De dónde salen, dónde viven, dónde comen, dónde duermen esos centenares de muchachos de todos tipos y de todas edades, que desde las primeras horas de la mañana acampan en el patio de esta imprenta, y lo convierten en teatro de sus truhanerías, de sus burlas, de sus juegos y de sus riñas?
Ellos mismos, tal vez, no lo saben. Duermen donde la noche les toma, después de sus mercantiles correrías para vender el diario; comen lo que la casualidad les depara, si no tienen con qué comprar un pan y alguna golosina; visten las ropas más remendadas y se cubren con los más estrafalarios sombreros, cuya prístina forma y color han deshecho y borrado el sol, el polvo y la lluvia de dos veranos y de dos inviernos, cuando no el volar de mano en mano a guisa de pelota con gran contento del dueño, que, lejos de enfadarse, toma parte en la jarana y ayuda a zarandear su manoseada prenda, que al cabo de voltear por los aires como el manteado escudero de la venta, va a caer sobre la cabeza a cuyo servicio está, ajada, marchita, fatigada y con una arruga más, que precipita su ya avanzada vejez.
Es de verlos a todos ellos, reunidos en torno del que tuvo la dicha de ir al Circo anoche, oyendo boquiabiertos y con cara de envidia la enumeración de las gracias del payaso, la narración de los ejercicios del doble trapecio, de los equilibrios de la cuerda floja, de los desgoznamientos del hombre de goma que toma con los labios la moneda colocada entre sus pies, haciéndose un arco, de los saltos mortales, de los aros forrados de papel que la amazona hiende lanzando el caballo a gran carrera, y de todas las suertes, en fin, que constituyen el programa de un espectáculo acrobático.
Pero donde el interés del auditorio aumenta y la mímica del narrador redobla, es cuando llega a la descripción de la lucha descomunal de los atletas Raffetto y Bartoletti, los héroes del día, que andan en boca de los viejos, cuyo nombre repiten los niños, envidiados por los changadores, adorados en silencio por todas las fornidas maritornes que se deleitan en la contemplación de su recia musculatura, admirados por los carreros y carniceros, y aplaudidos por los incautos concurrentes que toman por lo serio esos retos lanzados a manera de anzuelo en la corriente de la pública credulidad, para pescar a los que no acierten a ver el garfio oculto tras del cebo.
Allí es el disputar y el argumentar sobre cual de los dos tiene más habilidad, más maña, dicen ellos, o más fuerza. Divídese el auditorio en dos campos. Capuletos y montescos defienden a capa y espada a sus respectivos campeones. Los raffetistas acusan a Bartoletti de usar de artimañas y de ardides para evitar la caída, pero los contrarios acumulan a su vez a Raffetto el valerse de zancadillas y el untarse con aceite el cuerpo para que su adversario no pueda tomarle con fijeza.
Y la discusión aumenta, y el entusiasmo crece, y de la defensa del atleta se pasa al denuesto contra el defensor; la voz degenera en grito, el ademán se hace amenazador, los ojos chispean de cólera, y al fin la disputa se resuelve en una lucha librada entre los dos jefes de cada pandilla, como hacían los caballeros antiguos para decidir la suerte de una batalla.
Generalmente la contienda no llega a su término, por la extemporánea e inoportuna intervención de un vigilante, que sin respetos ni miramientos por horacios ni curiacios, arremete con todos ellos, los dispersa, y las más veces no consigue hacer presa de ninguno, pues se le escapan, se le filtran por entre las manos, haciéndose impalpables e invisibles como esos fuegos fatuos que a lo lejos se ven vagar sobre las osamentas en el campo, y que desaparecen al acercarse a la causa que los engendra.
El patio queda desierto; sólo en un rincón se ve al viejo vendedor de roscas con grasa y masas de indefinida e indefinible confección, sentado junto a su mercancía, enarbolado el garrote para ahuyentar tentaciones, testigo mudo e impasible de aquellas disputas y riñas que en su derredor se originan, sin variar de postura más que para proteger con su cuerpo el canasto de sus mazapanes contra las peripecias inesperadas de la lucha.
A los cinco minutos ya está reinstalado, el conclave. Se ve a los dispersos aparecer uno a uno, asomando la cabeza por detrás de las puertas, surgiendo otros de debajo de un cajón, entrando los demás de la calle con paso desconfiado y tácito, como esos roedores nocturnos que con recatado y avizor andar salen de los albañales y brotan de entre las grietas del empedrado en busca de los desperdicios y mendrugos que a la calle arrojan los vecinos.
A la cabeza de todos ellos viene Andina, el célebre Andina, jefe y capataz de todos los pilludos, decano del honrado y socorrido gremio de vendedores de diarios y periódicos. A una voz de mando todos callan, y Andina les espeta un discurso ininteligible, pronunciado con medias palabras que no acierta a redondear con su lengua de trapo viejo. Y es tal el espíritu de disciplina de la pandilla, y tal el prestigio de su jefe, que basta que Andina se tire a muerto, para que todos en su torno caigan al suelo y no se levanten hasta que aquél lo haga.
A su lado está el Pebete, pilluelo criollo de edad indescifrable, chicuelo y travieso como una laucha, vestido con un traje cuya primitiva tela ha desaparecido bajo los remiendos híbridos y heterogéneos que semejan un tablero con casillas de diferente color y tamaño; calzado con unos zapatos que por entre las muecas del cuero raído dejan ver los dedos del pie armados de garras corvas, que no de uñas, y cubierto con un sombrero de forma imposible, desalado, terminado en punta, y tornasolado con los colores que median entre el negro del rapé y el verde botella.
Tras de él está el Conejo, de nombre y de cara, con los ojos vivos y redondos, los labios abultados y salientes, gran tocador de polkas y milongas que ejecuta con una de esas flautas de lata cuyas notas corresponden a otros tantos agujeros cuadrados, dispuestos como mechinales de palomar, y que se gana la vida luciendo sus dotes musicales en peringundines y bailes de candil.
A veces Conejo trae su flauta al patio, y y entonces es de ver la atención con que le oyen los presentes, y acompañan al flautista con sus penetrantes y afinados silbidos, repitiendo la milonga más en boga y cantando con acento de quién busca gresca:
Soy del barrio de Palermo, De la calle Santa Fe, Mi nombre es: como gobierno; Mi apellido: priendalé.
Entre el auditorio está Pequeño, napolitano acriollado, adornado de todas las pillerías importadas y de toda la travesura nativa, y más allá se ve al Zurdo, a Gamba storta, a la Nena, a Ronquíto, a Alfeñique, al Piojito, a cien más eternas reproducciones de los héroes de Hurtado de Mendoza, de Mateo Alemán, de Ladrón de Guevara, de Lesage; colegas de los pelaires de Segovia, de los Agujeros del potro de Córdoba y de los mozos de la feria de Sevilla que mantearon al malaventurado Sancho; afines de Ginesillo de Pasamente y de Gil Blas de Santillana; y llegando más a nuestros días, hermanos del inolvidable Gavroche, cuyas hazañas y pillastronadas copian y parodian instintivamente, sin haber nunca leído ni oído hablar de lo que esos sus ilustres antecesores hicieron para conquistar la imperecedera gloria de servir de carozo a los más sabrosos y sazonados frutos de nuestra habla castellana.
Causa risa el ver la importancia y prosopopeya con que esos chicuelos se hacen servir por el vendedor de helados, cuya mercancía saborean en una copa con más vidrio que hueco, pagando el importe con todo el desprecio de quien tiene en menos el dinero o fácilmente lo adquiere. Pero la gracia no está en tomarlo de un color, blanco o rosado, sino mixto, de uno y de otro, disciplinado, como dicen los franceses, mostrando de esa manera que saben darse un corte, al decir de los que, sin un centavo, vengan su pobreza satirizando a los opulentos.
¡Y con qué escrupulosidad juegan sus reales! No se trampean, no se alteran, ni pierden la gravedad, ya les sea adversa o favorable la suerte. Si se presenta la dificultad de un empate dudoso, o de un caso no previsto en sus códigos, se recurre al arbitraje de Andina que falla sin apelación en favor de quien, a su parecer, tiene de su parte a la justicia. Si por casualidad Andina está ausente, entonces ya es otra cosa; la dificultad se resuelve generalmente con arreglo al mote del escudo chileno: ¡por la razón o la fuerza! La última es la que dirime la cuestión.
A todo esto está el viejo masitero atento, siguiendo las peripecias del juego y haciendo votos íntimos a favor de sus habituales consumidores, esperanzado en que la ganancia de éstos ha de redundar en pro de la suya, dando despacho a aquellas desgraciadas masas, aburridas a fuerza de viejas, moteadas por las moscas que logran evitar el continuo abanicar del vendedor, y empedernidas como un criminal recalcitrante.
Hay momentos en que se hace insoportable para los que trabajamos aquí, puerta de por medio con ellos, el vocerío y la algazara que arman con cualquier motivo, y entonces son inútiles las amonestaciones y los discursos. Para aplacar aquella polvareda de descompasados gritos y de ruidosas carcajadas, hay que regarlos con dos o tres jarros de agua, que siembran la dispersión en los apretados grupos y sirven de elocuente y húmeda advertencia para hacerles entender que molestan.
A las tres empiezan a oírse los latidos del motor y el voltear del volante de la máquina, y momentos después, este monstruo del arte y de la mecánica empieza a vomitar por arriba y por abajo, por derecha y por izquierda, las hojas de papel impreso que sirven durante una hora de alimento a la curiosidad pública, ávida siempre de novedades, como si estuviese en manos de los que escriben el hacerlas. Cada vuelta de la rueda marca ocho ejemplares que van a la circulación, y en menos de una hora salen a la calle más de cinco mil números, que a poco rato llegan a los más apartados barrios de la ciudad llevados y pregonados por los tertulianos del patio, que a paso de trote y con la voz anhelante, van gritando de calle en calle y de puerta en puerta, trepando a los tramways y deteniendo a los transeúntes: "EL NACIONAL! ¡Ultima hora! ¡Nacional-Cional!"
Los primeros 2.500
números que la máquina imprime pertenecen a un comprador por mayor, a Sarategui,
que los detalla entre sus marchantes y monopoliza las estaciones de las vías
férreas, la Bolsa y otros puntos de reunión. Después viene el despacho menudo;
cien a un muchacho que los reparte con sus socios; cincuenta al otro, veinte
al de allá, diez al de acá, guardando todos su número de orden, y ayudando a
doblar los de sus compañeros mientras les llega el turno. En el lenguaje técnico
de los muchachos, el diario se vende y se compra como los comestibles.
—Déme cinco pesos de Nacional.
—¡A mí quince pesos!
—Vendo diez pesos de Libertad doblada.
A las cinco, el patio, aquel patio tan animado y bullicioso dos horas antes, está muerto y mudo, con sus losas desiguales y resquebrajadas que conservan las huellas indelebles del continuo salivar y de las cáscaras de duraznos y bananas pisoteadas, que amenazan con un porrazo al incauto que por allí pasa distraído.
¿Dónde están los alegres pobladores del patio de El Nacional?
Por ahí van; por calles y por plazas, haya sol o lluvia, granice de frío o sofoque de calor, llevando bajo el brazo su mercancía política, literaria, comercial y noticiera, que reparten y venden en bien de ellos, de sus madres que esperan la modesta ganancia del día para poner la olla al fuego, y de sus hermanitos, que con los diarios viejos que el hermano no pudo vender, ensayan el oficio corriendo por los patios y corredores del conventillo que habitan, y gritando con sus vocecitas agudas y penetrantes, los pies descalzos y la camisita que apenas les cubre el vientre: ¡El Nacional! ¡Nacional! ¡Cional! ¡Ultima hora!