IMPRIMIR

Eduardo Carmona

Primer Actor Cómico
Montevideo, noviembre 14 de 1882.-

Don Antonio Carmona, actor dramático, español, casado con doña Belén Vigones, primera actriz de los teatros de la Corte, andaba allá por el año 1850 haciendo una excursión artística por el sur de la Península, y estando Belén en Jerez de la Frontera, hubo de retirarse temporalmente de la escena para dar a luz lo que en sus entrañas llevaba, fruto, no por cierto del Espíritu Santo, sino antes bien del mismísimo demonio, según salió de endiablado y travieso el chiquillo, que nació en aquella tierra clásica de la gracia y de la picardía.

Pusiéronle en la pila por nombre Eduardo, y más le valiera que jamás se lo pusieran, pues fue el tal bautizo causa de que el chicuelo quedase tuerto, por donde se verá que hasta los sacramentos de la Santa Madre Iglesia tienen su peligro.

Es el caso que a los veinte días de nacido el niño decidieron sus padres que era ya tiempo de aceitarle y ungirle como corderillo del católico rebaño, y al efecto salió la familia en son de fiesta, acompañada de amigos y padrinos y compadres, llevado el niño en brazos por la robusta pasiega que le amamantaba, cubierto el rostro para preservarle del aire y de la luz. Antojósele a una comadre del barrio ver la cara del angelito, y la pasiega por complacerla levantó el pañizuelo que la cubría, sin soñar siquiera que aquello había de ser causa de la futura desgracia de su hijo de leche.

Llegó la comitiva a la iglesia, tomó el padrino de los pies al chiquitín, y la madrina por la cabeza, rezongó el cura su fórmula, dijo el sacristán Amén con voz gangosa, y en seguida hicieron una ensalada de aceite y sal en la mollera del bautizado, que berreaba a grito pelado, mostrando así desde chiquillo sus endemoniadas tendencias.

Vuelta a casa la comitiva, y después de festejar al bautizado, como es de práctica en esos casos, retirados los padrinos y visitantes, echaron de ver los padres que Eduardito seguía llorando más de lo que al sosiego de la casa convenía, y tratando de indagar quale causam, notaron que tenía los ojos muy irritados, y que de ellos le lloraba algo más espeso que lágrimas. Llamado en el momento el médico que más a mano se encontró, dijo éste, después de examinar al chiquillo, que el mal estaba en un aire que había recibido, culpa de aquella maldita curiosidad de la comadre que quiso ver al angelito, y para curarle, recetó un colirio, con el cual aseguró el físico que se pondría bueno Eduardito a poco andar.

Todavía no había salida el médico, y ya el padre de la criatura salía echando diablos por las calles del pueblo en busca del afamado colirio. Hizo el menjurje el boticario, lo encerró en un frasquito, pagó el padre ocho por lo que no valía dos, y volvió de carrera a su casa, llevando en la mano el elixir que había de calmar los sufrimientos del niño. Loca de alegría la madre, tomó a su hijito querido en los brazos le acostó en su regazo, y haciéndole fiestas para que abriese los ojos, dejóle caer una gota de colirio en el izquierdo. ¡Aquí fue el chillar como un marrano el Eduardito y patalear como si le estuvieran matando! Creyó la madre que aquello sería un ardor pasajero, pero viendo que el llanto continuaba, y que los gestos de dolor eran cada vez más angustiosos, mandó al instante al sirviente en busca del médico, mientras el padre ensayaba todos los medios imaginables para hacer callar a la víctima.

A poco rato llegó el médico, y viendo a la madre deshecha en un mar de lágrimas y al padre mesándose las barbas, preguntó algo alarmado:

-¿Qué es eso, señora? ¿Por qué se aflige usted de esa manera?

-¡Ay! ¡doctor! - exclamó doña Belén entre sollozos: ¡el ojo! ¡el ojo de mi hijo!

-¿El ojo? No se alarme, señora, -respondió el médico con tono tranquilizador; no se alarme usted; no es nada lo del ojo!

-¿Cómo que no es nada? - interrumpió el padre desesperado. ¿Le parece a usted que no es nada lo del ojo, cuando le tengo aquí en la mano?

Y al decir esto extendía la mano derecha, mostrando en la palma de la mano una materia viscosa, que el médico examino, convenciéndose de que efectivamente aquello era el ojo de Eduardito. Aprovechó el físico aquel momento de confusión que la noticia produjo para salir de la casa poco menos que volando, e hizo bien, porque a pescarle don Amonio, no se escapa con todos sus huesos sanos.

Causado el daño, consoláronse como pudieron los padres, dándose todavía por muy felices con no haber aplicado el colirio al chiquillo en los dos ojos; y gracias a esa previsión inexplicable de una madre, tenemos hoy ocasión de aplaudir al más gracioso de los tuertos, y al más tuerto de los graciosos, que, si se sigue la prescripción médica, ésta sería la hora en que andaría Eduardo Carmona con lazarillo o tropezando con las esquinas.

Salvado el ojo, creció el hijo de doña Belén Vigones al lado del regazo de la madre, y no tenía todavía cinco años cuando ya sabía más de bambalinas y telones, que de letra y palotes. La pierna de mandinga era el tuertecito en el teatro, y no pasaba noche sin que cometiese algún desaguisado, ya poniéndole colas de papel al galán, ya tirándole pelotillas al barba en las más patéticas escenas, ya haciendo judiadas de todo género con las comparsas. Llegó a hacerse tan insoportable, que en las contratas que los empresarios ajustaban con doña Belén, se establecía como cláusula principal la de que el tuerto no había de entrar al teatro bajo ningún pretexto; pero ni por ésas: Eduardo se metía a la escena aunque fuese por el ojo de una cerradura, y al poco rato ya se hacía sentir con alguna trastada.

A todo esto había ya muerto don Antonio Carmona, padre del endiablado tuerto, y casada en segundas nupcias la Vigones con aquel Fernández Guitard, de bien querida memoria, decidió sujetar al travieso Eduardito, poniéndole bajo la custodia de los Reverendos que dirigían el Colegio del Salvador en Sevilla. Pero no por eso se sosegó el endemoniado, pues seguía haciendo diabluras a más y mejor, peleando con cuanto muchacho le mojaba la oreja, sin reparar en si era chico o grande, hazañas que le valieron el ver su rostro condecorado con numerosos cicatrices, que conserva hoy todavía, y que le sentaron a su belleza como pedrada en ojo tuerto, pues si feo era por no haber nacido bonito, reagravado con lo del colirio, más feo quedó con aquellos costurones y cardenales que ganó en sus infantiles reyertas.

El año 58 hizo la señora Vigones una ventajosa contrata para venir a América como primera dama, en compañía de su esposo, ajustado también como primer galán con un pingüe salario, y quiso, como era natural, traer consigo a su hijo, que era el Benjamín de la familia, por lo mismo que había sido el más desgraciado, merced al maldecido médico de Jerez de la Frontera. Pero tales razones adujeron los Reverendos Sevillanos del Colegio del Salvador para retener al niño, que era muy despierto y aprovechado a pesar de sus fechorías, que la madre consintió en dejarle, viniéndose ella inmediatamente con ánimo de regresar una vez concluida la contrata. Hace de esto veinticinco años y... ¡todavía está aquí!

Cuadró la casualidad de que en el mismo colegio en que Eduardito se educaba había también, dos hijos del reputado actor don José Valoro, con quienes trabó estrecha amistad, y cada vez que ellos salían del pupilaje, llevaban a su casa al tuertito, a quien festejaba mucho don José, como que apreciaba bien a doña Belén, por haber ésta trabajado con aplauso en compañía de quien entonces compartía con Julián Romea las glorias de la escena española. Viendo al chicuelo tan despejado, y adivinando tal vez en él las dotes de un buen actor cómico, propúsole Valero que tomase parte en una función que a su beneficio había de darse en el teatro de San Fernando de Sevilla; y recabado el permiso de los maestros, empezó el chico Carmona a ensayar el papel de Joaquinito Rodajas que había de hacer en la peti-pieza El maestro de Escuela, en la que el gran actor representaba el de protagonista.

Toda Sevilla fue al beneficio de don José Valero, y toda Sevilla tuvo ocasión de aplaudir en aquella noche a Eduardo Carmona, que a la edad de ocho años hizo un Joaquinito Rodajas inimitable. Guarda Carmona como reliquia un número de Las Novedades, diario importante de Sevilla, en el que se le tributaban cumplidos elogios por el talento que había demostrado en tan corta edad, y desde entonces el hijo de don Antonio Carmona y de doña Belén Vigones sólo fue conocido por el alias de Joaquinito Rodajas, borrando así con su habilidad el apodo de tuerto con que se le nombraba desde la malhadada gracia del colirio.

Y aquí apuntaré una coincidencia: quince años después de su estreno en el San Fernando de Sevilla, volvió Carmona a desempeñar el mismo papel de Joaquinito Rodajas, en Montevideo, haciendo don José Valero el Maestro de Escuela, recordando ambos con ese motivo aquellos tiempos en que el tuerto traía desazonados a todos los empresarios con sus insoportables travesuras. Apuntada la coincidencia, continúo mi relato.

A los dos años de andar por estas playas la Vigones, decidió traer a su Eduardito, pues temía, y con razón, que en mucho tiempo no había de volver ella a España: y a pesar de los rezongos de los Reverendos, que a toda costa querían hacer fraile a su endiablado discípulo, hubieron de mandarle, llegando aquí el arrapiezo a mediados del 60. Tenía entonces diez años de edad y veinte de picardías, pero fuera de su centro y alejado de sus compinches, se sosegó, y sin dejar de ser tuerto empezó a ser muchacho de provecho, ayudando como podía a sus padres, y digo así en plural, porque, a pesar de haber perdido el suyo, Carmona encontró otro tan cariñoso como el propio en el bueno de Fernández Guitard.

A los doce años hizo en el teatro Solís el papel de negro en El último mono, y tan bien lo desempeñó, que el malogrado Fermín Ferreyra creó apropósito un papel de negro en su proverbio cómico Donde las dan las toman, para que lo representase Carmona, papel en que se lució el tuerto, y le valió sentar plaza en la compañía desempeñando papeles secundarios, o haciendo de segundo apunte, según las circunstancias.

Así, promiscuando entre apuntador y apuntado, según estuviese dentro de la concha o sobre el tablado, vivió hasta el año 70, época en que por casualidad se elevó a la categoría de primer acto cómico. Formaba parte Carmona a la sazón de la compañía Berenguer, que actuaba en el teatro de La Alegría, en Buenos Aires, compañía en la que el célebre Cubas figuraba como primer gracioso. Tuvo, no sé por qué compromisos, que ir Cubas al Rosario, y bajo formal promesa de estar para el día del estreno en Buenos Aires permitióle Berenguer que fuese. Pero sucedió que, llegado el día convenido, no estaba Cubas de vuelta, y no había como postergar la función, pues era el primer día de las fiestas Mayas, y sabido es que en Buenos Aires no queda en esas noches una localidad vacía en ninguno de los teatros. Berenguer estaba dado a todos los diablos con aquel retraso injustificable de Cubas. Estaba anunciado en los carteles el saineteSálvese el que pueda, en que el gracioso tiene una parte importantísima, y hubiera sido gran descrédito para la empresa faltar al programa precisamente en la noche de estreno de la compañía. Dando y temando en aquella contrariedad, ocurriósele a Berenguer que podría fácilmente salir del paso encargando a Carmona de reemplazar a Cubas, y no bien lo pensó, cuando ya se lo comunicó al ex-discípulo del colegio del Salvador. Oyó Carmona la propuesta, guiñó el único ojo que le quedaba, rascóse la mollera, y se quedó pensando por largo rato lo que había de contestar. Por un lado le tentaba aquella ocasión que se le ofrecía para mostrar lo que él se creía capaz de hacer, pero por otro le escocía el temor de un fracaso. "Quien no se aventura, no pasa la mar", - dijo Carmona para sí, y resuelto ya a jugar el todo por el todo, aceptó el envite, y aunque era ya medio día, se comprometió a desempeñar esa misma noche el papel que a Cubas correspondía. Llegó la hora, salió Carmona, sorprendióse un tanto el público al encontrarse con un Cubas tuerto, pero a poco que empezó el Joaquinito Rodajas de Sevilla a lucir sus gracias, echó la concurrencia a reír de tan buena gana que el teatro se venía abajo a aplausos y carcajadas.

¡Sálvese el que pueda! era el título de la obra, y como Carmona podía, se salvó ileso, sacando como gaje una reputación de cómico excelente, amén de las simpatías que se captó en aquella noche. ¡Y ya no hubo más! El tuertecito fue el chiche del teatro, el niño mimado del público, y cuando volvió Cubas se encontró con la plaza tan bien tomada, que tuvo por más prudente no tentar la reconquista. Desde entonces, Eduardo Carmona fue el primer actor cómico obligado de todas las compañías dramáticas que se organizaron en Montevideo, Buenos Aires y Rosario, alcanzando inmensa boga, realzada su natural travesura por aquel gesto de pícaro que le daba el ojo tuerto.

Allá por el 74 el drama español iba muy de capa caída en el Río de la Plata, dominado por la zarzuela que hacía furor en todas partes. Carmona se desesperaba por verse sin trabajo, y una mañana, conforme había de hacer otra cosa, se puso a cantar en su cuarto inconscientemente, obedeciendo sin duda a aquella máxima que dice: "el que canta sus males espanta": y a fe que no eran pequeños los que afligían al hijo de doña Belén.

Cantando, cantando, se le ocurrió a Carmona que tenía voz de tenor. Yo creo que esto fue simplemente una invención del travieso tuerto, pero, ya fuera aquella voz real o ficticia, él la diputó y la tuvo por de tenor absoluto, y con el mayor desparpajo se presentó como tal, y como tal se contrató, estrenándose en Buenas noches don Simón, con aplauso. De música, no sabía Carmona ni que el pentagrama tuviese cinco rayas, pero él se hacía tocar su parte en el piano y la retenía con más precisión y ajuste que si se hubiera pasado los años solfeando. Fernández Guitard no quiso ser menos que su hijastro, y como ya había un tenor en la familia, él se arregló una voz de barítono que podía también servir para bajo, y otra de bajo, que se acomodaba a la de barítono, según las circunstancias lo requerían.

Carmona, a pesar de toda su travesura, topó en su carrera artística con otro travieso con quien no le valieron mañas, pues, aunque no tiene más que un ojo, por allí le encajó una flecha Cupido; y cata aquí al hijo de doña Belén Vigones, cogido entre las redes del hijo de Venus; por donde verá el lector que a veces puede más un ciego que un tuerto. El ciego Cupido revolcó y zarandeó de tal manera al tuerto Carmona; que a mediados del año 75 le hacía entrar como un corderillo por las puertas de la sacristía, saliendo de allí con una compañera del brazo para todos los días de su vida. ....!

Fatal le ha sido la iglesia a Eduardo Carmona. La primera vez que entró en ella con motivo del bautizo, le costó literalmente un ojo de la cara, y la segunda vez, salió con una costilla menos; a bien que ésta no la perdió del todo, pues todavía la tiene a su lado.

Aquí se duplicaron los trabajos de mi hombre. Ya no era él solo, dispuesto a pasarse las noches en una rama, como buen pájaro que era. Ahora había también la pájara, y para ella era necesario tener un nido mullido y calentito a la espera de los pichones, que no tardaron en venir, y más de prisa de lo que convenía a quien tenía que buscarse la vida, cantando como la cigarra en el buen tiempo, y pasando frío y estrecheces cuando la temperatura artística descendía.

Así pasó un año, y otro, y otro, cantando en nuestros teatros y en los de Buenos Aires, llegando a hacerse insuperable en los papeles del lego de Los Madgyares, del Blas de Mis dos mujeres, del primo del Relámpago, y varios otros, en que alcanzó y excedió a Allú.

Pero no todo han sido flores en la carrera para Carmona. También ha sufrido los más crueles sinsabores que pueden destrozar el corazón de un padre. A principios del 80 trabajaba como primer tenor cómico en La Alegría de Buenos Aires, cuando se le enfermó un hijito de dos años, querido como todos los hijos. El niño se empeoró, y Carmona, atado al teatro por el doble yugo del contrato y de la necesidad, siguió trabajando, haciendo reír con sus gestos, mientras por dentro lloraba. Una noche, en momentos en que se preparaba para ir al teatro, el médico que asistía al niño le detuvo diciéndole:

-No salga usted; se lo aconsejo como amigo.

-¿Cree usted que.....? - exclamó Carmona presintiendo la horrible desgracia.

-Sí, mi amigo. Creo que el niño no pasa de esta noche, - contestó el médico inclinando la cabeza. Carmona quedó aterrado. Por una parte, el teatro reclamaba con imperiosa exigencia a su contratado; pero, por la otra, la esposa afligida requería al esposo, y el hijo moribundo al padre. ¿Qué hacer?..... Sonó en la puerta un golpe, cuyo eco penetró como una hoja afilada hasta el corazón de Carmona.

-Manda decir el empresario que sólo por usted se espera, - dijo el avisador del teatro.

-Es que mi hijo ... - exclamó Carmona entre sollozos....

-Que son las ocho y media, - interrumpió el otro, y el público está que trina, y es capaz de prender fuego al teatro si no se levanta el telón.

¡Horrible situación! El actor tenía que ir al teatro so pena de ser compelido por la fuerza pública. Para los espectadores, los cómicos no tienen padre, ni hermanos, ni hijos.

Si el director hubiese salido a la escena a decir que no podía darse la función anunciada porque a Carmona se le estaba muriendo un hijo, de seguro que el público, el respetable e ilustrado público, le recibiría con una silbatina, si es que no le tiraba con las butacas a la cabeza.

¡Pobre Carmona! Entre la obligación y la devoción tuvo bastante fuerza de voluntad para cumplir con la primera. Fue al teatro, como fue al baile el Gaitero de Gijón, cuya triste condición pinta Campoamor en aquella preciosa dolora que empieza:

Ya se esta el baile arreglando; 
  Y el gaitero ¿dónde está? 
  -Está a su madre enterrando. 
  Pero en seguida vendrá. 
  -Y ¿vendrá?-Pues ¿qué ha de hacer? 
  Cumpliendo con su deber 
  Vedle con la gaita... pero, 
  ¡Cómo traerá el corazón 
  El gaitero, 
  El gaitero de Gijón!

¡Cómo llevaría el corazón el pobre Carmena al teatro de La Alegría! Pero fue, y recitó su papel y el público se desternillaba de risa viéndole hacer El oro y el moro, mientras que él

¡Pobre! ¡Al pensar que en su casa, 
Toda dicha se ha perdido, 
Un llanto oculto le abrasa 
Que es cual plomo derretido! 
Mas como ganan sus manos 
El pan para sus hermanos, 
En gracia del panadero 
Toca con resignación, 
El gaitero 
El gaitero de Gijón.

Cuando Carmona llegó a su casa libertado del yugo que su obligación le imponía, encontró a su hijo sobre el mezquino lecho, rígido, pálido, entrelazadas las manecitas sobre el pecho ... que ya no latía. Sólo se oían en la solitaria alcoba los sollozos entrecortados de la madre; de aquella pobre madre de entre cuyos brazos había volado el hijo de sus entrañas, llevándose consigo sus sonrisas y sus balbuceos, y dejando sólo su cuerpecito lívido y marchito, como una flor arrancada de su tallo.

***

De vuelta Carmona a Montevideo, cicatrizada la herida que en su corazón de padre había recibido, organizó una excursión artística a Minas, con motivo de la inauguración de aquel célebre teatro de Escudero que ya conocen mis lectores por mi artículo del jueves. Hizo furor el tuerto en el pueblo de los Cerros, pero, como nunca falta quien pretenda echarlas de crítico, dio uno en decir que el gracioso no se ajustaba al papel, acusándole de agregar dichos y hechos que no estaban en la pieza. El cargo era hasta cierto punto, exacto, pero injusto, porque lo más que se permitía Carmona era sustituir alguna frase de colorido local en España, por otra que tuviese su oportunidad entre nosotros, y sabido es que tales salidas son, no sólo toleradas, sino hasta muy bien recibidas por el público.

Fastidióle a Carmona la censura, y resolvió tomar venganza del crítico en la primera oportunidad que se le presentara, como efectivamente se le presentó en la noche siguiente. Dábase la zarzuela Entre mi mujer y el negro, y en una de las escenas, en que el tenor sorprende al barítono en no se qué picos pardos con la dama, debía Carmena decir: "La gratitud me obliga a cerrar los ojos.''

Pero, con gran sorpresa de los actores, del apuntador, y de los concurrentes, Carmona, en vez de seguir su papel, se detiene, y dirigiéndose a los espectadores, dice:

-Respetable público: Obediente a las indicaciones de la crítica, desearía no adulterar en nada el papel que represento, pero, al mismo tiempo, como buen cristiano, debo y quiero cumplir con el mandamiento que me ordena no mentir. Según el autor de la obra yo debería decir en esta escena: "La gratitud me obliga a cerrar los ojos"; pero, como ustedes ven, quiere mi desgracia que no tenga más que uno, así es que, por no mentir, pido perdón a mi crítico, y digo, siguiendo la escena:

-La gratitud me obliga a cerrar el único ojo que tengo.

Pintar la que se armó con esta salida en el teatro de Minas, es punto menos que imposible. A Carmona se le aplaudió, se le vivó con frenesí, mientras que al crítico, que estaba muy ufano en su silla, le apostrofaron de tal manera, que no veía el pobre hombre el momento en que se le abría el suelo bajo los pies para que se le tragase la tierra.

¡Diablo de tuerto! Nunca le falta una salida para salvar una situación por difícil que sea. Sus compañeros, unos por envidia y otros por gracia, le han hecho todo género de travesuras para dejarle cortado en la escena; pero él nunca ha perdido el tino, y allí donde se creía que era inminente un fracaso, salía él más airoso que nunca, haciendo destornillar de risa al público y a los mismos autores de la broma.

Gran hazaña realizó Carmona el año 79 cuando la inauguración del teatro San Felipe. Representábase Los Diamantes de la Corona, y hacía de Marqués de Sandoval un tal Enrique García, que era una doble calamidad, como tenor y como actor. Aquello no tenía nombre, y cuando Rebolledo cantaba:

Yo quisiera 
Verme fuera, 
Esto huele 
A ratonera,

tenía razón que le sobraba, pues estaba a punto de llover sobre la escena una granizada de papas y tomates. Felizmente estaba allí el gran Ministro de Portugal, y gracias a él se conjuró el peligro, pues en esa noche Carmona hizo prodigios para llenar él solo la escena, disimulando con sus gracias la desgracia del tenor y compañeros mártires.

Como entró Carmena en trato con las Musas es cosa que yo no sé ni me entrometo a averiguar; pero el hecho es que desde hace algún tiempo, ayudado tal vez por la tercería de Momo, ha logrado meterse en el Parnaso, y allí retoza el maldito como antaño retozaba en el colegio del Salvador.

Ello es que aparte de muchas poesías sueltas, ha compuesto varios dramas, Los dos expósitos, Al doblar de las campanas, El loco de la aldea, Entre la vida y la muerte, y algunos juguetes cómicos como Receta para casarse, El apuntador, Mundo, demonio y.....

¡A propósito! Sábete lector que esta noche tendrás ocasión, si quieres, de cerciorarte de la verdad de todo lo que de Carmona dejo dicho, pues ¡oh coincidencia casual! hoy se da en San Felipe una función a su beneficio, y en ella aparecerá, no sólo como gracioso, sino también como autor, como que son obras suyas Mundo, demonio y..... suegra, sainete en un acto, y Un cuento, monólogo cómico que Carmona recitará desde la platea.

¡Otro atractivo! Carmona aparecerá ante el ilustrado y respetable público completamente curado del desaguisado del colirio recetado por aquel famoso médico de Jerez de la Frontera.

-¿Con los dos ojos?

-¡Con los dos!

-Sí; pero uno será de vidrio.

-¡No señor! no hay tal ojo de vidrio, sino... de cristal legítimo.

IMPRIMIR