Diciembre 10 de 1882
Si me dijeran que nació tocando el piano, no me atrevería a negarlo, porque me consta que a la edad en que apenas empiezan los niños a pronunciar la r, ya Dalmiro ejecutaba de corrido variados trozos de música. No era uno de esos niños en cuyos ojos y movimientos se adivina el genio: por el contrario, era un muchacho apático, de mirada vaga, poco sensible a las caricias y completamente indiferente a los juguetes. No aspiraba a otro premio sino el de que le permitiesen poner las manos sobre el teclado.
Así creció, llevado de casa en casa para que admirasen aquella monada, y él se dejaba llevar soportando con resignación los mimos y caricias con que le mortificaban, a trueque de satisfacer su afición.
Del pentagrama no sabía más sino que eran unas rayas salpicadas de puntos negros. ¡Qué le importaba a él del pentagrama! Tenía la música en la cabeza y en el corazón, y no necesitaba más. Aquél era su idioma nativo, y de él se valió para expresar sus sentimientos antes de aprender a combinar frases habladas. Poco o nada pudieron con él los maestros que trataron de enseñarle la gramática y la aritmética. Ni atendía a lo que se le decía, ni hacía el menor empeño por meterse en la cabeza aquellas cosas tan poco armónicas. Tal vez, si le hubiesen enseñado en verso, hubiera aprendido con más presteza, porque la cadencia rítmica habría servido de vehículo para hacer llegar aquellos conocimientos a su inteligencia.
Poco a poco fueron desarrollándose sus instintos musicales, y rompiendo el cerco estrecho de las prescripciones clásicas, creó un método suyo, exclusivamente suyo, algo de eso que no se puede imitar, como no se imita la pincelada de Rafael, ni se reproduce el acento de Adelina Patti.
Ni Pleyel, ni Chickering, ni Steinway, ni Schiedmayer, ni ninguno de los más afamados fabricantes de pianos han soñado jamás que los instrumentos que ellos construyen suenen de la manera que los hace sonar Dalmiro Costa. Él ha encontrado el medio de trasmitir a la tecla el fluido de su organismo, y la nota que arrancada por otras manos sólo produce un ruido más o menos sonoro, tocada por él, ríe, llora, pide, da, palpita amorosa, vibra de rabia y reproduce todas las encontradas sensaciones del cuerpo y del espíritu.
Dalmiro no toca la música: la dice, la recita, la declama. Si fuera mudo de palabra, le bastaría sentarse al piano para hacerse entender aún de aquellos que, como los aludidos por Jesús, tienen oídos y no oyen. Conocedor profundo del lenguaje de la armonía, lo traduce lo mismo en Meyerbeer, en Verdi, en Bellini, en Offembach, en Gounod, en Arrieta y en Gaztambide. Y no se limita a repetir la frase musical dándole su sentido y entonación, sino que la parafrasea, la analiza, la cambia por otra equivalente, la vuelve por activa y pasiva, la condensa en una sola palabra, la deslíe en muchas otras, y sobre aquel tema constituye todo un discurso que deja al oyente empapado en la materia que ha desarrollado.
Dalmiro Costa no es un ejecutante de la música de otros maestros: es su comentador, su intérprete, su anotador.Él es, para Gounod o Bellini, lo que Gustavo Doré ha sido para Dante o Milton, ilustrando La Divina Comedia y El Paraíso Perdido. Él sabe hermanar, fundir, por decirlo así, en un mismo molde, la música que traduce iguales sensaciones, y así, mientras que con la mano izquierda dice con Fausto: Laisse moi contempler ton visage, con la derecha repite con Radamés: Moriré si pura e bella, sin que de esta amalgama de dos escuelas opuestas y de dos maestros antagónicos, brote una sola nota discordante: es el amor expresado en dos idiomas que, al ponerse en contacto, se refunden en uno solo, que habla lo mismo al corazón de Margarita y al de Aída.
Dalmiro no puede tocar lo que se llama una pieza de música. Pedírselo sería lo mismo que pedirle a una golondrina que volase siguiendo una línea fija trazada en el espacio.
Él baja, se remonta o se posa según su capricho, obedeciendo a las sensaciones que el eco de sus notas le despiertan. Cuando el andante le enternece a punto de que las últimas frases parecen humedecidas con lágrimas, salta repentinamente al vals como queriendo desterrar la melancolía que le invade, pero aquel arranque pierde su brío a los pocos momentos, adormece el compás, pasa de las notas naturales a los semitonos, e insensiblemente se torna el entusiasmo en languidecimiento, hasta que muere en acordes místicos que parecen desprenderse de la tierra y evaporarse en murmullos vagos como esas tenues nubes de la tarde que se deshilachan en finísimas hebras impalpables a la vista.
Dalmiro Costa no
es sólo intérprete, sino autor también, pero sus obras nadie puede descifrarlas
porque nadie sabe comprenderle. En vano ha agotado su ingenio para dar a cada
una de sus notas una explicación escrita; el lenguaje humano no tiene palabras
para traducir las inspiraciones del genio. A propósito de esto, recuerdo una
anécdota histórica. Acababa Dalmiro de componer sus Sueños y preguntándole
a un amigo suyo, sordo como una tapia en materia de música, qué le parecía su
obra, contestóle éste:
—Muy bien; me ha gustado mucho tu música; pero, dime ¿de quién es la letra?
Aquello tuvo contrariado a Dalmiro durante una semana. No podía darse cuenta de que hubiese quien hiciera mofa de la música. En ese punto es muy susceptible, y debido a esa susceptibilidad se le tiene generalmente por retraído y hasta por díscolo. ¡Profundo error! No hay nadie mas expansivo que él cuando da con una naturaleza afinada por el mismo diapasón que la suya. Lo que le contraría y enoja es tener que tratar con personas que no le comprenden. Espíritu fino, inteligencia delicada, sabe apreciar la belleza de un pensamiento o la intención oculta de una frase, de ésas que, según él, le hacen feliz, tanto como le fastidian las groserías y chabacanerías de los que a toda costa quieren lucir un ingenio que no tienen.
A veces, lamentando su situación, suele decir: "¡Ah! ¡lo que yo podría hacer y componer si fuera rico!" Ahí se engaña Dalmiro profundamente. El día que la suerte le sonriese no volvería a producir nada. No sé si habrá en ello algo de preocupación, pero yo creo que la inspiración necesita del aguijón de la pobreza para manifestarse en todo su vigor.
Parece que la abundancia convida a la molicie y al abandono, y, ¡Dios me perdone! hasta se me antoja que la riqueza achata el espíritu, le apoltrona y le quita aquella vivacidad con que despunta desde la estrechez. No diré que sea regla general, pero sí es lo más común que de la pobreza salgan los ingenios que descuellan en las ciencias y en las artes; y no es que yo crea que los cerebros de los ricos estén de diversa manera organizados, sino que las facultades se desarrollan y se aguzan en el diario batallar por la existencia, como se vigorizan y. crecen las fuerzas físicas en la ruda gimnasia del trabajo.
¡Sublime resignación ésta del genio condenado a la miseria! Ignorado heroísmo sintetizado por Narciso Serra en su apólogo sobre Cervantes, cuando pone en boca del famoso manco aquella última quintilla que dice:
¡Si Lope me adivinó,
Al darme glorioso mote,
La patria
ingrata no vio
Que Cervantes no cenó
Cuando concluyó el Quijote!
¡Pobre Dalmiro! ¡Cuántas noches tampoco habrá cenado mientras vagaban por su imaginación los acordes y las armonías de Los Sueños, La Pecadora, y otras composiciones que traducen las tribulaciones de su espíritu al par que la inspiración de su genio poético.
Pobre nació; pobre ha vivido; y pobre vivirá, porque no hay en él una sola fibra que le impulse por la senda que lleva a la riqueza. Y, sin embargo, ¡ése es su sueño! El día en que puede estrenar un par de guantes, se mira las manos con una complacencia infantil, y la vanidad le rebosa en todos los gestos. ¡Debilidades humanas! ¡Funda más su orgullo en aquellos dos retazos de piel curtida que en las producciones de su talento!
Así es Dalmiro Costa: una mezcla de vanidad y de modestia completamente híbrida. Vanidoso con la riqueza y el fausto que jamás alcanzará; y modesto hasta la exageración con lo que constituye su tesoro.
Tiene delirio por los versos, sobre todo por aquellos que armonizan y conciertan con su espíritu rnelancólico y soñador. Heine y Bécquer le encantan, le deleitan; los recita con unción, con una especie de fervor místico; y cuando cree que su acento no alcanza a expresar el sentimiento de sus. estrofas favoritas, entonces pone las manos en. el teclado, y dejando errar su mirada por las vaguedades del espacio, empieza a arrancar melodías de una suavidad exquisita; las notas modulan ecos de arpas celestiales; brotan límpidas y diáfanas como el cristal, y se prolongan en murmullos eólicos, como si el fluido que agita su cuerpo imprimiese sus vibraciones a las teclas.
¿Qué toca en esos momentos? Él mismo no lo sabe; parece que una fuerza oculta impulsa aquellas manos largas y descoyuntadas, cuyos dedos semejan tentáculos que se extienden y encogen con ondulaciones de reptil recorriendo todo el teclado, cantando en los tiples armonías delicadas, mientras que los bajos rezongan con melancólicos ecos, como haciendo sombra a la luz que brota del otro extremo del piano. No recuerdo si la música de Un Pleito es de Arrieta o de Gaztambide, pero ya sea de uno o de otro, estoy seguro de que el autor quedaría extasiado ante la interpretación que da Dalmiro a la serenata que empieza:
Yo tengo noche y día
Los ojos fijos en tu balcón,
Y hasta que tú te asomas
En este barrio no sale el sol.
Esta música tierna, sencilla, impregnada de esa tristeza peculiar de las cantilenas españolas, la envuelve Dalmiro en una red de arpegios vaporosos; la mece, la arrulla, y debilitada al fin por aquella presión de armonía, muere entre suspiros que imploran, que lloran, con los desfallecimientos del placer. Y conjuntamente con la música, parece que muere Dalmiro, los ojos en blanco, el rostro pálido, agitado todo el cuerpo con un temblor nervioso, y entreabiertos los labios como próximos a exhalar el último aliento.
Hace muy pocas noches le oí tocar en El Gimnasio, lujoso café de verano instalado en la calle de Florida en Buenos Aires, y salí de allí impregnado de una dulce melancolía, como si el músico - poeta me hubiese transmitido, envueltas entre sus notas, las sensaciones que agitan su espíritu soñador y vago.
¡Triste condición la del genio sometido a las exigencias de la vida! ¡Durar esclavitud del talento poderoso y libre uncido al yugo de la carne flaca y servil!
Dalmiro toca para comer, y para dar de comer; y el público que paga, exige que haga sonar el piano, sin tener para nada en cuenta las tribulaciones que acongojen su ánimo.
Cuántas veces ¡cuántas! al ver a Dalmiro recorriendo el teclado con sus manos descarnadas, me acuerdo de Campoamor y repito con él:
¡Cómo traerá el
corazón
El gaitero
El gaitero de Gijón!