En medio de la niebla espesa de una madrugada de octubre había levantado campamento la división a que accidentalmente estaba incorporado en desempeño de una comisión, una división de caballería, fuerte de novecientos hombres, armados en su mayor parte de lanzas. Unos pocos llevaban tercerolas o fusiles recortados, formando un piquete que marchaba a vanguardia, como reserva de las partidas exploradoras. La mañana se había presentado encapotada de gris, velado todo el paisaje por una neblina densa que se condensaba en gotas en las ramas de los árboles, barnizando con la humedad el follaje naciente. Acampados durante la noche a la costa de un arroyo, en las puntas de la sierra de Illescas, habíamos tenido que alejarnos del monte, cuyo ramaje goteaba sobre nosotros menuda llovizna. Al clarear el día habían tocado a montar, y la columna se puso en marcha inmediatamente, formando en filas de a cuatro jinetes por no permitir otra formación las angosturas de la sierra que atravesábamos.
El paisaje era de una triste monotonía. No se distinguía nada a veinte pasos a la redonda. Parecía que no adelantábamos en medio de aquel ambiente gris que no presentaba un solo punto de orientación. Yo había perdido por completo toda noción del rumbo y dejaba ir mi caballo siguiendo a los demás, al tranco, cerca del baqueano que marchaba a la cabeza, solo, como un jefe, el sombrero echado sobre los ojos, la cabellera sujeta bajo un pañuelo de seda negra que le cubría las orejas formando marco al rostro bronceado, rígido, en que sólo se movían los ojos verdosos, aparentemente velados, pero en los cuales se traslucía una mirada intensa que penetraba al través de la niebla, orientándose sin vacilaciones en aquella comarca agreste y desierta. Montaba un caballo bayo encerado, de mucha alzada, descarnado, mostrando la fuerte armazón de los huesos.
El bayo humeaba por las narices, las dos orejas tiesas, alerta como su jinete, tranqueando largo. Hombre y caballo formaban una sola pieza que se movía a un mismo impulso, enhorquetado aquél sobre el lomillo, el estribo corto para mayor comodidad, la mano apoyada en el mango del rebenque, sobre la cabezada, abrillantada la pelusa del poncho con las menudísimas gotas de la niebla.
La marcha seguía silenciosa y monótona por entre la cerrillada pedregosa de la sierra. De repente surgían a uno y otro lado grandes bultos negros de proporciones gigantescas, que se achicaban a medida que nos acercábamos a ellos, detallándose aquellas masas informes en grupos de piedras por entre cuyas hendiduras brotaban arbustos de espeso y oscuro follaje, y al alejarse, nuevamente se condensaban en bultos enormes que crecían, crecían, borrándose gradualmente hasta desaparecer como fantasmas mudas entre la niebla.
El paso de la columna retumbaba con un redoble sordo en el seno pétreo de los cerros que se adivinaban más que se veían a ambos lados del trillo que seguíamos. De cuando en cuando se oían relinchos de caballos invisibles, y al momento salían en dirección a los relinchos grupos de soldados en procura de aquella presa de guerra, perdiéndose entre la bruma gris. Después de una hora de camino el baqueano sujetó ante una cañada que cerraba el paso. Toda la columna hizo alto. Los caballos, al sentir la rienda suelta resoplaban fuerte por las narices y hacían coscojear los frenos. El baqueano escudriñó los contornos del sitio en que se encontraba, y después de dos minutos de indecisión, tomó resueltamente a la derecha, costeando el zanjón, erizado de pajas y de juncos. A poco más de media cuadra encontró un vado, un paso estrecho, de barrancas empinadas y barrosas. Vadeó él solo, primero, dejando que el caballo tantease el fondo fangoso de la cañada. El animal manoteó en el agua cautelosamente, y cerciorado de que hacía pie, dio un paso dentro. Sintiendo que se hundía, adelantó la otra mano, y encogiendo los remos traseros, de un salto alcanzó la orilla opuesta, trepando barranco resbaladizo con paso inseguro, despatarrándose, pegoteada la punta de la cola con el lodo, como la cerda de un pincel. Tras de él pasamos todos los que íbamos en el grupo con los jefes, uno a uno, ahondándose el pantano bajo el chapoteo de los caballos que se hundían hasta las rodillas en aquel fango oscuro, espeso y pegajoso. La soldadesca siguió pasando en tropel, en medio de risas y de gritos. La cañada era un accidente que venía a romper la monotonía de aquella marcha silenciosa por entre un paisaje invisible.
Al pasar al otro lado, oímos, cercanos, ladridos de perros, que al instante nos rodearon avanzándonos con furia. A pocas varas surgió de entre la niebla un rancho, una choza miserable, de paredes de tierra y techo de paja, remendado en el centro de la cumbrera con un cuero de vaca yaguané, que parecía un animal extraño de patas cortas y ojos hundidos, que se asomaba por entre el rancho para mirarnos. No se veía a nadie, ni en el pequeño patio ni en la puerta del casucho. Bajo una enramada miserable había un caballo overo sujeto por el cabestro del bozal y dos terneros éticos atados en los horcones. Los perros seguían ladrando; sin atacarnos: uno grande, barcino, con las orejas cortadas, otro bayo claro, curtida la cabeza de cicatrices, el rabo arqueado y un cuzquillo lanudo, cegado por los pelotones de lana que le caían sobre los ojos y que ponía notas tiples destempladas en aquel coro de ladridos.
Después de llamar repetidas veces apareció un hombre, ya entrado en años, flaco de miseria, dio dos pasos fuera de la puerta y se detuvo receloso, huraño mirándonos por bajo del ala del sombrero. Rezongó los buenos días entre dientes, como de mala gana, y quedó esperando. Después cobrando confianza nos invitó a apearnos. El overo relinchaba bajo la enramada al sentir el paso de la caballada, que seguía desfilando a alguna distancia. Tres soldados, apartados de la columna, se acercaban en dirección al caballo.
El dueño entonces dirigiéndose al jefe, se quitó el sombrero y le pidió por su overo, el único caballo que tenía para recoger su pequeña majada y sus pocas vacas. Según él, no valía para nada, era un mancarrón aguatero, inservible para una jornada. A las súplicas salió del rancho una mujer, envejecida más por la pobreza que por los años, y unió sus ruegos a los de su hombre para que no le llevasen el caballo. El jefe los tranquilizó asegurándoles que nadie llevaría el overo, y ante esta promesa aquellos infelices prodigaron sus agradecimientos y empezaron a disponer todo para obsequiarnos con mate. Nos habíamos apeado, acuclillándonos al reparo del alero del rancho, mientras los asistentes cuidaban nuestros caballos. A lo lejos se oía todavía el griterío de los soldados que seguían vadeando la cañada, convertida ya en pantano profundo.
A poco se acercó la mujer trayendo el mate, y tras ella apareció otra, una joven que no llegaba a los veinte, esbelta en amplitud de sus formas desarrolladas, modelándose las turgencias de su juventud rozagante bajo la bata de percal. Parecía que les había robado toda la savia de vida a los dos viejos, enjutos, como esas plantas vigorosas que agostan a todas las que la rodean, dejándolas raquíticas bajo su frondosidad exuberante, atajándoles el amor del sol y chupándoles los jugos de la tierra. Alta, el talle algo grueso pero flexible, el cabello castaño sujeto en trenzas enroscadas en apretado rodete, los ojos garzos sombreados por tupidas pestañas, el óvalo correcto, la boca fresca, la tez ligeramente trigueña, parecía más que la hija de aquellos seres envejecidos por la miseria, la virgen salvaje de aquella comarca desierta. Balbuceó un saludo, iluminándosele el rostro de rubores, y entregó el mate que traía a uno de los oficiales. Quedó después parada, mirándonos con ojos extraños, como si fuésemos hombres de otra especie que los que ella conocía. Se veía en su semblante plácido, pintado el asombro del campesino al ver por primera vez un espectáculo teatral. Nuestros trajes caprichosos, las armas bruñidas, el correaje de las espadas, la apostura desenvuelta, la conversación amena y culta, todo la encantaba, la seducía, dejándolo adivinar en el brillo de la mirada, extasiada en la contemplación de aquel grupo animado de hombres de guerra, bizarros en la originalidad de sus trajes y arreos de soldados revolucionarios. Parecía que le subía al rostro en llamaradas rosadas la revelación de un secreto íntimo, de algo que por primera vez adivinaba, que se agitaba dentro de ella ondulando en sus senos mórbidos que se erguían amenazando rasgar la delgada tela que los oprimía.
La columna en tanto seguía desfilando. Se la veía moverse entre la niebla como una procesión de sombras fugitivas, y todavía se oían en la cañada gritos y risas, dificultado cada vez más el paso a punto de hacerse peligroso. La caballada suelta la habían hecho pasar por otro sitio y se sentía el tropel de la arreada en medio de relinchos y chasquidos de látigos. No menos de tres mil caballos llevábamos de reserva, después de quince días de recogida en una zona extensa. Los campos quedaban trillados al paso de aquella manada inmensa.
Cuando vinieron a avisarnos que toda la columna había ya vadeado, nos preparamos para partir. Los pobres viejos que nos habían hospedado durante una media hora ofreciéndonos todo lo que su estrechez les permitía, nos despidieron con augurios de triunfo en la contienda en que estábamos empeñados, agradeciéndonos nuevamente el haberles dejado el caballo overo. La joven de ojos garzos nada dijo. Estaba como aterrada ante la idea de aquella partida brusca que la dejaba nuevamente en la triste soledad en que había vivido. Y cuando montamos y echamos a andar, siguió al grupo con una mirada que traducía, un ruego, como suplicando que le robasen a la tristeza de su virginidad estéril, despertada en aquel rato del sueño de la ignorancia de la vida. Como forzada a obedecer a último impulso de su naturaleza salvaje, avanzó unos pasos hacía el grupo que se alejaba, de repente se detuvo, llevó a sus ojos el delantal que cubría su pollera, y encaminóse con paso tardo a su miserable choza, volviendo repetidamente los ojos abrillantados en lágrimas. El overo, bajo la enramada, relinchaba despidiendo a sus compañeros.
El rancho fue borrándose poco a poco de nuestra vista hasta que se lo tragó por completo la niebla y nosotros picamos nuestros caballos, flanqueando la columna hasta ponernos a la cabeza. El cielo empezaba a desgarrarse, dejando ver manchas de azul. La mañana, avanzaba serena y tibia, presagiando lluvia. Llegábamos ya a los últimos estribos de la sierra, y el campo llano se abría por delante, brillando con reflejos de esmeralda las lomas lejanas, ya bañadas por el sol primaveral que había logrado rasgar la niebla amontonándola en espesos copos que se desprendían de la tierra y flotaban errantes en el aire quieto.
Media hora después el paisaje se ofrecía en toda su extensión hasta el horizonte brumoso todavía. El cielo, moteado de bollones azuleaba en lo alto, y el sol calentaba la tierra activando la fecundación. Era un día de primavera avanzada, caluroso y húmedo, en que toda la naturaleza respiraba en ese ambiente pesado de los invernáculos. La columna formada ahora en hileras de a diez, marchaba al trote, apurando para llegar al sitio designado para la carneada antes del mediodía. Se le veía ondular como una enorme serpiente siguiendo las sinuosidades del campo mamelonado. Las lanzas brillaban como escamas de plata. Por delante, coronaban las alturas nuestras avanzadas exploradoras y a un costado iba la caballada suelta, arreada y flanqueada por los soldados encargados de su custodia. El baqueano, siempre adelante, seguía el rumbo fijo, al tranco andador de su caballo que se descuadrillaba en aquel andar de sobre paso.
Al dominar una cuchilla que se prolongaba como el lomo de un cetáceo inmenso, apareció en el bajo la cinta oscura del monte que franjeaba un arroyo, el arroyo de Godoy, de curso sinuoso por entre altas lomadas. Del otro lado, una casa de material blanqueaba iluminada por el sol. Hicimos alto en la ladera vertiente, cerca del arroyo, y se mandó desensillar. En pocos minutos, quedó la falda de la cuchilla poblada de grupos de soldados, que improvisaban hogueras. No se armó ninguna carpa, ni la de los jefes, que buscaron el reparo de unos árboles para pasar la siesta. El campamento se animaba en la actividad de los preparativos para comer. Los soldados bajaban con sus caballos a la aguada mientras se hacía la carneada. Se había exigido al hacendado vecino un tributo de veinte reses que había entregado sin protesta, habituado ya a aquellas exacciones. Tuvo hasta la deferencia de venir personalmente al fogón de los jefes a saludarlos y ofrecerles lo que necesitasen. Dio noticias de algunas partidas enemigas que habían pasado por allí dos días antes arreando todos los caballos del vecindario.
Cien hogueras ardían en el campamento ahumando el cielo, y en torno de cada una de ellas se veían grupos de soldados que mateaban, mientras se cocían los asados. Las lanzas clavadas por el regatón en la tierra, espejeaban al sol, pendientes las banderolas lacias por la falta de viento. Había lanzas de todas formas y tamaños, desde algunas largas y agudas como dagas hasta otras cortas y ovaladas como pequeños peces, lisas unas, y otras bradas, éstas con medias lunas sencillas, aquéllas con doble media luna, esotra en forma serpentilana, al lado una de tres filos como una bayoneta, y por todo el campamento lanzas comunes, de meharra sencilla, lanza de tropa encabada en asta corta y recia. Los aperos eran tan variados como las lanzas, ricos unos, chapeados de plata, y otros pobres miserables, compuestos de una mala jerga un lomillo de bastos destripados, y un cuero de carnero. Todo oreaba al sol en aquel mediodía tibio, pintada la ladera con los colores de los ponchos tendidos en el suelo y las prendas multicolores de los vestuarios caprichosos.
A las tres de la tarde nos pusimos nuevamente en marcha, después de haber dado descanso a la gente y a la caballada. Nos quedaban algunas leguas de jornada para llegar con día hasta Casupá donde debíamos esperar instrucciones, y picamos trote largo desde que nos movimos, apurando para acampar, antes de que se echase encima la tormenta que avanzaba en el cielo desde el norte en densos y oscuros nubarrones. Al repechar una loma alta se vio toda la columna en formación, las banderas de las lanzas flameantes, agitada toda aquella masa de hombres y de caballos con el sacudimiento del trote. La cola de la larga columna se explayaba en la llanada, mientras la cabeza coronaba la cuesta de la cuchilla. El clarín de órdenes lanzó una nota aguda, vibrante, prolongada en un calderón que despertó todos los ecos de la campiña concertándolos en bélico coro, y toda la división hizo alto, en una parada brusca. Desde el lomo de la cuchilla en que nos habíamos detenido se divisaba un paisaje dilatado, blanqueando en las alturas sobre en fondo oscuro del cielo tormentoso, varias poblaciones. El nublado no cubría el sol todavía, contrastando sus reflejos en la pradera y en las casas con el tono plomo mate de las nubes.
Después de cinco minutos de descanso seguimos la marcha. La tarde se echaba pesada y calorosa en el bochorno de la tormenta próxima. Detrás, a lo lejos, se borraban entre las brumas las accidencias de la sierra, que aparecía como una cordillera azulada, recortando sus perfiles sobre una franja de luz amarillenta que iluminaba el cielo en el horizonte. Los ganados huían a un lado y a otro ante el tropel sordo de la caballada al trote. Tres o cuatro peones que recorrían el campo desaparecieron a toda rienda a la vista de la columna, temerosos de ser reclutados.
El sol caía rápidamente, sin rayos, encendido como un globo de fuego entre los vapores condensados. Era apenas una luz en el cielo, velada por un tul de brumas, sin irradiar un reflejo, sin proyectar una sombra, como esas fosforescencias errantes que no iluminan en torno suyo. Sordos redobles lejanos como de tambores fúnebres, llegaban hasta nosotros anunciándonos la tormenta. La cúspide blancuzca y redondeada de un nubarrón que se levantaba desde el horizonte se inyectaba de fuego continuamente, anaranjándose y oscureciéndose como si el fuelle de una fragua la encandeciese a soplidos.
El baqueano apuraba el sobre paso de su bayo viejo para poder acampar antes de que empezase a llover. El monte del arroyo negreaba a lo lejos en las últimas claridades de la tarde. El sol se apagaba en el horizonte como una lámpara falta de aceite. Era ya apenas una mancha amarillenta próxima a ser borrada por el nublado que avanzaba lentamente, conquistando palmo a palmo todo el cielo. Sólo en el poniente quedaba una laguna azul pálido, mientras el firmamento se ennegrecía y parecía descender hacia la tierra, como una inmensa tapa cóncava de plomo, próxima a cubrir todo el paisaje. Sólo al resplandor de los relámpagos nacidos bajo el horizonte, se detallaba aquella masa oscura en pesados nubarrones, franjeados de luz fugitiva, volviendo en seguida a unirse en una nota apizarrada.
Llegamos por fin al sitio designado para campamento, en un seno que hacía el monte. Se mandó desensillar de prisa y atar a soga los caballos que cada soldado traía de tiro. El campamento quedó instalado en corto tiempo. En la garganta del seno, acampó el piquete de fusileros. En el centro se armaron las carpas de los jefes y ayudantes, y en contorno del monte, todo el resto de la tropa. En la ladera de la cuchilla vertiente se hizo ronda a la caballada, que coreaba en continuos relinchos, de extrañeza de querencia, de llamada a los compañeros, de recelo de la tormenta inmediata. En la penumbra del crepúsculo se vislumbraban, allá sobre las alturas, las siluetas confusas de los centinelas avanzados.
Se hizo la carneada de una punta de ovejas que habían arreado en la marcha, y que balaban desesperadas, extrañando el resto de la majada, las madres separadas de las crías, los corderos reclamando a las madres, azoradas todas en aquel movimiento y bullicio de la soldadesca que las pialaba y degollaba en medio de risas y gritos. El cielo se incendiaba todo en resplandores pajizos que dejaban entrever trozos de paisajes como visiones de linterna mágica. De repente la luz se prolongaba en una raya temblorosa de fuego lívido que hacía palidecer las hogueras del campamento, apagándose enseguida sin dejar un rastro de luz, mientras el trueno repercutía en un redoble continuo, que se acentuaba por momentos como si de pronto se acercase, y ensordecía por momentos como si se alejase en la retirada. Y en medio de ese rumor perpetuo, se oían a ratos, estampidos lejanos de cañones, detonaciones de descargas de fusilería, tropel de caballos lanzados a la carrera, como si todo el ejército del cielo viniese avanzando desde los extremos del horizonte para cercarnos y librarnos batalla en aquel reducido espacio que ocupábamos, en aquel seno de monte, cuya arboleda oscura se iluminaba de un verde claro ceniciento al resplandor de los relámpagos.
Los caballos, atados a las estacas con los maneadores, no pastaban, nerviosos y asustadizos ante aquel pestañear vivido del cielo fulgurante. La cabeza erguida, las orejas paradas, el ojo brillante, se revolvían inquietos, enredándose en las sogas, temblorosos a cualquier roce, como si de todos lados temiesen el peligro. Los cuidadores no cesaban de rondar en torno de la caballada suelta, que amágala a cada momento arrancar a la disparada.
Los jefes y ayudantes, después de cenar el asado, mateaban y charlaban en la carpa principal. La tropa descansaba ya, y sólo quedaban encendidos en brasas los fogones, que se apagaban a cada relámpago que serpeaba en el firmamento, como rindiéndose a la mayor potencia de luz.
De repente, una llamarada de un azul lívido abrasó todo el cielo. El paisaje entero surgió de las tinieblas titilando ante los ojos en un resplandor fosforescente durante dos segundos, desapareció repentinamente como si le hubiesen echado encima un denso velo negro y en la lobreguez de las tinieblas brotó una escala de notas atipladas, que fue subiendo en tonos estridentes hasta estallar en una detonación aterradora que se prolongó en retumbos sordos, como si dos moles inmensas hubiesen chocado en el espacio, desmenuzándose en fragmentos que se derrumbaban sobre la tierra.
Y todavía no acallados los últimos rezongos de aquel trueno que había hecho retemblar el suelo, otra tronada se oyó, sorda, continuada, que parecía brotar de las entrañas del terreno que pisábamos, como si la tierra en lucha con el cielo, quisiese hacer alarde de sus fuerzas devastadoras. Aquel fragor de terremoto, originado en la altura, descendió hasta el bajo en que estábamos acampados, se detuvo en la línea de fogones que cerraba la boca del campamento, y de nuevo se replegó a la altura con redoble ensordecedor, al mismo tiempo que dentro del campamento mismo se oía nuevo tropel. Era la caballada suelta, que al estallar el trueno, había disparado asustada arrollando a los rondadores y precipitándose al bajo. Detenida allí por la línea de fogones, había remolineado y vuelto a emprender la carrera hacia el repecho. Asustados a su vez los caballos atados a soga, había echado a correr, reventando unos los maneadores, arrancado otros las estacas, azuzándose todos entre sí con los latigazos de los maneadores. Algunos soldados consiguieron montar en pelo antes que sus caballos se soltasen; los demás se refugiaron en el monte, y gracias a ese reparo no hubo que lamentar muchas desgracias, pues los caballos, enceguecidos por el miedo, enredados unos con otros, disparaban azorados llevando por delante todo lo que encontraban, ligados en una trailla inmensa formada por los maneadores, cuyas estacas, viboreando por los aires, se habían liado.
La carpa de los asistentes fue arrasada por aquel ciclón viviente, que disparaba a la redonda enloquecido, mientras el resto de la caballada se disgregaba en pequeños grupos que se atrepellaban en una carrera sin rumbo, aquí detenidos por un obstáculo insuperable, allí retrocediendo a los tiros que les disparaban las guardias avanzadas, más allá deslumbrados por la luz enceguecedora de los relámpagos, aterrados por el fragor de los truenos, chocando unos con otros aquellas falanges de animales arrastrados por el vértigo, en tanto que el cielo, como si no quisiese perder un solo detalle de aquella escena que en las tinieblas de la tierra se producía, se inflamaba en un incendio imponente, iluminando todo el paisaje con resplandores de una lividez aterradora. Y se oían gritos y tiros, y el suelo temblaba al redoble de los cascos de los caballos disparados, hasta que el fuego del cielo se derritió en una lluvia torrencial que dominó todos los ruidos y apagó las últimas ascuas de los fogones.