Montevideo, Agosto, 2 de 1883.-
Hacía tiempo que estaba invitado a visitar La Extremeña, fábrica de productos porcinos, instalada en Santa Lucía, pero parecía que el diablo había metido la cola entre la invitación y mi deseo, pues, no bien concertaba mi paseo, echábanse las nubes a llorar a moco tendido, como en señal de duelo por la hecatombe cochina que en ocasión de mi visita se haría.
Pero, como la estación avanza y las matanzas concluyen con los fríos, decidí atropellar por todo, así es que el domingo, a pesar de los rezongos del tiempo y de uno que otro chubasco, emprendí viaje, cómodamente instalado en un coche de primera clase del ferrocarril Central, en compañía de cinco caballeros que formaban parte de la expedición a La Extremeña.
A las ocho y minutos silbó la locomotora, como dando su adiós a la ciudad, y momentos después echó a andar el tren, pesadamente primero, algo más ligero después, hasta que, desentumidos los músculos de acero de la máquina, empezó a correr sobre los rieles, dejando atrás las casas, los árboles, los postes del telégrafo, y los rostros curiosos de los vecinos del tránsito, para quienes es siempre una novedad el paso de esa inmensa culebra con su penacho de humo y sus enormes fauces que vomitan fuego.
Primero, atravesamos por las quintas, tristes como el tiempo, enlodadas las torcidas sendas de los jardines, tiritando los árboles con su ramaje desnudo, cerradas las puertas y balcones de las casas solitarias, y los parrales en esqueleto, semejando los nudosos sarmientos reptiles deformes arrastrándose sobre el envarillado de los zarzos. Después, cruzamos sobre el Miguelete, enriquecido su escaso caudal con los derroches de las nubes, que en esta última quincena han echado la casa por la ventana. Nuestro pobre arroyo corría con hinchazones de río, extendido su cauce de barranca a barranca, arrastrando las aguas barrosas que le aportan las laderas que mueren en sus orillas.
Más adelante, el campo abierto, todo barro, todo humedad; los pastos pálidos y marchitos, las tierras aradas convertidas en lodazales, los trigales tempranizos raquíticos, anémicos, despeinados por la avenida de las aguas, viviendo entre el fango; una laguna en cada hondonada, un arroyo en cada surco, un charco en cada agujero, y agua, y agua, y mucha agua donde quiera que se mire; todo triste y húmedo, sin un rayo de sol que rompa la monotonía del nublado, sin un volido de pájaro que hienda el vapor gris de la niebla, sin un retozar de potrillos o triscar de corderos que diera vida y movimiento a la extensa sábana de verdura desteñida por la lluvia.
Aquí y allá, grupos de vacas y caballos, enterrados hasta las ranillas, con el pelo encrespado, dando el anca al viento, comiendo con desgano las yerbas desabridas que crecen en la tierra lavada de las grasitudes que vigorizan la savia.
Colón, La Paz, Las
Piedras, todo fue quedando atrás, raleándose las poblaciones y abriéndose el
campo a medida que avanzábamos, cruzando las soledades que median entre Progreso
y Joaquín Suárez hasta llegar a Canelones. Allí vuelve a encontrarse la población
y el movimiento: viajeros que bajan del tren, otros que suben, peones que descargan
y cargan equipajes, cocheros que ofrecen sus vehículos para atravesar el lodazal
que separa a la Estación del pueblo, y sobresaliendo entre todos los ruidos
y voces, el grito de un muchacho que recorre por el andén toda la extensión
del tren, ofreciendo en cada ventanillo de los wagones:
—¡Bizcochos, palitos y naranjas! ¡Butifarra y pan! sin variar una sola vez su
estribillo.
Cinco minutos dura
aquel ir y venir, y cargar y descargar, y bulla y movimiento. Después el Jefe
de la Estación toca la campana, la locomotora lanza su agudo silbido, los pasajeros
que habían bajado a tomar algo, se apresuran a recobrar sus asientos, y el tren
vuelve a emprender pesadamente la marcha, quejándose con chirridos de goznes,
tosiendo con sus pulmones de acero, y esputando a cada golpe de tos una bocanada
de vapor blanco que se desvanece en el aire como una burbuja de jabón; los carruajes
trotan hacia el pueblo, despéjase poco a poco el andén, y sólo queda firme el
muchacho vendedor, presenciando el desfile de los wagones y ofreciendo en cada
ventanillo que pasa su mercancía, con la misma entonación y el mismo estribillo:
—¡Bizcochos, palitos y naranjas! ¡Butifarra y pan!
El tren aumenta a cada paso su envión y pasa orillando el pueblo de Canelones, por entre sus prolongados cercos de tunas, alineadas a un lado y otro del camino como filas de soldados que presentan sus armas. Ahora sólo nos queda por delante un trecho de cuatro leguas que debemos recorrer sin interrupción. La máquina, como si supiese que no sería sofrenada en su carrera, aumentaba su velocidad a remezones, y se comía el terreno de a cuadras por minutos, cruzando los campos encharcados convertidos en interminables bañados, sólo habitados por las cigüeñas que los recorrían con sus largos zancos, revolviendo con sus picos puntiagudos en el agua en procura de las lombrices que engendra la humedad.
El Mataojo, arroyuelo de ordinario insignificante, corría ancho como un río, sepultando bajo sus aguas los talas y sarandíes que lo franjean, asomando sólo las ramas superiores de los sauces por entre el hervidero de la corriente. Y el tren sigue siempre su marcha; vadea el arroyo por sobre el puente que los cruza y repecha las lomas del otro lado hasta alcanzar la altura. Desde allí se ve el establecimiento de las Aguas Corrientes, con su empinada chimenea, y a su pie, un mar, un mar extenso, formado por la fusión del Mataojo y del Santa Lucía, que, desbordados de sus cauces, invaden toda la planicie que los separa.
Allí está La Extremeña, — dice uno de los compañeros señalando a la derecha del tren, y siguiendo la indicación, veo tres o cuatro edificios techados de teja, asentados en lo alto de la cuchilla. No sé si fue pura fantasía de mis sentidos, pero declaro que me pareció oír murmullos de gruñidos que venían de La Extremeña.
El tren siguió la cintura de la villa de San Juan Bautista trazando una prolongada curva, costeó después el río por espacio de algunas cuadras, refrenó la marcha, y a los pocos minutos se detuvo frente a la Estación, descargando por sus portezuelas toda la mercancía humana que llevaba en sus wagones.
Habíamos llegado al término de nuestro viaje. Yo hice lo que todos: bajé, estiré los brazos, di algunos pasos con fuerza como para desligar las articulaciones entumecidas durante tres horas de quietismo, y me dirigí al Hotel Oriental, donde ya nos esperaba don Ramón Suárez, director del establecimiento que íbamos a visitar.
Poco tiempo se gastó en saludos y cumplidos, aguijoneados como estábamos todos por el ayuno y tentados por el calor suculento que despedía una sopera humeante. Comimos todos como se come siempre que hay buen apetito, sin muchos ambages ni delicadezas, reforzado a cada bocado el estómago con el contingente que le prestaba un vinillo portugués, espeso como almíbar, hereje el maldito, pues bien dejaba ver que no había sido bautizado, y virgen de toda mescolanza.
Terminado el almuerzo, nos pusimos en marcha hacia la fábrica de productos porcinos. El carruaje que nos conducía cruzó el pueblo dando tumbos en los baches de las calles y encajando las ruedas hasta el eje en los pantanos, pero felizmente no hubo tropiezos, gracias a la pericia de don Ramón, que hacía de baquiano en su dogcar, dibujando eses entre el barro para esquivar los malos pasos.
Ya estamos en la fábrica, cuyas instalaciones las componen cuatro edificios importantes. A la derecha, las canchas de matanza y galpones para la elaboración de los productos. Al frente, una buena casa con cómodas habitaciones. Más allá, el depósito y los graneros; a la izquierda, los chiqueros. Todos estos edificios cuadran un gran patio, cruzado por veredas cuidadosamente enarenadas.
La matanza regular se había hecho por la mañana, pero habían reservado cuatro cerdos que debían ser inmolados en nuestra presencia. Los restantes estaban ya colgados en la carnicería, destripados y pelados, luciendo las blancas mantas de tocino que les cubrían los costillares.
Los vivos, arrinconados en el brete, gruían sordamente como presagiando su próximo fin. Eran cuatro chanchos enormes, el lomo con una zanja en el medio, los ojos perdidos entre la gordura, arrastrándoles los abultados vientres por el suelo.
Entró al brete un mozo, armado de un gancho de hierro de cabo largo, apartó a los chanchos que gruñeron como protestando contra el intruso y de repente, uno de ellos bramó a grito herido, escandalizando con sus alaridos a todos aquellos contornos. Razón tenía para ello el desventurado animal, pues el mozo lo había clavado con el gancho por la papada, y tiraba con fuerza para llevarlo a la cancha. Me pareció bárbaro el procedimiento, pero después me explicaron que ni cuatro hombres serían suficientes para llevar una res al matadero, mientras que con aquel gancho forzosamente tenían que cabestrear los cerdos.
Sin dejar de berrear como un desalmado, salió el chancho del brete, y berreando cayó dentro de una inmensa batea, donde inmediatamente otro mozo le introdujo un puñal por la garganta. Nuevamente rugió el animal con alaridos espantosos, y saltó por la herida un chorro de sangre negra, espesa, que era recogida dentro de una tina. Los enormes hijares del cerdo latían con violencia, hacía esfuerzos desesperados por desligarse las patas, y a cada esfuerzo, salía la sangre a borbotones. Poco a poco los gritos fueron más sordos y más roncos, los latidos eran más pausados, los esfuerzos menos violentos, y la sangre fue saliendo sin ímpetu, derramándose por la herida como se derrama una pipa por el bitoque.
Todavía se inflaban los hijares de la víctima con las ultimas inhalaciones, cuando cayó sobre el cuerpo todo un caldero de agua hirviente. Un sacudimiento nervioso agito todos los miembros del animal: después cerró los ojos, estiró las patas, y quedó tranquilo, humeando el vapor del agua con que lo habían bañado. Inmediatamente, otros dos mozos, armados de una especie de cucharones, procedieron a afeitarle la cerda, y en dos minutos quedó el chancho mondo y lirondo. Dos ganchos lo ensartaron por las patas, y merced a una roldana, fue izado al colgadero, donde unos operarios le despojaron de las pezuñas y orejas, mientras otro le abría el abultado vientre para arrancarle las entrañas.
Todavía no estaba concluida esta operación cuando ya berreaba en el brete otro cerdo, enganchado como el anterior por la papada, que fue también sometido a las mismas operaciones que su antecesor. En menos de diez minutos quedaron los cuatro chanchos colgados, afeitados y limpios, completando las dos docenas con sus compañeros de la mañana.
En la cancha, no quedaba ni un vestigio de la matanza. El piso, hecho de tierra romana, estaba limpio y bruñido, sin una gota de sangre. Allí corre el agua con profusión, surtida por diversos manantiales de donde la extraen poderosas bombas movidas a vapor.
En el compartimiento vecino de la matanza, hay grandes mesas y piletas en que se despostan las reses; máquina para picar la carne; máquinas para embutir el relleno de los chorizos, salchichones y mortadelas; y presidiendo a toda aquella maquinaria está la gran máquina de vapor que, al par que mueve todas las otras, alimenta al digeridor en que se extrae la grasa y el sebo.
En el depósito, cuelgan del techo salchichones de todo largo y calibre, retobados con hilo; sartas de chorizos que una vez sazonados se guardan en cajas de lata, enterrados en grasa; jamones, lonjas de tocino, recortes de orejas y cien combinaciones más; producto todas ellas de la elaboración de ese animal tan asqueroso por fuera, y tan apetitoso por dentro, del cual todo se aprovecha, desde la punta del hocico hasta el extremo del anca.
Arriba del depósito está el granero donde se almacena el maíz para echar a los cerdos, verdaderos Heliogábalos que devoran todo cuanto a su alcance se les pone.
Pasamos en seguida a visitar los chiqueros donde moran los súbditos de La Extremeña. En el primero había un centenar de cerdos gordos, destinados a las próximas matanzas; todos ellos muy satisfechos de su lozano estado, desdeñando el maíz que tenían en los pesebres, imposibilitados sin duda de llenarse más de lo que estaban.En el segundo chiquero había unos doscientos puercos, más jóvenes y más delgados que los anteriores, pero ya en trato para el engorde, convertidos todos ellos en eunucos. Y en seguida, otro chiquero, y otro, y veinte más, divididos en pequeños compartimientos, en cada uno de los cuales había una señora cerda, rodeada de numerosa prole cochina; ésta con diez, aquélla con doce, estotra con quince, insaciables glotones prendidos a los pezones de su respetable mamá, que a su vez comía sin descanso, como para dar ejemplo a sus vástagos.
En uno de los chiqueros había más de doscientos cerdos, y como no quisieran salir del cobertizo en que duermen, entró el cuidador de la piara para obligarles a que se presentaran ante sus visitantes. Salió la gruñona grey por una puerta arreada por el cuidador y apenas dio una vuelta por el patio empedrado, volvió a meterse por la otra en precipitado tropel. Quiso el gañán contener la fuga, y pasóle lo que a Don Quijote le aconteció en la más puerca de sus aventuras, como que puercos fueron los protagonistas de ella, pasando toda una piara sobre el huesudo cuerpo del asendereado caballero. Asaz mohíno y maltrecho se levantó el cuidador, después de haber sido pisoteado por aquella turba cochina, y repuesto del accidente, salió al campo y llamó a toda la cerdada dispersa por los potreros.
Extrañóme que no hiciese uso del clásico cuerno con que antaño convocaban los guardadores de cerdos a la piara, y cuyo toque fue causa de que al hidalgo Manchego se le antojase que un enano anunciaba su llegada al castillo, cuando dio en la venta de Maritornes; pero, pues otros son los tiempos, otras serán las costumbres, razón por la cual, sin duda, el chanchero de mi historia no tocó cuerno alguno, sino que se puso a silbar. No más presurosos han de acudir los muertos el día del juicio al toque de la trompeta, que lo que acudieron los cerdos al oír el silbido de su cuidador.
De todos lados corrían cerdos al reclamo, con un galopito clavado, como si estuvieran maneados, abanicándose con sus grandes orejas que se movían al compás del galope. Aquello fue el más numeroso desfile de cerdos que nadie haya contemplado jamás. Los había de todas edades, de todos colores, y de todas razas, y todos galopaban a una, atropellándose, gruñendo, enroscados los rabos, el hocico estirado, los ojos fruncidos, y las pezuñas embarradas.
¡Cuánto chancho! Dos mil había, por lo menos, en la piara que se formó en torno del cuidador, entretenidos todos en hozar en el barro mientras esperaban la ración extraordinaria que el silbido les había hecho entrever, porque, para aquellos chanchos, el silbido es como la campanilla que nos llama a comer.
Todos gruñían a una, y todos a una nos miraban como pidiéndonos algo que comer, sin caer los infelices en la cuenta de que toda su desgracia está en su gula, pues si no comieran no engordarían, y no engordando, no tendrían que vérselas con el gancho que los arrastra al matadero. Cierto es que los chanchos dirán que, si no comieran, se morirían de hambre, y morir por morir, vale más morir de ahito que de necesidad. ¡Tienen razón los cerdos! Pues sí, señores; aquellos dos mil chanchos han de caer, día más día menos, en las bateas de La Extremeña, para ser convertidos en sobreasadas, embuchados, salchichones, chorizos, morcillas, jamones, grasa y otros productos que allí se elaboran, que hacen competencia y aun superan a los similares que de Europa nos llegan, rivalizando los chorizos con los célebres de Extremadura; compitiendo los jamones con los que de York se importan; sobresaliendo los salchichones de los que se preparan en Bolonia, imitando las sobreasadas a las que de Mallorca vienen, y superando las grasas en blancura y en pureza a las que nos mandan de Chicago.
Cuando me cansé de ver chanchos y de probar productos que de su carne se elaboran, emprendí la retirada junto con mis compañeros, y después de felicitar al progresista don Ramón Suárez, alma y vida de Santa Lucía, por la magnífica instalación de su fábrica, volvimos a meternos en el wagón del tren.
El sol había logrado
rasgar el nublado, y bajaba a su ocaso, pálido y triste al ver toda la naturaleza
desnuda de sus galas: ni hojas en los árboles, ni flores en los jardines, ni
pájaros en la enramada, ni cristales en el río, ni luz, ni colores. Cuando el
tren llegó a Canelones, ya el pobre sol de invierno había traspuesto las colinas
que hacen marco al horizonte, dejando tras de sí una vaga claridad en la que
se destacaban, las siluetas de los árboles. Contemplaba yo aquellos últimos
vestigios del día, cuando me sacó de mi meditación la voz de un muchacho que
pregonaba en la portezuela:
—¡Bizcochos, palitos y naranjas! ¡Butifarra y pan!.
El tren echó a andar
nuevamente, y al ruido del vapor que se escapaba por las rendijas de los pistones,
salió corriendo hacia un lado de la vía un bulto que al principio no pude distinguir
lo que era, pero uno de mis compañeros, dotado sin duda de mejor vista que la
mía, exclamó:
—¡Ahí va un desertor de La Extremeña
—¿Desertor? — dije yo a mi vez; pues no es mala diana con música la que le van
a tocar si vuelve a caer en las manos del mozo del gancho.
Después obscureció y no vi más, pero, entre la obscuridad de la noche, me parecía ver escuadrones de chanchos que galopaban en todas direcciones, escapando al gancho fatídico que tanto me había preocupado. Me dormí soñando con chanchos, y desperté al día siguiente a las sacudidas que me daba un empleado para hacerme firmar un papel.
¿Qué es esto? — pregunté medio dormido todavía.
—Es la notificación de un traslado del Fiscal del Crimen.
Aquello me hizo volver en mí, pero, impresionado todavía con lo que había visto la víspera, no pude menos de exclamar por última vez:
—¡Cuánto chancho!