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La Basura

Montevideo, Agosto, 2 de 1883.-

No hay un grito más destemplado ni más inoportuno que el del basurero. Deja este el carro en el extremo de la cuadra, recorre enseguida ambas aceras, golpeando con fuerza en los llamadores, y colocándose la mano en la boca, grita en cada puerta:

-¡Sura!

Estos son los más civilizados. Los otros dan un grito cavernoso, ininteligible, algo así como un rugido que penetra por el zaguán, retumba en los patios y va a morir allá en la cocina, en uno de cuyos rincones yace por lo general el cajón de la basura, parecido al féretro de los hospitales, que sirve para transportar a los muertos de hoy y vuelve enseguida para llevar los de mañana. Las casas acomodadas tienen generalmente un cajón reforzado, presentable, hasta decente si se quiere, si es que cabe decencia en un receptáculo de basuras; pero los cacharros más en boga para ese uso son las latas de querosene, los tachos desvencijados, que se ven todas las mañanas en el borde de las aceras, listos para recibir la visita del basurero, atestados de toda clase de desperdicios: trapos, papeles, legumbres, huesos y todas las inmundicias que la prolija escoba se entretiene en recoger durante el día, desde la sala al último rincón de la casa.

En el cajón de la basura puede estudiarse la vida intima de cada familia: lo que come, lo que gasta, lo que despilfarra, lo que ahorra, lo que trabaja y lo que viste. Es como el índice de la vida interior, el sumario de lo que ayer se hizo, el libro diario de la casa. Si los basureros fuesen observadores, acabarían por conocer a fondo a todos los habitantes de la ciudad, interiorizándose en sus usos, en sus vicios o en sus virtudes, con solo prestar un poco de atención a lo que sale de cada cajón de basuras al vaciarlo en sus carros. Hasta las diez de la mañana se ven por las calles, alineados en el cordón de las aceras, los cajones de basura, humeando los vapores de la fermentación, que se elabora dentro de sus vientres inmundos. Los primeros que registran las basuras son los perros callejeros, esos pobres perros que no tienen amo, perros anónimos, comprendidos bajo la denominación genérica de pichichos, chupados de verijas, con el cuero sobre las costillas, las patas flojas, la cola embarrada, que van de un cajón a otro en busca de gangas, mirando recelosos a todos los que pasan, como temiendo que cada uno sea el dueño de lo que ellos van a tomar, soportando con resignación los reconocimientos de los mastines de casa rica y hasta huyendo ante los ladridos de los falderillos: ¡tan cierto es que la miseria acobarda aún a los más fuertes!

El perro callejero conoce al basurero y le teme. Por eso va siempre delante de él a una distancia prudente, para huir a tiempo antes que le alcance el zurriagazo que a cada instante le amenaza, cuando no temeroso del perro del basurero, que va debajo del carro, como custodiando la mercancía de su patrón.

Sin saber a que atribuirlo, he notado que la mayor parte de los basureros son cojos, derrengados, chuecos, y si no lo son, lo parecen. Ellos tienen su sastrería en su carro; sus trajes son siempre abigarrados, remendados con retazos desiguales en calidad y en color; en la cabeza sombreros contrahechos, sin alas unos, y con la copa espanzurrada otros; en los pies el desparejo calzado, una bota en el izquierdo y un zapato en el derecho, uno de charol y otro de becerro, prendas todas encontradas al vaciar el cajón. Cuando logra dar con un par completo, lo cuelga en la trasera del carro, y los sombreros que halla los ensarta en las estacas.

El basurero va siempre provisto de una lata y una bolsa. En esta echa todas las hojas de coles, de repollos, de lechugas y coliflores, los pedazos de pan y los manojos de paja que encuentra entre las basuras, destinado todo al alimento de sus mulas, esas mulas héticas, descoloridas, clásicas, de los carros de basurero, que se paran cada diez varas para dar tiempo a que el amo vacíe los cajones, entreteniendo sus ocios en recoger con la jeta estirada las hebras de paja dispersas en el empedrado, hasta que el basurero, habiendo cargado todo lo que quedaba atrás, las hace andar de nuevo con un "¡arre china!" acompañado de un planchazo en la escuálida anca dado con la pala que le sirve para recoger los restos que caen a la calle.

La lata le sirve al basurero para acarrear la basura de adentro de algunas casas que, por no tener servicio o por rubor de exhibir sus desperdicios, pagan una propina para que los saquen. Y así, de cuadra en cuadra, se va llenando el carro, hasta quedar atestado.

El basurero trepa entonces sobre aquel hacinamiento de inmundicias, las aplasta con los pies, las comprime, hasta que reduce su volumen, para seguir echando un cajón tras otro, sin apartar nada más que las escobas y plumeros viejos, que entierra por el mango entre los despojos de sus propias víctimas.

Cuando ya no cabe mas, el basurero lleva el carro hasta la estación de tranvía de los Pocitos, y allí descarga el contenido en unas grandes zorras, que más tarde transportan aquella mercancía putrefacta al gran deposito situado allá, en las afueras, a orillas del mar, a espaldas del Cementerio del Buceo.

¿Qué se hace del contenido de los setenta carros de basura que diariamente salen de Montevideo? Confieso que nunca se me había ocurrido averiguarlo, pero, curioso como soy por instinto, se me ocurrió ayer saber que se hace de lo que la ciudad desperdicia, y sin darme largas para salir de la curiosidad, ayer mismo tome el tranvía, y me fui al paraje en que se deposita la inmundicia.

El día era espléndido, había polvo de oro en la atmósfera. El mar parecía un pedazo del manto azul del cielo echado sobre la tierra; los médanos blancos de los Pocitos brillaban como si sus arenas estuviesen sembradas de pequeños prismas de cristal. Una alfombra tupida de trébol vestía todos los potreros, y las vacas, indolentemente echadas, rumian aquellas hierbas, con los ojos entornados, como si les lastimase el exceso de luz que doraba todo el paisaje.

El tranvía me dejó en la puerta del Cementerio del Buceo, cuya soberbia entrada contemplé por algún rato, extasiado ante la lozanía de aquellos pinos que franquean su gran calle central, y el apacible silencio que reina en aquel recinto, poblado por miles de habitantes que no hablan, ni ríen, ni lloran, ocupados todos en nutrir a la tierra con su savia, devolviéndole así el capital con que se alimentaron mientras vivían. Perdonará el lector que pase de largo por el Cementerio del Buceo, porque si entro no tendré tiempo de llegar a las basuras.

Seguí, pues, todo a lo largo de la tapia, recorriendo un trecho de unas tres cuadras, ya al llegar a la esquina... ¡horror! me encontré con el reino de la inmundicia, vasto, hediondo, con montañas de desperdicios y abismos de porquería, flotando sobre toda la superficie una atmósfera de vapores agrios, que temblaban a la luz del sol con reverberaciones que mareaban la vista. Y en medio de toda aquella inmundicia, como dueños absolutos de aquellos pestilentes dominios, centenares de cerdos, gordos, ufanos, orgullosos de verse enseñoreados de tanta porquería, en la cual se revolcaban y hozaban con sus prolongados hocicos, como gozándose en revolver la podredumbre.

Y junto con los cerdos, hombres, hozando como los cerdos entre la basura, disputándose con ellos las piltrafas. Nada se desperdicia allí, todo se clasifica y colecciona separadamente: aquí los huesos, allí los vidrios, allá los trapos, más lejos las latas, acullá los cueros, todo prolijamente entresacado de la basura que diariamente arroja la ciudad como inútil desperdicio.

Las sobras de Montevideo dan todavía pie para una industria, una industria productiva, que proporciona trabajo a centenares de brazos y alimento a numerosas familias, amen de la manutención que aprovecha a un millar de respetables y suculentos cerdos.

Yo creía haber visto chanchos, muchos chanchos, en mi reciente excursión a La Extremeña, de que ya di cuenta a mis lectores, pero declaro que aquello no da una idea de lo que son esos interesantes animalitos. Aquellos cerdos duermen en chiqueros aseados, comen maíz en limpios pesebres, y retozan en potreros pastosos. Son chanchos acicalados, lavados y peinados, despoetizados por la higiene. Estos otros que vi ayer son los chanchos verdaderos, al natural, sin hoja de higuera, sucios desde el hocico hasta el rabo, comiendo entre la inmundicia, bebiendo entre el fango, durmiendo entre la porquería, enamorándose en medio del hedor punzante que brota de aquella fermentación pútrida, alimentada día a día con nuevos elementos de corrupción.

Es de verlos, echados al sol, con sus enormes panzas enterradas en un barro negro, espeso, mefítico, dilatados los agujeros del hocico como para aspirar todas las emanaciones que se desprenden del inmundo lecho en el que tan a su placer yacen. Allí, entre la porquería, están en su elemento, como el pez en el agua, gruñendo de placer, retozando con voluptuosidad allí donde es más espesa y hedionda la inmundicia.

A pesar de la repugnancia que aquello me infundia, quise verlo todo, pues ya que en ello estaba no era cosa de dejarlo a medio camino, y eche a andar, atravesando de un extremo al otro el país de la basura. A medida que me iba internando, el hedor se hacia más agrio y la atmósfera más pesada. Millones de moscas zumbaban entre la podredumbre, revoloteando con sus alas transparentes, persiguiéndose unas a otras, alegres y retozonas, a la luz del sol, que las calentaba y activaba al mismo tiempo la fermentación en que ellas encuentran su alimento. Al extremo del basurero, el terreno declina rápidamente hacia la playa, y en ese declive esta instalada la grasería, en cuyas tinas se echan todos los huesos para sacarles la grasa que conservan adherida; restos de puchero y asados, caparazones de aves, huesos de jamón, todos los desperdicios de las cocinas, sometidos a la acción del digeridor que les extrae la última partícula grasienta que les queda. Y al lado de la grasería, y en los declives, y en la playa, cerdos y más cerdos, y siempre cerdos por donde quiera que se mire, comiendo unos, tendidos a la bartola otros, gruñendo todos al verme, como enojados de que pisase sus dominios una persona cuyo aseo era una profanación a la inmundicia en que vivían tranquilos y felices.

Desde aquella pendiente en que esta situada la grasería, se divisa un paisaje amplio, monótono, pero con esa monotonía grandiosa del mar que se junta allá en el horizonte con el cielo, confundiendo ambos sus colores. La brisa no tenía fuerzas para rizar siquiera la límpida superficie del agua, y solo junto a la playa el vaivén de las corrientes enrulaba esas olas largas y mansas que mueren sobre la orilla convertidas en espumas. A lo lejos, al este, blanqueaba el caserío de la Isla de Flores, flotando al parecer en el aire, entre las brumas azuladas que nacen del mar.

En torno todo era arena, festoneada la costa con graciosas curvas, terminadas en promontorios que se internaban en el agua. Al pie de la grasería revoloteaba una bandada de gaviotas, pescando a picotazos los pejerreyes y roncaderas que acuden a comer los desperdicios que vomita en el mar el caño de la fabrica. Al otro lado, por sobre las tapias del cementerio, asomaban los penachos verdes de los pinos y casuarinas; y por detrás de mí, la basura, con sus emanaciones fétidas, con sus cerdos, con sus millares de ratas hambrientas y chillonas, anidadas en las mismas entrañas de aquella montaña de inmundicias.

Aquí, un montón de frascos, predominando los de Tónico Oriental, el bombástico regenerador de cabello de Lanman y Kemp; allá una pirámide de botellas; y más lejos un hacinamiento de vidrios rotos, destinados a pasar nuevamente por el soplete para salir convertidos en objetos útiles.

En una inmensa lata yacen en revuelta confusión cachivaches de bronce, cobre y plomo: pestillos de puertas, llamadores, boquillas de lamparas, aparatos de gas hechos pedazos, bitoques, trozos de cañería y otras mil baratijas. En sitio aparte están los fierros: llaves, clavos, tuercas, pasadores de puerta, cerraduras desvencijadas, y cien zarandajas más que no admiten clasificación; más allá el zinc y la hojalata: pedazos de planchas para techo, cajas de conservas, latas de aceite, tarros de pintura y barnices, y todas cuantas clases de envases de lata se fabrican, todo abollado, hundido y agujereado.

En un campo vecino se secan al sol grandes montones de trapos: recortes de terciopelo y retazos de zarazas, pingajos de raso, tiras de gro, andrajos de lana, de algodón, de hilo, todo revuelto y confundido, destinado a la exportación para Europa, en cuyas fábricas se convierten todos esos desperdicios inmundos en hojas de papel satinadas, guardadoras de secretos amorosos, mensajeras de tristes o risueñas nuevas, condenadas, después de haber cumplido su misión, a volver nuevamente al cajón de la basura para ser pisoteadas por cerdos, realizándose en ellas la sentencia bíblica que condena al hombre a volver al polvo de donde salió.

Si yo tradujera aquí lo que cada uno de aquellos pedazos de trapo hablaba a mi imaginación, tendría para tejer más de una historia, pero, feliz o desgraciadamente, no me da a mí por tales fantasías, así que, sin preocuparme mucho ni poco de lo que decían aquellos restos de atavíos feminiles, emprendí la retirada, abriéndome camino por entre la muchedumbre de cerdos que poblaba aquella inmunda comarca, laboratorio inmenso en que fermentan las sobras de la ciudad, con desprendimiento de gases hediondos, en cuyo ambiente pululan todos los repugnantes engendros de la podredumbre.

Cuando salvé los límites del reino de la inmundicia, dirigí una última mirada para abarcar en conjunto los detalles que dejo narrados. No vi más que cerdos, muchos cerdos, revueltos con una veintena de hombres, disputándose unos y otros las piltrafas que desenterraban, unos con sus garfios de fierro, y los otros con sus hocicos puntiagudos. Por todas partes, basura y más basura y allá en el fondo de un barranco profundo, un haz de luz clara, viva, con una aureola dorada como un inmenso brillante engastado entre la inmundicia. Era una lata de conservas en cuya pulida lamina se estrellaba un rayo de sol rompiéndose en menudísimas hebras de oro, como se rompe en hilachas de plata un chorro de agua al caer sobre el enlosado.

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