Allí empieza el despertar de la ciudad. Mientras todo duerme en el silencio del último sueño, ruedan en dirección al Mercado los carros cargados con verduras y aves, para abastecer los puestos en que más tarde ha de venir a surtirse toda la población.
En medio de la luz gris de la madrugada, se descargan los carros y se hacen las ventas de los productores a los revendedores, vociferando, disputando en una jerga cosmopolita compuesta de todos los dialectos, y profiriendo palabras que huelen a ajo y cebolla, como si fueran eructos de una digestión de olla podrida.
Los carniceros dan la última mano a sus cuchillos, rascándolos en las chairas hasta dejarlos cortantes como una navaja; los fruteros arreglan las pilas de naranjas disponiéndolas como balas de cañón en forma de pirámide, que coronan con las más sanas y vistosas para tentar al comprador; los pescadores hacen sus sartas de pescados pasándoles un junco por las agallas, y los verduleros ponen en orden las legumbres, dividiéndolas en montones más o menos grandes según el precio.
Todo esto se hace a la luz de unos faroles con los vidrios grasientos y empañados, defendidos contra los golpes por un enrejado que los hace más opacos; por entre las callejuelas que separan los puestos sólo se ven los bultos oscuros e informes de los que acarrean los canastos cargados; van con la cabeza encorvada y el andar inseguro espantando al pasar a las ratas que vagan en busca de alguna presa, y que huyen a saltos hasta esconderse en las madrigueras en que pululan, chillando con ese cuii, cuii, que hace crispar los nervios a los menos delicados.
En la calle está estacionada la larga fila de los carros conductores de las verduras. Los caballos, con la cabeza agachada, tratan de recoger con el labio las pajas y las hojas de coles desparramadas en el empedrado. Los bueyes, agobiados por el yugo, rumian con los ojos entornados los restos de la última comida; y las mulas, con las largas orejas echadas hacia atrás, tiran tarascones a sus vecinos, cediendo a su instinto que las lleva a ser malas y pendencieras.
En los cafés y boliches que rodean el Mercado, iluminados con un quinqué cuyo resplandor muere entre el humo que apesta la pieza, se aglomeran los conductores de los carros, sisando algunos reales de la ganancia para tomar la mañana antes de volver a la ruda tarea; mientras en la calle empiezan a aparecer los primeros compradores que de todas direcciones vienen con la canasta al brazo, marcando cada paso con una bocanada de aliento que humea, en el ambiente fresco de la mañana.
La luz del día va poco a poco invadiéndolo todo hasta penetrar en los rincones, que son el último baluarte de las tinieblas. Las ratas retardadas en sus excursiones se apresuran a esconderse en las cuevas, arrastrando por las losas del empedrado la cola pelada y fría como una lombriz, escapando a las persecuciones de los perros que merodean esperando los desperdicios de las carnicerías.
Ya es de día por completo. La luna, sorprendida por el sol, apaga sus luces y queda convertida en una oblea pálida que mancha el azul del cielo.
De los ganchos de las carnicerías cuelgan los cuartos de las reses, dorados por la gordura y ensartados por la canilla, penden los carneros, marcados en los costillares con acuchillados blancos como los de los jubones antiguos. Sobre el mármol del mostrador están apilados los menudos, las patitas con las pezuñas sonrosadas, los mondongos semejando una esponja, los riñones con las grietas rellenas de grasa blanca; y sobre hojas de col, los sesos blandos y sanguinolentos, como una masa informe y gelatinosa.
Del otro lado las chancherías ostentan todos los productos de la elaboración del cerdo. Las morcillas negras al lado de las lonjas blanquísimas de tocino; los chorizos enroscados; las cabezas de puerco afeitadas, con los ojos cerrados y las orejas rectas, rellenas con los residuos condimentados, y largas cuerdas de salchichas enredadas por todo el armazón del mostrador, lustrosas y húmedas como culebras. Colgado de un garfio, se ve un lechón entero, blanco desde el hocico hasta la punta del rabo, abierto el vientre cuyos bordes muestran la grasa, ostentando el envarillado de los costillares unidos al espinazo, de cuyo extremo penden los dos riñones envueltos en una capa de sebo blanco. Por los dos agujeros del hocico cae a intervalos una gota de sangre oscura y espesa, formando en el suelo un depósito sobre el cual se apiñan las moscas que la beben con su enroscada trompa.
Más allá están los pescados, extendidos a lo largo sobre las mesas de mármol: los pejerreyes blancos, franjeados los costados con una cinta plateada; las corvinas barrigonas, con las agallas rojas y picadas en los bordes como crestas de gallos; las palometas chatas, con la cola ahorquillada y la piel granulosa tornasolada de acero; las anchoas con el lomo verdoso y el vientre blanco, sudando la grasitud por entre las escamas; los congrios largos con la piel lustrosa, colgando en un manojo como los ramales de una disciplina; los bagres con sus bocas enormes, adornadas de bigotes carnosos, y las rayas redondas y planas con sus bordes cartilaginosos que escurren las últimas gotas del elemento en que se agitaron.
En el departamento de las verduras están las coles, con sus hojas inmensas y crespas, aljofaradas todavía con las gotas de rocío de la noche; los alcauciles mostrando sus hojas moradas y puntiagudas; los rábanos dispuestos en manojos que parecen un ramo de capullos de rosa; las zanahorias con sus raíces anaranjadas; los zapallos con su cáscara oscura y llena de verrugas, cortados en tajadas que muestran la pulpa amarillenta; las arvejas, los porotos, las habas, las remolachas, de carne morderé, las cebollas con su cabeza blanca coronada con una cabellera de raíces; las lechugas frescas, recatando el cogollo, con su alegre color verde claro que contrasta con el plomizo de las hojas carnosas de las coliflores. Aquí, montones de papas rugosas y contrahechas; allí, pilas de batatas de corteza violácea; allá, atados de tiernas acelgas y acullá, mazos de perejil alternando con la yerbabuena, el tomillo, la ruda, las hojas de laurel y todas esas yerbas perfumadas que sirven para condimentar las salsas y adobar los manjares.
A medida que la mañana avanza, crece el bullicio y aumenta el vaivén de los compradores. En un puesto disputa una criada porque le han dado más hueso que carne; en el de enfrente se queja otra de la carestía de las papas; aquella tantea el peso de una yunta de aves; aquesta pide perejil de yapa; esotra discute sobre si fueron tres o cuatro reales los que ayer quedó debiendo; y todas estas querellas y disputas forman un zumbido continuo, en el que de vez en cuando se destaca alguna palabrota de sabor pronunciado, que los vecinos acogen y festejan con ruidosas carcajadas.
Allí viene el patrón de casa que no quiere dejarse engañar por la cocinera. Él mismo viene a la compra, va de puesto en puesto buscando lo mejor y más barato, y concluye generalmente por comprar lo peor y lo más caro. La carne le parece flaca, abombadas las corvinas, manidas las aves, y dándose por conocedor de todo, sólo sirve de hazmerreír a los puesteros y a su sirviente, acabando por gastar el doble de lo que acostumbra dar para el mercado, sin llevar nada de provecho.
Don Polidoro es hombre que madruga; tiene por costumbre ir al mercado, y por compañero un perro de aguas amaestrado para llevar la canasta, sujetándola con los dientes por el asa. El perro se llama León, y para que el nombre no esté reñido con la apariencia del animal, lo tiene tuzado de medio cuerpo, dejándole un penacho en la punta de la cola y borlas en las patas. León va muy ufano con su canasta, y don Polidoro no pierde ocasión de hacer notar a todos que él es el propietario de aquella monada. Va de puesto en puesto haciendo sus compras, echa un párrafo con cada marchante, y León, con su canasta en la boca, le mira atento para seguir todas sus evoluciones.
Pero a veces suelen
presentarse ciertos tropiezos imprevistos. Así, por ejemplo, mientras don Polidoro
va muy tieso del puesto de la carne al de la verdura, León se ve asediado por
tres o cuatro perros plebeyos que a toda costa quieren reconocerle. Le rodean,
le huelen donde él no quisiera, y no le dejan dar un paso. Don Polidoro da vuelta,
se encuentra sin su perro, y empieza a llamarle:
—¡León! ¡León!
Pero el pobre perro no se atreve a dar un paso, porque al menor amago que hace
por juntarse con su amo, los otros le gruñen.
—¡León! ¡León!... ¡Pichicho! repite don Polidoro castañeteando
con los dedos, pero León no se mueve, y lucha entre la fidelidad que
le obliga a conservar la canasta en los dientes, y el instinto que le impele
a tirar unos tarascones con la jeta fruncida para librarse de reconocimientos
altamente ofensivos a su decoro. Por último, don Polidoro se decide a intervenir
y libra a su León de sus opresores repartiendo entre ellos enérgicos
puntapiés.
Mientras tanto, el Mercado está en plena actividad. Las cocineras se codean en las callejuelas, pasando de un puesto a otro; los cuartos de carne van desapareciendo, quedando reducidos al fémur cubierto de pulpa oscura; los carniceros hachan sobre el picadero las costillas y los caracúes, y se oye el jrrrr! jrrrr! de las sierras que muerden los huesos para trozar las reses.
Las compradoras se retiran apresuradas, con el cuerpo arqueado para contrabalancear el peso de la canasta, cuyas tapas entreabiertas por el exceso de mercancía dejan ver el contenido, sobresaliendo de un lado los cogollos de los espárragos, y colgando por el otro lado las hojas marchitas de las cebollas; llevando en la mano que queda libre la sarta de pescados colgados por la boca, con los ojos lechosos y apagados, y las aletas plegadas contra el vientre.
A medida que va el sol calentando, se van amortiguando los ruidos y despoblándose los puestos. Las lechugas pliegan las hojas marchitas por el calor y pierden toda su lozanía; los repollos se arrugan faltos de la savia que los alimentaba, el perejil dobla sus tallos, y toda aquella naturaleza arrancada del seno de la madre que la sustenta, se asfixia entre los olores nauseabundos de los cuerpos en descomposición.
Los pescados pierden su flexibilidad y empiezan poco a poco a hincharse como preñados de los miasmas que engendra la podredumbre; las corvinas pierden el rojo de las agallas, que se tornan pálidas y blanduzcas, y las anchoas se derriten manchando el mármol con los sudores oleosos de su carne.
El lechón gotea la grasa revenida del tocino, los chorizos traspiran su gordura a través de la tripa que los envuelve, y las moscas se agrupan sobre todo lo que huele, dejando depositados sus embriones que se desarrollan y nacen en medio de la corrupción.
En otro extremo, las aves que han escapado a la olla o al asado, están echadas una contra otra, el pico entreabierto, el ojo triste, la cresta caída y la pluma erizada, respirando fatigosamente aquejadas por la sed.
Más tarde, de lo que fueron puestos de verduras sólo queda sobre las losas del empedrado un hacinamiento de hojas pisoteadas y de legumbres descompuestas que hieden con olores agrios y punzantes. Los carros de la basura recogen todos los desperdicios; los carniceros asean sus puestos para recibir la reses que no tardarán en llegar; los barrenderos limpian las calles desiertas ya, y sólo quedan en sus puestos los vendedores de frutas con sus grandes pilas de naranjas, artísticamente arregladas, las peras invernadas, fruncidas y escuálidas como los pechos vacíos de una vieja flaca.
El sol baña toda aquella gran despensa de la población, derritiendo todas las grasas y activando la podredumbre de todos aquellos cuerpos muertos, en torno de los cuales, aprovechando el silencio y la soledad, merodean las ratas que pueblan el subsuelo del Mercado y minan todos sus alrededores.