vestigio del activo comercio matutino y vuelve la calle a quedar limpia y despejada.
Ciérranse las puertas de las tiendas y almacenes por mayor, donde los dependientes y sus amigos se instalan para presenciar el animado desfile de la mañana, comentando entre mate y mate la gracia de ésta o la belleza de la otra; los balcones se despueblan de las familias que desde allí presencian el bullicioso espectáculo, y todo vuelve a su orden, mientras los pesados carros de basura van recogiendo los restos que ensucian el empedrado.
Una hora más tarde, la calle vuelve por un momento a reanimarse, no ya por la feria de aves y verduras, sino por la exhibición de lo que Montevideo tiene de elegante y hermoso en sus hijas, que, según el decir de los de afuera, son las más hermosas y elegantes mujeres del mundo. Estas ferias comenzaron el año 77 por iniciativa de la Comisión de Agricultura ... Pero ya son las once, y a esa hora es preciso levantar el puesto. Levanto pues el mío, y si quieren saber lo que me queda por despachar, aguarden mis lectores siete días más, pues, como se sabe, sólo los domingos hay ferias.