Son unos cuarenta, entre hombres, mujeres y criaturas de toda edad. Están instalados a orillas del Arroyo Seco, en el descampado que media entre el camino de la Agraciada y la vía del ferrocarril del Norte.
Pertenecen a una raza cuyo origen no está bien definido todavía. Se cree que provienen del Egipto, y en efecto conservan ciertos rasgos fisonómicos que acreditan esa procedencia. Todos los países de Europa conocen a esas tribus errantes que ni se arraigan ni edifican en parte alguna. Van de pueblo en pueblo ejerciendo sus industrias, visitan las ferias, y hacen su comercio con todo lo que les cae a la mano.
En Inglaterra les llaman gypsies, en Francia bohemios, zíngaros en Alemania e Italia, gitanos en España, y en Austria les llaman húngaros.
La caravana que acampa ahora en el Arroyo Seco es la primera que viene a América. Los individuos que la componen son de Hungría, de los alrededores de Budapest, y en su peregrinación han recorrido el Austria, la Italia y la Francia, hasta que se embarcaron en Burdeos, llegaron a Buenos Aires, y desde allí se dirigieron por tierra al Brasil, visitando gran parte de la provincia de Río Grande. Después entraron a nuestro territorio, acamparon en Durazno, en seguida en Santa Lucía, y por último se han instalado en los alrededores de esta ciudad.
Viajan en siete carros pequeños, construidos de mimbre, de rodado bajo, y sin toldo. Tienen unos treinta caballos, bastante buenos, muy gordos, cubiertos con mantas de abrigo e impermeables. Parece que estos bohemios cuidan más a sus bestias que a sus hijos, pues mientras los caballos y los perros están prolijamente atendidos en su abrigo y alimentación, andan los chicuelos desnudos, flacos y pálidos, tiritando de frío, y sucios que no hay por donde tomarlos.
Todo es sucio en aquella toldería; sucios los hombres, sucias las mujeres, sucios los niños, sucias las roñas, y sucio todo lo que les rodea. Cada tienda es un templo levantado a la mugre, y en cada una de ellas debería figurar una imagen de San Benito Labre, el más santo de los mugrientos, y el más mugriento de los santos.
El público, que siempre se da aires de saberlo todo, hace correr la voz de que esa suciedad de los bohemios es un signo de duelo por la reciente muerte de una mujer que ocupaba un elevado rango en la caravana, y según esa versión, deben pasar un año sin lavarse. Yo no sé lo que habrá de cierto en esa explicación, pero si sé que hace dos años estos mismos bohemios andaban en Buenos Aires tan sucios como ahora, y sé más todavía, y es que Zola los vio en los alrededores de París igualmente sucios. Admitiendo, pues, que sus ritos les impongan el no asearse en señal de duelo, debe también admitirse que estos bohemios viven en perpetuo duelo.
Emilio Zola, el gran pintor de la realidad, traza el siguiente cuadro de una caravana de bohemios, que es sin duda la misma que hoy nos visita, pues coinciden las fechas de su estadía en París con la de la época en que el genealogista de los Rougon-Macquart escribió sus impresiones.
"Dentro de la empalizada que rodea la toldería reina un hedor insoportable de suciedad y de miseria. El piso está ya fangoso, lleno de basuras, purulento. Sobre las estacas del cerco se ventilan las ropas de las camas, jergones, frazadas desteñidas, colchones cuadrados, en cada uno de los cuales duermen dos familias enteras: todos los harapos de un hospital de leprosos secándose al sol. Dentro de las tiendas, levantadas a la moda árabe, muy altas y que se abren como el cortinado de una cama, se ven apiñados pingajos de todo género, monturas, correajes, una mezcolanza indescriptible de objetos que no tienen color ni forma, y que yacen bajo una espesa capa de grasa de tono subido.
"Al fondo del campamento está la cocina, en una tienda más pequeña que las otras. Hay allí algunas ollas de hierro y trébedes. Hasta me ha parecido reconocer un plato.
"Los hombres son altos, fuertes, con los cabellos muy largos y rizados, de un negro lustroso y grasiento. Andan vestidos con todos los desechos de ropas viejas que encuentran en el camino. Uno de ellos se paseaba envuelto en una cortina de cretona de ramazones amarillas. Otro tenía una chaquetilla que debía provenir de un frac negro al cual le habían arrancado los faldones. Se cubren la cabeza con copas de sombreros viejos desprovistos de las alas.
"Las mujeres son también bastante altas y fuertes. Las viejas, secas, horrorosas con sus carnes arrugadas y sus cabellos sueltos, parecen brujas cocidas en el fuego del infierno. Entre las jóvenes hay algunas muy hermosas bajo su capa de grasa; la piel cobriza, con sus grandes ojos negros de una ternura delicada. Llevan el cabello peinado en dos grandes trenzas atadas detrás de las orejas y comprimidas de trecho en trecho con pedacitos de cinta roja. Con sus polleras de color, los hombros cubiertos con un chal anudado en la cintura y con un pañuelo apretado en la frente, tienen el aire de reinas bárbaras caídas en la miseria.
"Y los chicuelos, toda una bandada de chicuelos, hormiguean por allí. Vi a uno en camisa, con un chaleco de hombre, inmenso que le llegaba a las pantorrillas; otro, mucho más chiquito, de dos años a lo más, se paseaba desnudo, completamente desnudo, con aire muy grave, entre las carcajadas de las muchachas curiosas del barrio. Y estaba tan sucio el chiquitín, tan manchado de verde y rojo, que cualquiera le hubiera tomado por un bronce florentino, una de esas encantadoras figuritas del Renacimiento.
"Toda la caravana permanece impasible ante la ruidosa curiosidad de la muchedumbre. Algunos hombres y mujeres duermen bajo sus tiendas. Una madre amamanta a su chicuelo, tan amarillo de los pies a la cabeza que parece hecho de cobre. Otras mujeres, sentadas en cuclillas, observan con toda serenidad a las señoras elegantes que arrastran sus vestidos entre aquella inmundicia.
"Una hermosa muchacha de unos veinte años se pasea por en medio de los curiosos y se acerca a las señoras bien vestidas ofreciendo decirle la buenaventura. Yo la vi hacer su tarea. Tomó la mano de una señora joven y la retuvo entre las suyas haciéndole tantos cariños que se le entregó por entero. Entonces le dio a entender que era necesario que le pusiese una moneda en la mano, pero no quiso aceptar una moneda de cobre, sino otra de mayor valor, y llegó a hablar hasta de una de cinco francos. Sólo le dieron dos de a un franco, y en seguida, al cabo de pocos minutos, y después de haber vaticinado una larga vida y muchas felicidades, tomó las dos monedas, hizo con ellas una cruz en el borde del sombrero de la joven, y diciendo Amén las hizo desaparecer el bolsillo, un bolsillo enorme, en cuyo fondo vi puñados de monedas de plata.
"En cambio de ese dinero, le dio un talismán. Rompió con los dientes un pedacito de una materia rojiza, parecida a cáscara de naranja seca, anudó ese pedacito en una de las puntas del pañuelo de la señora a quien había dicho la buenaventura, y le recomendó que agregase al talismán un poco de pan, sal y azúcar. Aquello debía contrarrestar todas las enfermedades y conjurar el espíritu malo.
"¡Y con qué gravedad desempeñaba su oficio! Si alguno le vuelve a tomar una de las monedas que se le han dado para el sortilegio, ella jura que todos sus pronósticos de felicidad se trocarán en males espantosos. Esto es simple, pero el gesto y el acento son excelentes."
Lo que Zola vio en los alrededores de París, es lo mismo que he visto yo aquí en los alrededores de Montevideo. La misma inmundicia, la misma curiosidad por parte del pueblo, y la misma habilidad por parte de los bohemios para hacerse pagar la novedad que despiertan.
Llegaron el jueves por la mañana en sus siete carros, arrastrados a gran galope por sus caballos enjaezados a la moda húngara, y apenas armaron sus tiendas, salieron ya los hombres a ejercer su industria, que consiste en fabricar y remendar tachos, cacerolas y calderas. Trabajan el cobre en frío, sin más herramientas que un martillo, así es que sus artefactos son de sólida consistencia. Tachos y cacerolas son de una sola pieza, trabajados a martillo con una prolijidad admirable
El jefe de la banda es un anciano, de rostro cobrizo y barba gris. El pelo lo conserva negro, debido sin duda a la grasa que le gotea por cada una de las guedejas, lustrándole toda la ropa. Los jóvenes son airosos y esbeltos, pero no por eso menos grasientos. Estoy seguro que aquellas ropas, beneficiadas en una grasería, darían un buen producto. O aquellos hombres sudan grasa, o cada día se echan una vejiga en la cabeza.
Entré en una tienda donde no había más que una vieja, lustrosa como sus compañeros, vestida con una saya de zaraza negra, cruzado el pecho con un pañuelo abigarrado, y los pies calzados con gruesas botas llenas de remiendos. La vieja era muy risueña y parlanchina. Se expresaba en un italiano chapurreado, y a cada momento me advertía que tuviera cuidado con el perro, al cual hablaba en un dialecto endemoniado, lleno de jotas y de kas, no obstante lo cual, el perro la entendía perfectamente, según se echaba de ver por la sumisión con que la obedecía.
En el centro de la tienda ardía un montón de carbón de leña que irradiaba un calor intenso, y la vieja se complacía en sentarse junto al fuego, sobre una bolsa de maíz. Como agasajo, no a mi persona, sino a la moneda de dos reales que a guisa de tarjeta de presentación le entregué a la entrada, me hizo sentar sobre un tacho de cobre de fondo muy pulido, único asiento que se veía en aquella morada. Uno de los costados de la tienda lo cierra un carro pequeño, de mimbre, que sirve al mismo tiempo de cama. Cada carpa tiene un carro igual y en ellos se ven los colchones, éticos y desteñidos, como exprimidos por el peso de las cinco o seis personas que duermen sobre ellos.
Después de una breve conversación, en que la bohemia me contó algunos detalles de la peregrinación de la caravana, salí de aquella tienda y me acerqué a otra que estaba completamente cerrada y en cuyo interior se oía gran alboroto de chiquillos.
Un gran grupo de curiosos rodeaba la tienda, cuya entrada defendía un muchachón de unos doce años, armado de un garrote. El guardia no dejaba ver más que su cara sucia y su mano armada por entre una abertura de la lona. Deseando entrar en aquella barraca, mostré al muchacho una moneda de a real, y sin más formalidad de presentación entreabrió la cortina y me dio entrada. Doce muchachos se me abalanzaron haciéndome fiestas, y para defenderme del ataque, no tuve más remedio que apelar al arma suprema, algunas monedas, que distribuí entre todos ellos para zafarme de su grasiento contacto. Aquellos chicuelos estaban casi todos desnudos, y el que más abrigo llevaba, vestía apenas una camisa raída de zaraza. Probablemente les defendía del frío la capa de mugre que les cubre de la cabeza a los pies.
En el centro ardía la hoguera de carbón, que calentaba la tienda, y en un extremo, una, mujer joven de veinticinco años a lo sumo, daba de mamar a una criaturita amarilla y flaca.... pero irreprochablemente sucia. Parece que esos diablos maman la inmundicia.
La mujer era muy hermosa, de facciones delicadas, las mejillas rosadas y los ojos muy negros y lucientes, pero declaro que se necesita un gran poder de observación para apreciar esos detalles. El rasgo prominente, el que salta a la vista y penetra por la nariz, es la suciedad. La camisa que tenía sobre el cuerpo, de un color indefinible, podía freirse en una sartén sin necesidad de echar aceite ni grasa.
Con voz muy suave y melancólica me dijo que seis de aquellos chicuelos eran suyos, y me ofreció decirme la buenaventura. Yo, que no deseaba otra cosa, acepté al momento el ofrecimiento, y ella, haciéndome sentar sobre una bolsa, me tomó la mano por la punta de los dedos y me examinó detenidamente las rayas de la palma. Al mismo tiempo que hacía el examen, rezongaba entre dientes no sé que jerigonza en que mezclaba a cada paso a Nuestro Señor Jesucristo y a la Virgen María. El idioma era endemoniado; mucha k, mucha jota, y repetía con frecuencia la palabra Kaimelia, y hasta, Dios me perdone, creo que también dijo una vez algo de Kapianga, cosa rara, porque entiendo que la joven bohemia no conoce todavía al joven brigadier. Ello es que después de mucho examinarme la mano y de murmurar sus oraciones, me dijo que yo era de buena familia y que en breve me vería obligado a hacer un viaje.
No creo en los pronósticos de las bohemias, pero confieso que cuando me hizo la profecía de un próximo viaje, no sé por qué se me vino a la memoria el artículo de la ley de imprenta que castiga los deslices de pluma con la pena de destierro. La sombra del Fiscal del Crimen se me apareció en medio de toda la porquería que me rodeaba.
Repuesto de mi ligero
sobresalto, seguí oyendo a la pitonisa. En el viaje que debía hacer, me iría
bien en parte y en parte mal, debido este último a un espíritu maligno que era
necesario conjurar.— "¿Quiere usted que se lo conjure?" — me preguntó la bohemia.
"¡En el acto!"—le contesté yo: y ella sacó entonces del bolsillo un ovillo de
hilo, y empezó a envolver la hebra en torno del dedo índice de mi mano y del
de la suya. Cuando hubo dado unas doce vueltas, rezongando al mismo tiempo sus
endemoniados rezos, cortó la hebra con los dientes, y me pidió una moneda de
oro para completar el conjuro, porque, según ella, aquello era esencial para
poner en derrota al espíritu maligno que había de perseguirme.
—No tengo moneda de oro, — le dije; si quiere, pondré un real en plata.
—Ah, no: no basta, — me dijo la bohemia con su vocecita lánguida. Se precisa
una moneda de peso.
—Si es por peso, le observé, aquí tiene usted dos vintenes que pesan más que
dos libras esterlinas.
—Ah, no; volvió a decirme la gitana. Se precisa una moneda de metal fino. Y
como para inspirarme confianza, agregó:— no es para mí; es para combatir al
espíritu.
Yo me aferré en mi negativa, alegando que no tenía moneda, y entonces quedó aplazado el conjuro hasta una nueva entrevista, en la que, previa la formalidad de la moneda, quedaría yo libre de toda persecución del maligno espíritu.
Toda esta escena la presenciaban los muchachos, andrajosos y sucios, formados en semicírculo en torno mío, mirando todas las ceremonias con gran atención como para iniciarse en el arte de decir la buenaventura, y hasta el chiquitín mamón seguía chupando, prendido del pecho de la madre como un perrito, con sus dos manecitas de dedos largos y puntiagudos.
Prometiendo volver con la moneda me despedí de la adivina y de su prole, y salí de allí casi asfixiado por el hedor de la mugre y el tufo del carbón. Deseando recoger más prolijos datos sobre el origen de la caravana y su organización, ritos y costumbres, me dirigí a un anciano, que gravemente sentado en un poyo golpeaba un cacharro, observando con atención su obra por medio de unos espejuelos ahorcajados en el filo de su nariz prominente.
El viejo no quiso
decirme nada. Según él, le estaba prohibido dar informes, pero me dijo que me
los daría amplísimos el jefe de la banda a quien encontraría al día siguiente.
Objetándole yo que una de las mujeres me había dado algunos informes sobre la
procedencia de la caravana y sus costumbres, me replicó el viejo, con mucha
gravedad:
—¡Oh, las mujeres! ¡las mujeres! tienen el vestido largo y el entendimiento
corto.
Por donde se verá que los señores bohemios tienen una filosofía muy poco favorable al bello sexo.
No recuerdo cómo, en medio de la conversación, hablé de gitanos. Un muchachón de unos quince años me interrumpió diciéndome en francés que ellos no eran gitanos; que los gitanos eran ladrones de gallinas y de caballos, y ellos eran trabajadores que se ganaban la vida honradamente. Hechas las paces, mediante algunas explicaciones satisfactorias, dije al muchacho que me extrañaba oírle hablar en francés, a lo que me contestó que él hablaba seis idiomas: inglés, francés, italiano, alemán, portugués y húngaro, agregando que su padre, jefe de la tribu, hablaba veinte idiomas distintos.
Estos bohemios se dan muy buena vida. Comen carne en abundancia, beben buenos vinos, y son muy golosos por las conservas. Todos ellos son cristianos católicos, y en cumplimiento de sus deberes religiosos, deben ir hoy a misa vestidos con sus trajes de gala. Pero entiéndase bien que la gala no llega hasta lavarse: ¡eso no¡ Para ellos el jabón es como la carne de cerdo para los judíos.
Ahí están hormigueando en medio de la inmundicia, las mujeres encerradas dentro de sus tiendas, acurrucadas junto al fuego, amamantando a sus hijos con la grasa que destilan; y los hombres martillando sus tachos y cacharros, cuidando de sus caballos con el mismo esmero con que cuidan de que no se les caiga la mugre que cubre sus carnes y los pingajos con que se abrigan.
¡Pobres gentes! ellos viven bien así, y pues ése es su gusto, sigan viviendo dentro de su mugre honrada mientras otros viven entre el aseo de la perversión y del robo.