Montevideo,Marzo, 30 de 1883.-
A LAS SIETE! —LOS CABALLOS DE FRANÇOIS— LOS NERVIOS DE LENZI— LOS MÚSICOS DE LA LEGUA — EL FACÓN DE BRUS— LA CUEVA — EL PAÍS DE LOS MURCIÉLAGOS — LA HAZAÑA DE CARBALLIDO.
La noche antes habíamos quedado ya convenidos en la hora a que debíamos partir los del paseo a Arequita, que éramos cinco: Don Domingo Lenzi, don Eduardo Torres, español, avecindado de años atrás en Minas, donde desempeña el cargo de Vice-Cónsul de España, don Ángel Brus, compatriota nuestro, oriundo de la localidad, y don Sebastián Torres, director y redactor de El Clamor Público, diario independiente que, ha prestado decidido concurso a la buena causa. El quinto paseante era, lector, éste tu seguro servidor, que besa tus manos y pasa a contarte lo que vio, oyó, e hizo en aquella memorable jornada.
A las siete en punto saldremos del pueblo, había dicho el director del paseo la noche antes, y efectivamente, a las nueve, ya estábamos dentro del vehículo que nos había de conducir al famoso cerro. Aquello era apenas un retraso de dos horas que no había para qué tomar en cuenta.
Ninguna de las clasificaciones especiales que hay para designar las diversas clases de vehículos, convenía al nuestro. No era ni breck, ni jardinera, ni diligencia, ni carretela, pero tenía de todo un poco: era el eclecticismo en materia de medios de locomoción. Tiraban de él cuatro caballos, descendientes de Rocinante en línea recta, a juzgar por la flacura de cada uno de ellos, y confieso que tuve mis escrúpulos de recargar con mi peso a aquellas pobres bestias, que no podían con el cuero.
François, que era el cochero, un buen hombre, gordo como todos los hombres buenos, me garantió que los caballos estaban en perfecto estado y que con ellos podríamos ir hasta el Brasil. A pesar de mis dudas, el hecho es que los mancarrones arrancaron, y al trote cruzamos las calles de Minas, haciendo entreabrir algunas ventanas y asomar a las puertas algunas cabezas, atraídas por la curiosidad de ver la comitiva, cuyo viaje había sido más cacareado que huevo fresco.
La mañana era espléndida. Azul el cielo, el valle alegre, el aire fresco: todo convidaba a divertirse. Saliendo de las orillas del pueblo, el camino es escarpado y difícil en varios puntos, pero a poco andar el terreno se allana y el camino se hace más soportable. De vez en cuando, Lenzi y yo, que somos los nerviosos de la caravana, recomendamos a François que tenga mucho cuidado en los pasos. Brus se ríe, y desde dentro del vehículo grita a los caballos para que se apuren; pero Lenzi va en el pescante, al lado del cochero, velando por sí y por sus compañeros, así es que no hay peligro de un vuelco. Cuando el carruaje se inclina hacia la derecha, Lenzi y yo le hacemos contrapeso sobre la izquierda, con gran jarana de los otros, que se ríen de nuestras precauciones.
Lenzi se amosca un poco con las bromas, pero yo le sosiego, diciéndole:
—Déjelos, compañero; hombre prevenido vale por dos, y lo que es nosotros cumplimos con nuestro deber al velar por la integridad de nuestras costillas.
Ya hemos andado una legua. Atrás queda el pueblo, con sus casitas blancas, capitaneadas por el molino de viento de Ladoz, cuyas aspas voltean lentamente, impulsadas por la débil brisa que sopla. A la izquierda se levanta el Cerro del Negro, con su mota de piedras apiñadas sobre la cima, y a su pie corre el San Francisco, escamadas de plata sus aguas que retratan a los sauces y talas que crecen en sus orillas.
A la derecha se ve un cerrito precioso, muy redondo, el más cercano al pueblo, en cuya falda mueren las tapias del cementerio. Llámase aquel cerrito de la Filarmónica, y cuenta la historia que el nombre le viene de haber sido, allá por los años cuarenta y tantos, punto de reunión de varios jóvenes que habían organizado una sociedad musical en la que figuraban Santiago Boada, Guillermo Bonilla, Ramón Matta, Ángel y Pedro Pico, Timoteo Rodríguez, Jorge Carballido, Eulogio Ladereche y varios otros, todos vecinos de la villa, gente alegre y dispuesta siempre a divertirse. Este tocaba el violín, aquél soplaba el clarinete, el otro manejaba el fagot, cual empuñaba el trombón, tal pillaba en la flauta, y hasta no faltaba quién hiciese retumbar el bombo, tarea que creo estaba a cargo del señor Ladereche, hoy respetable y estimado hacendado del departamento.
Por qué iban los filarmónicos minuanos a ensayar al cerrito, es cosa que nadie ha querido contarme, pero fácilmente se comprende que aquel alejamiento era impuesto por el vecindario, al cual le sería insoportable la algarabía que armaban en los ensayos aquellos devotos de Euterpe.
El hecho es que ensayaban en el cerrito, y cuentan las crónicas que no quedó en todos aquellos contornos ni un lagarto ni una víbora, espantadas todas las alimañas y sabandijas con la barabúnda que allí metían los músicos, a quienes podría llamárseles los músicos de la legua... por el hecho de ejercitarse a una legua del pueblo. Pero no se crea que los desterrados al Cerrito lo pasaban del todo mal, pues, so pretexto de hacer oír lo que ensayaban, llevaban allí a todas las familias del pueblo, y con ese motivo se bailaba a más y mejor sobre la verde alfombra de pasto que tapiza aquella verde colina.
Mientras les he
contado esto, hemos adelantado mucho camino. El Cerro de la Filarmónica lo hemos
perdido ya de vista, quedando oculto tras de otros cerros, y sólo se ve por
delante la mole de Arequita, con sus paredes a plomo, cerniéndose sobre la cima
una bandada de golondrinas.
—¿Qué golondrinas? — me pregunta Brus.
—Ésas que andan volando sobre el Cerro.
—Pues Dios le libre de las garras de esas golondrinas.
—¿Cómo? ¿tienen garras?
—¡Ya lo creo! como que son águilas, y caranchos .....
Aquello me descorazonó, pues, si las águilas me parecían golondrinas, debíamos estar todavía muy distante de Arequita, y yo creía que apenas nos separaban diez cuadras del Cerro. ¡Faltaba todavía una legua y media...!
Los caballos de François ya no trotaban con el brío que mostraban al salir del pueblo. El cochero tenía que menudear los latigazos para hacerles mantener el tiro, y aún así, no se apuraban mucho aquellas osamentas ambulantes. Parecían sordos de lomo, pues maldito si los mancarrones se daban por entendidos del vapuleo que les llovía. ¡Así estarían de curtidos...! Brus, desde adentro del carruaje, apostrofaba a las bestias con todos los gritos inventados para hacerlas andar más de prisa: "¡vamos, pingo! ¡hep! ¡hep! ¡yup! ¡firme! ¡firme! ¡tiren, valientes! ¡je, je, je! ¡arriba mancarrones!"
Los caballos sacudían las orejas y seguían al trotecito, sin importárseles gran cosa de los discursos que se les dirigían. Delante galopaba un muchachón de unos quince años, hijo de François, que simulaba hacer de cuarteador para engañar a los pobres rocines. A medida que avanzábamos, se ofrecía a nuestra vista un nuevo panorama: ahora se veían los Campaneros, los cerros del Penitente, así llamados porque corona uno de ellos un grupo de piedras que de lejos semejan un fraile arrodillado; y el de Arequita, o más bien dicho, los de Arequita, pues dos son los cerros que llevan el mismo nombre, idéntico el uno al otro, del mismo corte, y de igual altura.
Estábamos en pleno terreno plutónico. Miles de años atrás, debió arder toda aquella zona quemada por el fuego interno, haciendo volar aquellas piedras que van enterrándose por su propio peso, pero que bien se echa de ver fueron desarraigadas de sus naturales cimientos en la terrible convulsión que trastornó la comarca que recorríamos.
Por fin llegamos al pie del Cerro, interrumpiendo el almuerzo de unos doscientos cuervos que picoteaban no sé qué en el suelo, y que al acercanos con el carruaje no hicieron más que abrirse para darnos paso, sin que uno solo tomase el vuelo. Se retiraron dando saltos y abriendo las alas, pero así que pasamos volvieron a reunirse para continuar su desayuno. Noté con extrañeza que el carruaje se detenía precisamente frente a los acantilados del Cerro, donde era imposible toda ascensión, pero me explicaron los compañeros que por allí era por donde se llegaba a la gruta. Bajamos todos y nos pusimos en marcha ascendente hacia la montaña, que aparecía imponente con su inmensa mole de piedra cortada a pico, tapizadas las paredes con las más variadas especies del género de las bromelias, particularmente de las llamadas claveles del aire, con sus largas hojas de un verde ceniciento.
Capitaneaba la caravana
el atlético Brus, armada la diestra de un gran facón, para abrir paso por entre
las malezas que cierran el camino, y seguíamosle todos en fila india, agachándonos
para evitar las espinas de los talas raquíticos que crecen entre las breñas.
Poco antes de llegar a la entrada de la gruta me llamó la atención un magnífico
evónimus, arbusto cuyo nombre indígena no conozco, y a pesar de ser
planta que se cultiva en nuestros jardines, nunca he visto un ejemplar tan bello
y frondoso como aquél que vegeta allí entre piedras, ajeno al cuidado del hombre.
¿Trae las velas? — dice Brus.
—Aquí están, — contesta Lenzi. Aquella pregunta y aquella respuesta me intrigaron
un poco, porque no me daba mucha cuenta del objeto que tendrían allí las velas,
a las diez de la mañana de un día espléndido, iluminado por un sol que hería
la vista.
Después de subir
una cuesta bastante pendiente, llegamos a la raíz de la roca que se levanta
perpendicularmente, y allí descubrí una abertura que permitía la entrada. En
el fondo de la abertura se ve una lápida de mármol que dice:
Entramos en aquel zaguán estrecho, y confieso que sentí cierta emoción al mirar hacia arriba. La roca, partida por el medio, se levanta formando dos paredes que por lo menos tienen cincuenta varas de altura. Una de ellas está inclinada y parece que va a desplomarse de un momento a otro vencida por su propio peso. No hay que tener profundos conocimientos geológicos para comprender que aquella abertura ha sido hecha por una erupción. Se ven las paredes lamidas por las llamaradas que vomitaron los antros subterráneos, y todo en derredor está sembrado de escorias idénticas a ésas que se ven en las fundiciones. Que la roca fue partida es un hecho que se comprueba a la simple vista. Si fuese posible juntar los dos trozos que separa la abertura, encajarían exactamente, pues se ve que las prominencias de uno de los lados, corresponden a las abolladuras del otro.
Sí; por allí salió el fuego que germinaba en las entrañas de la tierra, dislocando todo lo que encontró a su paso, abriéndose camino dentro de la roca viva, para dar salida a las materias inflamadas que rebosaban en los profundos senos de aquella región, dormida hoy en medio del silencio de las soledades, pero que otrora atronó los aires con los alaridos rugientes proferidos por la naturaleza en el laborioso aborto del monstruo de fuego que devoraba sus entrañas.
Es imponente la entrada en aquella abertura. De un lado y otro, las altas moles de roca cortadas a pico, dejando ver allá arriba un pedazo de cielo azul, manchado, de vez en cuando, por la silueta negra de un cuervo que vuela en espiral; al fondo del zaguán, la pared del cerro, blanqueada con el guano de las águilas que desde siglos atrás se posan en los picos salientes de la roca; y por entre la hendidura de aquellas elevadas murallas, se ve una tira de paisaje: una cadena de cerros que suben y bajan hasta perderse entre las brumas doradas del naciente.
Y ahora, visto ya lo de fuera, es necesario ver lo de dentro. Hay que bajar por una senda pendiente y escabrosa, en la que se han mal tallado unos escalones que facilitan el descenso. De repente, el sendero hace un codo y se interna en las profundidades, donde apenas llega la luz del día. A aquella altura es ya necesario encender las velas. Yo me detuve un instante para ver lo que me rodeaba. Delante de todos iba Brus, con su facón en una mano y en la otra una vela, despejando el camino y haciendo de guía. Tras de él iba don Eduardo Torres, que aunque viejo tiene todavía buenas piernas para este género de aventuras; en seguida venía yo, todo desconfiado, registrando el suelo con la vela para ver donde pisaba, y cerraba la marcha Sebastián Torres, que al mirarle a la luz amarillenta de la vela que llevaba en la mano, parecía un espectro, flaco y pálido, con los ojos muy abiertos y queriendo salirsele de la cara. En cuanto a Lenzi, había quedado arriba, porque, según él, ya estaba harto de grutas, y sus nervios se resentían de la pesadez con que se respira en aquel pozo.
—¡Por aquí! — dijo una voz que parecía salir de una caverna. Era Brus que había llegado ya a la boca de la gruta. Entro él primero, y tras de él fuimos entrando uno a uno, agachándonos para meternos por el agujero de entrada. Al principio no veía nada más que las cuatro luces de las velas que cada uno llevaba en la mano. Pero si no veía, en cambio olía, y no por cierto rosas ni jazmines, sino algo que me disgustaba bastante. Respiraba allí una atmósfera acre, amoniacal, saturada de humedad. La oscuridad era absoluta. Nunca, en todos los días de mi vida, me he encontrado entre tinieblas tan densas como las que me rodeaban. El cuarto más herméticamente cerrado en la noche más tenebrosa, no da todavía una idea de la lobreguez que reina en aquella cueva de Arequita.
Poco a poco fui acostumbrando la vista a la luz de las velas, y empecé a darme cuenta del sitio en que me encontraba. La cueva es de forma circular, cubierta con una bóveda cuyos extremos descansan en el suelo. El piso es blando, formado al parecer de cenizas, sembrado todo de cascajo y piedras sueltas. En el centro de la bóveda hay una filtración de agua, que se recoge en una tina colocada allí no sé por quién. Quise tomar de aquella agua, pero tenía un sabor tan repugnante que no pude tragar ni un buche, a pesar de que Brus me porfiaba que era la más cristalina y fresca que había bebido en su vida. No pongo en duda lo del cristal y lo de la frescura, pero, lo que es el gusto, declaro que no me cuela.
Pensando estaba yo lo que sería aquella cueva, y hasta se me antojaba que bien podría ser un cráter apagado, cuando sentí que por los oídos me zumbaba algo que pasaba rápidamente. Al principio no hice caso, pero, viendo que los zumbidos menudeaban y que por la vaga claridad de las velas cruzaban sombras fugitivas, pregunté qué diablos era aquello.
—Estos son los dueños
de casa, — me dijo don Eduardo Torres.
—Tanto gusto en conocerles, — contesté. Pero ¿quiénes son ellos?
—Véalos,—me dijo Brus, que se había trepado a una eminencia del piso y desde
allí iluminaba el techo con una vela en cada mano.
—¡Horror! ....Había cien mil, diez mil... ;qué sé yo!....tal vez un millón de
murciélagos, apiñados los unos sobre los otros, formando una espesa masa movediza,
que chillaba al ver profanada su negra mansión por los destellos de la luz.
Todos los nervios se me crisparon sólo al hacerme la idea de que aquellas
alimañas pudieran rozarme con sus alas cartilaginosas, frías y blancuzcas como
la mano de un muerto.
Y no estaba muy lejos de que eso sucediese, porque, turbados los murciélagos en su lóbrego reposo, empezaban a revolotear por docenas en torno de las velas, cuando, para completar la gracia, Sebastián Torres tuvo la humorada de tirar una piedra a lo más espeso del cardumen. Aquí fue el caer de ratones alados y el desbandarse por la cueva, lanzando chirridos estridentes. Brus se reía a carcajada tendida; don Eduardo le hacía coro, familiarizado ya con aquella gracia clásica de todos los paseantes a la gruta; el otro Torres estaba clavado en su rincón, gozando con el resultado de su inoportuna pedrada, y yo, espantado por la avalancha, agitaba desesperadamente los brazos para defenderme contra todo contacto de aquellos bichos asquerosos, sin atreverme a dar un paso, porque no veía ni el más leve vestigio de la salida.
Por fin Brus tomó la delantera, y baqueano dentro de aquella obscuridad como si fuese en pleno día, fue derecho al agujero por donde habíamos entrado. Yo fui tras de él, pero al llegar al boquete retiré vivamente la cabeza, porque los murciélagos habían ganado la entrada y revoloteaban allí hechos unos demonios, pasándome por las narices como flechas disparadas. Cerré los ojos y atropellé, guiado por la mano de Brus que solícitamente me servía de lazarillo. Cuando los abrí nuevamente me encontré en una vaga claridad, y tanteando las paredes empecé a subir por aquella pendiente áspera y pedregosa, que iba poco a poco iluminándose a medida que subíamos a la superficie. Cuando llegué a la cima, y vi el sol, y el campo verde, y respiré aquel aire puro, me pareció que resucitaba. Con la boca abierta y las narices dilatadas, aspiraba aquel ambiente impregnado de luz, de colores, de perfumes, con la misma avidez y entusiasmo con que debe aspirarlo el hombre que, enterrado vivo, ha logrado romper la tapa del ataúd que lo encerraba.
Vuelto en mí de aquel rapto de alegría al verme nuevamente en el mundo de los vivos, divisé a Lenzi que, sentado filosóficamente sobre una piedra, nos aguardaba. Fui hacia él y le estreché largamente la mano, como diciéndole: "Comprendo su horror a la cueva. Yo tampoco volveré a entrar."
¡Ah! ¡y de seguro que no vuelvo! Aunque me convidasen a hacer una excursión a la cueva acompañado de niñas, como ha sucedido ya más de una vez, llegándose hasta decir que han bailado allí dentro, no volvería.
¡Qué esperanza!
Aquélla debe ser la patria de los murciélagos. Seguramente que allí han nacido todos los que vuelan entre dos luces en todos los ámbitos de la república.
¿Cómo fue a descubrir aquella gruta don Pedro Carballido? Es algo que yo no me explico. Parece que una tarde del año 74 andaba por allí ese señor, acompañado de un amigo, buscando minerales, y de repente topó con la abertura de la piedra, que estaba escondida tras de los matorrales que crecen en aquellas breñas. Al llegar al extremo del zaguán, vio un agujero profundo, e intrigado con aquello, trató de bajar, pero se lo impidió el amigo arguyéndole que no era prudente aventurarse en aquella sima, cuya profundidad no se conocía. Carballido cedió a las instancias de su amigo, pero no cejó en su propósito de investigar lo que era aquel pozo, y tan no cejó, que volvió al día siguiente, acompañado de otras personas, provisto de hachas, cuerdas y lazos para lo que pudiera ofrecerse. Llegado a la boca del agujero, Carballido se ató el cuerpo con un lazo, cuyo extremo confió a las personas que le acompañaban, y, bien armado, con el corazón bien puesto, empezó el descenso, a semejanza de don Quijote cuando bajó a la encantada cueva de Montesinos.
Aflojaron lazo y lazo los de arriba, y de repente notaron que ya no pesaba el cuerpo del atrevido explorador. Más de media hora esperaron, temerosos por la suerte del amigo, y cuando ya les agitaba la zozobra de una desgracia, volvieron a oír la voz de Carballido que pedía le ayudasen a subir. Reunido con sus amigos, les contó cómo, después de bajar unas diez varas, había encontrado en las paredes del pozo un boquete por donde apenas podía entrar arrastrándose, pero que a pesar de la dificultad había logrado penetrar, y encendiendo un fósforo había visto con sorpresa que aquello era una gruta bastante extensa, sin más salida que el agujero por donde él había entrado.
No encontró, por cierto, como el valeroso manchego, aquellos castillos de marfil y diamantes que vio en la cueva de Montesinos, ni salieron a recibirle doncellas jinetas en blancas hacaneas, ni dueñas cuidaron de él, ni le sirvieron opíparos manjares. Nada de eso. Lo único que vio fue una cueva negra como boca de lobo, y el único recibimiento que tuvo fue el de algunos millares de murciélagos que chillaron y se enfurecieron a su vista como si hubiese entrado el mismísimo demonio. Llevada la noticia del descubrimiento al pueblo, se organizaron inmediatamente varias comitivas para ir a conocer la famosa gruta, pero nadie se animó a bajar, hasta que algunos vecinos, constituidos en Comisión, bajo la denominación de Amigos del Progreso, practicaron allí las obras necesarias para facilitar la bajada y hacer más cómoda la entrada, obras que se realizaron inmediatamente, inaugurándose la gruta con un gran paseo en el día que marca la lápida.
Esto es lo que me contaron de la célebre gruta de Arequita, y tal y cual te lo cuento a tí, lector, sin poner ni quitar nada.
Quería completar este artículo reseñando el opíparo almuerzo con que me sorprendió Lenzi en la costa del Santa Lucía, que corre a una media legua del Cerro de Arequita, pero, como ya esto va largo, y como lo que almorzamos no fueron fiambres ni longanizas, lo dejo para la próxima vez que me ocupe de Minas, que será, Deo volente, en breve, si es que las malandanzas de la política y de las finanzas no me quitan el humor para entregarme a los placenteros recuerdos que guardo de mi excursión a aquella hospitalaria villa.